Esa tarde Wells dio un paseo en bicicleta más largo de lo habitual, y sin la compañía de Jane. Necesitaba pensar mientras pedaleaba, le dijo. Vestido con su inseparable zamarra estilo Norfolk con cinturón, atravesó con silenciosa lentitud los caminos secundarios de Surrey mientras su mente, ajena a la labor de sus piernas, pensaba en cómo responder a la carta de aquella ilusa muchacha llamada Claire Haggerty. Según había establecido Tom al improvisar aquella imaginativa historia en el salón de té, la correspondencia entre ambos constaba de siete cartas, de las cuales él debía escribir tres y Claire cuatro, siendo la última donde ella le pediría que cruzara el tiempo para devolverle la sombrilla. Aparte de eso, tenía absoluta libertad para escribir lo que quisiera, siempre que se ciñera a lo inventado por Tom. Y debía reconocer que, cuanto más pensaba en ella, más le fascinaba la historia que aquel joven semianalfabeto había fraguado a trompicones. Era sugerente, bella y sobre todo resultaba verosímil, de existir, por supuesto, una máquina capaz de excavar en el tejido del tiempo fabricando túneles entre las épocas, y de ser cierto, también, el futuro ideado por Murray. Eso era lo que menos le agradaba de todo, que Gilliam Murray estuviese involucrado de algún modo en aquello, como también lo había estado en el rescate del alma del desdichado Andrew Harrington. ¿Es que sus vidas estaban condenadas a continuar entrelazándose como la hiedra a las cercas? Ahora le resultaba irónico tener que introducirse en la piel del capitán Derek Shackleton, un personaje inventado por su enemigo. ¿Iba a ser finalmente él quien, como el Dios del Antiguo Testamento, insuflara el regalo de la vida en los labios de aquella creación hueca?
Tras el paseo, llegó a casa plácidamente exhausto, y con una idea bastante aproximada de lo que debía escribir en la primera carta. Exhibiendo un cuidado de cirujano, dispuso sobre la mesa de la cocina una pluma, un tintero y un fajo de cuartillas, Y le pidió a Jane que no le molestara durante la hora siguiente. Se sentó a la mesa, respiró hondo, y comenzó a escribir la primera carta de amor de su vida:
Querida Claire:
Yo también he tenido que comenzar varias veces esta carta para comprender que solo puedo empezar, por extraño que me resulte, diciéndote que te amo, tal y como me pides. Aunque he de confesarte que en un principio pensé que no podría hacerlo, y emborroné varias cuartillas tratando de explicarte que lo que me rogabas en tu carta era un acto de fe. ¿Cómo puedo enamorarme de usted, señorita Haggerty, si ni siquiera la he visto? llegue a escribir, sin atreverme siquiera a hablarte con la intimidad que requería el momento. Sin embargo, pese a mis lógicos recelos, debía reconocer lo obvio: tú afirmabas que ya me había enamorado de ti. Y cómo podía dudar de tus palabras, si efectivamente había encontrado tu carta junto a un roble inmenso, al emerger de un agujero temporal desde el año 2000. No necesito más muestras, como bien dices Para comprender que todo lo que me cuentas es verdad, tanto el hecho de que nos conoceremos dentro de siete meses como que entre nosotros surgirá el amor: Por lo tanto, si mi yo futuro —que no dejo de ser yo— va a enamorarse de ti en cuanto te vea, ¿por qué no voy a hacerlo yo? Lo contrario significaría desconfiar de mis propios gustos. Así que para qué perder el tiempo esperando que surjan unos sentimientos que, a la larga, van a terminar apareciendo.
Por otro lado, solo me pides el acto de fe que tú misma has tenido que llevar a cabo. En ese encuentro del salón de té al que te refieres, eras tú quien debías creer en mí, eras tú quien debías creer que te enamorarías del hombre que tenías enfrente. Y lo creíste. Mi yo futuro te da las gracias, Claire. Y el yo que escribe estas líneas, que aún no conoce el sabor de tu piel, no puede sino devolverte la confianza, creer que todo lo que dices es cierto, que todo lo que cuentas en tu carta va a ocurrir porque de algún modo ya ha sucedido. Así que solo puedo decirte que te amo, Claire Haggerty, seas quién seas. Te amo desde este mismo momento y para siempre.
La mano de Tom tembló al leer las palabras del escritor. Wells se había tomado en serio su cometido. No solo había respetado la historia que él había improvisado y el pasado del personaje que interpretaba, sino que, a juzgar por sus palabras, parecía tan enamorado de la muchacha como la muchacha lo estaba de él, es decir, de Tom o, para ser más exactos, del bravo capitán Shackleton. Sabía que el escritor solo estaba fingiendo, pero su mentira rebasaba en mucho sus pobres sentimientos, los cuales supuestamente debían ser más grandes porque era él quien había yacido con ella y no Wells. Si el día anterior Tom se había preguntado si el sentimiento que aleteaba en su pecho era amor, ahora podría responderse porque tenía algo con qué compararlo, una suerte de vara de medir: las palabras del escritor. ¿Sentía Tom lo que Wells había escrito que Shackleton sentía? Tras unos minutos de reflexión, concluyó que solo había una respuesta a aquella pregunta de tan sinuoso enunciado: no, no lo sentía. Él jamás podría mantener un amor así por alguien que no iba a volver a ver más.
Dejó la carta junto a la lápida de John Peachey y emprendió el camino de regreso hacia Londres campo a través, satisfecho de cómo había quedado, aunque algo molesto por la petición que Wells le había deslizado a Claire casi al final de su respuesta, una súplica que le parecía digna de un pervertido. Recordó el último párrafo con enorme desagrado:
Ansío como nunca he deseado nada que el tiempo acelere su paso, que los siete meses que faltan para el día de nuestro primer encuentro se conviertan en suspiros. Aunque he de confesarte que no solo siento excitación por conocerte, Claire, sino también una enorme curiosidad por saber cómo viajarás a mi época. ¿Puedes hacer tal cosa? Por mi parte, solo puedo esperar y hacer lo que debo hacer, es decir, contestar a tus cartas, completar mi parte del círculo. Espero que esta primera carta no te decepcione. Mañana la dejaré junto al roble al viajar a tu época. Mi siguiente excursión será dentro de dos días. Para entonces sé que habrá una carta tuya esperándome. Y quizás te parezca un atrevimiento, amor mío, pero ¿puedo pedirte que me hables en ella de nuestro encuentro amoroso? Ten en cuenta que aún faltan meses para que eso ocurra para mí, y aunque te aseguro que seré paciente, no concibo un modo más hermoso de soportar la espera que leyendo una y otra vez lo que voy a vivir contigo en el futuro. Cuéntamelo todo, Claire, por favor, sin obviar ningún detalle. Dime cómo nos amaremos por primera y última vez, porque yo también viviré de tus palabras a partir de ahora, mi querida Claire. Aquí los días no son fáciles de llevar. Nuestros hermanos caen a miles bajo el poder de los autómatas, que asolan nuestras ciudades como si quisieran borrar también nuestras obras, todo rastro de nuestra existencia. No sé qué ocurrirá si mi misión fracasa, si no logro impedir que esta guerra se desencadene. Pese a todo, amor mío, mientras el mundo se derrumba a mi alrededor, yo no puedo sino sonreír porque tu amor incondicional me ha convertido en el ser más dichoso de la tierra.
