XXX

Lo primero que Wells hizo al quedarse a solas en la sala, mientras Jane acompañaba al joven a la puerta, fue tomar el manuscrito de Gilliam Murray y esconderlo de nuevo fuera de su vista. Aunque no lo había dejado traslucir, el modo atroz con el que Gilliam sostenía en pie su teatro de marionetas lo había impresionado notablemente. Era evidente que para el empresario resultaba vital rodearse de gente que tuviese la boca cerrada, y aunque eso podía conseguirse a base de incentivos, las amenazas parecían ser mucho más efectivas. Descubrir que Gilliam recurría sin problemas a aquellos métodos infames le impuso un temblor en el cuerpo, pues no en vano aquel sujeto era su enemigo, o al menos así parecía comportarse con él. Tomó el folleto que solía enviarle cada semana y lo observó con desagrado. Por mucho que le asqueara, Wells no podía ignorar que todo aquello era culpa suya. Sí, Viajes Temporales Murray existía gracias a él, gracias a su decisión.

Había tenido únicamente dos encuentros con Gilliam Murray, pero había hombres que no necesitaban más para crearse enemigos. Y Gilliam era de ésos, como enseguida comprobó. El primer encuentro se había producido en aquella misma habitación una tarde de abril, recordó, contemplando con un escalofrío el sillón de orejas donde Gilliam Murray había calzado con dificultad su corpachón. Desde que apareciera por la puerta tendiéndole su tarjeta de visita con aquella sonrisa viscosa, lo había impresionado su enorme cuerpo de buey, pero todavía lo había asombrado más la incongruente gracia con la que se movía, como si sus huesos estuviesen huecos. Wells había ocupado el sillón que se hallaba frente a él, y ambos se habían dedicado a observarse con prudente cortesía mientras Jane terminaba de servirles el té. Cuando su esposa abandonó el salón, el desconocido ensanchó aún más su melindrosa sonrisa, le agradeció que lo hubiese recibido con tanta prontitud y, acto seguido, procedió a enterrarlo bajo un alud de elogios acerca de su novela La máquina del tiempo. Pero hay quien al alabar algo no pretende sino ensalzarse a sí mismo, pregonar al mundo su exquisita sensibilidad e inteligencia, y Gilliam Murray pertenecía a ese bando donde se aglutinaban los vanidosos. Elogió su novela con vehemencia, ensalzando en un parlamento exaltado desde su compensada estructura o la fuerza de sus imágenes hasta el color del traje con que había decidido vestir al protagonista, mientras Wells se limitaba a escucharlo con cortesía, preguntándose qué sentido tenía que alguien decidiera perder la mañana en apabullarle de aquel modo en vez de limitarse a compilar sus comentarios en una carta cortés, como hacía el resto de sus admiradores. Recibió aquellas encendidas alabanzas cabeceando incómodo, como quien camina bajo una llovizna molesta pero inofensiva, con la esperanza de que aquel aburrido panegírico no durase demasiado y pudiera volver a sus quehaceres. Pero enseguida descubrió que aquello no era más que el apropiado preámbulo destinado a allanar el terreno antes de que el hombre decidiera revelarle el verdadero motivo de su visita. Una vez concluido su efusivo parlamento, Gilliam extrajo de su cartera un voluminoso manuscrito y lo depositó en sus manos con el cuidado de quien entrega una reliquia santa o un niño recién nacido. El capitán Derek Shackleton, la verdadera y trepidante historia de un héroe del futuro, leyó Wells, atónito. Ahora ni siquiera recordaba cómo habían llegado a citarse para una semana más tarde, después de que el gigante le arrancara la promesa de que lo leería y, si le gustaba, lo recomendaría a Henley.

