Cuando llegó al salón de té, Claire ya se hallaba allí, ocupando una de las mesitas del fondo, junto a un ventanal que escanciaba la luz de la tarde sobre su cabello. Tom la examinó con delectación desde la entrada del local, regodeándose en la certidumbre de que aquella hermosa muchacha lo esperaba a él. Nuevamente se dejó conmover por la fragilidad de su porte, que tan deliciosamente contrastaba con la energía de sus ademanes y la avidez de su mirada, y sintió en su interior, en esa tierra baldía donde creía que nada volvería a germinar, una suerte de borboteo placentero, el anuncio de que no estaba del todo muerto por dentro, que aún podía albergar emociones. Apretó la sombrilla en su mano sudada y caminó entre las mesas en su dirección, decidido a hacer todo lo posible para que esa tarde concluyera con aquel cuerpo entre sus brazos.
—Perdone, caballero —le abordó una joven que en aquel momento salía del local—, ¿podría decirme dónde ha adquirido esas botas?
Desconcertado, Tom siguió la vista de la mujer hasta sus pies, y casi se sorprendió al encontrarlos envueltos en las exóticas botas del capitán Shackleton. Observó a la muchacha, sin saber qué decir.
—En París —respondió.
Su respuesta pareció satisfacer a la mujer, que sonrió, asintiendo con la cabeza, como si aquel calzado no pudiese venir de otro sitio que de la cuna de la moda. Le agradeció la información con una amable sonrisa, y salió del local. Tom sacudió la cabeza y, aclarándose la garganta como si fuese un barítono a punto de salir al escenario, terminó de cruzar el salón en dirección hacia Claire que, abstraída en la ventana, aún no había reparado en su presencia.
—Buenas tardes, señorita Haggerty —la saludó.
Claire sonrió al verlo.
—Creo que esto es suyo —dijo, tendiéndole la sombrilla como si se tratase de un ramo de rosas.
—Oh, gracias capitán —respondió la muchacha—, pero siéntese, siéntese.
Tom ocupó la otra silla libre del velador, mientras Claire estudiaba con un ligero desconcierto el penoso estado de la sombrilla. Tras la rápida valoración, Claire la depositó a un lado de la mesa, como si el objeto ya hubiese cumplido su función en la trama, y pasó a examinar a Tom con ese extraño anhelo en los ojos que él había percibido desde el primer encuentro, y que le había halagado a pesar de saber que quien lo motivaba no era él, sino el personaje que encarnaba.
—Debo decirle, capitán, que su disfraz es extraordinario —reconoció la muchacha tras la inspección—. Parece un pelagatos del East End.
—Eh, sí, gracias —balbució Tom, forzando una amable sonrisa para disimular el desaire que le habían supuesto sus palabras.
¿De qué se sorprendía, en realidad? El comentario no hacía sino confirmar sus sospechas: si podía disfrutar de una tarde en compañía de aquella arrogante muchachita era precisamente porque ella creía que él era un intrépido héroe del futuro. Y era precisamente ese malentendido el que iba a permitirle darle una lección, obteniendo de ella lo que en otras circunstancias jamás podría conseguir. Ocultó el regocijo que la idea le producía paseando una mirada por el local, en la que aprovechó para tratar de identificar algún posible espía de Gilliam entre la ruidosa clientela, pero no encontró a nadie que le pareciese sospechoso.
—Cualquier precaución es poca —señaló, volviéndose de nuevo hacia Claire—. Como le dije, he de evitar llamar la atención, lo cual no lograría con mi armadura de combate. Por eso mismo le rogaría también que no me llamase capitán.
—De acuerdo —dijo la muchacha, para a continuación exclamar, doblegada por la excitación de disfrutar de un secreto que solo ella conocía—: ¡No puedo creer que sea usted el capitán Derek Shackleton!
Sobresaltado, Tom le suplicó silencio.