D.
Claire apretó la carta contra su pecho alborotado. Cuánto había ansiado que alguien le escribiera palabras como aquéllas, palabras que le robaran el aliento y le sacudieran el corazón. Ahora estaba ocurriendo. Ahora alguien le decía que la amaba con un amor que estaba por encima del tiempo. Poseída por una mareante euforia, sacó papel, lo dispuso sobre su escritorio y comenzó a relatarle a Tom lo que, por otro lado, yo tanto he evitado contarles para proteger su intimidad:
Oh, Derek, mi Derek: no sabes cuánto ha significado para mí tu carta, por «estar» donde debía, pero también por encontrarse impregnada de amor. Era el aliciente que necesitaba para terminar de aceptar mi destino sin una sola duda. Y lo primero que voy a hacer es satisfacer tu petición, amor mío, sin perder un solo segundo, y a pesar del rubor que seguramente invada mis mejillas. ¿Cómo podría negarte una intimidad que en el fondo te pertenece? Sí, te contaré cómo sucederá todo, aunque al hacerlo no esté sino dictándote lo que tendrás que hacer, el modo en que tendrás que comportarte, pues así de extraño es todo esto.
Nos amaremos en una habitación de la pensión Pickard, que se encuentra justamente enfrente del salón de té. Allí accederé a acompañarte tras decidir confiar en ti. Sin embargo, pese a todo, me notarás terriblemente asustada al caminar por el pasillo hacia la habitación alquilada. Y eso es algo que me gustaría explicarte, amor mío, ahora que tengo la oportunidad. Desconozco si te asombrará lo que voy a decirte, pero en nuestra época, especialmente en las familias burguesas como la mía, a las muchachas se nos educa para reprimir nuestros instintos. Desgraciadamente, se ha difundido la creencia de que el acto íntimo debe ir encaminado únicamente a la procreación, y mientras el hombre puede mostrar el placer que le provoca el trato de la carne, siempre de un modo respetuoso y moderado, por supuesto, nosotras debemos manifestar una impecable indiferencia, pues nuestro goce se considera inmoral. Esa actitud inconmovible es la que mi madre ha mantenido toda su vida y la que muestran también la mayoría de mis amigas casadas. Pero yo soy distinta, Derek. Siempre he aborrecido esa absurda inhibición tanto como las labores de aguja y punto. Creo que, al igual que el hombre, las mujeres también tenemos derecho a experimentar placer, y por supuesto a expresarlo como cada una crea conveniente. También considero que para mantener relaciones íntimas con un hombre no es necesario estar casada: para mí es suficiente con estar enamorada de él. Ésas son mis creencias, Derek, y mientras recorría el pasillo de la pensión fui repentinamente consciente de que al fin había llegado el momento de comprobar si podía llevarlas a la práctica, o no había hecho otra cosa que mentirme a mí misma, y si tuve miedo fue únicamente por mi absoluta inexperiencia en esos asuntos.
Ahora ya lo sabes, y supongo que por eso me tratarás con tanta delicadeza y ternura, pero no adelantemos acontecimientos. Deja que te lo cuente de forma ordenada, paso a paso, y permíteme que, por deferencia hacia ti, lo haga en futuro, dado que desde tu punto de vista es algo que todavía no ha ocurrido. Bien, no lo demoremos más.
La habitación de la pensión será muy modesta, pero acogedora. La tarde estará a punto de convertirse en noche, por lo que, antes de nada, te apresurarás a prender la lámpara de la mesilla. Yo te contemplaré hacer, envarada junto a la puerta, sin atreverme a mover un solo músculo. Entonces tú me mirarás con dulzura durante unos segundos, y luego te acercarás a mí muy despacio, exhibiendo una sonrisa tranquilizadora, como quien teme espantar a un gato asustadizo. Al llegar a mí me mirarás a los ojos, no sé si queriendo leer en ellos o dejándote leer tú, y después te inclinarás sobre mi boca lentamente, tan despacio que tendré tiempo de percibir tu cálido aliento, ese aire ardiente que recorre tu interior, antes de sentir el roce suave y firme de tus labios abordando los míos. Tan delicado contacto me desconcertará durante unos segundos, pues será mi primer beso, Derek, y aunque había pasado muchas noches anticipando cómo sería, siempre me había concentrado en imaginar su parte espiritual, el efecto de levitación que supuestamente provocaba, pero nunca se me había ocurrido pensar en su lado orgánico, en la muelle y palpitante tibieza de otra boca contra la mía. Pero poco a poco iré abandonándome a aquel roce placentero, y te corresponderé con la misma ternura, sintiendo que estábamos comunicándonos de un modo más efectivo y sincero que con las palabras, que estábamos concentrando todo lo que éramos en aquel insignificante espacio de carne. Ahora sé que nada puede volver más cómplices dos almas que el acto de fraguar un beso, que el de avivar nuestro deseo con el deseo del otro.
Entonces, un cosquilleo agradable comenzará a recorrer mi cuerpo, a filtrarse bajo mi piel y anegarme por dentro. ¿Era aquel remolino de sensaciones el que mi madre y mis amigas más recatadas se esforzaban en ignorar? Yo lo sentiré, Derek. Lo saborearé. Lo apuraré. Y lo atesoraré, amor mío, consciente de que lo estaré experimentando por primera y última vez, pues sabré que después de ti no vendrá ningún otro hombre y esas sensaciones tendrán que alimentarme el resto de mi vida. El suelo se desbaratará entonces bajo mis pies y casi creeré que estoy levitando, de no ser por las plomadas de tus manos asidas a mi cintura.
