Mazursky se esforzó inútilmente en silenciar la ovación que la victoria del capitán Shackleton desencadenó en lo alto del risco, afortunadamente solapada por la que tenía lugar algunos metros más bajo, en la calle, donde los soldados aclamaban enfervorecidos a su bravo capitán. Ajena al tumulto que la rodeaba, Claire permaneció tras su peñasco. Se encontraba perpleja, abrumada por el torbellino de sentimientos que sacudían su alma como una bandera al viento. Pese a conocer de antemano el desenlace del duelo, no había podido evitar sobresaltarse cada vez que Shackleton pasaba algún apuro, cuando la hoja de Salomón buscaba ansiosa su cuerpo o él trataba de tumbarlo infructuosamente a golpes de espada, como quien tala un roble; y sabía que esa preocupación no se debía tanto a que la humanidad saliera derrotada de aquel duelo como al destino final del propio capitán. Le hubiese gustado continuar espiando lo que sucedía abajo, hasta asegurase de que realmente Shackleton había exagerado la gravedad de la herida que le había infligido el autómata como parte de su estrategia, pero Mazursky les había ordenado que se agruparan de nuevo para emprender el regreso a su época y no podía sino obedecer. Como un desordenado rebaño de cabras, los viajeros del tiempo comenzaron a descender la pequeña colina, comentando los unos con los otros las emocionantes incidencias de la batalla.
—¿Eso es todo? —preguntó Ferguson, el único que parecía descontento—. ¿Esta pobre refriega es la batalla que cambiará el destino del planeta?
Mazursky ni siquiera se molestó en responderle, ocupado como estaba en vigilar que las señoronas no sufrieran ningún tropiezo en el descenso y llegaran al suelo rodando por la pendiente en un aleteo de enaguas involuntariamente libidinoso. Tras ellas, Claire caminaba en silencio, sin prestar atención a los comentarios del insoportable Ferguson, ni tampoco a los de Lucy, que había vuelto a tomarla del brazo. Un pensamiento la acuciaba: había llegado el momento de separarse del grupo. Y debía hacerlo enseguida, no solo porque una vez llegaran al tranvía temporal iba a resultarle imposible, sino también porque debido al jolgorio, el grupo aún no había logrado componer una hilera ordenada, lo que ayudaría a disimular su fuga. Además, tampoco le convenía alejarse demasiado de Shackleton y los soldados. De nada iba a servirle escapar si luego se perdía en aquel laberinto de ruinas. Si quería actuar tenía que hacerlo, por tanto, cuanto antes, pues cada paso que daban reducía sus posibilidades de éxito. Pero para ello necesitaba zafarse de Lucy. Como si alguien hubiese escuchado sus plegarias, Madeleine Winslow se acercó a ellas entusiasmada, para preguntarles si se habían fijado en las elegantes botas de los soldados, un detalle en el que a Claire no se le había pasado por la cabeza reparar. Aunque al parecer había sido la única que no se había fijado en ese detalle crucial del futuro. Lucy respondió que sí, y enseguida pasó a enumerar las sugerentes innovaciones de aquel calzado, y Claire, tras sacudir la cabeza unos segundos con manifiesta incredulidad, aprovechó que la soltó del brazo momentáneamente para retrasarse en la comitiva. Observó cómo la adelantaba el tirador, que aún no había recibido orden de colocarse a retaguardia y avanzaba distraído, sin preocuparse ya de vigilar las sombras, seguido de Charles Winslow y el inspector Garrett, que caminaban enfrascados en una animada conversación, Y cuando se encontró al final del grupo, se subió la falda y, con una carrerita desmañada se oculto tras un trozo de muro que le salió oportunamente al paso.
Con la espalda contra la pared y el corazón golpeándole encabritado el pecho, Claire Haggerty guardó silencio, escuchando cómo las voces del grupo se alejaban cada vez más, sin que al parecer nadie reparase en su ausencia. Cuando al fin dejó de oírles, con la boca seca y la sombrilla fuertemente asida entre sus sudorosas manos, asomó con cautela la cabeza y comprobó que la comitiva había desaparecido tras un recodo. ¡Lo había logrado! No podía creerlo. Sintió entonces un ramalazo de pánico al saberse sola en aquel mundo horrible aunque enseguida se dijo que eso era precisamente lo que había deseado. Todo estaba saliendo tal y como lo había planeado al subir al Cronotilus. Si nada se torcía, iba a poder quedarse en el año 2000. ¿Acaso no era eso lo que quería? Respiró hondo y salió de su escondite. Si todo se desarrollaba como había calculado, descubrirían su ausencia cuando llegaran al tranvía temporal, por lo que debía apresurarse en reunirse con el grupo de Shackleton. Si lo lograba antes de que el guía la descubriera, estaría a salvo, pues Mazursky ya no podría hacer nada. Como les había dicho durante el viaje, ellos estaban en el año 2000 únicamente como espectadores: no podían dejarse ver por los habitantes del futuro, y mucho menos relacionarse con ellos. Encontrar al capitán era, pues, lo más urgente. Con resolución, Claire caminó en dirección contraria a la que habían tomado sus compañeros, intentando no pensar en las consecuencias que su inesperado acto podría tener en el tejido del tiempo. Solo esperaba no destruir el universo en su empeño por ser feliz.