—Oh, perdone —se disculpó ella, azorada—, es que estoy muy nerviosa. Todavía no puedo creer que esté tomando el té con el mismísimo salvador de…
Por fortuna, la muchacha interrumpió la frase al ver acercarse al camarero. Pidieron dos tazas de té y un surtido de pastas y bollos. Cuando el camarero se marchó a atender su pedido, ambos se miraron en silencio durante unos segundos, sonriéndose tontamente. Tom observó los intentos de la muchacha por tranquilizarse y recuperar la compostura, mientras pensaba en el modo de conducir la conversación hacia un terreno más íntimo que favoreciese sus planes. Había escogido aquel salón de té porque al otro lado de la calle había una pensión modesta pero de aspecto pulcro, que se le había antojado el perfecto escenario para el encuentro de sus cuerpos. Ahora se trataba de emplear toda su capacidad de seducción, si es que la tenía, para intentar conducirla hasta allí, aunque aquello no iba a resultar una empresa fácil: era evidente que una dama como Claire, que probablemente aún conservaba su virtud intacta, no accedería a yacer con un desconocido de buenas a primeras, por muy convencida que estuviese de que él era el capitán Shackleton.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —inquirió entonces Claire, ajena a sus cavilaciones—. ¿Se ha subido al Cronotilus sin que nadie lo viese?
Tom tuvo que contener una mueca de fastidio ante la pregunta: lo que menos le apetecía ahora, mientras intentaba inventar una patraña consistente que le permitiera disfrutar de los encantos de la muchacha, era tener que ocuparse en dar coherencia a su mentira anterior, pero no podía decirle que había viajado en el tiempo para devolverle su sombrilla y pretender que ella lo aceptase como la cosa más normal del mundo, como si la gente fuese y viniese entre los siglos haciendo insulsos recados. Por suerte, la oportuna llegada del camarero con su pedido le ofreció unos segundos para poder urdir una respuesta que satisficiera a la mujer.
—¿El Cronotilus? —preguntó, fingiendo que desconocía la existencia del tranvía temporal, ya que si lo hubiese usado para viajar hasta aquella época no tendría otro modo de volver al futuro más que aguardando una nueva expedición al año 2000, para la que aún faltaba casi un mes, y eso significaría que aquella cita no tenía por qué ser la última.
—Es el vehículo de vapor en el que viajamos a su época, atravesando un lugar horrible llamado la cuarta dimensión —le explicó Claire, para añadir a continuación, tras unos segundos de reflexión—: Pero, si no ha viajado en el Cronotilus, entonces, ¿cómo lo ha hecho? ¿Acaso existe otro modo de viajar en el tiempo?
—Por supuesto que existe otro modo, señorita Haggerty —afirmó Tom con seguridad, sospechando que si la muchacha se había tragado la mentira de Gilliam, es decir, si daba por ciertos los viajes temporales, probablemente también se creería cualquier otro modo de desplazarse en el tiempo que a él se le ocurriese—. Nuestros científicos han inventado una máquina para viajar en el tiempo instantáneamente, sin necesidad de usar ninguna engorrosa ruta a través de la cuarta dimensión.
—¿Y esa máquina puede viajar a cualquier época? —quiso saber la muchacha, maravillada.
—A cualquiera, a cualquiera —respondió Tom, fingiendo no darle importancia al hecho, como sí estuviese harto de viajar a través de los siglos y la creación y destrucción de las civilizaciones lo aburriesen soberanamente.
Tomó una pasta y la mordió con deleite, dándole a entender que pese a todo lo que había visto le seguían sorprendiendo los pequeños placeres de la vida, como la repostería británica.
—¿La ha traído consigo? —inquirió entonces Claire—. ¿Me la enseñará?
—¿Enseñarle qué?
—La máquina con la que ha viajado a mi época.
Tom estuvo a punto de atragantarse con la pasta.
—No, no —se apresuró a aclararle—, eso es imposible, absolutamente imposible.
Ella ensayó un mohín de decepción, y se acorazó cerrando sus brazos sobre el pecho, en una actitud un tanto infantil que lo tomó desprevenido.
—No puedo mostrársela porque… no es algo que pueda verse —improvisó, intentando deshacer su enfado antes de que cristalizara.
—¿No puede verse? —preguntó la muchacha, recelosa.
—Me refiero a que no es ninguna especie de carruaje; alado que se desplace por el tiempo —explicó.
—¿Entonces qué es?
Tom contuvo un suspiro de desesperación. Sí, ¿entonces qué era? ¿Y por qué no podía mostrársela?
—Es un artefacto que no viaja físicamente en la corriente temporal, sino que permanece enclavado en el futuro. Desde allí, eh… abre agujeros por los que podemos viajar a otras épocas. Es como una máquina perforadora, pero que en vez de horadar la roca… cava túneles en el tejido del tiempo. Por eso no se la puedo mostrar, aunque nada me gustaría más.
