Habían transcurrido dos días desde el encuentro y, para su sorpresa, Tom aún seguía vivo. Nadie le había disparado en la cabeza mientras se incorporaba asustado de la cama, nadie lo había seguido por la calle, aguardando algún tumulto para hundirle en el costado una daga hambrienta, nadie había intentado arrollarlo con un carruaje o empujarlo sobre las vías al paso de un tren. De tan angustiosa calma, Tom solo podía deducir que, o bien pretendían torturarlo con aquella exasperante demora antes de darle muerte, o nadie tenía intención de hacerle pagar por lo que había hecho. Más de una vez, incapaz de soportar la tensión, había estado a punto de terminar con todo él mismo, degollándose con algún objeto afilado o arrojándose al Támesis desde un puente, siguiendo la tradición familiar. Cualquiera de esas estrategias de huida le parecía buena si le permitía escapar de aquella inquietud que de noche se filtraba en sus sueños, tornándolos en unas pesadillas en las que Salomón recorría las calles londinenses con sus andares de insecto, abriéndose paso entre la multitud que atestaba las aceras con sus abrigos y sombreros, y escalaba las escaleras de la pensión a duras penas, rumbo a su habitación. Tom despertaba cuando el autómata derrumbaba la puerta del cuarto, y durante unos minutos de confusión, creía que él era realmente el bravo capitán Shackleton, que había escapado del año 2000 para esconderse en 1896. Nada podía hacer él para ahuyentar aquellos sueños. Pero si a lo largo de la noche estaba a merced de sus miedos, durante el día podía vencerlos. Manteniendo la cabeza fría, había logrado tranquilizarse e incluso prepararse para aceptar su destino con una calma resignada. No iba a quitarse la vida por su propia mano. Era mucho más digno morir mirando a los ojos a sus verdugos, ya fuesen de carne y hueso o de hierro forjado.
Ante el convencimiento de que pronto moriría, no le había parecido necesario acudir al muelle a buscar trabajo, ya que podía morir de igual forma con los bolsillos vacíos. Se limitaba pues a entretener el día paseando por Londres, yendo de aquí para allá sin rumbo fijo, como una hoja arrastrada por el viento. De vez en cuando, se tumbaba en la hierba de algún parque que le salía al paso, como un holgazán o un borracho, Y repasaba los detalles del encuentro con la muchacha sus caricias enardecidas sus besos embriagadores, su entrega sincera y apasionada. Entonces volvía a decirse que había merecido la pena, y que no pensaba oponer resistencia a quien viniera a arrancarle la vida, a cobrarle aquel momento de felicidad, porque una parte de él no podía evitar considerar aquella bala que no terminaba de llegar como el justo castigo por su mezquino comportamiento.
Al tercer día sus pasos lo condujeron a la colina de Harrow, el lugar donde solía acudir en busca de tranquilidad. No se le ocurrió un sitio más adecuado que aquél para esperar a sus verdugos, mientras intentaba otorgar coherencia a la deslavazada ristra de episodios que componían su vida, tratar de darle un sentido aunque solo fuera para engañarse a sí mismo. Una vez allí, se sentó a la sombra del roble y aspiró una profunda bocanada de aire mientras contemplaba la ciudad con una mirada desapasionada. Vista desde la colina, la capital del Imperio siempre se le antojaba decepcionante, una siniestra barcaza, tocada por una arboladura de afilados campanarios y chimeneas de fábricas aún humeantes. Expulsó el aire con lentitud, intentando no pensar en el hambre que sentía. Confiaba en que lo mataran hoy, o tendría que robar algo de comer antes de que llegara la noche para calmar las protestas de su estómago. ¿Dónde estaban los matones de Murray?, se preguntó por enésima vez. Estuviesen donde estuviesen desde su atalaya los vería llegar. Y les daría la bienvenida con su mejor sonrisa, abriéndose la camisa y señalándose el corazón con el dedo, poniéndoselo lo más fácil posible. «Adelante, matadme», les diría, «y hacedlo sin miedo, que luego yo no os mataré a vosotros. No soy ningún héroe. Solo soy Tom, el pobre y despreciable Tom Blunt. Luego podéis enterrarme aquí, junto a mi amigo John Peachey, otro pobre diablo como yo».