El escritor acometió la lectura del manuscrito que había caído de improviso en sus manos sin ninguna gana, como quien padece una tortura. No le apetecía en absoluto leer nada que pudiera haber surgido de la imaginación de aquel lechuguino engreído, al que consideraba incapacitado para interesarlo en algo, y no se equivocó. A medida que se adentraba en sus pretenciosas páginas comenzó a cuajar en su mente el más puro tedio, aparte de la decisión de no citarse con sus admiradores nunca más. Gilliam le había entregado una majadería extravagante y soporífera, una novelita que, como muchas de las que habían comenzado a sepultar los escaparates a rebufo de la suya, se apuntaba a la moda especulatoria. Eran novelas atestadas de cachivaches técnicos, auténticas almonedas de papel que, inspirándose en el auge de la ciencia, mostraban toda clase de máquinas disparatadas destinadas a realizar los deseos más secretos del hombre. Wells no había leído ninguna, pero Henley le había comentado en alguna comida los hilarantes argumentos de muchas de ellas, como las del neoyorquino Luis Senarens, pobladas de aeronaves en las que sus protagonistas exploraban los territorios más salvajes del planeta, arramblando con cualquier tribu indígena que les saliera al paso. Pero sobre todo, Wells recordaba la del inventor judío que fabricaba una máquina para aumentar el tamaño de las cosas. La imagen de Londres atacada por un ejército de cochinillas gigantes, que Henley le había descrito con sorna, no había podido evitar aterrarle.

La trama de la novela de Gilliam Murray producía un sonrojo similar. Tras su rimbombante título se escondía la delirante especulación de un enajenado. Gilliam sostenía que con el transcurrir de los años, los autómatas, esos juguetitos para niños que vendían algunas tiendas del centro de Londres, acabarían cobrando vida. Sí, por increíble que resultase, bajo sus cráneos de madera se desperezaría una suerte de conciencia terriblemente similar a la humana, tanto era así que enseguida descubría el atónito lector que los autómatas albergaban un invencible rencor hacia los hombres por el humillante trato de esclavos que éstos le habían profesado. Finalmente, liderados por Salomón, un autómata de guerra impulsado a vapor, no tardaban en decretar sin demasiados miramientos el destino de la raza humana: la exterminación. Varios lustros les llevaba reducir el planeta a una escombrera y la humanidad a un puñado de ratas asustadas, de entre las cuales, sin embargo, surgía un salvador, el bravo capitán Shackleton quien, tras varios años de guerra baldía, acababa con los sueños de conquista del autómata Salomón tras un ridículo duelo a espada. En las páginas finales para aumentar aún más el delirio que producía su lectura, Gilliam se atrevía a extraer de su descacharrante historia una sonrojante moraleja con la que pretendía hacer reflexionar a toda Inglaterra, o al menos al gremio de los inventores de juguetes: Dios no tardaría en castigar al hombre si éste continuaba emulándolo fabricando vida, si es que por vida, pensó Wells, podía entenderse la de aquellos engendros mecánicos.

Tal vez una historia así funcionara como sátira, pero el problema era que Gilliam se la tomaba terriblemente en serio, otorgándole un aire de solemnidad que solo servía para agravar lo ridículo de su argumento. La posibilidad de que el año 2000 profetizado por Gilliam llegara a existir era del todo inverosímil. Por lo demás, su escritura era tan pueril como grandilocuente, los personajes estaban tristemente dibujados y los diálogos carecían de brío. Era la novela, en definitiva, de alguien que cree que cualquiera puede ser escritor. No es que amontonara palabras unas tras otras sin ninguna ambición estética, lo cual hubiese vuelto su lectura un ejercicio insípido pero a la larga digerible. Gilliam era de esa clase de lectores voraces que creían que escribir bien era algo parecido a engalanar una carroza. Ese convencimiento daba como resultado una escritura relamida, poblada de grotescos floripondios y risibles alardes verbales que se atragantaban en la garganta. Cuando alcanzó la última página Wells sentía náuseas estéticas. Aquella novela no merecía otro destino que el fuego de la chimenea; incluso, de encontrarse los viajes en el tiempo a la orden del día, sería obligado viajar al pasado y destrozarle a aquel sujeto las manos a mazazos antes de que infamara el devenir de la literatura con su engendro. Sin embargo, decirle la verdad a Gilliam Murray era un trago que no le apetecía pasar, sobre todo cuando podía lavarse las manos limitándose a entregarle la novela a su editor para que fuese el propio Henley quien la rechazara, algo que estaba convencido de que haría, y sin los remordimientos que a él pudieran acosarle.

