Tras el copioso desayuno que se regalaron, un festín que calmaría sus estómagos para toda la semana, Tom volvió a encontrarse con los bolsillos vacíos. Intentó no reprocharse el dispendio que había hecho con Patrick: no había podido evitarlo, pero debía andarse con más cuidado la próxima vez, pues de sobra sabía que, por muy bien que le hicieran sentir, a la larga aquellos gestos altruistas no iban sino a perjudicarle. Se despidió de Patrick y, sin nada mejor que hacer el resto del día, dirigió sus pasos hacia Covent Garden, donde podría continuar con sus obras de caridad robando algunas manzanas para la señora Ritter.
Cuando llegó, ya muy entrada la mañana, las mercancías más frescas y flamantes habían desaparecido en manos de los clientes más ávidos, que acudían a primera hora desde todos los rincones de Londres para abastecer sus despensas, pero por otro lado lo avanzado del día había absuelto al mercado del aire fantasmagórico que le prestaban las velas apuntaladas sobre los montículos de cera que los comerciantes improvisaban sobre sus carros. Ahora el mercado había cobrado la apariencia de una fiesta campestre y los visitantes no parecían espectros furtivos, sino gente ociosa y alegre que tenía todo el día para demorarse en sus compras mientras, como Tom se dejaban hechizar por los olores enredados de las rosas, eglantinas y fucsias que manaban de los cestos de flores apostados al oeste de la plaza. Acunado por la multitud que desfilaba ensimismada entre los carretones rebosantes de patatas, zanahorias y coles, un colorido espectáculo que se extendía a lo largo de Bow Street y Maiden Lane, Tom intentó localizar a algunas de las muchachas que pululaban entre los puestos con sus canastos de manzanas, pregonando su mercancía con acento cockney. Estirando el cuello, creyó distinguir a una vendedora cruzando por detrás de un grupo de personas, e intentó alcanzarla antes de que desapareciera entre el gentío, girando rápidamente para rodear la muralla humana que le cerraba el paso. Pero aquel tipo de maniobras bruscas, que quizás hubiesen salvado la vida del capitán Shackleton en alguna refriega, suponían una temeridad en un mercado tan concurrido como el de Covent Garden. Lo comprendió al tropezar con una muchacha que se le cruzó por delante. Tras ser arrollada por él, la mujer tuvo que mantener el equilibrio para no rodar por el suelo. Tom se detuvo y se volvió hacia ella, con objeto de pedirle disculpas por el golpe recibido lo más caballerosamente posible. Fue entonces cuando se encontró con la única persona de todo Londres que no quería volver a ver, y el mundo se le antojó un lugar reducido y misterioso donde cabía todo, como en el sombrero de un ilusionista.
—Capitán Shackleton, ¿qué hace usted en mi época? —preguntó Claire Haggerty, llena de perplejidad.
Sin distancia alguna que los separase esta vez, Tom recibió de lleno el impacto de aquella mirada rendida que su sola presencia desataba en la muchacha, e incluso pudo reparar en el azul de sus ojos, un azul profundo y violento que estaba seguro de que jamás encontraría en ninguna parte del mundo, por muchos océanos y cielos que viese, un azul furioso y puro que quizás fuese uno de los colores con los que el Creador había vestido el paraíso y que ella custodiaba ahora en sus pupilas para impedir su extinción. Solo cuando logró sustraerse al hechizo de su mirada, Tom comprendió que aquel encuentro fortuito podía costarle la vida. Echó un rápido vistazo a su alrededor, con el objeto de cerciorarse de que nadie los observaba con suspicacia, pero se hallaba demasiado aturdido como para prestar atención a lo que veía. Sus ojos volvieron a posarse en los de la muchacha, que continuaba contemplándolo entre incrédula y emocionada, esperando a que él le explicara su presencia allí. Pero ¿qué podía decirle sin descubrir la verdad, lo que equivaldría a firmar de inmediato su sentencia de muerte?
—He viajado en el tiempo para devolverle su sombrilla —improvisó.
Tras decir aquello, se mordió los labios. Sonaba ridículo, pero era lo primero que se le había ocurrido. Observó cómo Claire abría aún más sus hermosos ojos, y se preparó para lo peor.
—Oh, se lo agradezco, es usted muy amable —dijo la muchacha para su sorpresa, sin poder disimular lo halagada que se sentía—, pero no tenía que haberse molestado. Como ve, la he reemplazado por otra —le mostró una sombrilla muy parecida a la que él atesoraba en el cajón de su cómoda—. Pero ya que ha cruzado el tiempo para devolvérmela la aceptaré encantada, y le prometo que me desharé de ésta.