Fue entonces cuando, al mirar hacia la lápida, sus ojos repararon en la carta que se hallaba junto a ella, bajo una piedra. Durante unos segundos, creyó que su imaginación le estaba jugando una mala pasada. La tomó con curiosidad, y comprobó, con la extraña sensación de estar reproduciendo un sueño, que la carta iba dirigida al capitán Derek Shackleton. Sostuvo la carta unos segundos en la mano, sin saber qué hacer, pero solo podía hacer una cosa, naturalmente. Se sintió sucio al abrirla, como si estuviese leyendo el correo de otra persona. Al desplegar la cuartilla tropezó con la letra menuda y elegante de Claire Haggerty. Comenzó a leerla despacio, intentando recordar lo que significaba cada letra, declamándola en voz alta, como si quisiera ilustrar a las ardillas sobre las cuitas de los hombres. La carta decía así:
Claire Haggerty al capitán Derek Shackleton.
Mi querido Derek:
He tenido que empezar esta carta al menos una decena de veces para comprender que solo existe un modo posible de comenzarla y no es otro que sortear el preámbulo de las explicaciones y empezar directamente diciéndote lo que me dicta mi corazón: te amo, Derek. Te amo como nunca he amado a nadie. Te amo ahora y te amaré siempre. Y mi amor por ti es lo único que me alienta ahora.
Puedo imaginar tu cara de sorpresa al leer estas palabras de una desconocida, porque te aseguro que me resulta muy familiar. Pero es cierto amor mío te amo. O más exactamente nos amamos, porque aunque eso te parezca todavía más extraño porque ni siquiera sabes quién soy, tú también me amas, o me amarás en cuestión de horas, tal vez de solo unos pocos minutos. Por mucho que te resistas, por mucho que te asombre todo esto, me amarás. Sencillamente no tienes alternativa. Me amarás porque ya me amas.
Me tomo la libertad de dirigirme a ti tan afectuosamente por lo que hemos compartido, porque has de saber que mi piel aún conserva la tibieza de tus dedos, que mis labios saben a ti, que todavía te siento dentro. Y pese a mis temores iniciales, pese a mis reservas de niña idiota, ahora me inunda el amor que profetizaste, o quizás se trate de un amor todavía mayor, un amor tan grande que nada podrá con él.
Sacude la cabeza todo lo que quieras intentando comprender estas palabras delirantes, pero la explicación es muy sencilla. Todo se reduce a esto: lo que aún no ha ocurrido para ti, ya ha pasado para mí. Ésta es una de las curiosas situaciones que entrañan los viajes en el tiempo, el ir y venir a través de los años. Tú sabes de eso, ¿verdad?, pues si no me equivoco acabas de encontrar esta carta junto a un enorme roble al emerger de un agujero en el tiempo, por lo que no te supondrá demasiado esfuerzo otorgar credibilidad a todo lo que te estoy diciendo. Sí, sé dónde aparecerás y lo que has venido a hacer a mi época, y el que sepa todo eso solo puede significar una cosa: que digo la verdad, que no soy ninguna farsante. Confía en mí, pues, sin reservas. Y confía en mí sobre todo cuando te digo que nos amamos. Empieza a amarme ya, y responde a esta carta con el mismo sentimiento, por favor. Escríbeme y deja tu carta en tu siguiente viaje junto a la lápida de John Peachey: ésa será nuestra forma de comunicarnos a partir de ahora, amor mío, porque todavía cruzaremos seis cartas más. ¿Arqueas las cejas? No te culpo, pero no hago más que repetir lo que tú mismo me dijiste ayer. Hazlo, escríbeme, amor mío, escríbeme, que tus cartas son lo único que me queda de ti.
Sí, ésa es la mala noticia: ya no volveré a verte más, Derek, y por ello debo alimentarme de tus cartas. Te lo diré sin mayores rodeos, el amor que vamos a profesarnos surge de un solo encuentro, pues solo nos veremos una vez. Bueno, en realidad dos veces, pero la primera vez —o la última, si seguimos la cronología que nuestro amor va a desbaratar— apenas serán unos minutos. El segundo encuentro, el que acontecerá en mi época, será más largo e importante, porque en ese encuentro se encenderá el fuego en el que nuestras almas arderán por siempre, un fuego que estas cartas han de mantener vivo para mí y encender para ti. Pero si hacemos caso a la cronología, yo ya no te veré más. Tú a mí, en cambio, aún tienes que conocerme, pese a que nos hemos amado hace apenas unas horas. Ahora entiendo la excitación que te embargaba durante nuestra cita de ayer en el salón de té: yo misma te la provoqué con estas palabras.