La muchacha guardó silencio.
—Una máquina que abre agujeros en el tejido del tiempo… —murmuró al fin, cautivada por la idea—. ¿Y usted ha cruzado uno de esos túneles para aparecer en el día de hoy?
—Así es —contestó Tom sin demasiada convicción.
—¿Y cómo hará para regresar al futuro?
—Volviendo a introducirme en el agujero.
—¿Quiere decir que, en este instante, en algún sitio de Londres hay un túnel al año 2000?
Tom dio un sorbo de té antes de contestar. Empezaba a cansarle aquella conversación.
—Abrirlo en la ciudad llamaría demasiado la atención, como comprenderá —dijo con prudencia—. El túnel se abre siempre en las afueras, en la colina de Harrow, una pequeña loma coronada por un viejo roble y rodeada de lápidas. Pero la máquina no puede mantenerlo demasiado tiempo abierto. Dentro de unas horas se cerrará, y yo tendré que atravesarlo antes de que eso suceda.
Añadió eso último fingiendo pesadumbre, con la esperanza de que, ante la falta de tiempo, la muchacha decidiera dar por finalizado el suplicio de las preguntas.
—Quizás le parezca un atrevimiento por mi parte, capitán —le oyó decir tras unos segundos de reflexión—, pero ¿podría llevarme con usted al año 2000?
—Me temo que no, señorita Haggerty —suspiró Tom.
—¿Por qué? Le prometo que…
—Porque no puedo ir trasladando a gente de aquí para allá.
—Pero, qué sentido tiene inventar una máquina del tiempo si no se utiliza para…
—¡Porque se inventó con un fin distinto! —la interrumpió Tom, harto de que ella no fuese capaz de olvidarse del asunto. ¿Tanto interés tenía en los viajes temporales?
Al instante se arrepintió de su brusquedad, pero el daño ya estaba hecho. Ella lo miró, sorprendida por el tono airado que había empleado.
—¿Y cuál es ese fin, si puede saberse? —contraatacó, usando el mismo deje enojado.
Tom suspiró, se reclinó en la silla y observó a la muchacha luchando por dominar su creciente irritación. No tenía sentido continuar con aquello. Tal y como se estaba desarrollando la conversación no conseguiría arrastrarla a la pensión, tendría suerte si ella no terminaba plantándolo allí mismo, harta de sus vagas respuestas. ¿Qué esperaba? Él no era Gilliam Murray. Él solo era un pobre diablo sin imaginación. El disfraz de viajero del tiempo le quedaba grande. Era mejor rendirse, olvidarse de todo, despedirse de ella cortésmente mientras todavía estaba a tiempo, y continuar con su miserable vida de pelagatos, en caso de que los matones de Murray no tuviesen una idea mejor.
—Señorita Haggerty —comenzó, decidido a concluir la cita de un modo educado, alegando cualquier pretexto, cuando ella colocó su mano sobre la suya.
Sorprendido por el gesto, Tom olvidó lo que iba a decir. Contempló la fina mano de ella, dócilmente posada sobre la suya, ambas abandonadas entre las tazas de té, como si se tratase de una escultura cuyo significado no alcanzaba a comprender. Al alzar la vista, tropezó con una mirada de extrema dulzura.
—Siento haberle incomodado con preguntas que quizás no esté autorizado a responder, capitán —se disculpó la muchacha, inclinándose adorablemente sobre la mesa—. Ha sido una manera muy descortés por mi parte de agradecerle que haya recuperado mi sombrilla. De todos modos, no necesita decirme con qué objetivo se fabricó la máquina. Es algo que ya sé.
—¿De verás? —preguntó Tom, incrédulo.
—Sí —aseguró, tejiendo una sonrisa encantadoramente engreída.
—¿Y podría decirme cuál es ese propósito?
Claire miró a un lado y a otro, y contestó, bajando la voz:
—Matar al señor Ferguson.
Tom alzó las cejas. ¿El señor Ferguson? ¿Quién diablos era el señor Ferguson? ¿Y por qué había que matarlo?
—No disimule, capitán —rió Claire—. Le aseguro que no es necesario. Conmigo no.