Ahora le llegó a Tom el turno de disimular la estupefacción que le provocaron sus palabras: ¡la muchacha había creído su mentira sin la menor sospecha! Aunque, ¿acaso podía ser de otro modo? La pantomima que Murray había organizado era demasiado buena como para que una muchacha tan joven la cuestionara. Claire había creído que había viajado al año 2000, lo había creído de verdad, y aquella certeza lo legitimaba a él como viajero del tiempo. Era así de sencillo. Cuando logró salir de su asombro, reparó en que ella observaba ahora sus manos vacías, quizás preguntándose dónde estaba la sombrilla que lo había impulsado a realizar aquella gesta heroica, que lo había movido a atravesar un siglo con el único propósito de devolvérsela.
—No la llevo ahora encima —se excusó, encogiéndose tontamente de hombros.
Ella aguardó, expectante, a que él propusiera una solución al respecto, y en aquel silencio repentino que los confinó en el centro del bullicio, Tom reparó en el cuerpo esbelto y delicado que se insinuaba bajo el vestido de la muchacha, y fue dolorosamente consciente del tiempo que hacía que no estaba con una mujer. Desde que enterrase a Megan, solo había recibido la ternura postiza de las putas, y últimamente ni siquiera eso, pues creía haberse endurecido lo bastante como para poder prescindir incluso de aquellas caricias negociadas. O eso pensaba. Ahora tenía ante sí a una mujer bella y refinada, una mujer a la que un tipo como él jamás podría aspirar, pero una mujer que lo miraba como ninguna otra lo había hecho antes. ¿Sería aquella mirada el túnel que le permitiría asaltar la inexpugnable fortaleza? Por mucho menos se habían arriesgado los hombres desde que el mundo era mundo. Así que, fiel al atávico apetito que resonaba en el interior de su especie, Tom hizo lo que su razón menos le aconsejaba:
—Pero puedo entregársela esta tarde —sugirió—, en el Aerated Bread Company próximo a la estación de metro de Charing Cross, si tiene la amabilidad de tomar el té conmigo.
A Claire se le iluminó el rostro.
—Por supuesto, capitán —respondió entusiasmada—. Allí estaré.
Tom asintió con una sonrisa desinfectada de lujuria, intentando disimular su incredulidad, tanto la que le había causado que ella hubiese aceptado, como la que sentía ante sí mismo, por haberle propuesto una cita precisamente a la mujer de la que debía huir si quería conservar la vida. Estaba claro que su vida le importaba muy poco si no temía arriesgarla por un revolcón con aquella preciosidad. En ese instante, ambos se volvieron al oír que alguien vociferaba el nombre de Claire. Una muchacha rubia se abría paso entre la multitud, tratando de llegar hasta ellos.
—Es mi amiga Lucy —comentó Claire con divertido fastidio—, que no me deja sola ni un instante.
—Por favor, no le diga que vengo del futuro —se apresuró a advertirle Tom, recuperando un poco de cordura—. Estoy aquí de incógnito. Si me descubrieran me acarrearía muchos problemas.
Claire lo miró con cierta alarma.
—La espero en el salón de té a las seis —se despidió Tom con brusquedad—. Pero por favor, prométame que irá sola.
Como sospechaba, Claire no dudó en prometérselo. Aunque dada su condición, jamás los había frecuentado, Tom sabía que los salones de té de la ABC se habían puesto de moda desde el mismo momento de su inauguración, pues constituían los únicos lugares de Londres donde dos jóvenes podían citarse sin irritantes carabinas. Según había oído, resultaban espaciosos y agradables, contaban con calefacción y por muy poco dinero podían pedirse dos tazas de té y unos bollos, así que enseguida se convirtieron en la alternativa perfecta a los paseos al frío o a los encuentros en los salones familiares, fiscalizados por la madre de la joven de turno, a los que los novios estaban abocados hasta entonces. Pese a que estarían demasiado expuestos al mundo, a Tom no se le había ocurrido un sitio mejor donde citarse con la mujer, para que ésta no opusiera reparos en ir sola.
Cuando Lucy alcanzó a Claire, Tom ya había desaparecido entre la multitud. Pero no por ello dejó de preguntarle a su ensimismada amiga quién era aquel desconocido con el que la había visto hablar desde lejos. Claire se limitó a sacudir la cabeza, misteriosa. Como sospechaba, Lucy enseguida se olvidó del asunto, remolcándola hacia un puesto de flores donde podrían surtirse de heliotropos con los que trasladar a sus dormitorios el olor agreste de las junglas remotas. Y mientras Claire Haggerty se dejaba arrastrar por su amiga, pensando que cruzar el tiempo para devolverle una sombrilla era el acto más caballeroso que alguien había hecho jamás por ella, Tom Blunt huía del mercado de Covent Garden por el otro extremo, abriéndose paso a codazos entre el gentío, e intentando no pensar en el pobre Perkins.