Nos conoceremos exactamente el día 20 de mayo del año 2000, aunque los detalles de ese primer encuentro te los daré en la última de las cartas. Ese encuentro será el comienzo de todo esto, a pesar de que ahora que pienso en ello, comprendo que eso tampoco es cierto, pues tú ya me conocerás por mis cartas. ¿Dónde empieza nuestra historia de amor, entonces? ¿Empieza aquí, con esta carta? No, tampoco es éste el principio. Estamos atrapados en un círculo, Derek, ¿y quién puede señalar dónde comienza un círculo? Solo podemos continuar hasta completarlo, como yo estoy haciendo ahora tratando de que no me tiemble el pulso. Ésa es mi parte, lo único que debo hacer, porque ya sé lo que tú has hecho: sé que contestarás a esta carta, sé que te enamorarás de mí, sé que me buscarás cuando llegue el momento. Solo los detalles me sorprenderán.
E imagino que no puedo sino terminar esta carta diciéndote cómo soy, cómo pienso y cómo veo el mundo, ya que en nuestra cita en el salón de té, cuando te pregunté que cómo era posible que me amaras si no me conocías tú me aseguraste que me conocías más de lo que yo podía suponer. Y me conocías, por supuesto, por mis cartas, así que empecemos: nací el 14 de marzo de 1875, en el West End de Londres. Soy delgada, de estatura media tengo los ojos azules y mi cabello que suelo llevar suelto sobre los hombros, en contra de la costumbre, es de color negro. Perdona que sea tan escueta en esta parte, pero describirme físicamente se me antoja un indecoroso ejercicio de vanidad. Además, prefiero que conozcas las interioridades de mi alma. Tengo dos hermanas, Rebecca y Evelyn, ambas mayores que yo. Las dos están casadas y viven en Chelsea, y es comparándome con ellas como mejor puedo explicarte cómo soy. Desde siempre me he sentido diferente. Al contrario que ellas, yo no he sabido adaptarme a la época que me ha tocado vivir. Mi época me aburre soberanamente, Derek. ¿Cómo explicártelo? Me siento como si asistiera a una comedia teatral que todos celebraran con risas mientras yo permanezco impermeable a las presuntamente divertidas ocurrencias de los personajes. Y esa insatisfacción me ha convertido en una muchacha problemática, alguien a quien es mejor no invitar a las fiestas y mantener vigilada durante las veladas familiares, pues más de una vez he arruinado alguna arremetiendo contra las absurdas normas que regulan el comportamiento de la sociedad en la que vivo, para estupor de los invitados.
Otra de las cosas que me hace sentir distinta a las demás jovencitas que conozco es mi escaso interés en casarme. Me disgusta terriblemente el papel que la mujer está destinada a ocupar dentro del matrimonio, y para el que mi madre se empeña en educarme. Nada me parece más pernicioso para mi espíritu libre que convertirme en la ecuánime gobernanta de una familia, cuyos días se me irían inculcando a mis hijos los valores morales que a mí me han transmitido y supervisando las tareas de los criados, mientras mi esposo se bate en el mundo laboral, ese peligroso escenario del que las mujeres, unánimemente juzgadas criaturas sensibles y frágiles, hemos sido suavemente apartadas. Como puedes ver, soy independiente y aventurera, pero también, por raro que te resulte, nada enamoradiza. Si te soy sincera, jamás pensé que pudiera enamorarme de alguien como me he enamorado de ti. Lo cierto es que empezaba a considerarme como una de esas botellas que acumulan polvo en la bodega, esperando ser descorchadas en una ocasión especial que nunca llega. Pero supongo que es gracias a mi carácter por lo que todo esto está sucediendo.
Pasado mañana volveré aquí para recoger tu carta, amor mío, tal y como me dijiste. Ansío saber de ti, leer tus palabras de amor, saber que te tengo aunque nos separe un océano de tiempo.
Tuya para siempre,
C.
