XXXVI

Ni sentir sobre la piel la deliciosa brisa que anuncia el verano, ni acariciar otro cuerpo, ni beber whisky escocés en la bañera hasta que se enfríe el agua ni, en fin, cualquier otro placer que se le ocurriese, proporcionaba a Wells un bienestar mayor que el que sentía cada vez que ponía el punto y final a una novela. Ese acto culminatorio siempre le anegaba por dentro de una embriagadora satisfacción, de un arrebato de felicidad que nacía de la certeza de que nada de lo que pudiera realizar en la vida podría complacerle más que escribir una novela, por mucho que la escritura en sí le resultara una labor aburrida, engorrosa e ingrata, pues Wells era de esa clase de escritores que odian escribir pero a los que les encanta «haber escrito».

Extrajo el último folio del rodillo de su máquina de escribir Hammond, lo colocó sobre la pila y posó su mano sobre ella, con la misma sonrisa de triunfo con la que un cazador apoyaría su bota sobre la cabeza de un león, porque para Wells el acto de la escritura se asemejaba mucho a una lucha, a una encarnizada batalla contra una idea que se resistía a ser atrapada. Una idea que él mismo había concebido, por otro lado; y eso era quizás lo más frustrante de todo, la distancia que siempre mediaba entre el resultado obtenido con su esfuerzo y el objetivo que, si bien de un modo más inconsciente que voluntario, se había marcado de antemano. La experiencia le había enseñado que lo que uno lograba acarrear hasta el papel no era más que un pálido reflejo de lo que había imaginado, así que había aprendido a conformarse con que éste fuera la mitad de bueno que el original, la mitad de aceptable que esa novela perfecta e inaprensible que le había servido de guía y que imaginaba latiendo burlona detrás de cada libro como una sombra fantasmal. Sea como fuere, ahí tenía el esfuerzo de los últimos meses, se dijo; y ver encarnado en algo palpable lo que hasta el momento de poner el último punto no era más que una hipótesis nebulosa, resultaba impagable. Mañana se la entregaría a Henley y podría olvidarse de ella.

Pero esas dudas nunca venían solas. Nuevamente, ante aquella pila de cuartillas mecanografiadas, Wells se preguntó si había escrito lo que se suponía que debía escribir. ¿Era aquella novela una de las obras que tenían que figurar en su bibliografía o había sido un accidente casual? ¿Escribir una novela u otra, dependía de él o era también competencia del azar que regía la vida del hombre? Eran demasiadas preguntas, aunque una de ellas lo mortificaba especialmente: ¿existía en algún rincón de su cabeza una novela que le permitiría dar todo lo que verdaderamente llevaba dentro? Le atormentaba la posibilidad de descubrirlo demasiado tarde: que en su lecho de muerte, antes de exhalar su último suspiro, surgiese del fondo de su mente, como un pecio que sale a flote a la superficie del océano, el argumento de una novela extraordinaria que ya no tendría tiempo de escribir. Una novela que siempre había estado allí, aguardándolo, llamándolo sin éxito entre el ruido, y que moriría con él porque nadie más podría escribirla, porque era como un traje confeccionado con sus medidas. No conocía mayor miedo, peor maldición.

Sacudió la cabeza, espantando aquellas molestas dudas, y consultó el reloj. Ya era más de la medianoche, por lo que podía anotar en la página final de la novela, junto a su rúbrica, la fecha del 21 de noviembre de 1896. Una vez escrita, sopló amorosamente sobre la tinta, se levantó de la silla y tomó el quinqué. Tenía la espalda dolorida y se sentía terriblemente cansado, pero no se dirigió al dormitorio, desde donde le llegaba la acompasada respiración de Jane. Hoy no tendría tiempo de dormir: le esperaba una noche verdaderamente agitada, se dijo con una leve sonrisa amueblándole los labios. Cruzó el pasillo guiándose con la lámpara, esparciendo en el aire el susurro afelpado de sus zapatillas, y emprendió la subida de las escaleras del desván evitando hacer crujir los peldaños.

Y allí arriba, esperándolo, reluciente y hermosa, iluminada por el resplandor fantasmagórico de la luna que se filtraba por la ventana abierta, estaba la máquina. Se había acostumbrado a aquel ritual secreto, aunque no sabía decir con exactitud qué era lo que le gustaba de esa travesura tan inofensiva y absurda, consistente en sentarse en la máquina mientras su mujer dormía. Tal vez fuera que, a pesar de saber que no era más que un sofisticado juguete, sentado en ella no podía evitar sentirse especial. Quienes la habían construido habían cuidado hasta el último detalle: la máquina quizás no pudiese viajar en el tiempo pero, gracias a unas oportunas ruedecillas, en su panel de mandos podía cifrarse cualquier fecha, las ficticias metas de aquellas travesías imposibles por el tejido del tiempo.

Hasta el momento, Wells se había limitado a fijar en el panel los años más remotos del futuro, incluyendo el año 802 701, el mundo de los elois y los morlocks. Había ahondado tanto en el mañana que la vida tal y como la conocía podía ser algo absolutamente desconocido, dolorosamente incomprensible, incluso, y había cifrado también épocas del pasado que le hubiese gustado conocer, como la época de los druidas. Pero esta noche, con una sonrisa irónica en los labios, hizo que los números del panel marcasen el 20 de mayo del año 2000, la fecha que ese embaucador de Gilliam Murray había escogido para situar la batalla más importante de la raza humana, aquella pantomima que para su asombro toda Inglaterra se había tragado, gracias en parte a su libro. Le pareció irónico que él, el autor de una novela sobre los viajes en el tiempo, fuese el único que creyese que aquello era imposible. Había hecho soñar a toda Inglaterra, pero él era inmune a su propio sueño.

¿Cómo sería realmente el mundo dentro de un siglo?, se preguntó. ¿Cuál sería el verdadero rostro del futuro? Le habría gustado poder viajar al año 2000 no solo por el placer de conocerlo, sino también con el propósito de tomar algunas fotografías con una de esas cámaras de moda y volver para mostrarles a los incautos que hacían cola en las empresas Murray cómo era el auténtico futuro. Se trataba de un deseo imposible, evidentemente, pero no por ello iba a dejar de fingir que podía llevarlo a la práctica, se dijo, recostándose en el sillón y bajando solemnemente la palanca de la máquina sintiendo al instante el excitante cosquilleo que inevitablemente le recorría el cuerpo cada vez que realizaba aquel gesto.

Pero esta vez, para su sorpresa, cuando la palanca completó el recorrido, una oscuridad repentina devoró el desván. Los flecos de luna que se filtraban por la ventana parecieron replegarse, abandonándolo en una compacta negrura. Antes de que pudiese comprender qué demonios estaba sucediendo, lo asaltó una terrible sensación de caída, acompañada de un súbito mareo. Se sintió levitar, flotar a la deriva en una suerte de nada oscura que bien podría ser el universo mismo. Y mientras la consciencia se le desbarataba, lo único que acertó a pensar fue que, o estaba sufriendo un infarto o, después de todo, estaba viajando al año 2000.

Volvió en sí con trabajosa lentitud. Tenía la boca seca Y sentía una extraña pesadez en todo el cuerpo. Cuando la vista se le aclaró, descubrió que estaba tumbado en el suelo, pero no se trataba del suelo del desván, sino de un erial de piedras y cascotes. Desconcertado, se incorporó con dificultad, comprobando con fastidio cómo le asaltaban terribles punzadas cada vez que movía la cabeza. Por el momento, decidió permanecer sentado en el suelo. Desde allí paseó una mirada incrédula por el paisaje en ruinas que lo rodeaba.