Ahora que estaba sola el paisaje devastado que se erigía a su alrededor le resultaba mucho más inquietante. ¿Y si no encontraba a Shackleton?, se preguntó con cierto temor. Pero había algo que la aterraba todavía más: encontrarlo. ¿Qué iba a decirle entonces? ¿Y si el capitán la rechazaba, y si se negaba a acogerla entre sus filas? No lo creía, pues ningún caballero abandonaría a su suerte a una dama de otra época en aquel horrible futuro. Además, ella tenía ciertos conocimientos de enfermería que quizás le viniesen bien, a juzgar por la facilidad con que uno podía herirse allí, y era lo suficientemente valiente y trabajadora como para ayudarles a reconstruir el mundo. Aparte, por supuesto, de que estaba enamorada de él. Aunque eso prefería ocultárselo hasta que ella misma lo confirmara. Por ahora se trataba únicamente de una idea tan extravagante como molesta. Agitó la cabeza. En el fondo, debía reconocer que no había planeado demasiado bien qué hacer cuando se encontrara con el capitán, dado lo poco que confiaba en el éxito de su plan de fuga. Pero ya improvisaría, se dijo, bordeando el montículo e internándose con la falda remangada por el abrupto sendero que lo ceñía y que, si su orientación no le fallaba, desaguaría en la calle donde se había desarrollado la emboscada.
Se detuvo al oír el sonido de unos pasos. Alguien caminaba por el sendero en su dirección. Aunque se trataba de un caminar inconfundiblemente humano, Claire se escondió tras el peñasco más próximo obedeciendo un impulso reflejo. Aguardó en silencio, con el corazón a punto de estallarle en el pecho. El dueño de aquellos pasos se detuvo cerca de su escondite. Claire temió que la hubiese visto y le pidiera que saliese con las manos en alto, o lo que era aún peor, que se limitara a acechar sus movimientos pacientemente, apuntando al risco con su arma. Pero en lugar de eso el desconocido empezó a entonar una canción: «Jack el Destripador está muerto./ Y tumbado en la cama./ Se cortó el cuello/ Con jabón Sunlight./ Jack el Destripador está muerto». Claire alzó las cejas. Conocía esa canción. Su padre la había aprendido de los niños del East End y solía canturrearla los domingos mientras se afeitaba para acudir a la iglesia, por lo que de repente Claire se vio cercada por el aroma de aquel espumoso jabón, que se elaboraba con aceite de pino en vez de grasa animal. Ojalá pudiese volver a su época para decirle a su padre que aquella canción que tanto le divertía había sobrevivido a los años, al contrario que casi todo lo demás. Pero ya no iba a regresar jamás al tiempo al que pertenecía, pasara lo que pasara. Intentó no pensar en ello Y concentrarse en el momento que estaba viviendo el momento que inauguraría su nueva vida. El desconocido seguía cantando, cada vez con mayor entusiasmo. ¿Había buscado aquel lugar apartado con el único fin de ejercitar la voz?, se preguntó. Fuera como fuere, había llegado la hora de entablar contacto con los habitantes del año 2000. Apretó los dientes, hizo acopio de valor, y surgió de su escondite dispuesta a presentarse al desconocido que tan despreocupadamente estaba estropeando una de sus canciones preferidas.
Claire Haggerty y el bravo capitán Shackleton se contemplaron en silencio, reflejando cada uno la sorpresa del otro, como dos espejos enfrentados. El capitán se había quitado el yelmo, que se hallaba apoyado en una piedra cercana, y a Claire le bastó tan solo con una mirada para comprender que no se había alejado de los demás con el propósito de practicar la voz, sino de llevar a cabo un acto mucho menos elevado en el que la balada que canturreaba era un simple complemento. Sin que pudiera evitarlo, su boca se abrió en una mueca de asombro y sus dedos dejaron resbalar la sombrilla, que cayó al suelo emitiendo un crujido de crustáceo. Después de todo, era la primera vez que posaba sus delicados ojos sobre esa parte del varón que se suponía que no debía ver hasta el momento de consumar su matrimonio, y posiblemente ni siquiera entonces con tal nitidez y claridad. Observó cómo, tras reponerse de la sorpresa, el capitán Shackleton se apresuraba a esconder aquella indecorosa parte de su anatomía entre los resquicios de su armadura, y luego volvía a mirarla en silencio, con un embarazo que pronto fue diluyéndose en curiosidad. Claire no había llegado a conjeturar sobre ciertos detalles, pero el rostro del capitán Derek Shackleton sí era tal y como lo había imaginado. O el Creador lo había modelado siguiendo aplicadamente sus instrucciones, o aquel hombre provenía de un simio con más pedigrí que los demás. Lo cierto es que, fuese como fuere, el del capitán Shackleton era sin duda un rostro de otra época. Poseía el mismo mentón airoso de la escultura y los mismos labios de expresión serena, y sus ojos, ahora que podía verlos, armonizaban a la perfección con el resto del conjunto. Hermosos, grandes y de un gris verdoso, como el de un bosque envuelto en brumas en el que cualquier caminante estaba condenado a perderse, abrasaban el mundo con una mirada tan intensa y profunda que Claire comprendió que se encontraba ante el hombre más vivo que había visto nunca. Sí, bajo aquella coraza de hierro, bajo aquella piel bronceada, bajo aquellos músculos torneados, había un corazón latiendo con insólita rudeza, bombeando por el entramado de venas una vida obstinada e impetuosa que ni siquiera la muerte había podido someter.