Tom se unió con placer a su risa, aprovechando para liberarse de la tensión del interrogatorio ensayando unas cuantas carcajadas. No tenía ni idea de quien era el tal Ferguson, pero intuía que su mejor estrategia era fingir que sabía de sobra quién era, que sabía hasta el número de zapato que calzaba o la loción que empleaba al afeitarse. Y rezar porque ella no le preguntase nada sobre él.
—No puedo ocultarle nada señorita Haggerty —la halagó—. Es usted demasiado inteligente.
Claire dibujó un mohín de satisfacción.
—Gracias, capitán. Pero no es difícil deducir que sus científicos fabricaron la máquina con el propósito de viajar a esta época en concreto y matar al inventor de los autómatas antes de que los creara, evitando así todo lo posterior, la destrucción de Londres y las muertes de tantas personas.
¿Viajar al pasado para cambiarlo? ¿Podría hacerse tal cosa?, se preguntó Tom.
—Exacto, Claire. Yo fui escogido para matar a Ferguson e impedir la destrucción del mundo.
La muchacha volvió a meditar unos segundos, antes de añadir:
—Pero no lo consiguió, dado que los dos hemos visto con nuestros propios ojos la guerra del futuro.
—Has vuelto a acertar, Claire —reconoció Tom, aprovechando para tutearla.
—Su misión fue un fracaso —dijo ella como para sí, con cierta pesadumbre. Luego lo contempló con fijeza, y musitó—: Pero ¿por qué? ¿Tal vez porque los agujeros no permanecían abiertos el tiempo suficiente?
Tom abrió los brazos, fingiéndose maravillado por la inteligencia de la muchacha.
—Así es —admitió, para agregar, en un rapto de inspiración—: Realicé varios viajes de prueba para localizar a Ferguson, pero no lo logré. Contaba con muy poco tiempo. Por eso quizás me veas en el futuro caminando por la calle, aunque no debes abordarme porque yo aún no te conoceré.
Ella parpadeó, intentando comprender sus palabras.
—Entiendo —dijo al fin—. Esos viajes fueron anteriores a éste, aunque aparecieses aquí días después.
—Exacto —corroboró él, y envalentonado por lo consistente que a ella parecía resultarle aquel delirio, añadió—: Aunque desde tu punto de vista este parezca el primer viaje que he llevado a cabo, eso no es cierto. He realizado al menos media docena de incursiones más en tu época antes que ésta. Es más, lo más probable es que este viaje, que a ti te parece el primero, para mí sea el último, ya que el uso de la máquina está actualmente prohibido.
—¿Prohibido? —preguntó Claire, cada vez más fascinada.
Tom dio un sorbo de té para aclararse la garganta y, alentado por el arrobo que sus palabras producían en la muchacha, continuó:
—Sí, Claire. La máquina se fabricó a mitad de la guerra, pero cuando ésta se mostró inoperante, sus inventores no dudaron en desentenderse de ella. Se olvidaron de la utópica idea de impedir la guerra antes de que estallara y concentraron sus esfuerzos en intentar ganarla, inventando armas que pudiesen abrir en dos el blindaje de los autómatas —la muchacha asintió, probablemente recordando las impresionantes armas de los soldados—. Entonces la máquina se arrumbó como sí fuese un trasto inútil, pero se puso bajo vigilancia para que nadie pudiera viajar al pasado sin autorización y cambiarlo a su antojo. Pese a todo, yo he conseguido usarla en secreto, aunque únicamente he podido abrir un agujero de diez horas, y ya solo quedan tres antes de que se cierre. Ése es el tiempo de que dispongo, Claire. Luego debo volver a mi época. Si permaneciera aquí vendrían a buscarme para ejecutarme por viajar en el tiempo sin autorización, da igual que sea un héroe. Así que, dentro de tres horas… me iré para siempre.
Terminó su parlamento apretando con suma ternura la mano de Claire, al tiempo que se felicitaba a sí mismo por su explicación. Para su propio asombro, no solo había solventado el problema que podía suponerle un encuentro futuro con ella, sino que se las había ingeniado para informarle que únicamente disponían de tres horas para estar juntos antes de separarse para siempre. Tres horas nada más. Tres.
—Has arriesgado tu vida para traerme la sombrilla —dijo ella lentamente, a modo de recapitulación como si de repente comprendiese el verdadero riesgo que Tom había asumido.
—Bueno, la sombrilla era solo una excusa —respondió éste, inclinándose sobre la mesa y mirándola apasionadamente a los ojos.