Se encontraba en una ciudad minuciosamente devastada. ¿Se trataba del Londres del futuro?, se preguntó, ¿había viajado realmente al año 2000? De la máquina del tiempo no había el menor rastro, como si los morlocks la hubiesen hecho desaparecer en el interior de la esfinge. Tras la meticulosa inspección, creyó llegado el momento de alzarse sobre sus piernas, algo que hizo trabajosamente, cual primate de Darwin acortando la distancia que lo separaba del Hombre, y comprobó con alivio que no tenía nada roto, aunque todavía lo embargaba un desagradable mareo. ¿Era aquel vértigo uno de los efectos de haber cruzado un siglo en su carroza temporal? El cielo estaba cubierto de una espesa niebla que sumía el mundo en un crepúsculo macilento, un crespón de humo impenetrable tejido por las decenas de incendios que se apreciaban en el horizonte. En aquella desolación casi consideró obligada la presencia de los bulliciosos cuervos que sobrevolaban en círculos por encima de su cabeza. Uno de ellos descendió a tierra muy cerca de donde él se hallaba, y se aplicó a picotear con tozudez entre los escombros, produciendo un repiqueteo macabro.

Al fijarse con más detenimiento, Wells observó espantado que el pico del pájaro se afanaba en perforar un cráneo humano. El descubrimiento le hizo retroceder un par de pasos, un movimiento reflejo demasiado temerario para el lugar en el que se hallaba. Al instante siguiente sintió cómo el suelo cedía bajo sus pies, y comprendió demasiado tarde que se había despertado cerca del borde de una pequeña colina, por la cual rodaba ahora para su desgracia. Aterrizó con un golpe seco, envuelto en una densa polvareda que le penetró en los pulmones, obligándole a toser repetidas veces. Un tanto irritado consigo mismo por su torpeza, Wells volvió a incorporarse. Afortunadamente tampoco esta vez se había roto ningún hueso, aunque su pantalón había sufrido varios desgarrones, uno de los cuales, para terminar de redondear su humillación, dejaba al aire parte de su escurrida y blanquecina nalga izquierda.

Wells agitó la cabeza. Qué más podía pasarle, se preguntó, espantando a manotazos el polvo que lo envolvía. Cuando éste se disipó, el escritor se quedó muy quieto, contemplando estupefacto las siluetas que el cortinaje de polvo había comenzado a desvelar. Ante él, contemplándolo en un inquietante silencio, descubrió un ejército de autómatas. Eran al menos una decena, y todos permanecían en la misma actitud hierática y sobrecogedora, incluido el que se hallaba algo adelantado de los demás, que estaba tocado por una incongruente corona dorada. Parecía como si hubiesen detenido su marcha al verlo caer desde lo alto. Al comprender dónde se encontraba, un miedo atroz le entrelazó las vísceras. Había viajado al año 2000, Y Por increíble que le resultase, el año 2000 era exactamente como Gilliam Murray lo había descrito en su novela pues allí delante de sus narices tenía al mismísimo Salomón, el malvado rey de los autómatas, el responsable de la devastación que le rodeaba. Su destino estaba claro: morir del disparo de un juguete. Allí, en aquel futuro en el que no había querido creer.

—Supongo que en este momento echará de menos al capitán Shackleton, ¿no es cierto?

La voz no surgió del autómata, aunque a estas alturas no le hubiese sorprendido, sino de algún lugar a su espalda. Wells la reconoció enseguida. Hubiera querido no tener que escucharla nunca más, pero de algún modo, tal vez por deformación profesional, sabía que tarde o temprano iba a volver a encontrarse con él: la historia que, a su pesar, ambos protagonizaban necesitaba un desenlace, exigía un final que satisficiera las expectativas de los lectores. Aunque jamás imaginó que dicho encuentro fuera a producirse en el futuro, especialmente porque nunca creyó que pudiera viajarse al futuro. Se volvió con lentitud. A unos metros de él, Gilliam Murray lo contemplaba con una sonrisa entre indulgente y divertida. Vestía un elegante traje malva rematado por un sombrero de copa verde que parecía emparentarlo con esas aves de plumaje fabuloso que pueblan el paraíso bíblico. A su lado, sentado sobre sus patas traseras, había un enorme perro, simplemente dorado.

—Bienvenido al año 2000, señor Wells —lo saludó el empresario con jovialidad—. O quizás debería decir a mi idea del año 2000.

Wells lo contempló con recelo, pero sin dejar de vigilar al grupo de autómatas que posaba ante ellos atareados en una inmovilidad fantasmal, como esperando ser retratados.

—¿Tiene miedo de mis entrañables autómatas? Pero ¿cómo puede asustarle un futuro tan inverosímil? —preguntó Gilliam con ironía.

Caminando tranquilamente, el empresario se acercó al autómata que lideraba el grupo y, tras dedicarle una sonrisa de complicidad a Wells, como un niño a punto de perpetrar una travesura, apoyó una mano regordeta en su hombro y lo empujó. El autómata se inclinó hacia atrás, chocando ruidosamente contra el que lo seguía, que a su vez tropezó con el que tenía a su lado, y así, poco a poco, empujándose unos a otros, todos fueron desplomándose sobre el suelo. El derrumbe se desarrolló con la intrigante parsimonia de un deshielo. Cuando al fin terminó, Gilliam extendió las palmas de sus manos, como disculpándose por el estruendo…

—Sin nadie que las vista solo son armaduras huecas, meros disfraces —dijo.

El escritor contempló la madeja de autómatas volcados, y luego volvió a mirar a Gilliam, luchando por sobreponerse al vértigo de irrealidad que lo embargaba.

—Lamento haberlo traído contra su voluntad al año 2000, señor Wells —se disculpó el empresario fingiendo un rictus de consternación—. No habría sido necesario si usted hubiese aceptado alguna de mis invitaciones, pero dado que nunca lo hizo, no he tenido otra alternativa. Y no quería que se quedase sin verlo antes de que tuviese que clausurarlo. Por eso tuve que mandar a uno de mis hombres a que lo drogase con cloroformo mientras dormía, aunque según me ha contado, usted emplea las noches para otras cosas. Le dio un buen susto al sorprenderlo entrando por la ventana de su desván.

Esas palabras arrojaron una bienvenida luz en la confusa mente de Wells, permitiéndole atar los cabos necesarios, cosa que el escritor hizo con rapidez. Enseguida comprendió que no había viajado en el tiempo al año 2000, como todo parecía indicar. La máquina que guardaba en el desván seguía siendo un simple juguete, y el Londres ruinoso en el que se hallaban no era más que el gigantesco decorado que Gilliam había construido para engañar al mundo. Probablemente, al verlo entrar en el desván, su esbirro se habría escondido tras la máquina del tiempo y allí habría aguardado sin saber muy bien qué hacer, tal vez considerando la posibilidad de utilizar la fuerza para reducirlo y cumplir la misión que le habían encomendado. Pero por fortuna no había sido necesario recurrir a la innoble violencia, pues él mismo, al sentarse despreocupadamente en el artefacto, le había ofrecido la oportunidad perfecta para usar el pañuelo empapado de cloroformo que debía de tener preparado.

Y huelga decir que, una vez comprendió que estaba en un simple decorado, que no había sufrido ningún imposible desplazamiento en el tiempo, Wells sintió un inmenso alivio. La situación en la que se encontraba no era agradable, desde luego, pero al menos resultaba comprensible.

—Espero que no le hayan hecho daño a mi esposa —dijo, en un tono que no se decidía del todo a resultar amenazador.

—Oh, no se preocupe —lo tranquilizó Gilliam, agitando una mano en el aire—. Su mujer tiene un sueño muy profundo, y mis hombres pueden ser increíblemente silenciosos si la situación lo requiere. Estoy seguro de que en estos momentos su adorable Jane continúa durmiendo plácidamente, sin echarle en falta.