Para cuando llegó el día de su nueva cita con Murray, Wells aún no había decidido qué hacer. Gilliam se presentó en su casa con envidiable puntualidad, empuñando su sonrisa altanera, pero Wells enseguida vislumbró bajo su cargante cortesía un poso de impaciencia mal contenida. Resultaba evidente que Gilliam ansiaba conocer su veredicto, pero tanto uno como otro debían ceñirse al protocolo. Intercambiando banalidades, Wells lo condujo a la sala y ambos ocuparon sus respectivos sillones mientras Jane servía el té. El escritor aprovechó aquel tiempo de silencio para estudiar a su inquieto invitado, que se esforzaba en apuntalar una sonrisa serena en sus labios gordezuelos. Una inesperada sensación de poder invadió entonces a Wells. Él, más que nadie, sabía la ilusión que se escondía tras la escritura de una novela, y el escaso valor que esa ilusión tenía de cara a los demás, que juzgaban su trabajo por los resultados obtenidos y no por el desvelo con el que había sido realizado. Según le parecía a él, un juicio negativo, por muy constructivo que fuese, resultaba invariablemente doloroso para un escritor. Era siempre una pedrada, sirviese para hacerlo reaccionar con la bravura del soldado herido o para hundirlo en el abismo al destrozar su frágil ego. Y ahora, abracadabra, Wells tenía en su mano los sueños de aquel desconocido. Podía destruirlos o preservarlos. En el fondo, reconoció, podía hacer lo que se le antojase, ya que la pésima calidad de la novela no era un factor determinante, pues podía dejar la decisión en manos de Henley. Se trataba de si quería usar su poder para el bien o para el mal, de si quería ver cómo reaccionaba aquel ser arrogante ante lo que no era otra cosa que la verdad o si por el contrario prefería regalarle una mentira piadosa para que siguiese pensando, al menos hasta el diagnóstico de Henley, que había escrito una obra digna.

—¿Y bien, señor Wells? —se apresuró a preguntarle Gilliam en cuanto Jane abandonó la habitación—. ¿Qué le ha parecido mi novela?

Wells casi sintió que el aire de la habitación vibraba ligeramente, como si la realidad hubiese llegado a una encrucijada, como si el universo aguardase su decisión para saber qué camino tomar, por dónde seguir discurriendo. Era como si su silencio fuese una presa, un dique que estaba conteniendo el flujo de los acontecimientos.

Y todavía hoy ignoraba por qué había tomado aquella decisión. Nada le iba realmente en ello, la había escogido como podía haber escogido la otra. Aunque una cosa sí sabía: estaba seguro de que no lo había hecho por maldad, sino por la simple curiosidad que le producía contemplar cómo aquel hombre que tenía sentado ante él encajaría un golpe tan brutal, si aceptaría sus opiniones con una educación que encubriese su dignidad herida, se desmoronaría ante él como un niño o un condenado a muerte, o se irritaría hasta el punto de abalanzarse sobre él con el propósito de estrangularlo con sus manazas, lo cual era algo que tampoco debía descartar. Fue pura experimentación con el alma de aquel pobre hombre, lo disfrazara como lo disfrazara. Un ejercicio empírico, como el del científico que ha de sacrificar al ratón en pos de un descubrimiento, y Wells quería descubrir la capacidad de reacción de aquel desconocido que, dándole a leer su manuscrito, le había otorgado un inconmensurable poder sobre él, la posibilidad de ejercer como brazo ejecutor del ruin universo que habitaban.

Una vez decidió lo que iba a hacer, se aclaró la garganta y contestó, en un tono educado, casi gélido, como si fuese indiferente al nocivo efecto que sus palabras podían causar en su visitante:

—He leído su obra con suma atención, señor Murray, y he de confesarle que no me ha resultado una lectura placentera en ningún aspecto. No he encontrado en ella nada que alabar, nada que aplaudir. Me tomo la libertad de hablarle de este modo por considerarlo un colega y juzgar que una mentira por mi parte no va a beneficiarle lo más mínimo.

A Gilliam se le borró la sonrisa de golpe y sus manazas se aferraron como garras a los brazos del sillón. Wells prestó atención a la mudanza de sus facciones mientras continuaba zahiriéndolo con extrema cortesía:

—En mi opinión, usted no solo parte de una idea bastante ingenua sino que la desarrolla con enorme mala fortuna, cercenando sus pocas posibilidades. Su obra posee una estructura caótica y errática, las escenas se encadenan de un modo deslavazado y uno acaba teniendo la impresión de que las cosas suceden porque sí, sin la menor lógica narrativa, simplemente porque a usted le conviene. Esa molesta arbitrariedad argumental, sumada a su escritura, propia de un notario aficionado a las novelas románticas de la Austen, provoca en el lector un inevitable desinterés, cuando no un profundo rechazo hacia lo que está leyendo.