—Me llamo Claire Haggerty, capitán —se presentó con una ligera reverencia, intentando que no le temblara la voz—. Y he venido desde el siglo XIX para ayudarle a reconstruir el mundo.
El capitán Shackleton continuó observándola demudado, con aquellos ojos que habían visto caer Londres, que habían visto incendios devastadores y pilas de cadáveres altas como montañas, unos ojos que habían visto el lado más atroz de la vida y que ahora no sabían enfrentar lo que tenían delante, aquella criatura delicada y exquisita.
—¡Señorita Haggerty, está usted aquí! —oyó que alguien gritaba a sus espaldas.
Sorprendida, Claire se dio la vuelta y distinguió al guía caminando hacia ella por el abrupto sendero. Mazursky sacudía la cabeza en actitud reprobatoria, pero no podía disimular el alivio que sentía por haberla encontrado.
—¡Les ordené que no se separasen! —exclamó con voz chillona cuando llegó a su lado, tomándola del brazo con rudeza y tirando de ella—. Imagine lo que habría sucedido si no hubiese reparado en su ausencia… ¡se habría quedado aquí para siempre!
Claire se volvió hacia Shackleton con el propósito de implorar su ayuda pero, para su sorpresa, el capitán había desaparecido. Se había desvanecido como si nunca hubiese sido otra cosa que un espejismo. Fue una desaparición tan brusca que mientras era arrastrada por Mazursky hacia donde les esperaban los demás, Claire se preguntó si lo había visto realmente o había sido un producto de su enardecida imaginación. Cuando llegaron al grupo, el guía los organizó en una hilera, colocó al tirador detrás, les ordenó con visible enojo que nadie volviese a separarse y reanudaron el camino hacia el Cronotilus.
—Menos mal que me di cuenta de que te habías perdido, Claire —le dijo Lucy tomándola del brazo—. ¿Estabas muy asustada?
Claire resopló, y se dejó llevar por Lucy como una enferma convaleciente, sin poder pensar en otra cosa que no fuera la tierna mirada de Shackleton. ¿La había mirado el capitán con amor? Su incapacidad para hablarle, así como su perplejidad, que no costaba calificar como arrobamiento, apuntaban a que sí. Aquellos síntomas eran los propios del enamoramiento súbito, fuese en la época que fuese. Pero, en caso de estar en lo cierto, de qué iba a servirle que el capitán Shackleton se hubiese enamorado de ella, si ya no iba a volver a verlo nunca más, se dijo, mientras se dejaba introducir en el tranvía temporal dócilmente, como si le faltara la voluntad. Se recostó en el asiento, abatida, y cuando sintió la violenta sacudida del motor de vapor al ponerse en marcha, tuvo que contenerse para no deshacerse en un llanto desesperado. Mientras el vehículo se internaba en la cuarta dimensión, Claire se preguntó cómo iba a soportar tener que vivir de nuevo, y ya para siempre, en su insulsa época, sobre todo ahora que sabía que el único hombre junto al que podría ser feliz nacería cuando ella ya estuviese muerta.
—Volvemos a casa, damas y caballeros —anunció Mazursky sin poder ocultar la satisfacción que le producía el cercano final de aquel accidentado viaje.
Claire lo contempló con enojo. Volvían a casa, sí. Volvían al anodino siglo XIX sin haber puesto en peligro el tejido del tiempo. Mazursky había evitado que aquella tonta señorita destruyese el universo, salvándose así de la reprimenda que Gilliam le hubiese echado de no haberlo conseguido, era lógico que se sintiera eufórico. ¿Qué importaba que el precio hubiese sido su felicidad? Claire sentía tanta frustración que hubiese abofeteado al guía allí mismo, aunque en el fondo debía reconocer que Mazursky había hecho lo que tenía que hacer. El universo estaba por encima de cualquier destino individual, aunque fuese el suyo. Contempló sonreír al guía apretando los dientes, intentando contener su enfado. Afortunadamente, parte de su rencor se disipó al reparar en sus manos vacías. Mazursky no había hecho un trabajo tan perfecto, después de todo, aunque, ¿cuánto podría afectar al tejido del tiempo una sombrilla?