Wells iba a replicar algo, pero finalmente guardó silencio. Gilliam se dirigía a él con esa altanería un tanto histriónica de los poderosos que tienen el mundo a sus pies. Era indudable que el tiempo transcurrido desde su último encuentro había cambiado la disposición de las piezas en el tablero. Si durante la entrevista en su casa de Woking había sido Wells quien había esgrimido en sus manos el cetro del poder, enarbolándolo como un niño con un juguete nuevo, ahora era Gilliam quien lo sostenía entre sus regordetes dedos. El empresario había mutado, se había convertido en una criatura distinta en unos pocos meses. Ya no era un aspirante a escritor obligado a reverenciar a su maestro, sino el dueño del negocio más lucrativo de la ciudad, al que todo Londres rendía una grotesca pleitesía. Wells, por supuesto, no lo creía merecedor de ninguna adoración, y si permitió que le hablara en aquel tono de superioridad fue simplemente porque después de todo consideraba que Murray estaba en su derecho, pues había sido el claro vencedor del duelo que habían protagonizado los últimos meses. ¿Y acaso no había usado Wells un tono similar mientras tenía el cetro en sus manos?

Como el jefe de pistas de un circo dando comienzo al espectáculo, Gilliam Murray abrió los brazos de par en par, abarcando simbólicamente la devastación que lo rodeaba.

—Bien, ¿qué le parece mi mundo? —preguntó.

Wells dedicó al lugar una mirada de absoluta indiferencia.

—Un logro extraordinario para un constructor de invernaderos, ¿no le parece, señor Wells? Porque a eso me dedicaba antes de que usted me diese un nuevo motivo para vivir, a la construcción de invernaderos.

A Wells no le pasó por alto la responsabilidad que Gilliam había decidido adjudicarle tan alegremente en la forja de su destino, pero prefirió guardar silencio al respecto. Sin dejarse desanimar por su impasibilidad, Gilliam 1o invitó a dar un paseo por el futuro con un gesto de la mano. Tras un momento de duda, el escritor lo siguió con desgana.

—No sé si lo sabe, pero los invernaderos son un negocio muy lucrativo —le informó Gilliam cuando se colocó a su altura—. Todo el mundo reserva en su jardín un espacio para esos universos recogidos donde se ha trasladado ahora el esparcimiento de los mayores y el juego de los niños, y donde además se pueden cultivar plantas y árboles frutales durante todo el año sin que importe el dictado de las estaciones. Aunque mi padre, Sebastian Murray, tenía, por así decirlo, aspiraciones más elevadas.

Apenas habían caminado un trecho cuando un pequeño precipicio les cortó el paso. El empresario emprendió su bajada sin preocuparse en dar un rodeo, descendiendo por su pendiente en un ridículo trotecillo a la vez que trataba de mantener el equilibrio con los brazos en cruz. El perro le siguió de inmediato. Wells lanzó un suspiro y emprendió él también el descenso, intentando no tropezar con los trozos de tuberías Y cráneos sonrientes que sobresalían del terreno. No quería volver a despeñarse. Con una vez al día ya era más que suficiente.

—¡Mi padre intuía en aquellas casitas traslúcidas que los ricos erigían en sus jardines el germen del futuro —le gritó Gilliam mientras descendía ante él por la pendiente—, la primera avanzadilla de un mundo hecho de ciudades transparentes, de edificios cristalinos que erradicarían los secretos y la intimidad del hombre un mundo mejor donde la mentira sería imposible!

Cuando llegó abajo le tendió una mano a Wells, pero éste rehusó su ayuda, sin molestarse en esconder la irritación que empezaba a producirle todo aquello. Gilliam no pareció darse por enterado y reanudó la marcha, esta vez por un camino aparentemente menos abrupto.

—Le confieso que al niño que yo era le fascinaba aquella hermosa visión que regía la vida de mi padre —continuó diciendo—. Durante un tiempo incluso la consideré una imagen fiel del futuro. Hasta que, al cumplir los diecisiete años, empecé a trabajar con él. Entonces comprendí que no era más que un espejismo. Resultaba evidente que aquel pasatiempo de ingenieros y horticultores jamás se convertiría en la arquitectura del futuro, no solo porque el hombre nunca prescindiría de su intimidad en aras de ninguna armoniosa convivencia, sino porque contaba con la oposición de los propios arquitectos, quienes desdeñaban el hierro y el vidrio, alegando que aquellos novedosos materiales carecían de los valores estéticos que definían a las obras arquitectónicas. Enseguida comprendí que aquélla era la triste realidad, y que por muchas estaciones de ferrocarril que mi padre y yo construyéramos en cristal a lo largo de Inglaterra, nada íbamos a poder hacer contra el reinado del ladrillo. Así que me resigné a ser por el resto de mi vida un simple fabricante de simpáticos invernaderos. Pero ¿a quién puede satisfacerle esa ocupación frívola e intrascendente, señor Wells? Desde luego, a mí no. Pero tampoco sabía qué podía satisfacerme. A mis veintipocos años disponía del dinero suficiente para procurarme cualquier capricho, por rebuscado que fuese, y eso me hacía contemplar de manera inevitable el mundo como una partida de cartas ganada de antemano que empezaba a antojárseme terriblemente aburrida. Para colmo, mi padre murió durante esos meses, asaltado por unas fiebres repentinas, y eso me hizo todavía más rico, ya que yo era su único heredero. Pero al mismo tiempo también me hizo ser dolorosamente consciente de que la mayoría de las personas mueren sin haber hecho realidad sus sueños. Por mucho que la vida de mi padre pareciera envidiable desde fuera, yo sabía que no había sido plena, Y la mía no iba a correr mejor suerte. Estaba convencido de que yo también acabaría muriendo con la misma mueca de insatisfacción en los labios. Supongo que por eso me refugié en la lectura, para evadirme de aquella existencia tan monótona y predecible que se desplegaba ante mí. Todos llegamos a la lectura por algún motivo, ¿no le parece? ¿Cómo llegó usted, señor Wells?

—Me fracturé la tibia a los ocho años —dijo el escritor con visible apatía.

Gilliam lo observó con un ligero desconcierto durante unos segundos, hasta que finalmente asintió complacido.

—Supongo que los genios como usted han de empezar a esas edades —reflexionó—. Yo tardé un poco más. Hasta los veinticinco años no me animé a explorar la nutrida biblioteca que mi padre, al quedarse tempranamente viudo, había empezado a construir en un ala de la casa, imagino que como otra forma más de desembarazarse de un dinero que sin la ayuda de mi madre no sabía cómo gastar. Ya nadie iba a leer esos libros a menos que lo hiciese yo. Así que lo devoré todo, absolutamente todo. De ese modo, descubrí el placer de la lectura. Nunca es tarde, ¿no le parece? Aunque debo confesarle que no era un lector demasiado exigente. Cualquier libro que me hablase de una vida que no fuera la mía me resultaba, cuando menos, interesante. Pero su novela, señor Wells… ¡su novela me fascinó como ninguna lo había hecho antes! Usted no hablaba del mundo que conocía, como hacía Dickens, ni de los territorios exóticos de África o Malasia, como hacían Haggard o Salgari, ni siquiera de la mismísima luna, como había hecho Verne. No, en La máquina del tiempo usted hablaba de algo que resultaba más inalcanzable aún: hablaba del futuro. ¡Y nadie antes de usted se había atrevido a mostrarlo!

Ante el elogio del empresario, Wells se encogió de hombros y continuó caminando, tratando de no tropezar con el perro, que tenía la irritante manía de cruzarse entre sus piernas. Verne, cómo no, se le había adelantado, pero Gilliam Murray no tenía por qué saberlo. El empresario continuó, ignorando nuevamente su indiferencia:

—Como sabe, a partir de entonces, probablemente inspirados por su novela, muchos otros se apresuraron a publicar también sus visiones del mañana. Los escaparates de las librerías, de pronto, se vieron inundados por cientos de romances científicos. Yo compré todos los que pude, y tras varias noches sin dormir, devorando una novela tras otra, supe que aquella nueva literatura se convertiría desde entonces en mi única lectura.