Había llegado el momento, se dijo. Era ahora o nunca.
—He arriesgado mi vida para volver a verte porque te amo, Claire —mintió en el tono más tierno del que fue capaz.
Ya estaba dicho. Ahora ella debía contestarle lo mismo. Ahora ella debía reconocer que también lo amaba, es decir, que amaba al bravo capitán Shackleton.
—¿Cómo es posible que me ames, si ni siquiera me conoces? —rió la muchacha, sonriendo con coquetería.
Ésa no era la reacción que Tom esperaba. Ocultó su disgusto tomando un trago de té. ¿Es que no se daba cuenta de que no había tiempo para otra cosa que entregarse el uno al otro? ¡Solo quedaban tres malditas horas! ¿Acaso no se lo había dejado claro? Depositó la taza sobre el platito y echó un vistazo a la calle, a la pensión que se alzaba al otro lado, con sus ansiadas camas de sábanas limpias, cada vez más inalcanzable. La muchacha tenía razón, no la conocía, y ella tampoco lo conocía a él. Y mientras fuesen desconocidos el uno para el otro no habría posibilidad alguna de acabar en ninguna cama. Se había enfrascado en una batalla perdida. Pero ¿y si ya se conocieran?, se dijo de repente. ¿Acaso no venía él del futuro? ¿Qué le impedía decirle que, desde su punto de vista, ya se conocían? Entre aquel encuentro y el encuentro en el año 2000 podía haber pasado cualquier cosa que él inventase, porque ella no podría rebatírselo, se dijo, creyendo haber encontrado la estrategia perfecta para conducirla a la pensión como un corderito.
—Te equivocas, Claire. Te conozco mucho mejor de lo que crees —dijo, en tono confesional, acunando su mano entre las suyas como si se tratase de un gorrión herido—. Sé cómo eres, con qué sueñas, qué quieres, cómo ves el mundo. Lo sé todo sobre ti y tú lo sabes todo sobre mí. Y te amo, Claire. Me he enamorado de ti en un tiempo que todavía no ha sucedido.
Ella lo contempló atónita.
—Pero, si no vamos a volver a vernos —reflexionó—, ¿cómo nos conoceremos?, ¿cómo te enamorarás de mí?
Con un golpe de sudor, Tom descubrió que había caído en su propia trampa. Contuvo una maldición y contempló la calle, intentando ganar tiempo. ¿Qué podía responderle ahora? Los carruajes iban y venían, ajenos a su desazón, abriéndose paso entre los carros de los vendedores. Distinguió entonces un buzón de correos en la esquina, firme y rojo, con las iniciales de la reina Victoria en su frontal.
—Me he enamorado de ti por tus cartas —soltó de pronto.
—¿Por mis cartas? ¿De qué estás hablando? —exclamó la muchacha, estupefacta.
—De las cartas de amor que nos hemos enviado todos estos años.
La joven lo miró espantada. Y Tom comprendió que lo que iba a decir debía resultar creíble, porque de eso dependería que ella se le rindiera para siempre o que lo abofeteara airada. Cerró los ojos y sonrió débilmente, fingiendo que evocaba algún recuerdo mientras intentaba pensar.
—Sucedió en mi primer viaje de exploración a tu época —dijo al fin—. Aparecí en la colina que te he mencionado antes, y desde allí caminé hasta Londres. Allí confirmé que la máquina era absolutamente fiable a la hora de abrir el agujero en la fecha escogida: había viajado desde el año 2000 al 8 de noviembre de 1896.
—¿Al 8 de noviembre?
—Sí Claire al 8 de noviembre es decir Pasado mañana —confirmó Tom—. Ésa fue mi primera incursión en tu siglo. Pero apenas tuve tiempo de nada más, pues debía volver antes de que el agujero se cerrase. Así que regresé a la colina lo más rápido que pude, y estaba a punto de atravesar el túnel que me devolvería al año 2000, cuando reparé en algo que me había pasado desapercibido antes.
—¿Qué? —preguntó ella, francamente intrigada.
—Junto a la lápida de un tal John Peachey, bajo una piedra, había una carta. La tomé y descubrí con asombro que estaba dirigida a mí. Me la guardé en un bolsillo del disfraz y, una vez en el año 2000, la abrí. Era la carta de una desconocida, de una dama del siglo XIX —Tom hizo una pausa de efecto, antes de añadir—: Se llamaba Claire Haggerty. Y aseguraba que me amaba.