Entonces retirarás tus labios, dejando en los míos la huella de tu boca, y me contemplarás con una tierna curiosidad, mientras yo trato de recobrar la calma y el aliento. ¿Y ahora? Habrá llegado el momento de desnudarnos y tumbarnos sobre la cama, pero tú parecerás tan indeciso como yo, sin atreverte a dar ningún paso en esa dirección, creyendo tal vez que eso me asustará. Y no irás desencaminado, amor mío, porque yo jamás me había desnudado ante ningún hombre, y por un instante sentiré una mezcla de miedo y pudor que incluso me llevará a considerar si desnudarse es algo realmente imprescindible. Según había oído decir a mis tías, mi madre había consumado su matrimonio sin que mi padre llegase nunca a verla desnuda. Siguiendo la costumbre de su generación, la decorosa señora Haggerty se tendía sobre la cama sin quitarse las enaguas, las cuales mostraban un agujero que únicamente desvelaba el perfumado acceso por donde mi padre debía abordarla. Pero yo no me contentaré con subirme las enaguas, Derek. Yo querré gozar todo lo posible de nuestro encuentro, así que venceré mi vergüenza y comenzaré a desnudarme sin dejar de mirarte con una dulce gravedad. Me quitaré el sombrerito de plumas y lo colgaré del perchero, luego me libraré de la chaqueta, la camisa de cuello alto, el cubrecorsé, el corsé, la cubre falda, la falda, el polisón y las enaguas, hasta quedar en combinación. Sin dejar de mirarte con ternura, me bajaré los tirantes para que la prenda descienda por mi cuerpo como resbala la nieve de las ramas de un abeto, hasta quedar ovillada a mis pies, y después, como último acto de tan laborioso ritual, me quitaré los pololos, ofreciéndome a ti totalmente desnuda al fin, poniendo mi cuerpo a tu disposición, entregándolo a tus manos y tu boca, dándome completamente sabiendo que lo estaré haciendo al hombre correcto, al capitán Derek Shackleton, el liberador de la raza humana, el único hombre del que podía enamorarme.
Y tú, amor mío, que observarás el complicado proceso con anhelante curiosidad, como quien espera ver surgir una bella escultura del interior de un bloque de mármol a medida que los cinceles del artista apartan las esquirlas que la ocultan, me contemplarás entonces avanzar hacia ti, y te liberarás de la camisa y los pantalones con prontitud, como si una ráfaga de viento los hubiese arrebatado de los cordeles de tender. Nos abrazaremos entonces, intercambiando la tibieza de nuestros cuerpos en un roce placentero, y sentiré tus manos, acostumbradas a tratar con la dureza del metal y las armas, explorar mi cuerpo consciente de su fragilidad, con una lentitud excitante y un cuidado reverencial. Nos tenderemos sobre el lecho sin dejar de mirarnos a los ojos, y mis manos rastrearán entonces tu vientre en busca de la cicatriz que te había dejado la bala con la que Salomón trató de matarte, y a la que tú sobreviviste como quien vence unas fiebres, aunque estaré tan nerviosa que no lograré encontrarla. Entonces tu boca, húmeda y ávida, recorrerá mi cuerpo, marcándolo con una estela de saliva, hasta que, una vez debidamente cartografiado, te adentrarás en él con cuidado, y yo te sentiré moverte en mi interior con una delicadeza extrema. Pero pese a tus cuidados, tu invasión provocará una inesperada punzada de dolor en mis entrañas que me hará protestar débilmente e incluso tirar de tus cabellos, aunque enseguida se convertirá en un tormento soportable, incluso dulce, y empezaré a notar cómo algo que yacía dormido dentro de mí se desperezará al fin. ¿De qué modo puedo describirte lo que sentiré en ese instante? Imagina un arpa que recibe por primera vez unos dedos y nada sospecha de las notas que ella misma esconde. Imagina una vela ardiendo, cuya cera derretida se desliza por el tallo y, ajena a la llama que alardea en su punta, se entretiene tejiendo un hermoso encaje en la base del candelabro. Lo que quiero decirte, amor mío, es que hasta ese instante, yo no sabía que podía sentir aquel arrebato exquisito, aquel placer jubiloso que se propagará por todo mi ser desde un centro indefinido de mis entrañas, y aunque al principio el pudor me obligará a apretar los dientes, tratando de contener los jadeos que me treparán por la garganta, luego me abandonaré al goce arrasador, me dejaré arrastrar en aquel torrente de fuego helado, y proclamaré mi disfrute con gemidos exaltados, anunciando el amanecer de mi carne, y nada parecerá bastarme, y te apretaré contra mí desesperadamente, aprisionándote en el cepo de mis piernas, porque no querré que dejes de habitarme nunca, porque no entenderé cómo había podido vivir hasta entonces sin sentirte dulcemente clavado en mis entrañas. Y cuando, tras el arrebato final, abandones mi interior dejando sobre las sábanas un rastro de moras, me sentiré bruscamente incompleta, huérfana, extraviada. Con los ojos cerrados, apuraré el eco de felicidad que has dejado en mis entrañas, ese resonar delicioso de tu presencia; luego, tras su lenta extinción, me inundará una sensación de abrumadora soledad, pero también un infinito agradecimiento al descubrirme como un organismo perfectamente habilitado para el goce, capaz de disfrutar tanto de los placeres más elevados como de los más terrenales. Alargaré entonces mi mano hasta ti, en busca del tacto de tu piel embalsamada en sudor, una piel que todavía vibra y quema, como las cuerdas de un violín tras un concierto, y te contemplaré con una etérea sonrisa de gratitud por haberme enseñado quién soy, todo lo que aún desconocía de mí misma.
Tom tuvo que dejar de leer, entre conmovido y asombrado. ¿Era él quién había desencadenado en ella todas aquellas sensaciones? Apoyado contra el roble, casi sin aliento, dejó que su vista vagara por los campos que lo rodeaban. Para él, el trato carnal con la muchacha había sido una agradable experiencia que recordaría siempre, pero Claire hablaba del encuentro como si hubiese sido algo sublime e imborrable, convirtiéndolo en la piedra de toque que sostendría contra el paso de los años la catedral de su amor. Sintiéndose un ser aún más rudimentario de lo que era, Tom lanzó un suspiró y siguió leyendo:
Iba a contarte ahora, Derek, el modo en que viajaré a tu época, pero al recordar que durante nuestra cita en el salón de té tú todavía desconocías cómo lo hacemos, me veo obligada a guardar el secreto para no alterar lo que ya ha sucedido. Te bastará con saber que el año pasado un escritor llamado H. G. Wells publicó una novela maravillosa titulada La máquina del tiempo, que nos hizo soñar a todos con el futuro. Y que alguien nos lo mostró. No puedo decirte más. Pero te compensaré confesándote que, aunque tu misión en mi época no llegará a concluir, y la máquina en la que viajas acabará prohibiéndose, la raza humana ganará la guerra a los autómatas, y será gracias a ti. Sí, amor mío, tú serás quien venza al malvado Salomón en un emocionante duelo a espada. Créeme porque lo he visto con mis propios ojos.