—Lamento que haya decidido perder su tiempo leyendo esas noveluchas —masculló Wells, que consideraba aquella literatura como una desagradable excrecencia del fin de siglo.

Gilliam lo contempló con sorpresa, y después lanzó una estruendosa carcajada.

—Por supuesto que la calidad de esas obritas es ínfima —reconoció cuando dejó de reír—, pero a mí eso no me importa en absoluto. Los pergeñadores de esas noveluchas, como usted las llama, poseen algo que para mí tiene más valor que la habilidad de trenzar frases sublimes: una inteligencia visionaria que me produce admiración y envidia. La mayoría de esas obritas se limitaban a narrar cómo un invento por lo general disparatado afectaba la vida del hombre. ¿Ha leído la novelita del inventor judío que fabrica una máquina para aumentar el tamaño de las cosas? Es una novela realmente horrible, pero le confieso que la imagen del rebaño de escarabajos-ciervo atravesando Hyde Park logró aterrarme. Por suerte, no todo es así. Dejando a un lado esos delirios, algunas novelas ofrecen una propuesta de futuro cuya verosimilitud yo me divertía en estudiar. Y había algo que no podía negar: tras disfrutar con un libro de Dickens, por ejemplo, nunca se me había ocurrido imitarlo, probar si yo también era capaz de inventar una historia que contara las peripecias de un niño mendigo o las penalidades de un muchacho en una fábrica de betún, porque me parecía que cualquiera con un mínimo de imaginación y tiempo podía hacer eso. Pero escribir sobre el futuro… ah, señor Wells, eso era otra cosa. Eso sí se me antojaba un auténtico desafío porque era una empresa en la que intervenía la inteligencia, la capacidad deductiva del hombre. ¿Sería yo capaz de construir un futuro verosímil?, me pregunté una noche, al terminar una de aquellas novelitas. Como habrá intuido, le tomé a usted como modelo a seguir, ya que aparte de las mismas inquietudes también tenemos la misma edad, y durante un mes dediqué todas las noches a escribir una novela sobre el futuro, un romance científico que pusiera de manifiesto mi perspicacia, mi poder de deducción. Naturalmente me esforcé en que estuviese bien escrita, pero lo que más me interesaba era su propuesta profética. Quería que a mis lectores el futuro que yo había imaginado les resultara creíble, que lo considerasen algo plausible. Pero sobre todo me interesaba la opinión del escritor que me había enseñado el camino: su opinión, señor Wells. Quería que usted la leyese y celebrase lo acertado de mi propuesta, que tras su lectura me mirase a los ojos y me reconociera como a un igual, como a alguien de su misma sangre. Quería que mi novela no solo le hiciera disfrutar, señor Wells. Quería que le produjese el mismo placer intelectual que a mí me había provocado la suya.

Los dos hombres se miraron entonces a los ojos, en un silencio roto únicamente por los lejanos graznidos de los cuervos.

—Pero ya sabe que eso no fue así —se lamentó al fin Gilliam, sacudiendo la cabeza con un pesar mal contenido que conmovió inevitablemente a Wells, porque le pareció el primer gesto sincero que el empresario había tenido desde que emprendieran el paseo.

Se habían detenido junto a una enorme pila de cascotes, y allí, con las manos hundidas en los bolsillos de su estridente chaqueta, Gilliam dejó transcurrir unos minutos mirándose los zapatos con franca aflicción, quizás aguardando a que Wells le posara una mano sobre el hombro y pronunciara las palabras de consuelo que, como los cantos de un chamán, curasen la molesta lesión que él mismo le había causado en su orgullo aquella lejana tarde. El escritor, sin embargo, se limitó a contemplarlo con el desapego con el que un trampero observaría debatirse a un conejo en su cepo, sabiendo que aunque pareciera responsable de lo sucedido él no era más que un simple mediador, que el daño que el animal estaba sufriendo venía dictado por la cruel armonía de la vida.

Al comprender que la única persona que podía ofrecerle el bálsamo que calmaría su herida no parecía dispuesta a dárselo, Gilliam esbozó una sonrisa sombría y reanudó la marcha. Atravesaron por lo que parecía una avenida residencial, a juzgar por las majestuosas verjas y el lujoso mobiliario que asomaba entre los escombros, evocando una vida que en aquella desolación se antojaba incongruente, como si la diseminación del hombre sobre la tierra no hubiese sido más que una equivocación divina, una siembra ridícula destinada a perecer bajo los elementos.

—No le negaré que en un principio me disgustó que dudara de mis cualidades como escritor —reconoció Gilliam con una voz que parecía derramarse del interior de su garganta con la lentitud de la melaza—, porque a nadie le gusta que menosprecien su trabajo. Pero lo que verdaderamente me irritó fue que cuestionara la verosimilitud de mi novela, del futuro que yo había diseñado con tanto esmero. Sé que mi reacción no fue la más correcta, y me gustaría aprovechar para pedirle perdón por haber arremetido contra su novela del modo en el que lo hice. Como habrá podido deducir, mi opinión sobre ella no ha cambiado: sigo considerándola la obra de un genio.

Gilliam aplicó a sus últimas palabras un ligero barniz de sorna. Había recuperado su engreída sonrisa, pero ahora Wells sabía que aquel poderoso coloso tenía una grieta, una fractura pequeña pero estratégicamente situada que cada tanto amenazaba con derrumbarlo y, ante la enojosa altanería que rezumaba el empresario, incluso se sintió orgulloso de haber sido él quien se la hubiera causado.

—Aquella tarde, sin embargo, no encontré otro modo de defenderme que el de las ratas acorraladas —le oyó justificarse—. Afortunadamente, cuando logré tranquilizarme, lo vi todo de otro modo. Sí, puede decirse que sufrí una especie de revelación.

—¿De verdad? —ironizó Wells.

—Sí, no le quepa la menor duda. Allí, sentado frente a usted, comprendí que había escogido el medio equivocado para ofrecer al mundo mi idea del futuro: al hacerlo a través de una novela yo mismo la estaba condenando a no ser más que una ficción una ficción plausible, Pero ficción al cabo como usted mismo había hecho con su futuro de morlocks y elois. Pero ¿y si pudiera ofrecer mi idea sin ese intermediario restrictivo que era el libro en el que se hallaba confinada?, me pregunté, ¿y si pudiera mostrarla como algo real? Era evidente que la indescriptible satisfacción que podía provocarme que toda Inglaterra creyera que mi idea del año 2000 era el verdadero futuro haría palidecer el goce que me produciría haber escrito una ficción verosímil. Pero ¿era eso posible?, se preguntó el empresario que hay en mí. Parecía que las condiciones para llevar a la práctica aquel proyecto resultaban inmejorables. Su novela, señor Wells, había encendido la polémica sobre los viajes en el tiempo. En todos los clubes y cafés no se hablaba de otra cosa que de la posibilidad de viajar al futuro. Por esas ironías de la vida, podría decirse que usted había abonado la tierra para que yo esparciera mi grano. ¿Por qué no ofrecerles entonces lo que pedían?, ¿por qué no ofrecerles un viaje al año 2000, un viaje a «mi» futuro? No sabía si podría hacerlo, pero una cosa tenía clara: no podría seguir viviendo si no lo intentaba. Sin quererlo, señor Wells, por puro azar, como suceden las cosas transcendentales de la vida, usted me había dado una razón para vivir, una meta, algo que, de conseguirlo, me daría la ansiada plenitud, esa esquiva felicidad que la construcción de invernaderos jamás podría procurarme.