Pese a los esfuerzos que le suponía el acto de la lectura, Tom leyó la carta de Claire tres veces, con el gesto de asombro que la muchacha había vaticinado, aunque por motivos bien distintos, naturalmente. Cuando concluyó la última lectura, la guardó cuidadosamente en el sobre y se recostó contra el árbol, intentando ordenar el revuelo de sensaciones que aquellas cuartillas habían desencadenado en su interior. ¡La muchacha se lo había creído todo! ¡Y había venido hasta allí para dejarle una carta! Cuando para él ya todo había acabado, comprendió, para ella no había hecho más que empezar. Ahora se daba cuenta de cuán lejos había ido aquello. Había jugado con la muchacha sin pararse a pensar en las consecuencias que eso podía tener, pero ahora «conocía» las consecuencias. Sí, aunque no era su propósito original, aquella carta le informaba de los efectos que su travesura había tenido sobre su víctima, algo que hubiera preferido seguir ignorando. Claire no solo había creído su mentira hasta el punto de llevar a cabo obedientemente el siguiente paso del ritual, sino que el encuentro de sus cuerpos había sido el soplo de aire que su balbuceante amor necesitaba para acabar prendiendo, hasta adquirir, al parecer, hechuras de incendio incontrolable. Ahora ese fuego la abrasaba, y Tom se maravilló no solo de que todo aquel amor hubiese brotado de una breve cita, sino también de que la muchacha estuviese dispuesta a consagrar su vida a conservarlo encendido, como quien vigila una hoguera en un bosque para mantener a raya a los lobos. Pero lo que más lo asombraba era que Claire iba a hacer todo eso por él, porque lo amaba. Nadie le había profesado nunca un amor así, se dijo, desconcertado, porque ya no le importaba que el destinatario de aquel sentimiento fuese el capitán Shackleton: quien había yacido con ella, quien la había desnudado con reverencia, quien la había tomado con dulzura, había sido él, Tom Blunt. Shackleton solo era una representación, una idea, pero lo que en última instancia había enamorado a Claire había sido su modo de encarnarlo. ¿Y qué sentía él?, se preguntó. ¿Acaso el hecho de recibir un amor tan incondicional y apasionado debía hacer brotar de su corazón un sentimiento similar, como surgía su reflejo al asomarse a un estanque? No sabía qué responder a esa pregunta. Por otro lado, tampoco merecía la pena hacer demasiadas cábalas al respecto, dado que lo más probable es que lo asesinaran a lo largo del día.
Contempló de nuevo la carta que tenía en sus manos. ¿Qué se suponía que debía hacer con ella? Súbitamente, comprendió que solo podía hacer una cosa: tenía que responderla, no porque quisiera aceptar el papel de enamorado que le correspondía en aquella historia que él mismo había desencadenado sin quererlo, sino porque la muchacha le había insinuado que no podría vivir sin sus cartas. Tom se la imaginó acudiendo allí en su carruaje, subiendo la pequeña colina, y no encontrando ninguna carta del capitán Shackleton respondiendo a la suya. Estaba seguro de que Claire no podría asimilar aquel brusco revés en la trama, aquel inesperado y misterioso silencio. Tras un par de semanas acudiendo allí y volviendo de vacío, no le costaba imaginarla quitándose la vida con el mismo arrebato con que había decidido amarlo, tal vez hundiéndose una afilada daga en el corazón o ingiriendo un frasco entero de láudano. Y Tom no podía permitir que eso ocurriese. Lo quisiera o no, su juego lo había convertido en responsable de la vida de Claire Haggerty. Tenía que responder a su carta. No tenía otra alternativa.
De regreso a Londres, al descubrirse caminando campo a través en vez de haciéndolo por la carretera, y deteniéndose y tensando los músculos ante el menor ruido, comprendió que algo había cambiado: ya no quería morir. No, ya no quería. Y no porque de pronto apreciara su vida como nunca antes lo había hecho, sino porque debía responder a la carta de la muchacha. Debía mantenerse con vida para mantener con vida a Claire.