Te quiere,
C.
Wells dejó la carta sobre la mesa y, tratando de esconder el sofoco que las palabras de Claire le habían producido, miró a Tom y asintió silenciosamente, sacudiendo apenas la cabeza, dándole a entender que podía retirarse. Cuando se quedó solo, volvió a tomar la carta que debía responder y releyó la detallada crónica del encuentro en la pensión, sintiendo incrementarse su acaloramiento. Gracias a aquella desconocida, al fin había comprendido cómo era el goce de las mujeres, aquella sensación que les sobrevenía con una lentitud intrigante, para cubrirlas por completo o apenas rozarlas. Qué sublime, qué luminoso e inacabable era su placer en comparación con el del hombre, tan grosero y tosco, apenas una perdigonada de éxtasis entre los muslos. Pero ¿sentían todas las mujeres así o es que aquella muchacha era especial, un espécimen cuya receptividad había sido perfeccionada por el Creador hasta alcanzar lo inimaginable? No, probablemente se trataba de una muchacha normal y corriente, pero que gozaba de su sexualidad de un modo que las demás calificarían de temerario. La mera decisión de desnudarse completamente ante Tom ya proclamaba un espíritu audaz, resuelto a experimentar todas y cada una de las sensaciones que podía proporcionar una cópula.
Tras constatar eso, Wells se sintió desilusionado, incluso contrariado, por la pudorosa forma en la que las mujeres que había conocido a lo largo de su vida habían decidido entregársele. Su prima Isabel era de las que recurrían al agujero en las enaguas, ofreciéndole en el lecho únicamente la vulva, la cual, al quedar fuera de contexto, se le antojaba a Wells un ente aterrador, una suerte de criatura succionadora de clara estirpe extraterrestre, y Jane, aunque más desinhibida para esos asuntos, tampoco le había mostrado nunca una desnudez completa que le eximiera de intentar averiguar al tacto las dimensiones de su cuerpo. Jamás había tenido la fortuna, en definitiva, de cruzarse con alguien que mostrara la adorable predisposición de Claire. ¿Qué no habría podido hacer él con una muchacha así, tan fácil de evangelizar? Le hubiera bastado con ensalzar los efectos medicinales que el sexo tenía sobre las féminas para convertirla en una entusiasta acólita del goce de la carne, en una moderna sacerdotisa dispuesta a dar y recibir placer en cualquier momento, en un adalid de la cópula que iría de puerta en puerta asegurando que una actividad amatoria regular era capaz de mejorar el aspecto físico de las mujeres, otorgándoles un esplendor indefinido, atemperándoles la expresión, redondeando incluso las antiestéticas angulosidades de su cuerpo. Junto a una mujer como aquélla, él sería sin la menor duda un hombre colmado, apaciguado, rentabilizado, un hombre que al fin podría centrarse en otras cosas, volcarse en otros intereses libre de esa picazón perpetua que poseía al varón en la adolescencia y no lo abandonaba hasta que la llegada de la decrepitud inutilizaba su cuerpo. No es de extrañar, por tanto, que acto seguido, Wells se imaginase a aquella muchacha llamada Claire Haggerty tumbada en su cama, sin una prenda que encapotara su cuerpo delgado y flexible, dejándose tocar por él con el abandono zalamero de un gato, gozando intensamente de las mismas caricias que apenas producían en Jane un suspiro cortés. Le resultó irónico comprender el goce de aquella desconocida mientras ignoraba el de su propia esposa, quien, recordó de pronto, aguardaba en alguna parte de la casa a que él le diese a leer la nueva carta.
Abandonó la cocina y fue a buscarla, realizando durante el camino ejercicios respiratorios para paliar su agitación. La encontró sentada en la sala con un libro, y depositó la cuartilla en la mesita sin decir nada, como quien deja una copa de vino envenenado y se retira a esperar los efectos que provocará en su víctima, porque sin duda aquella carta tendría efectos en Jane, como los había tenido en él, obligándolo a replantearse su manera de encarar la parte física del amor, del mismo modo que la carta anterior lo había forzado a cuestionarse el modo de sentir su lado espiritual. Salió al jardín a respirar la noche, y observó la luna que se enseñoreaba en el cielo, plena y nívea. A la sensación de insignificancia que siempre le producía el firmamento venía a sumarse ahora la sensación de torpeza que solía provocarle la manera mucho más eficaz y espontánea con que otro, en este caso la muchacha llamada Claire Haggerty, se relacionaba con el mundo. Permaneció en el jardín un largo rato, hasta que juzgó llegado el momento de comprobar qué efectos habría tenido la carta sobre su mujer.
Entró en la casa sin prisas, con pasos casi fantasmales, y al no encontrarla en la sala ni en la cocina, subió hasta el dormitorio. Allí lo esperaba Jane, de pie junto a la ventana. El fulgor de la luna perfilaba su cuerpo desnudo y oferente. Entre el pasmo y la gula, Wells estudió los volúmenes, las proporciones, la elástica sabiduría con que aquellas piezas de mujer, entrevistas siempre por separado, intuidas siempre bajo la tela, se fundían ahora en un paisaje mayor, confabulándose para crear un ser libre y etéreo que parecía capaz de echar a volar en cualquier momento. Admiró la soltura plástica de sus senos, el doloroso avasijamiento de la cintura, el plácido remanso de las caderas, la lana nocturna del pubis, los animalitos de los pies, mientras Jane sonreía abiertamente, complacida de sentirse inspeccionada por los sorprendidos ojos de su esposo. Entonces, el escritor comprendió lo que debía hacer. Como obedeciendo las órdenes de un apuntador cuya concha no veía, se deshizo de sus ropas a manotazos, exponiendo igualmente su desnudez al resplandor lunar, que se apresuró a delinear su cuerpo huesudo y enclenque. Marido y mujer se abrazaron entonces en medio del dormitorio, sintiendo el roce placentero de la piel del otro como nunca antes lo habían experimentado. También las sensaciones siguientes se les antojaron engrandecidas porque, con las palabras de Claire clavadas en la mente, cada caricia y cada beso redoblaba sus efectos, provocándoles un vértigo que no sabían si era real o producto de la sugestión, pero vértigo al cabo, y a él se entregaron, entusiastas y voraces, con deseos de explorarse el uno al otro, ansiosos por descubrir qué había más allá del jardín acotado de su placer.
Más tarde, mientras Jane dormía, Wells se fugó de la cama, caminó de puntillas hacia la cocina, tomó la pluma y comenzó a surcar el papel, invadido por una euforia indomable.