En ese punto, Wells realizó una pausa para contemplar a su demudado invitado con entomológica curiosidad. Había que ser de hielo para no estallar ante semejantes comentarios, se dijo. ¿Estaba Gilliam hecho de hielo? Observó los esfuerzos de éste para vencer su aturdimiento, cómo se mordía los labios y abría y cerraba los puños, como si estuviese ordeñando unas ubres invisibles, y concluyó que pronto lo sabría.

—¿De qué está hablando? —se escandalizó al fin Murray, incorporándose en el sillón, presa de una furia súbita que le marcaba los tendones del cuello—. ¿Qué clase de lectura ha realizado de mi obra?

No, Gilliam no estaba hecho de hielo. Era puro fuego, y Wells enseguida comprendió que no iba a derrumbarse. Su visitante era de esa clase de personas tan enfermizamente orgullosas que a la larga resultaban moralmente invencibles, tan pagadas de sí mismas que se creían capaces de hacer bien cualquier cosa por el mero hecho de proponérselo, así se tratase de una casita para pájaros o de una novela adscrita a la moda del romance científico. Pero para su desgracia, Gilliam no había decidido medirse con la construcción de una caseta para gorriones. Había decidido dirigir sus esfuerzos a demostrar al mundo que poseía una imaginación fuera de lo común, que sabía barajar con soltura los vocablos hacinados en el diccionario, o que había sido bendecido con cualquiera de las características del oficio del escritor que más le atrajese, si no todas. Wells se esforzó en permanecer imperturbable mientras su invitado, casi desgañitándose por la rabia, tachaba de insensatos sus comentarios. Contemplándolo gesticular con tanto acaloramiento, empezó a arrepentirse de la opción que había tomado. Estaba claro que si continuaba en aquella misma dirección, destrozando su novela con comentarios mordaces, aquello solo podía volverse más desagradable. Pero ¿qué otra opción tenía? ¿Iba a renegar de todo lo que había dicho por la posibilidad de que aquel sujeto le arrancara la cabeza de cuajo si se dejaba ganar por la rabia?

Por suerte para Wells, Gilliam pareció tranquilizarse de repente. Tomó aire un par de veces, giró el cuello de un lado a otro y relajó las manos sobre el regazo, en un voluntarioso esfuerzo por recuperar la compostura. Su trabajosa lucha por serenarse se le antojó a Wells una suerte de parodia de la impresionante transformación que el actor Richard Mansfield había llevado a cabo en el Liceo durante la representación de la obra El doctor Jekyll y Mr. Hyde, unos años atrás. Lo dejó hacer sin importunarlo, secretamente aliviado. Gilliam parecía avergonzado por haber perdido los nervios, y el escritor comprendió que se hallaba ante un ejemplar de hombre inteligente lastrado por un temperamento visceral, por una naturaleza fogosa que lo arrastraba a aquellos arrebatos que sin duda había aprendido a gobernar a lo largo de su vida, hasta adquirir un cierto dominio del que debía sentirse orgulloso. Pero Wells había tocado donde dolía, en su vanidad, demostrándole que su autocontrol no era infalible.

—Usted tal vez haya tenido la fortuna de escribir una novela simpática, al gusto de todos —dijo Gilliam cuando logró calmarse, aunque en tono beligerante—, pero es obvio que carece de la capacidad necesaria para enjuiciar el trabajo de los demás. Me pregunto si no se deberá a la envidia. ¿Acaso teme el rey que el bufón se siente en su trono y gobierne mejor que él?

Wells sonrió para sus adentros. Tras el derroche de furia, venía la falsa serenidad y el cambio de estrategia. Acababa de rebajar su novela, tan elogiada días antes, a la categoría de obrita popular, y había buscado una causa para sus juicios que nada tuviese que ver con su nula calidad literaria, en este caso la envidia. Bueno, aquello era mejor que tener que soportar sus gritos coléricos. Se adentraban ahora en el terreno de la esgrima verbal, y eso le excitó porque era un territorio donde se hallaba especialmente cómodo. Decidió endurecer sus palabras.