Una vez en la ciudad, robó papel de carta en una librería y, tras asegurarse de que ni le seguían ni había matones de Gilliam apostados alrededor de la pensión, se refugió en su cuartucho de Buckeridge Street. Todo parecía estar en calma. De la calle trepaban hasta su ventana los sonidos habituales de la tarde, una partitura en la que no parecía haber ninguna nota discordante. Colocó entonces la silla ante la cama, a modo de improvisado escritorio, desplegó sobre el asiento el papel, el tintero y la pluma que había robado, y suspiró hondo. Tras media hora debatiéndose sobre la cuartilla lleno de frustración, al fin descubrió que escribir no era tan fácil como imaginaba. Escribir era aún más trabajoso que leer, muchísimo más. Para su sorpresa, comprobó que le resultaba imposible plasmar en el papel las ideas que tenía en la cabeza. Sabía lo que quería decir, pero cada vez que iniciaba una frase no podía evitar que ésta se le fuese a la deriva, alejándose cada vez más de la idea que pretendía aprehender. Todavía recordaba los rudimentos de la escritura que Megan le había enseñado, pero desconocía la gramática necesaria para redactar correctamente Y sobre todo ignoraba cómo debía hacer para exponer sus ideas con la misma claridad que la muchacha. Contempló el indescifrable revoltijo de letras y tachones que mancillaba el blanco del papel, en el que lo único que tenía algún sentido era el «Querida Claire» con el que había encabezado tan alegremente el escrito. Lo que ahora tenía ante sí no era otra cosa que la conmovedora muestra de un semianalfabeto que intenta escribir su primera carta. Arrugó la cuartilla, rindiéndose a lo evidente. Si Claire recibía una carta así acabaría quitándose la vida igualmente, incapaz de entender por qué el salvador de la humanidad escribía como un chimpancé.
Aunque lo quisiera, no podía responderle. ¡Pero la mujer necesitaba encontrar una carta junto al roble dentro de dos días, o acabaría quitándose la vida! Se recostó en la cama, intentando pensar. Necesitaba ayuda, era evidente. Necesitaba a alguien que escribiese la carta por él. Pero ¿quién? No conocía a nadie que supiese escribir. Y no bastaba con alguien cualquiera, como por ejemplo un maestro de escuela, al que pudiera obligar a escribirla amenazándolo con partirle los dedos si no lo hacía. La persona escogida no solo debía saber expresarse correctamente sobre el papel, también tenía que tener la suficiente imaginación como para participar con gracia en aquella charada, y por si eso fuera poco, igualmente debía ser capaz de responder a la muchacha en el mismo tono apasionado que ella había empleado. ¿A quién podía recurrir que reuniera todos esos requisitos?
De repente, lo supo. Se levantó de un salto, apartó la silla y abrió el último cajón de la cómoda. Allí, como un pez boqueante fuera del agua, estaba la novela. La había adquirido cuando comenzó a trabajar para Murray, porque su jefe le dijo que gracias a aquel libro su negocio había sido el éxito que era. Y Tom, que jamás había leído una novela, no había dudado en comprarla. El acto de leerla, sin embargo, le había resultado enormemente trabajoso, y no había logrado rebasar la tercera página, pero la había guardado sin querer revenderla porque de algún modo intuía que a aquel escritor le debía lo que era ahora. Abrió la solapa y estudió su retrato. La nota decía que vivía en Woking, en el condado de Surrey. Sí, si alguien podía ayudarlo era sin duda el sujeto de la fotografía, aquel joven con cara de pájaro llamado H. G. Wells.
Sin dinero para alquilar un carruaje, y sin demasiadas ganas de enfrentar el riesgo que le supondría esconderse en algún tren que partiera hacia Surrey, Tom concluyó que no tenía otra forma de llegar a la casa del escritor más que usando sus piernas. El trayecto hasta Woking, que en coche debía de durar unas tres horas aproximadamente, triplicaría su duración si lo recorría a pie, por lo que, si se ponía en camino en ese instante, alcanzaría su destino durante la madrugada, una hora poco adecuada para presentarse en casa de alguien sin ser anunciado, salvo que se tratara de una urgencia, como era el caso. Se guardó la carta de Claire en el bolsillo, se encasquetó la gorra y abandonó la pensión en dirección a Woking sin pensárselo dos veces. No tenía otra opción, y la caminata no lo amedrentaba en absoluto. Sabía que contaba con buenas piernas y la paciencia suficiente como para llevar a cabo aquella titánica excursión sin desfallecer en ningún momento.