Amor mío:
Cómo ansío que llegue el día en que al fin pueda sentir todo lo que me cuentas. ¿Qué puedo decirte salvo que te amo y que te amaré tal y como dices? Te besaré con ternura, te acariciaré con lentitud y reverencia, y entraré en ti con el mayor cuidado posible, y mi placer será el doble, Claire, al saber todo lo que tú estarás sintiendo.
Tom leyó con recelo las encendidas palabras de Wells. Sabía que el escritor estaba haciéndose pasar por él, pero no podía evitar pensar que aquellas palabras bien podían pronunciarlas ambos. Era evidente que Wells estaba disfrutando con aquello. ¿Qué pensaría su mujer de eso?, se preguntó. Dobló la carta, la guardó en el sobre y la colocó bajo la piedra, junto a la lápida del misterioso Peachey. Durante el camino de regreso, continuó dándole vueltas a las palabras del escritor, sin poder evitar sentirse excluido del juego que él mismo había inventado, relegado a la condición de vulgar recadero.
Ya te amo, Claire, ya te amo. Verte solo será un paso más. Y saber que ganaremos esta cruenta guerra redobla aún más mi dicha. ¿Salomón y yo enfrentados en un duelo a espada? Hasta hace unos días hubiera dudado de tu cordura, amor mío: jamás hubiese sospechado que fuésemos a dirimir nuestras diferencias con un arma tan prehistórica. Pero esta mañana, revolviendo entre las ruinas del Museo de Historia, uno de mis hombres encontró una espada. Aquel objeto le pareció de una nobleza digna de un capitán y, como obedeciendo una orden tuya, me lo entregó con solemnidad. Ahora sé que debo practicar con ella para un futuro duelo, un duelo del que saldré victorioso porque la certeza de saber que tus bellos ojos estarán clavados en mí me dará fuerzas.
Recibe todo mi amor desde el futuro,
D.
Claire sintió un amago de desmayo, se tumbó en la cama y saboreó detenidamente las numerosas sensaciones que habían desatado en su corazón las palabras del bravo capitán Shackleton. Entonces, mientras se enfrentaba a Salomón, él sabía que ella estaba observándolo… Eso le produjo un ligero mareo del que tardó en reponerse. Cuando lo consiguió, guardó la carta en el sobre cuidadosamente. De pronto, reparó en que ya solo le quedaba por recibir una carta más de su amado. ¿Cómo sobreviviría luego sin ellas?
Intentó no pensar en eso. Ella todavía tenía que escribir dos cartas más. Tal y como le había prometido, en la última le hablaría del encuentro en el año 2000; pero ¿y en la que debía escribirle ahora? Un tanto espantada, se dio cuenta de que por primera vez el asunto de la carta no le venía impuesto. Qué podía decirle a su amado que todavía no le hubiese dicho, especialmente teniendo en cuenta que todo cuanto decidiera contarle debía ser examinado con sumo cuidado, no fuera a suministrarle una información que pusiera en peligro el tejido del tiempo, que había resultado ser tan frágil como el cristal. Tras darle algunas vueltas, decidió hablarle de cómo transcurrían sus días ahora sus días de enamorada sin amante. Se sentó ante su escritorio Y tomó la pluma:
Amor mío:
No sabes lo que significan para mí tus cartas. Sé que solo recibiré una más, y eso me provoca una honda tristeza. Pero te aseguro que seré fuerte, que no desfalleceré, que no dejaré de pensar en ti, de sentirte a mi lado cada segundo de mis largos días. Y por supuesto no dejaré que otro hombre mancille nuestro amor, aunque no vuelva a verte nunca más. Prefiero vivir de tu recuerdo, por mucho que mi madre, a la que por supuesto nada he contado —para ella mi enamoramiento no tendría validez, ya que no le parecerías más que un espejismo poco útil—, no deje de concertarme citas con los solteros más pudientes del barrio. Yo les recibo con cortesía, y luego me divierto inventándoles los más absurdos defectos para rechazarlos, que hacen que mi madre me mire con incredulidad. Mi reputación se arruina más y más cada día: voy camino de convertirme en una solterona que avergonzará a la familia. Pero ¿qué me importa lo que los demás piensen? Soy tu amada la amada del bravo capitán Derek Shackleton, aunque tenga que amarte en secreto.
Salvo esas tediosas entrevistas, el resto del día, amor mío, te lo dedico a ti, pues he aprendido a sentirte a mi lado aunque estés a una distancia de siglos, revoloteando en torno a mí como una fragancia. Te siento a mi alrededor en todo momento, observándome con tus ojos tiernos, aunque a veces me entristezca no poder tocarte, que tu presencia no sea más que un recuerdo insustancial, que no puedas compartir nada conmigo. Que no puedas pasear de mi brazo por Green Park, que no puedas ver atardecer sobre The Serpentine cogido de mi mano, o que no puedas oler el aroma de los narcisos que cultivo en mi jardín y que, según mis vecinas, perfuman todo St. James’s Street.
El escritor lo estaba esperando en la cocina, como las otras veces. Tom le tendió la carta sin decir nada, y se retiró antes de que éste se lo pidiera. Qué podía decirle. Aunque en el fondo sabía que aquello no era cierto, no podía evitar sentir que Claire se dirigía al escritor y no a él. Se sentía como un intruso en aquella historia de amor, la mitad podrida de la manzana. Al quedarse solo, Wells desdobló la carta y comenzó a recorrer con avidez la esmerada caligrafía de la muchacha:
Aun así, Derek, te amaré hasta que mi vida se apague, y nadie podrá negar que habré sido feliz. Sin embargo, he de confesarte que no siempre resulta fácil. Según tú, no volveré a verte más, y eso me resulta tan insoportable, pese a mi fortaleza, que a veces intento sobreponerme pensando que tal vez te equivoques. Eso no significa que dude de tus palabras, amor mío, por supuesto que no. Pero el Derek que las pronunció en el salón de té no hacía sino guiarse por las mías, por estas palabras, y ese Derek que tras amarme en la pensión regresó apresuradamente a su tiempo, ese Derek que todavía no eres tú, tal vez no soporte no volver a verme más y se las ingenie para regresar junto a mí. Lo que ese Derek hará no lo sabemos ni tú ni yo, pues sus pasos se salen del círculo. Ésa es mi esperanza, amor mío. Tal vez ingenua, pero necesaria. Ojalá vuelva a verte. Ojalá te guíe hasta mí el aroma de mis narcisos.