Wells tuvo que agachar la cabeza para evitar dedicarle al empresario una mirada de solidaridad. Sus palabras le habían hecho recordar la milagrosa cadena de acontecimientos que lo había depositado a él en los amorosos brazos de la literatura, salvándolo de la mediocridad a la que había intentado condenarlo su menos amantísima madre. Y había sido su talento para el manejo de la lengua, aquella habilidad que le había sido concedida sin pedirla, la que lo había eximido de tener que buscarle un sentido a su existencia, rescatándolo del camino por donde transitaban aquellos que desconocían con qué finalidad habían nacido, aquellos que solo podían experimentar esa felicidad convencional y atávica que encierran los placeres cotidianos, como una copa de buen vino o las caricias de una mujer complaciente. Entre aquellas sombras prescindibles habría caminado, sí, sin sospechar siquiera que esa anhelada plenitud apenas entrevista en sus raptos de melancolía se hallaba ovillada en las teclas de una máquina de escribir, esperando que él la desenrollase.

—En el viaje de regreso a Londres mi mente comenzó a trabajar —oyó decir al empresario—. Estaba seguro de que lo imposible, si era verosímil, podía resultar creíble. En realidad, era como construir un invernadero: si la estructura de cristal se antojaba lo suficientemente grácil y hermosa nadie repararía en la sólida osamenta de hierro que la sustentaba. Simplemente parecería flotar en el aire como por arte de magia. Lo primero que hice a la mañana siguiente fue vender el negocio que mi padre había levantado de la nada. Y al hacerlo, no sentí el menor remordimiento, por si se lo está preguntando, acaso todo lo contrario, pues su venta iba a permitirme construir literalmente el futuro, que en el fondo era lo que mi padre había pretendido. Tras la venta, compré este viejo teatro. Lo escogí porque justo detrás, con vistas a Charing Cross Road, había dos edificios abandonados, los cuales también adquirí. El siguiente paso fue, naturalmente, unir los tres edificios derrumbando las paredes adecuadas, hasta obtener este espacio gigantesco. Como habrá visto desde la calle, el teatro no es un edificio particularmente grande, por lo que nadie sospecharía que pudiera albergar el inmenso decorado que representa el Londres del año 2000. Luego, en apenas un par de meses, erigí una réplica perfecta del escenario que describí en mi novela, cuidando hasta el último detalle. En realidad, el escenario no es tan grande como parece, pero se antoja inmenso si caminamos dando vueltas en círculo, ¿no cree?

¿Eso habían estado haciendo, caminar en círculo?, se preguntó Wells, conteniendo su enojo. Si era así, debía de reconocer que la laberíntica disposición de los escombros lo había engañado con creces, pues agigantaba aún más el monumental decorado, que jamás habría sospechado que pudiese caber en el interior del pequeño teatro.

—Mi propio equipo de forjadores fue el que fabricó a los autómatas que tanto le han asustado antes, así como las armaduras que viste el ejército humano del capitán Shackleton —continuó explicando Gilliam, mientras lo guiaba ahora a través de una suerte de desfiladero improvisado por edificios derruidos—. En un principio, pensé en contratar a actores profesionales para que escenificaran la batalla que cambiaría la historia de la raza humana, que yo mismo me encargué de coreografiar para que resultara lo más vistosa y emocionante posible. Aunque enseguida deseché la idea porque los actores de teatro, generalmente maniáticos y vanidosos, se me antojaron demasiado remilgados para interpretar de un modo natural a unos soldados tan endurecidos y estoicos como los que componían el ejército del futuro, pero sobre todo porque, en el caso de que el trabajo que debían realizar les pareciera inmoral, iban a resultarme más difícil de silenciar. En su lugar, contraté a un puñado de gatos callejeros cuyo aspecto se ajustaba mucho más al de los baqueteados personajes que debían encarnar. A ellos no les importaba pasarse toda la representación encerrados en una pesada armadura de hierro y lo fraudulento de mi proyecto les traía al fresco. A pesar de todo tuve algunos problemas, pero nada que no pudiera solucionar —añadió, sonriendo significativamente al escritor.

Y Wells comprendió que con aquella sonrisa torcida, el empresario pretendía decirle dos cosas: que estaba al tanto de su implicación en el romance entre la señorita Haggerty y Tom Blunt, el muchacho que encarnaba al capitán Shackleton, y que él era el responsable de su brusca desaparición. El escritor obligó a sus labios a fabricar una mueca de espantado estupor que pareció complacer a Gilliam, cuando en realidad nada le hubiera gustado más que borrarle aquella arrogante sonrisa revelándole que Tom había sobrevivido a su propia muerte, como él mismo le había contado apenas dos noches antes, cuando apareció en su casa para agradecerle todo lo que había hecho por él y recordarle que si alguna vez necesitaba buenos músculos solo tendría que llamarle.

El desfiladero desaguó en un claro que remedaba una pequeña plaza, en la que todavía sobrevivían unos árboles en pie, despojados de sus hojas y macabramente retorcidos. En el centro de la plaza, Wells distinguió una suerte de barroco tranvía cuyos flancos se hallaban recorridos por tuberías de hierro cromado, de las que brotaban decenas de válvulas y otros adminículos igual de aparatosos que, una vez se acercó a observarlos, se le antojaron de dudosa utilidad.

—Y éste es el Cronotilus, un transporte a vapor equipado para treinta plazas —proclamó Gilliam con orgullo, al tiempo que aporreaba uno de sus flancos—. Los pasajeros suben a él en la habitación de al lado, dispuestos a viajar al futuro, sin saber que el año 2000 se encuentra en la estancia vecina. Yo simplemente tengo que traerlos hasta aquí. Esta distancia que ve, de apenas cincuenta metros —dijo, señalando hacia alguna puerta que debía hallarse tras la bruma—, representa todo un siglo para ellos.

—Pero ¿cómo hace para simular el efecto de viajar en el tiempo? —preguntó Wells, que no podía creer que sus clientes se contentaran con un simple paseo en tranvía, por muy emperejilado que estuviese.

Gilliam sonrió, como si le complaciera la pregunta.

—De nada serviría todo este esfuerzo si no hubiese logrado resolver ese enojoso asunto, como acaba de deducir. Y le aseguro que fue algo que me mantuvo desvelado duran te incontables noches. Evidentemente no podía mostrar a los caracoles corriendo como liebres ni a la luna atravesando todas sus fases en cuestión de segundos, como usted hizo en su novela para ilustrar los efectos del desplazamiento hacia el futuro. Debía idear, por tanto, un modo de viajar en el tiempo que me permitiese no tener que mostrar dichos efectos, y que, además, careciera de una base científica, pues estaba convencido de que, una vez anunciara en los periódicos que podía viajar al año 2000, todos los científicos del país querrían saber cómo demonios podía hacer tal cosa. Un auténtico desafío, ¿no le parece? Y tras estudiar el asunto detenidamente, solo se me ocurrió un modo de poder viajar en el tiempo que no pudiese cuestionarse científicamente: usando la magia.

—¿La magia?

—Sí, ¿a qué otra cosa podía recurrir cuando la ciencia me quedaba vedada? Me inventé entonces una biografía ficticia. Antes de abrir mi empresa de viajes en el tiempo, en lugar de una insulsa fábrica de invernaderos, mi padre y yo dirigíamos una empresa dedicada a financiar expediciones, como esas que están por todas partes, resueltas a no dejar un solo misterio en el mundo. Y naturalmente, nosotros también buscábamos desesperadamente las míticas fuentes del Nilo, que las leyendas ubicaban en el corazón de África. Allí habíamos enviado a nuestro mejor explorador, Oliver Tremanquai, quien, tras varias y penosas vicisitudes había entrado en contacto con una tribu indígena capaz de abrir mediante la magia un portal dimensional.

Tras soltar aquello, Gilliam hizo una pausa para observar con una sonrisa burlona los intentos del escritor por ocultar su pasmo.