Durante el largo camino a la casa del escritor, mientras contemplaba cómo la noche caía perezosamente sobre los campos, y echaba regulares miradas a su espalda para cerciorarse de que no lo seguían ni los matones de Murray ni tampoco Salomón, Tom Blunt barajó distintos modos de presentarse ante Wells. El que finalmente le pareció más acertado era también el que sonaba más ridículo: anunciarse como el capitán Derek Shackleton. Estaba seguro de que el salvador de la humanidad sería mucho mejor recibido que el infeliz Tom Blunt, fuese la hora que fuese, y nada le impedía hacerse pasar por él fuera del escenario, como ya había hecho con notable éxito ante Claire. De ese modo, fingiéndose Shackleton, incluso podía contarle al escritor la misma historia que había inventado para la muchacha, y decirle que había encontrado su carta al salir del agujero temporal en su primera visita a aquella época. ¿Cómo no iba a tragarse eso el tal Wells, si precisamente había escrito una novela sobre los viajes en el tiempo? Aunque para que su mentira resultara creíble, tendría que inventar también una buena excusa con la que justificar por qué no podía escribir la carta él mismo o alguna otra persona del futuro, quizás arguyendo que en el año 2000 ya nadie escribía cartas porque esas tareas recaían desde mucho antes de la guerra en los autómatas escribientes, de modo que el hombre de su tiempo había perdido la práctica de la escritura. Fuera como fuere, presentarse como elcapitán Shackleton se le antojó la mejor estrategia: era preferible que el célebre héroe del futuro le pidiera ayuda para salvar la vida de su amada, dado que él salvaría el planeta de los autómatas cuando le llegara el turno, a que un pelagatos viniera a interrumpir el sueño del famoso escritor para rogarle que lo sacara del embrollo en el que lo habían metido sus ansias de sexo.
Cuando llegó a Woking ya estaba muy avanzada la madrugada, y el lugar reposaba en una idílica calma. Hacía una noche fresca pero hermosa. Le llevó casi una hora leer los buzones hasta dar con el que ostentaba el apellido Wells. Se encontró entonces ante una casa de tres plantas cercada por un una valla no demasiado alta, que permanecía con todas las luces apagadas. Tras contemplar el hogar del escritor durante unos minutos, Tom tomó una bocanada de aire y franqueó su cancela. No tenía sentido retrasar más el momento.
Cruzó el jardincito con pasos reverentes, como si se aventurara en una capilla, subió los peldaños que se hallaban ante la puerta y se dispuso a llamar, pero su mano se detuvo antes de tirar de la campanilla. El trote de un caballo profanando el silencio nocturno lo sobresaltó. Se volvió lentamente al oír cómo se acercaba, y casi al instante, lo contempló detenerse ante la casa del escritor. Sintiendo un escalofrío, observó cómo el jinete, apenas una silueta oscura, desmontaba y abría la cancela. ¿Era uno de los matones de Murray? El individuo respondió a sus preguntas con un gesto expeditivo que no dejó lugar a dudas: sacó una pistola del bolsillo y lo apuntó al pecho. Inmediatamente, Tom se arrojó hacia un lado, rodando por el jardín hasta sumergirse en la oscuridad. De soslayo observó cómo el desconocido intentaba seguir su inesperado movimiento con el arma, pero Tom no tenía intención de ofrecerle un blanco fácil. Se levantó lo más rápido que pudo, alcanzó la valla en un par de zancadas y la escaló con agilidad. Estaba convencido de que en cualquier momento sentiría el picotazo caliente de una bala perforándole la espalda, pero eso no llegó a suceder. Al parecer, se estaba moviendo más rápido de lo que él mismo creía. Saltó a la calle y corrió todo lo que pudo, saliendo al campo. No dejó de hacerlo durante al menos cinco minutos. Solo entonces se detuvo, resoplante, y se permitió una mirada atrás para comprobar si el matón de Gilliam lo seguía, pero no distinguió nada en la espesa oscuridad que envolvía el mundo. Había logrado despistarlo y, al menos por el momento, podía considerarse a salvo, pues dudaba mucho de que su verdugo se molestara en buscarlo en aquella negrura tan compacta. Probablemente se volvería a Londres a informar a Murray. Más sereno, Tom se acomodo tras unos arbustos y se dispuso a pasar la noche allí. Al amanecer se cercioraría de que el matón, efectivamente, había desaparecido, y volvería a la casa del escritor a solicitar su ayuda, tal y como tenía previsto.