Wells dobló la carta, la guardó de nuevo en el sobre y la depositó sobre la mesa, donde la contempló un largo rato. Entonces se levantó, caminó en círculos por la cocina, volvió a sentarse, se levantó de nuevo, dio algunas vueltas más, y finalmente se dirigió a la estación de Woking a solicitar un coche. «Voy a Londres a resolver un asunto», le dijo a Jane, que estaba trabajando en el jardín. Durante el camino intentó que el corazón no se le desbocara.
A esa hora de la tarde, St. James’s Street parecía mecerse en un tranquilo silencio. Wells ordenó detener el carruaje al principio de la calle y pidió al cochero que le esperase. Se ajustó el sombrero, se enderezó la pajarita, y olisqueó ávidamente el aire, como un sabueso. Tras la aspiración concluyó que aquel aroma débil y un tanto evocador, ligeramente parecido al del jazmín, que se intuía tras el de la mierda de caballo debía de corresponder a los narcisos. Le gustó la simbología que aportaba la flor al cuadro, ya que según había leído, el narciso, al contrario de lo que se creía, no había heredado su nombre del bello dios griego, sino que se lo debía a sus propiedades narcóticas. El bulbo del que nacía el narciso tenía componentes alcaloides capaces de provocar alucinaciones, y aquella peculiaridad le parecía a Wells terriblemente oportuna: ¿acaso no estaban ellos tres —la muchacha, Tom y él mismo— atrapados en una alucinación? Examinó la calle, larga y umbría, y echó a andar por la acera con el aire ocioso del paseante, aunque a medida que avanzaba en dirección a la supuesta fuente del aroma empezó a notar cómo se le secaba la boca. ¿Por qué estaba allí, qué pretendía? No lo sabía con exactitud. Lo único que sabía era que necesitaba ver a la muchacha, ponerle un rostro a la destinataria de sus encendidas palabras o, en su defecto, contemplar la casa desde donde ella le escribía aquellas hermosas cartas. Quizás con eso fuese suficiente.
Antes de lo esperado, se encontró ante un jardín cuidado con innegable esmero, provisto de una pequeña fuente a un lado y cercado por una verja en la que se enredaban perezosamente unas flores de grandes pétalos, de un color amarillo pálido. Dado que en la calle no había ningún otro jardín que pudiese rivalizar en belleza con aquél, Wells dedujo que las flores que tenía delante debían de ser los narcisos, y la elegante casa, en consecuencia, el hogar de Claire Haggerty, la desconocida de la que fingía estar enamorado con una convicción que no le demostraba a la mujer que verdaderamente amaba. Sin querer reflexionar demasiado sobre aquella paradoja, por otro lado acorde con su contradictoria naturaleza, se aproximó a la verja, y casi introdujo la nariz entre los barrotes con la intención de atisbar tras los cristales emplomados de las ventanas algo que diera sentido a su urgente presencia allí.
Fue entonces cuando reparó en la muchacha que lo contemplaba un tanto perpleja desde una esquina del propio jardín. Al saberse descubierto, Wells intentó disimular, pero su reacción distó mucho de resultar natural, especialmente porque enseguida comprendió que aquella muchacha que lo observaba con recelo no podía ser otra que Claire Haggerty. Intentó tranquilizarse, al mismo tiempo que le tendía una sonrisa inofensiva, ridículamente afable. «Bonitos narcisos, señorita —celebró con voz aflautada—, su aroma se huele desde el comienzo de la calle». Ella sonrió, y se acercó un poco, lo suficiente como para que el escritor pudiera constatar la belleza de su rostro y el fragilísimo porte de su cuerpo. Aunque vestida, ahí la tenía al fin, ante sus ojos. Y, pese a la naricilla algo respingona que arruinaba su serena belleza de estatua griega, o quizás por eso mismo, se le antojó ciertamente hermosa. Aquella muchacha era la destinataria de sus cartas, su amada de mentira. «Gracias, caballero, es usted muy amable», dijo ella, correspondiendo a su elogio. Y Wells abrió la boca, como para decir algo, pero enseguida volvió a cerrarla. Todo cuanto quería decirle iba contra las reglas del juego en el que había accedido a participar. No podía decirle que, aunque le pareciera un hombre bajito e insignificante, era él quien escribía aquellas palabras sin las que ella afirmaba que no podría vivir. Ni podía decirle que sabía con absoluta precisión cómo experimentaba ella el goce de la carne. Y mucho menos podía decirle que todo aquello era una farsa, advertirle de que no se consagrara a aquel amor que solo estaba en su mente, que no existían los viajes en el tiempo ni había ningún capitán Shackleton librando una guerra contra los autómatas en el año 2000, porque decirle que todo eso era una elaborada mentira cuyo precio iba a ser su vida equivalía a entregarle una pistola para que se disparase en el centro del corazón. Reparó entonces en que ella lo observaba a su vez con curiosidad, como si su rostro le resultara familiar. Temiendo ser reconocido, Wells se apresuró a llevarse una mano al sombrero, ejecutó una educada reverencia y reanudó su paseo intentando no caminar demasiado rápido. Intrigada, Claire lo contempló alejarse durante unos minutos, hasta que finalmente se encogió de hombros y regresó a la casa.
Desde la acera de enfrente, oculto tras un muro, Tom Blunt la contempló desaparecer en el interior de la vivienda. Salió entonces de su escondite y sacudió la cabeza. Ver aparecer a Wells le había sorprendido, aunque no demasiado, ciertamente. Tampoco al escritor le habría asombrado excesivamente encontrarlo allí. Al parecer, ninguno de los dos había podido resistirse a la tentación de buscar la casa de la muchacha, cuya dirección ella había revelado sutilmente con la esperanza de que, en caso de volver, Shackleton pudiera localizarla.
Regresó a su escondrijo de Buckeridge Street sin saber qué pensar con respecto a Wells. ¿Se había enamorado el escritor de ella? Supuso que no. Habría acudido a su casa alentado simplemente por la curiosidad. ¿Acaso, de estar en el lugar de Wells, no intentaría también él ponerle un rostro a la muchacha a la que debía escribirle palabras que probablemente no le habría dicho nunca ni a su propia esposa? Se tumbó en el camastro sintiéndose terriblemente cansado, pero los nervios y el estado de permanente tensión en el que se hallaba no le permitieron dormir más que un par de horas, y antes de que empezara a clarear, emprendió el largo camino hacia la casa del escritor. Aquellas caminatas le estaban poniendo más en forma que los entrenamientos a los que lo sometía Murray, cuyo sicario no había vuelto a aparecer para castigar la desfachatez con la que estaba incumpliendo sus órdenes, aunque no por ello pensaba bajar la guardia.