—El agujero permitía el paso a una llanura rosada y ventosa donde el tiempo no discurría —continuó—, y que no era otra cosa que mi personal representación de la cuarta dimensión. La llanura era una especie de vestíbulo a otras épocas, pues estaba a su vez plagada de agujeros semejantes al que la comunicaba con el poblado africano. Uno de aquellos pasadizos conducía al 20 de mayo del año 2000, justamente el día en el que los humanos se jugaban su supervivencia contra los autómatas entre las ruinas de un Londres devastado. ¿Y qué otra cosa podíamos hacer mi padre y yo al conocer la existencia de aquel agujero mágico salvo robarlo y traerlo a Londres para ofrecerlo a los ciudadanos del Imperio? Eso hicimos. Lo encerramos en una enorme caja de hierro fabricada para la ocasión y lo trajimos hasta aquí. Y, voilá, ya tenía la solución que buscaba, un modo de viajar en el tiempo que no requería ningún artefacto científico. Para viajar al futuro lo único que había que hacer era cruzar el agujero dimensional en el Cronotilus, recorrer parte de la llanura rosada, y atravesar luego el agujero que conducía al año 2000. Sencillo, ¿no le parece? Y para evitar tener que mostrar la cuarta dimensión, la poblé oportunamente de horrendos y peligrosos dragones, unas criaturas cuya visión era tan espantosa que me había visto obligado a pintar de negro las ventanas del Cronotilus para no herir sensibilidades —dijo, invitando al escritor a reparar en que los ventanales, redondos como ojos de buey, estaban efectivamente teñidos de negro—. Así que, una vez mis clientes subían al tranvía temporal, los conducía hasta aquí por este terreno abrupto, dando todos los bandazos posibles y emulando los bramidos de los dragones que merodeaban la llanura usando oboes y trombones. Nunca he vivido el efecto desde el interior del Cronotilus, pero debe de resultar muy creíble, a juzgar por el pálido semblante que muchos de los pasajeros muestran a su regreso.

—Pero si el agujero les conduce siempre a esta plaza al mismo instante del año 2000… —empezó a decir Wells.

—Cada expedición debería coincidir con todas la anteriores y con todas las posteriores —lo interrumpió Gilliam—. Lo sé, lo sé, es pura lógica. Pero el concepto del viaje en el tiempo es tan novedoso que muy pocos han podido plantearse aún todo lo que supone y las paradojas que puede generar. Si el portal dimensional conduce siempre al mismo instante del futuro, aquí tendría que haber como mínimo un par de Cronotilus, evidentemente, dado que hasta el momento se han realizado al menos dos expediciones. Sin embargo, no todo el mundo repara en eso, señor Wells, como ya le he dicho. De todos modos, en previsión de las preguntas que pudiesen surgir por parte de los más impertinentes, ya me había preocupado de aleccionar al actor que interpretaba al guía para que explicase que, nada más llegar al futuro, y antes de permitir que los pasajeros se apearan del vehículo, conducíamos cada Cronotilus a un lugar diferente, con el propósito de evitar precisamente ese efecto.

El empresario hizo una pausa, por ver si Wells se animaba a hacerle otra pregunta, pero el escritor parecía abismado en un silencio que, a juzgar por la mueca de desvalida pesadumbre que le ensombrecía el rostro, solo podía calificarse de doloroso.

—Y, tal y como sospechaba, en cuanto anuncié en los periódicos mis viajes al año 2000 —decidió continuar Gilliam—, numerosos científicos solicitaron entrevistarse conmigo. Tendría que haberlos visto, señor Wells. Acudían en tropel, exhibiendo sus muecas desdeñosas, esperando que yo les mostrase algún artefacto cuyo funcionamiento pudiesen despedazar. Pero yo no era ningún científico. Yo solo era un honrado empresario que había hecho un descubrimiento fortuito. Tras la entrevista, la mayoría se marchaban indignados, sin conseguir disimular el enojo que les producía haberse tropezado con un modo de viajar en el tiempo que no podían analizar ni, por supuesto, rebatir, porque en la magia se cree o no se cree. Aunque hubo algunos a los que mi explicación les resultó más que convincente, como a su colega el escritor Arthur Conan Doyle. El creador del infalible Sherlock Holmes se ha erigido en uno de mis más esforzados paladines, como sabrá si ha leído alguno de los muchos artículos en los que se dedica a defender mi causa.

—Doyle creería hasta en las hadas —dijo Wells con cierta sorna.

—Es posible. Todos podemos creer cualquier engaño si este resulta lo suficientemente verosímil, como puede ver. Y debo confesarle que las periódicas visitas de nuestros escépticos hombres de ciencia, lejos de molestarme, me procuraron un gran placer. En realidad, las echo de menos, pues, ¿dónde habría podido encontrar un público más atento? Disfrutaba enormemente narrándoles una y otra vez las aventuras de Tremanquai que, como habrá supuesto, eran un velado homenaje por mi parte a mi admirado Henry Rider Haggard, el autor de Las minas del rey Salomón. De hecho, Tremanquai es un anagrama de Quatermain, el apellido de su personaje más conocido, el aventurero que…

—¿Ninguno de esos científicos quiso ver… el agujero? —lo interrumpió Wells, que aún se resistía a aceptar que todo fuese tan fácil.

—Oh, por supuesto que sí. Muchos de ellos no consintieron marcharse sin verlo. Pero eso era algo que ya había previsto. Mi intuición de superviviente me había impulsado a fabricar una enorme caja de hierro forjado idéntica a la que había inventado en mi historia, en la que supuestamente custodiaba el portal dimensional. A aquellos que me exigían verlo, los conducía hasta la caja y les invitaba a pasar a su interior, advirtiéndoles que luego tendría que cerrar la puerta, porque entre otras cosas la función de la caja era evitar que los feroces dragones que habitaban la cuarta dimensión irrumpieran en nuestro mundo. ¿Cree que alguno se atrevió a entrar?

—Supongo que no —respondió Wells con resignación.

—Y está en lo cierto —corroboró el empresario—. En realidad, todo esto se sustenta en una caja vacía donde no se esconde otra cosa que los miedos que llevamos dentro. Resulta tan poético como divertido, ¿no cree?

El escritor sacudió la cabeza, entre apenado y perplejo ante la candidez de sus semejantes, pero sobre todo ante la escasa bizarría que mostraban los científicos, aquellas criaturas medrosas, a la hora de arriesgar sus vidas en una comprobación empírica.

—Bien, señor Wells, así es como llevo a mis clientes al futuro, abandonando la corriente temporal y sumergiéndonos de nuevo en ella por otro sitio, como un salmón remontando un río. La primera expedición fue un rotundo éxito —se enorgulleció el empresario—. Y he de confesarle que yo mismo fui el primer sorprendido de lo efectiva que resultaba mi mentira. Pero, como ya le he dicho, uno solo ve lo que quiere ver. Sin embargo, apenas tuve tiempo de celebrarlo, pues unos días después fui requerido nada menos que por su Majestad. Sí, la mismísima Reina en persona ordenó mi humilde presencia en su palacio. Y mentiría si no le dijese que acudí allí resignado a recibir el castigo que mi osadía merecía, pero para mi sorpresa su Majestad me había mandado llamar con un propósito bien distinto: quería que le organizara un viaje privado al año 2000.

Wells lo contempló boquiabierto.