—Usted es perfectamente libre de pensar lo que quiera sobre su trabajo, señor Murray —dijo con calma—. Pero imagino que si ha venido a mi casa a recabar mi opinión sobre su obra es porque me considera lo suficientemente entendido en la materia como para valorar mis apreciaciones. Lamento no haberle dicho lo que quería escuchar, pero es lo que pienso. Dudo que su novela pueda gustar a alguien por las razones que he mencionado con anterioridad, aunque en mi opinión el problema principal es lo inverosímil de su propuesta. Nadie creería el futuro que usted ha descrito.

Gilliam ladeó la cabeza, como si no hubiese oído bien.

—¿Me está diciendo que he descrito un futuro improbable? —inquirió.

—Sí, eso es exactamente lo que le estoy diciendo, y por varias razones —respondió Wells sin inmutarse—. La posibilidad de que los juguetes mecánicos, por sofisticados que sean, cobren vida es inconcebible, por no decir ridícula. Igual de inconcebible que el hecho de que durante el próximo siglo tenga lugar una guerra a escala mundial. Eso jamás ocurrirá. Por no mencionar otros detalles que usted no ha tenido en cuenta, como por ejemplo que los habitantes del año 2000 sigan alumbrándose con lámparas de aceite, cuando cualquiera puede deducir que la electricidad acabará imponiéndose en cuestión de tiempo. La fantasía también exige verosimilitud, señor Murray. Permítame que tome mi propia novela como ejemplo. Para dibujar el año 802 701, yo no he hecho otra cosa que pensar con lógica: la bifurcación de la raza humana en dos especies antagónicas, los elois, imbuidos en su negligente hedonismo, y los morlocks, los monstruosos habitantes del subsuelo, ilustran una de las posibles consecuencias que podía acarrear nuestra rígida sociedad capitalista. Del mismo modo, la posterior agonía del planeta, por descorazonadora que pueda resultar, está basada en los oscuros augurios que los astrónomos y geólogos vierten a diario en las revistas. En eso consiste la especulación, señor Murray. Nadie puede decir que mi 802 701 no es plausible. Podrá resultar distinto, evidentemente, sobre todo si con el tiempo acaban actuando factores que aún no podemos prever en nuestra época, pero nadie podrá decir que mi visión no es admisible. La suya, en cambio, se cae por su propio peso.

Gilliam Murray lo contempló en silencio durante un largo rato, hasta que finalmente dijo:

—Señor Wells, quizás tenga razón y mi novela necesite una revisión exhaustiva en lo concerniente a su escritura y a su armazón. Ha sido mi primer intento, y evidentemente no podía pretender que el resultado fuese excelente, ni siquiera aceptable. Pero lo que no puedo permitir es que usted dude de la especulación que hago del año 2000, pues entonces ya no está valorando mis dotes literarias. Está simplemente insultando mi inteligencia. Ese futuro podría ser tan real como cualquier otro, admítalo.

—Permítame que lo dude —contestó con frialdad Wells, que a esas alturas de la conversación juzgó pasado el tiempo de la piedad.

Gilliam Murray tuvo que dominar otro acceso de rabia. Se remeció en el sillón, como si sufriera una convulsión interna, pero en cuestión de segundos logró componer de nuevo una postura relajada, incluso displicente. Estudió a Wells con divertida curiosidad durante unos minutos, como si se tratase de un pintoresco espécimen de insecto que nunca hubiese visto, y dejó escapar una risotada algo estruendosa.

—¿Sabe qué nos diferencia a usted y a mí, señor Wells?

El escritor vio innecesario contestar, limitándose a encogerse de hombros.