Wells le esperaba sentado en los escalones del porche. Tampoco él parecía haber descansado demasiado. Tenía un aspecto ajado y ojeroso, y un extraño brillo en los ojos. Probablemente había pasado la noche en vela, escribiendo la carta que ahora sostenía en sus manos. Al verlo, lo saludó con un lacónico cabeceo y le entregó la misiva evitando mirarle a los ojos. Tom la tomó y, sin querer romper tampoco él aquel silencio tan cargado de sobreentendidos, se volvió para regresar por donde había venido. Oyó entonces la voz de Wells: «¿Me traerás su carta aunque ya no tenga que contestarla?». Tom se volvió y lo contempló con profunda pena, aunque no supo si aquella lástima era por él o por sí mismo, o incluso por Claire. Al fin asintió un tanto funestamente, y abandonó la casa del escritor. Solo cuando se hubo alejado lo suficiente, abrió el sobre y comenzó a leer.
Amor mío:
En mi mundo no existen los narcisos, ni queda el menor rastro de ninguna otra flor, pero te aseguro que al leer tu carta casi puedo olerlas. Sí, puedo verme a tu lado, en el jardín del que me hablas, que imagino cuidado con esmero por tus manos nacaradas, arrullados tal vez por alguna fuente cantarina. De algún modo, amor mío, gracias a ti, puedo olerlos desde aquí, desde la otra orilla del tiempo.
Tom sacudió abatido la cabeza, imaginando cómo aquellas palabras conmoverían a la muchacha, y volvió a sentir lastima por ella y, en última instancia, un tremendo asco de sí mismo. La muchacha no merecía aquel engaño. Era cierto que aquellas cartas iban a salvarle la vida, pero en el fondo no estaban sino reparando el daño que él le había hecho tan egoístamente, sin más propósito que calmar los ardores de su entrepierna. No podía felicitarse por haber impedido su suicidio y olvidarse del asunto sin más, dejando que Claire arruinara su existencia por una mentira, que decidiera enterrarse en vida por una quimera. El largo paseo hasta la colina sirvió para aclararle las ideas, llevándole a concluir que el único modo de expiación que tranquilizaría su conciencia sería amarla verdaderamente, hacer realidad aquel amor por el que ella estaba dispuesta a sacrificarse, es decir, hacer que Shackleton regresara desde el lejano año 2000, jugándose la vida por ella, tal y como Claire anhelaba. Aquello era lo único que podía reparar totalmente su falta. Pero también era lo único que no podía hacer.
Daba vueltas a esos pensamientos cuando, para su sorpresa, distinguió a la muchacha junto al roble. Pese a la distancia la reconoció sin problemas. Se detuvo en seco, aturdido. Por increíble que le resultase, Claire estaba allí, de pie junto al árbol, protegiéndose del sol con la sombrilla que él le había traído a través del tiempo. Al pie de la colina, distinguió también un carruaje, con el cochero cabeceando aburrido en el pescante. Corrió a ocultarse tras unos arbustos antes de que alguno de los dos reparase en que no estaban solos en aquel paisaje. ¿Qué hacía Claire allí?, se preguntó. Pero la respuesta era obvia: la muchacha lo estaba esperando. Sí, Claire lo estaba esperando o, más exactamente, esperaba la irrupción de Shackleton en aquel sitio, emergiendo de un pliegue del aire, proveniente del año 2000. Sin poder resignarse a su ausencia, la muchacha había decidido oponerse al destino, había decidido actuar; y qué forma más sencilla de hacerlo que acudiendo al lugar donde el capitán aparecía para recoger sus cartas. La desesperación había llevado a Claire a hacer un movimiento fuera del tablero. Y, oculto tras los arbustos, Tom se maldijo por no haber considerado aquella posibilidad antes, sobre todo tratándose de una muchacha que ya le había demostrado de sobra su inteligencia y su audacia.
Permaneció allí escondido casi toda la mañana, contemplándola con tristeza dar pequeños paseos alrededor del roble, hasta que finalmente se cansó, subió al coche y regresó a Londres. Tom emergió entonces de su escondite, dejó la carta bajo la piedra y regresó también a la ciudad. Mientras caminaba, recordó las afligidas palabras con las que Wells había terminado su último encargo:
Una infinita pena me inunda al ser consciente de que ésta es la última carta que voy a escribirte, amor mío. Tú misma me lo dijiste, y también en esto te creo. Me gustaría seguir escribiéndote hasta que nos encontremos el próximo mayo, pero si algo he descubierto con todo esto es que el futuro está escrito, y que tú lo has leído, por lo que imagino que algo ocurrirá para que yo no pueda seguir enviándote más cartas, supongo que la prohibición de la máquina y la cancelación de mi misión, que no está dando ningún fruto. Mis sentimientos son ahora contradictorios, como imaginarás: por un lado me alegra saber que para mí esto no es un adiós definitivo, ya que te veré dentro de muy poco, pero por otro el alma se me desgarra al pensar que tú ya no volverás a saber de mí. Aunque eso no significa que mi amor desaparezca. Seguirá aquí, te lo prometo, porque si algo tengo claro es que continuaré amándote, Claire. Continuaré amándote desde mi mundo sin flores,
D.
Con las lágrimas resbalando por sus mejillas, Claire se sentó ante el escritorio, lanzó un hondo suspiro y sumergió la pluma en el tintero.
Ésta es también mi última carta, amor mío, y aunque me gustaría empezar diciéndote cuánto te amo debo ser honesta conmigo misma y confesarte con vergüenza que hace un par de días realicé una temeridad. Sí, Derek, al parecer no soy tan fuerte como pensaba y fui al roble dispuesta a esperar tu aparición. Tu ausencia me resulta demasiado dolorosa. Necesitaba verte, aunque eso alterase el tejido del tiempo. Pero no apareciste en toda la mañana, y yo no podía escapar por más tiempo de la vigilancia de mi madre. Ya me cuesta bastante conseguir que Peter, el cochero, no sospeche nada. ¿Qué hubiese pensado si te ve aparecer junto al roble como por arte de magia? Supongo que todo se hubiese descubierto y eso habría desatado algún tipo de catástrofe temporal. Ahora comprendo que fui una niña tonta e irresponsable, sí, porque aunque nada hubiese visto Peter —que cada vez que le pido que me lleve allí me observa extrañado, aunque por ahora me ha guardado el secreto ante mi madre—, nuestro imprevisto encuentro habría alterado el tejido del tiempo de igual forma: entonces no me verías por primera vez el día 20 de mayo del año 2000, por lo que todo se enredaría de repente, y nada sucedería como ha de suceder. Pero por fortuna, y aunque nada me hubiese gustado más, tú no apareciste y no hay nada que lamentar. Supongo que llegaste por la tarde, porque al día siguiente estaba allí tu bella y última carta. Espero que sepas disculpar mi irresponsabilidad, Derek, que te he confesado movida por mi intención de no ocultarte tampoco mis defectos, y esperando inspirar aún más tu perdón voy a enviarte un regalo con todo mi corazón, para que sepas qué es una flor.