—Sí, también ella y su Corte querían ver la guerra futura de la que hablaba todo Londres. Como imaginará, la idea no me entusiasmó demasiado, no solo porque tenía que organizarles todo el espectáculo gratis, sino porque dada la importancia de nuestro público éste debía realizarse a la perfección, es decir, debía resultar lo más creíble posible. Por suerte, nada salió mal. Creo que incluso hicimos nuestra mejor representación. La cara de tristeza de su Majestad al contemplar este Londres devastado hablaba por sí sola. Pero al día siguiente, volvió a citarme en su palacio. De nuevo imaginé que mi fraude había sido descubierto, y otra vez me invadió el estupor al descubrir que el motivo de aquel segundo requerimiento no era otro que el generoso donativo que su Majestad quería concederme para que pudiera continuar con mis investigaciones. Sí, como lo oye, la Reina estaba dispuesta a financiar mi mentira: quería que siguiese estudiando otros agujeros, que abriese nuevas rutas hacia otros puntos del tiempo. Pero eso no era todo. También quería que le construyera un palacio en la cuarta dimensión, una especie de residencia de verano en la que poder pasar largos periodos, con el propósito de alargar su vida escabulléndose al manoseo del tiempo. Por supuesto, acepté. ¿Qué otra cosa podía hacer? Aunque aún no he terminado de construir su palacio, naturalmente, ni lo terminaré nunca. ¿Imagina por qué?

—Supongo que porque el ataque de los horrendos dragones que habitan la cuarta dimensión retrasa continuamente las obras —respondió el escritor sin disimular su asco.

—Exacto —corroboró Gilliam con una amplia sonrisa—. Veo que empieza a entender las reglas del juego, señor Wells.

El escritor se negó a reírle la gracia. En vez de eso clavó sus ojos en el perro, que se hallaba a unos pocos metros de donde ellos estaban, hozando tenazmente entre los escombros.

—El hecho de que su Majestad creyera en mi mentira, no solo alegró mi bolsillo, sino que además logró barrer de una sola vez todas mis inquietudes. Al instante dejaron de preocuparme las cartas de los científicos que aparecían regularmente en los periódicos tachándome de embaucador, y a las que, por otro lado, ya nadie prestaba la menor atención. Hasta el malnacido que emporcaba mi fachada de mierda de vaca cada cierto tiempo me irritaba más. En realidad, a esas alturas, solo había una persona capaz de desenmascararme: usted, señor Wells. Pero si no lo había hecho ya, supuse que jamás lo haría. Y debo confesarle que su actitud me pareció digna de admiración, la de un auténtico caballero que sabía reconocer cuándo había perdido la partida.

Empuñando una sonrisa jactanciosa, el empresario reanudó el paseo, invitando a Wells a que lo acompañara con un gesto de cabeza. Abandonaron la plaza caminando en silencio, seguidos por el perro, y se internaron por una de las calles obstruidas de cascotes que la cercaban.

—¿Se ha parado a pensar en la verdadera esencia de todo esto, señor Wells? —inquirió el empresario—. Mírelo de este modo: si en vez de presentar todo esto como el verdadero año 2000, lo hubiese anunciado como la simple representación teatral de una obra de anticipación escrita por mí, no habría cometido ningún delito. Y muchos hubiesen venido a verla igualmente. Pero le aseguro que al volver a sus casas ninguno de los asistentes se sentiría especial, ni vería el mundo desde otra perspectiva. En realidad, lo único que hago es hacerles soñar. ¿No le parece triste que pueda ser castigado por ello?

—Habría que preguntarles a sus clientes si pagarían lo mismo por ver una simple obra de teatro —respondió el escritor.

—No, señor Wells. En eso se equivoca. Lo que realmente habría que preguntarles es si preferirían saber que todo ha sido un fraude y recuperar su dinero, o por el contrario preferirían morir pensando que han conocido el año 2000. Ésa es la verdadera pregunta. Y le aseguro que la mayoría escogería no saberlo. ¿Acaso no hay mentiras que hacen la vida más hermosa?

Wells suspiró, pero no quiso reconocer que, en el fondo, Gilliam tenía razón. Al parecer sus congéneres preferían creer que vivían en un siglo donde la ciencia era capaz de llevarlos al año 2000, fuese cual fuese el procedimiento, a vivir en una época de la que no podían fugarse.

—Piense en el joven Harrington, por ejemplo —dijo entonces el empresario con una sonrisa maliciosa—. ¿Se acuerda de él? Si no me equivoco, sigue vivo gracias a una mentira. Una mentira en la que usted accedió a participar.

Wells iba a responderle que había una gran diferencia entre el propósito de una mentira y otra, pero el empresario no se lo permitió, lanzándole con una nueva pregunta:

—¿Sabe que fui yo quien construyó la máquina del tiempo que guarda en su desván, ese juguetito que tanto le gusta?

Esta vez Wells no pudo disimular su asombro.

—Sí, lo hice por encargo de Charles Winslow, el primo del desdichado señor Harrington —confesó divertido Gilliam—. El señor Winslow viajó con nosotros en la segunda expedición, y unos días después se presentó en mi despacho para solicitarme que les organizara a él y a su primo un viaje privado al año 1888, el otoño del terror. No importaba cuánto costara ese viaje, estaban dispuestos a pagar lo que fuese. Pero yo no podía concederle ese capricho, desgraciadamente.

Se habían apartado del trazado de la calle y se aproximaban ahora a una cordillera de cascotes, tras la cual se adivinaba un horizonte de tejados descabalados, ensombrecidos por el puñado de nubes grises que flotaban sobre ellos como una amenaza.

—Aunque el motivo que el señor Winslow tenía para viajar al pasado era tan romántico que me conmovió lo suficiente como para decidirme a ayudarlo —ironizó el empresario, emprendiendo para asombro de Wells la escalada de la colina—. Le expliqué que ese viaje solo podría hacerse con una máquina del tiempo como la de su novela, Y juntos trazamos el plan en el que usted era la última pieza, como bien sabe. Si el señor Winslow lograba convencerle para que usted fingiera disponer de una máquina del tiempo, yo no solo mandaría fabricar un artefacto idéntico al de su novela, sino que incluso le prestaría los actores que necesitaba para encarnar a Jack el Destripador y a la puta que asesinaba. Se estará preguntando por qué lo hice. Supongo que elaborar mentiras crea cierta adicción. Y no le ocultaré que me divertía involucrarlo en una pantomima similar a la que yo había orquestado, señor Wells, para ver si aceptaba participar en ella o no.

Wells apenas podía atender a las palabras de Gilliam. El ascenso de la colina, aparte de requerir de buena parte de su concentración, estaba produciendo en él un efecto desasosegante, pues el lejano horizonte había empezado a aproximárseles, hasta quedar al alcance de su mano. Una vez llegaron arriba, el escritor pudo comprobar que lo que tenían delante no era otra cosa que un muro pintado. Atónito, pasó una mano por el dibujo que había en la pared. Gilliam lo observó con ternura.

—Tras el éxito de la segunda expedición, y pese a que las aguas estaban mucho más calmadas, me hice sin embargo una pregunta: ¿tenía sentido seguir con todo esto cuando ya había demostrado con creces lo que quería? El único motivo que encontré para justificarme a mí mismo todo el esfuerzo que iba a suponerme organizar una tercera expedición —dijo, recordando con disgusto el tono campanudo con el que Jeff Wayne declamaba los diálogos de Shackleton y lo flacucho que se antojaba enarbolando su rifle sobre la piedra—, era el dinero. Pero ya había acumulado más dinero del que podría gastar en una docena de reencarnaciones, así que eso tampoco me servía como excusa. Por otro lado, estaba seguro de que tarde o temprano mis detractores se organizarían de algún modo, y ni siquiera Doyle sería capaz de atajar una ofensiva unánime.

El empresario asió el picaporte de una puerta que surgía de la pared, pero no hizo el menor intento de girarlo. En su lugar se volvió hacia Wells con una mueca compungida.