—Nuestra perspectiva —continuó Gilliam—. Nuestra perspectiva sobre las cosas. Usted es un conformista, y yo no. Usted se conforma engañando a sus lectores con su complicidad. Escribe novelas sobre cosas que podrían pasar esperando que se las crean, pero sabiendo en todo momento que se trata de una novela y, por consiguiente, son pura ficción. Pero yo no me conformo con eso, señor Wells. Yo no. Si he dado a mi especulación forma de novela ha sido algo puramente circunstancial, porque eso no requiere más que una resma de papel y una buena muñeca. Y para serle sincero, me importa muy poco que se publique o no, pues sospecho que no me contentaría con que un puñado de lectores disfrutaran de ella, que debatieran si el futuro que yo les describo es o no plausible, ya que siempre lo considerarán una invención mía. No, yo ambiciono mucho más que ser reconocido como un escritor imaginativo. Yo aspiro a que la gente crea en mi invención sin saber que es una invención, que crea que el año 2000 será tal y como yo lo he descrito. Y le demostraré que puedo hacer que lo crean realmente, por inverosímil que usted lo considere. Y no se lo presentaré en una novela, esos trucos pueriles se los dejo a usted, señor Wells. Usted escribe sus fantasías en sus libros. Yo la escribiré en la realidad.

—¿En la realidad? —preguntó el escritor, que no terminaba de entender a qué se refería su invitado—. ¿Qué quiere decir?

—Ya se enterará señor Wells. Y cuando eso ocurra tal vez, si es usted un caballero, me busque para disculparse.

Se levantó del sillón y se estiró la chaqueta con aquellos gráciles movimientos que tanto sorprendían al mundo.

—Buenas tardes, señor Wells. Y no se olvide de mí ni del capitán Shackleton. Pronto tendrá noticias nuestras —tomó el sombrero de la mesa y se lo colocó con gesto airoso—. No es necesario que me acompañe hasta la puerta. La encontraré por mí mismo.

Su despedida fue tan brusca que Wells quedó allí, desconcertado en su sillón incapaz de levantarse aun cuando sus pasos se extinguieron y lo oyó descorrer la cancela de la entrada. Durante un largo rato permaneció sentado en la sala, cavilando sobre las palabras de Murray, hasta que se dijo que aquel ególatra no merecía uno solo de sus pensamientos. Y el hecho de que en los meses siguientes no volviera a tener noticias suyas le hizo olvidar finalmente la desagradable entrevista. Hasta el día que recibió el folleto de Viajes Temporales Murray. Entonces comprendió lo que había querido decir Gilliam con «yo la escribiré en la realidad». Y, salvo una minoría de científicos y doctores que solo podían patalear en los periódicos, toda Inglaterra se había creído su «inverosímil» invención, gracias en parte a que él mismo había fomentado la expectación por viajar al futuro con su propia novela, La máquina del tiempo, ironía que lo enojaba aún más.

Desde entonces, cada semana recibía puntualmente uno de aquellos folletos, acompañado de una invitación a formar parte de uno de los falsos viajes al año 2000. Nada le gustaría más a aquel granuja que él, el hombre que había desencadenado la fiebre de los viajes temporales, bendijera la empresa que dirigía comulgando también de su elaborada mentira, algo que Wells, por supuesto, no tenía la menor intención de hacer. Pero lo peor de todo no era eso, sino el mensaje que subyacía bajo la cortés invitación. Wells sabía que Gilliam tenía claro que él jamás iba a aceptar su ofrecimiento, lo que convertía sus invitaciones en una burla, una carcajada de papel, pero también en una amenaza, pues el hecho de que el sobre viniese siempre sin franqueo sugería que Gilliam Murray lo había depositado en su buzón por propia mano o le había encargado hacerlo a alguno de sus hombres. Aunque en el fondo daba igual, pues su intención era la misma: informar a Wells de la facilidad con la que podían rondar su casa sin ser vistos, hacerle saber que no se había olvidado de él, recordarle que lo vigilaba.

Pero lo que más enfurecía a Wells de todo aquel asunto era que, pese a lo mucho que lo deseaba, no podía delatar a Gilliam, como Tom le había sugerido. Y no podía porque Gilliam había ganado. Sí, el empresario había demostrado que su futuro era verosímil, y él debía aceptar la derrota con deportividad, en vez de arrojar las piezas del tablero con un airado manotazo. Su integridad le impedía hacer otra cosa que limitarse a cruzarse de brazos mientras Gilliam se enriquecía. Y al empresario parecía divertirle enormemente la situación, pues con aquellos folletos que aparecían en su buzón como siguiendo algún tipo de ritual no solo estaba recordándole que había ganado, sino que también estaba desafiándole a desenmascararlo.

«Yo la escribiré en la realidad», le había dicho. Y, para su incredulidad, lo había conseguido.