La muchacha dejó escapar un suspiro ronco, como si empezara a faltarle el aire. Con una sonrisa afectuosa, Tom la observó tragar saliva, intentando digerir lo que estaba escuchando, tratando de asimilar que toda aquella situación la había provocado ella, o más exactamente, que la provocaría en el futuro. Si él la amaba ahora era porque previamente ella lo había amado a él. Claire clavó los ojos en su taza, como si en el poso del té pudiese verlo en el año 2000, leyendo confundido aquella carta en la que una desconocida de otro siglo, una mujer que ya había muerto, le decía lo mucho que lo amaba. Una carta que había escrito ella. Sin darle un segundo de respiro, Tom prosiguió, como el leñador que nota cómo el árbol que lleva horas talando empieza al fin a tambalearse y, pese al cansancio, intensifica los hachazos.
—En tu carta decías que nos conoceríamos en el futuro, o más exactamente, que yo te conocería en el futuro, porque tú a mí ya me conocías —dijo—. También me pedías que te respondiera, que necesitabas saber de mí. Pese a lo extraño que me resultaba todo aquello, te escribí una carta contestando a la tuya, y en mi siguiente viaje al siglo XIX, que tuvo lugar dos días después, la dejé junto a la misma lápida. En el tercer viaje encontré tu respuesta, y así iniciamos una correspondencia a través del tiempo.
—Dios mío —balbució la muchacha.
—No sabía quién eras —continuó Tom, sin querer concederle la menor tregua—, pero me enamoré de ti, de la mujer que escribía aquellas cartas. Imaginaba tu rostro cuando cerraba los ojos. Era tu nombre el que musitaba por las noches, entre los escombros de mi mundo devastado.
Claire se agitó en la silla, presa del sofoco, y dejó escapar un nuevo suspiro, áspero, prolongado.
—¿Cuántas cartas nos escribimos? —logró preguntar.
—Siete —dijo Tom, por parecerle un buen número, ni muchas ni pocas—. No tuvimos tiempo de más antes de que prohibieran la máquina, pero te aseguro que fueron suficientes, amor mío.
Al oír al capitán dirigirse a ella de aquel modo, Claire lanzó otro hondo suspiro.
—En tu última carta me revelabas el día en que por fin, nos encontraríamos: sería el 20 de mayo del año 2000, el día en que vencería a Salomón, poniendo fin a la guerra. Ese día seguí tus instrucciones y, tras derrotar al autómata, busqué un sitio tranquilo entre los escombros. Entonces te vi aparecer. Y, como me habías escrito, dejaste caer la sombrilla que yo debía devolverte hoy usando la máquina. Una vez en tu época, tenía que acudir al mercado de Covent Garden, que era donde debíamos encontrarnos, y luego tenía que invitarte a un té y contarte todo esto —Tom hizo una pausa, antes de añadir, en tono soñador—: Ahora entiendo por qué: para que ese futuro se cumpla. ¿Lo comprendes, Claire? Me escribirás esas cartas en el futuro porque yo te estoy diciendo ahora que me las escribirás.
—Dios mío —repitió la mujer, casi sin resuello.
—Pero hay algo más que debes saber —anunció Tom, decido a darle el golpe de gracia al árbol—. En una de tus cartas me hablabas de cómo nos amamos esta tarde.
—¿Qué? —logró balbucir la muchacha, con un hilito de voz.
—Sí, Claire, esta tarde nos amaremos en esa pensión de ahí enfrente, y según tus propias palabras, será el recuerdo más hermoso de tu vida.
Claire lo contempló incrédula, mientras las mejillas se le incendiaban.
—Entiendo que te sorprenda, pero imagíname a mí. Yo leí la carta en la que me hablabas de cómo nos habíamos amado lleno de asombro, pues era algo que desde tu punto de vista ya habíamos hecho, pero que todavía no había sucedido para mí —hizo una pausa y le sonrió con dulzura—: He venido del futuro para cumplir mi destino, es decir, para amarte, Claire.
—Pero, yo… —trató de protestar ella.
—¿Aún no lo entiendes? Tenemos que hacer el amor, Claire —dijo Tom—, porque en realidad ya lo hemos hecho.
Aquél era el último hachazo. Y, como el roble, Claire se tambaleó en la silla y se desplomó sobre el suelo.