Se desplomó sobre el camastro de su cuchitril como si hubiese sido abatido por un disparo a bocajarro. Y una vez tumbado continuó maldiciendo su temeraria conducta mediante la misma cantinela enrevesada, más propia de un borracho, con que había venido haciéndolo durante el camino de regreso. ¿Acaso se había vuelto loco? ¿Qué diablos pretendía propiciando un nuevo encuentro con la muchacha? Bueno, esa pregunta era fácil de responder. Lo que buscaba resultaba bastante obvio, y no era precisamente limitarse a disfrutar de la belleza de Claire durante un par de horas, como quien admira un objeto inalcanzable expuesto en una vitrina, mientras se laceraba por dentro diciéndose que jamás podría tenerla.
No, nada de eso: iba a aprovechar que la muchacha estaba enamorada de su otro yo, el bravo capitán Shackleton, para alcanzar una meta mayor. Y le sorprendió que por ese breve disfrute estuviese dispuesto a arrastrar las nefastas consecuencias que tan insensato proceder iba a acarrearle, entre las que probablemente se incluía perder la vida. ¿Tan poco aprecio sentía por su existencia?, se repitió una vez más. Sí, sonaba realmente deprimente, pero así era: el acto de poseer a aquella hermosa mujer tenía más sentido para él que cualquier otra cosa que le aguardase en los recodos de su ingrato futuro.
Si lo pensaba fríamente tenía que reconocer que lo lógico era, por supuesto, no acudir a la cita y evitarse problemas. Aunque, por otro lado, eso no le eximía de volver a encontrarse con la muchacha en cualquier otra parte, tener que explicarle qué hacía todavía en el siglo XIX, e incluso inventar una excusa que le hubiese impedido asistir al salón de té. No acudir no solucionaba el problema, al parecer. La única manera de resolverlo que se le ocurría era precisamente la contraria: plantarse en el salón e idear algo para evitar tener que darle nuevas explicaciones si volvían a encontrarse en el futuro. Un motivo para que ella no se le acercase, para que ni siquiera le hablase, se dijo con entusiasmo, como si ésa fuese la razón principal para volver a verla, en detrimento de intereses más pedestres. Bien mirado, aquel encuentro podría resultarle a la larga incluso beneficioso. Sí, podía permitirle solucionar el asunto de una vez por todas, porque una cosa tenía clara: ésa debía ser su primera y única cita. No tenía otra opción: debía regalarse el capricho de disfrutar de la muchacha con la condición de que zanjara satisfactoriamente cualquier posibilidad de un nuevo encuentro, abortando toda relación que pudiese surgir entre ellos, ya que no se le ocurría el modo de mantenerla en secreto, oculta a los miles de espías que sin duda Murray tenía desperdigados por la ciudad, algo que no solo podía suponerle un peligro a él, sino también a ella. La cita se le antojó entonces el último banquete del condenado, y resolvió disfrutarlo todo lo posible.
Cuando llegó la hora, se levantó, tomó la sombrilla, se ajustó la gorra y salió de la pensión. En la calle, siguiendo un impulso repentino, se detuvo ante el tenderete de la señora Ritter.
—Buenas tardes, Tom —lo saludó la anciana.
—Señora Ritter —dijo, tendiéndole ceremoniosamente la mano derecha con la palma hacia arriba—, creo que ha llegado el momento de que ambos conozcamos mi destino.
La anciana lo contempló asombrada, pero enseguida atrapó la mano de Tom entre las suyas y, con un índice apergaminado, siguió las líneas de su palma lentamente, como quien sigue los renglones de un libro.
—¡Dios mío, Tom! —se estremeció, alzando hacia él una mirada tan lúgubre como sorprendida—. ¡Aquí está escrita… tu muerte!
Con una mueca de resignada entereza, Tom aceptó el funesto vaticinio, y retiró su mano de entre las de la anciana delicadamente. Bien, ahí tenía la confirmación de sus sospechas. Morir por meterse bajo las enaguas de una dama de alta cuna. Aquél era, después de todo, su rijoso destino. Se encogió de hombros, se despidió de la alarmada señora Ritter, quien tal vez consideraba obligado que la vida le hubiese reservado a aquel muchacho un destino más benévolo, y enfiló calle abajo, hacia el salón de té donde lo aguardaba Claire Haggerty. Sí, iba a morir, ya no había duda, pero ¿acaso podía llamar vida a lo que tenía ahora? Sonrió y apresuró el paso.
Nunca se había sentido más vivo.