—Sin duda, lo más sensato era dejarlo —dijo en tono melancólico—, usando para ello el plan que había concebido antes incluso de abrir las puertas de mi empresa: tenía previsto fingir una muerte atroz en la cuarta dimensión, devorado en un descuido por uno de mis dragones inventados, ante las narices de un grupo de empleados que, llenos de desolación, se ocuparían de comunicar la triste noticia a los periódicos. De esa forma, mientras yo empezaba una nueva vida en América bajo otra identidad, Gilliam Murray, el empresario que desveló los misterios del futuro, sería llorado por toda Inglaterra. Sin embargo, pese a tan hermoso colofón, algo me impedía dejarlo, obligándome a seguir con todo esto. ¿Le gustaría saber qué era, señor Wells?

Por toda respuesta, el escritor se encogió de hombros.

—Se lo explicaré lo mejor posible, aunque dudo que pueda entenderlo. Verá, al crear todo esto no solo había demostrado que mi futuro resultaba verosímil, sino que me había convertido en alguien que no era, me había transformado en un personaje de mi propia ficción. Había dejado de ser un pobre constructor de invernaderos. Para usted solo soy un farsante, pero para el resto del mundo soy un monarca del tiempo, un empresario resuelto que ha vivido mil aventuras en África, y que cada noche duerme en un lugar donde no discurre el tiempo junto a su perro mágico. Supongo que no quería cerrar la empresa porque eso significaba volver a ser una persona normal. Terriblemente rica, eso sí, pero también terriblemente normal.

Y tras decir eso, giró el picaporte y penetró en una nube.

Wells le siguió dentro unos segundos después, tras el supuesto perro mágico, para tropezarse con su malhumorado rostro multiplicado en media docena de espejos. Se encontraba en un angosto camerino, atestado de cajas y bastidores, de los que colgaban petos, yelmos y corazas. Desde un rincón, Gilliam lo observaba con una sonrisa serena.

—Y supongo que merezco lo que va a pasarme, si usted no me ayuda —dijo.

Ahí lo tenía al fin. Como Wells sospechaba, Gilliam no se había tomado tantas molestias para traerlo allí con el único propósito de ofrecerle una simple visita turística. No, algo había ocurrido, algo había salido mal. Y ahora Gilliam estaba en apuros. Ahora Gilliam necesitaba su ayuda. Ése era el plato principal, que el empresario había colocado sobre el mantel una vez su invitado se había tragado la guarnición de las explicaciones. Necesitaba su ayuda, sí. Desgraciadamente, el hecho de que el empresario no hubiese dejado en ningún momento de hablarle en aquel tono de superioridad casi paternal indicaba que no iba a rebajarse a pedírsela. Simplemente daba por sentado que iba a obtenerla. Ahora a Wells solo le restaba saber con qué tipo de amenaza la conseguiría.

—Ayer vino a verme el inspector Colin Garrett, de Scotland Yard —le informó el empresario—. Está investigando el caso de un mendigo que ha aparecido asesinado en Marylebone, algo bastante frecuente en ese barrio, por otro lado. Pero lo que hace que este caso sea especial es el arma que su asesino empleó para matarlo. El cadáver muestra un enorme agujero en mitad del pecho, a través del cual se puede ver igual que por una ventana. Es como si hubiese sido expuesto a una especie de rayo calórico. Según los forenses, no existe arma capaz de producir esa herida. Al menos en nuestra época. Lo que ha llevado al joven inspector a sospechar que ese pobre mendigo ha sido asesinado con un arma del futuro, en concreto con uno de los rifles que usan el capitán Shackleton y sus soldados, cuyos devastadores efectos pudo contemplar cuando formó parte de la segunda expedición.

Tomó un rifle de un pequeño armero que había a un lado, y se lo entregó a Wells. El escritor comprobó que la supuesta arma no era otra cosa que un trozo de madera al que se le habían añadido unas cuantas manivelas y clavijas inútiles, siguiendo la misma estrategia que con el tranvía.

—Como ve, es un simple juguete. Las heridas de los autómatas las realizamos con pequeñas cargas ocultas en su propia coraza. Pero para mis clientes, naturalmente, es un arma tan auténtica como poderosa —explicó el empresario, recuperando el falso rifle de manos del escritor y volviéndolo a colocar en el armero, junto a los demás—. En fin, el inspector Garrett cree que alguno de los soldados del futuro, posiblemente el mismísimo capitán Shackleton, se ha desplazado en el tiempo hasta nuestra época, escondido de polizón en el Cronotilus, y no se le ha ocurrido otra cosa que viajar en la tercera expedición con el propósito de detenerlo antes de que eso ocurra, impidiendo de paso el propio crimen. Ayer me mostró una orden del Primer Ministro autorizándolo a detener a un hombre que, desde nuestro punto de vista, aún no ha nacido. El inspector deseaba que le reservara tres plazas en la tercera expedición, para él y dos de sus agentes. Y como comprenderá, no he podido negarme. ¿Con qué excusa iba a hacerlo? Así que dentro de diez días el inspector viajará al año 2000 con la intención de detener a un asesino, pero lo que hará será descubrir el mayor fraude del siglo. Tal vez piense que, dada mi falta de escrúpulos, podría salir del paso entregándole a cualquiera de mis actores, pero para que todo resultara creíble no solo necesitaría fabricar urgentemente otro Cronotilus, sino que debería resolver el engorroso problema de que Garrett se viese a sí mismo formando parte de la segunda expedición. Como ve, se trata de algo demasiado complicado incluso para mí. El único que puede evitar que Garrett viaje al futuro, tal y como tiene previsto, es usted, señor Wells. Necesito que encuentre al verdadero asesino antes de que llegue el día de la tercera expedición.

—¿Y por qué habría de ayudarle? —preguntó Wells en un tono más resignado que desafiante.

Después de todo, ésa era la pregunta que dejaría claras las cosas, y ambos lo sabían. Gilliam se acercó a él sonriendo con aterradora tranquilidad, le colocó una mano gordezuela en el hombro y lo condujo con suma delicadeza hacia el otro lado de la habitación.

—He pensado mucho en qué respuesta ofrecer a esa pregunta, señor Wells —dijo con suavidad, casi con dulzura—. Podría apelar a su piedad. Sí, podría arrodillarme ante usted y suplicarle que me ayudara. ¿Se lo imagina, señor Wells? ¿Me imagina gimoteando como un pobre niñito ante usted, regando sus zapatos con mis lágrimas mientras le grito que no quiero que me ejecuten? Estoy seguro de que eso funcionaría: usted piensa que es mejor que yo y está ansioso por demostrarlo —Gilliam sonrió al tiempo que habría una pequeña puerta e invitaba a Wells a traspasarla con un suave empujoncito—. Pero también podría apelar a su miedo, diciéndole que si no me ayuda seguramente su querida Jane sufra un desagradable accidente en ese paseo en bicicleta que realiza cada tarde por los alrededores de Woking. Estoy seguro de que eso también funcionaría. Sin embargo, apelaré a su curiosidad. Usted y yo somos los únicos que sabemos que todo esto es una gran farsa. O lo que es lo mismo: usted y yo somos los únicos que sabemos que no es posible viajar en el tiempo. Pero alguien lo ha hecho. ¿No siente curiosidad? ¿Va a dejar que el joven Garrett dedique todos sus esfuerzos a perseguir una invención cuando podría haber un auténtico viajero del tiempo recorriendo las calles de Londres?

Gilliam y Wells se miraron en silencio.

—Estoy seguro de que no —concluyó el empresario.

Y tras decir aquello, Gilliam cerró la puerta del futuro y volvió a abandonar al escritor en el 21 de noviembre de 1896. De repente, Wells se encontró en el miserable callejón trasero de Viajes Temporales Murray, un callejón atiborrado de basura entre las que hozaban algunos gatos, con la sensación de que su viaje al año 2000 había sido un sueño. Siguiendo un impulso reflejo, se llevó las manos a los bolsillos de su chaqueta, pero los encontró vacíos: nadie había escondido en ellos ninguna flor.