Tras escribir aquello se levantó, tomó de la estantería su ejemplar de La máquina del tiempo, lo abrió y extrajo de entre sus páginas el narciso que había puesto a secar allí. Cuando acabó la carta, depositó un beso en sus frágiles pétalos y lo introdujo cuidadosamente en el sobre.
Peter tampoco hizo preguntas esta vez. Sin necesidad de que ella se lo dijese, puso rumbo a la colina de Harrow. Una vez allí, Claire subió hasta el roble, y escondió disimuladamente la carta bajo la piedra. Luego contempló durante un rato el paisaje que la rodeaba, sintiendo que estaba despidiéndose del lugar que durante aquellos días había sido el escenario de su felicidad, de aquellos campos silenciosos que verdeaban rabiosamente bajo la luz de la mañana, y de los trigales que se apreciaban al fondo, subrayando el horizonte con un trazo de oro. Contempló la lápida de John Peachey, y se preguntó qué vida habría tenido aquel desconocido, si habría conocido el amor verdadero o habría muerto sin probarlo. Aspiró una bocanada de aire y casi le pareció percibir el olor de su amado Derek flotando a su alrededor, como si sus repetidas apariciones hubiesen terminado dejando una suerte de impronta con la que consagrar aquel lugar. Pero aquello no era más que pura sugestión, se dijo, provocada por su desesperado deseo de volver a verlo. Sin embargo, debía aceptar la realidad. Debía prepararse para pasar el resto de su vida sin él, limitándose a escuchar cómo su amor resonaba al otro lado del tiempo, porque posiblemente ya no volviera a verlo. Esa misma tarde, mañana o tal vez pasado, una mano fantasmal haría desaparecer su última carta, y ya no habría ninguna otra, solo la soledad desenrollándose ante sus pies como una alfombra infinita.
Se dirigió al coche y subió a él sin una orden para Peter. No era necesario. Con una mueca resignada, el cochero puso rumbo a Londres en cuanto ella se acomodó en el interior del carruaje. Cuando éste desapareció en la distancia, Tom se descolgó de la rama en la que había estado encaramado y saltó al suelo. Desde allí había podido verla por última vez, incluso habría podido tocarla simplemente alargando la mano, aunque no se lo había permitido. Y ahora, tras haberse concedido aquel capricho, debía alejarse de ella para siempre. Tomó la carta de debajo de la piedra, se sentó contra el árbol y comenzó a leerla con una mueca afligida.
Como bien has adivinado, Derek, muy pronto prohibirán la máquina. Ya no habrá más viajes en el tiempo para ti hasta que venzas al malvado Salomón. Entonces decidirás arriesgar tu vida usando la máquina a escondidas para viajar a mi época. Pero vayamos poco a poco y deja que te cuente al fin cómo sucederá nuestro primer encuentro y lo que deberás hacer a continuación. Como ya te anuncié, ocurrirá el 20 de mayo del año 2000. Esa mañana, tú y tus hombres tenderéis una emboscada a Salomón. A primera vista, y pese a la inteligente disposición de tus soldados, el resultado de la refriega no será demasiado favorable para vosotros, pero no te preocupes por ello, pues a su término Salomón te propondrá zanjar para siempre el conflicto batiéndoos a espada. Acepta su oferta sin dudarlo, amor mío, pues saldrás victorioso del duelo. Eso te convertirá en un héroe y esa batalla, que pondrá fin al dominio de los autómatas sobre la raza humana, será considerada como el principio de una nueva era. Tanto es así que será un perfecto destino turístico para los viajeros del tiempo de mi época, que acudirán emocionados a presenciarla.
Yo realizaré uno de esos viajes, y te veré luchar contra Salomón oculta entre los cascotes, pero en vez de regresar con los demás una vez termine el duelo, me esconderé entre las ruinas con la intención de quedarme en tu mundo, pues como sabes mi época carece de aliciente para mí. Sí, gracias a ese descontento que me ha acompañado toda mi vida, como una molestia que nunca sospeché que fuera a resultarme útil, tú y yo nos conoceremos. Aunque te advierto que nuestro encuentro no resultará excesivamente romántico, como correspondería, sino bastante embarazoso, especialmente para ti, Derek, y todavía me río al recordarlo. Pero de tu poco adecuado comportamiento solo puedo deducir que no debo contarte nada más, pues si lo hiciera probablemente condicionaría tu proceder. Solo has de saber que durante el breve encuentro, yo dejaré caer mi sombrilla y, aunque cruzarás el tiempo para conocerme y amarme, devolvérmela será la excusa que habrás de darme para que yo acepte acudir al salón de té. Naturalmente, para que todo esto suceda como debe suceder, para terminar de trazar el círculo en el que estamos atrapados, debes aparecer en mi época antes de que iniciemos nuestra correspondencia, de nada serviría que lo hicieras luego, ya que eres tú quien debe animarme a escribirte, como ya sabes. Has de aparecer exactamente el 6 de noviembre de 1896 y buscarme en el mercado de Covent Garden al mediodía, para proponerme la cita esa misma tarde. El resto ya lo sabes. Si haces todo eso, preservarás el círculo, y todo cuanto ha pasado volverá a suceder.
Eso es todo, amor mío. Dentro de unos meses, nuestra historia comenzará para ti. Para mí, sin embargo, acaba ahora, al poner el punto y final a esta carta. Pero no voy a despedirme con un «hasta nunca» que cercene cualquier esperanza de volver a vernos, porque como ya te he dicho antes, viviré con la esperanza de que regreses a buscarme. Para eso solo tienes que seguir el aroma de la flor que encontrarás en el sobre.
Con todo mi amor,
C.
Dejando escapar un suspiro de consternación, Wells plegó la carta que Tom le había traído y la depositó sobre la mesa. Tomó entonces el sobre y lo volcó sobre la palma de su mano, pero dentro no había nada. Qué esperaba. La flor no era para él. Y allí, sentado en la cocina, tocado por el sol de la tarde, comprendió que se había hecho demasiadas ilusiones. Aunque lo pareciera, él no era el protagonista de aquel idilio a través del tiempo. Se vio a sí mismo con la mano ridículamente tendida y vacía, como si quisiera comprobar si estaba lloviendo dentro de la casa. Y no pudo evitar sentirse como un intruso en aquella historia, la mitad podrida de la manzana.