XIV

Un joven con cara de pájaro. Eso se le antojó a Andrew el autor de La máquina del tiempo, la novela que había revolucionado toda Inglaterra mientras él merodeaba como un espectro por los bosques de Hyde Park. Tras encontrar la puerta principal cerrada, en vez de llamar, Charles lo había conducido con pasos furtivos a la parte trasera y, tras cruzar un pequeño jardín algo descuidado, habían irrumpido en la modesta y estrecha cocina en la que se amontonaban ahora.

—¿Quiénes son ustedes y qué hacen en mi casa? —preguntó el escritor sin decidirse a levantarse de la mesa, quizás porque de ese modo su cuerpo quedaba menos expuesto a la pistola que lo apuntaba, que sin duda era la responsable de que hubiese formulado su pregunta en aquel tono incongruentemente educado.

Sin dejar de encañonar al escritor, su primo se volvió a mirarlo, haciéndole una seña con la cabeza. Le había llegado el turno de participar en la función. Andrew contuvo un suspiro de descontento. Le parecía excesivo irrumpir en casa del escritor a punta de pistola, y lamentaba no haber aprovechado el trayecto para trazar el plan que seguirían una vez llegaran a la casa, dejándolo todo en manos de su primo, que llevándose por la improvisación había logrado crear una situación verdaderamente incómoda. Pero ya era tarde para volver atrás, así que Andrew avanzó hacia Wells, decidido también a improvisar. No tenía la menor idea de qué hacer. Lo único que tenía claro era que su actuación debía resultar acorde con la actitud adusta y resuelta que mantenía su primo. Sacó el recorte de su chaqueta y, con el gesto brusco que exigía la situación, lo colocó en la mesa, entre las manos del escritor.

—Quiero impedir que esto ocurra —dijo, imponiendo a sus palabras un tono categórico.

Wells miró el recorte sin interés, luego contempló a los dos intrusos, haciendo oscilar su mirada de uno a otro como un péndulo, y finalmente consintió en leerlo. Estuvo unos instantes sumido en su lectura, sin que su rostro trasluciera ninguna expresión.

—Lamento decirles que este trágico hecho ya ha ocurrido, por lo que forma parte del pasado. Y el pasado, como sabrán, es inmutable —dijo con displicencia, devolviéndole el recorte a Andrew.

Tras un momento de duda, Andrew tomó el amarillento papelito y, un tanto desconcertado, volvió a guardárselo en el bolsillo. Visiblemente incómodos por la íntima proximidad a la que los obligaba la angostura de la cocina, donde no parecía caber ni un alfiler —se equivocaban: cabía un cuerpo más, si era lo bastante delgado, e incluso uno de esos nuevos modelos de bicicleta que empezaban a hacer furor, mucho más ligeros que los anteriores gracias a la incorporación de los radios de aluminio, el cuadro tubular en forma romboidal y los modernos neumáticos—, los tres se limitaron a observarse tontamente, como actores que de repente hubiesen olvidado cómo seguía la escena.

—Se equivoca —dijo Charles, súbitamente iluminado—. El pasado no es inmutable. No, si disponemos de una máquina capaz de viajar en el tiempo.

Wells lo contempló con una mezcla de lástima y cansancio.

—Entiendo —murmuró, como si acababa de comprender con hastiada decepción de qué se trataba todo aquello—. Pero se equivocan si creen que yo dispongo de una. Soy un simple escritor, caballeros —se encogió de hombros, en gesto de disculpa—. No tengo ninguna máquina del tiempo. Solo la imaginé.

—No le creo —replicó Charles.

—Es la verdad —suspiró Wells.

Charles buscó la mirada de Andrew, como si éste pudiera decirle cómo continuar con aquel delirio. Pero habían llegado a un callejón sin salida. Andrew estaba a punto de pedirle que bajara el arma cuando en la cocina entró una mujer con una bicicleta. Se trataba de una muchachita delgada y bajita, sorprendentemente hermosa, que parecía haber sido creada con insólito primor por un dios aburrido de modelar especímenes vulgares. Pero lo que realmente llamó la atención de Andrew fue la máquina que la acompañaba, uno de esos instrumentos llamados bicicletas que estaban desbancando a los caballos porque permitían recorrer sin apenas esfuerzo y en apacible silencio las carreteras campestres. Charles, en cambio, no se dejó distraer por el chisme. Identificó de inmediato a la muchachita como la esposa de Wells y, en apenas un segundo, la agarró del brazo y le colocó en la sien izquierda el cañón del revólver. Lo hizo con una rapidez y soltura que sorprendieron a Andrew, como si llevara toda su vida practicando aquellos movimientos.

—Le daré otra oportunidad —dijo Charles, dirigiéndose al escritor, que había palidecido súbitamente.

Se produjo a continuación un diálogo tan intrascendente como idiota, que narraré tal cual, pese a su escasa relevancia, simplemente porque no es mi intención dar un lustre extra a ninguno de los episodios de este relato:

—Jane —dijo Wells, con un hilo de voz casi inaudible.

—Bertie —respondió Jane, desconcertada.

—Charles… —empezó Andrew.

—Andrew —le cortó Charles.

Luego, silencio. La luz del atardecer afilando sus sombras. La cortinita de la ventana retemblando apenas. La brisa arrancando un bisbiseo fantasmal al sacudir las ramas del árbol que se erguía como una pica torcida en el jardín. Un macilento corrillo de espectros sacudiendo la cabeza avergonzados del torpe dramatismo de la escena, en el caso de que esto fuera una novela de Henry James, quien por cierto también se dejará ver por esta historia.

—De acuerdo, caballeros —exclamó al fin Wells en tono amistoso, levantándose resueltamente de la silla—. Creo que podremos solucionar esto de un modo civilizado, sin que nadie salga herido.

Andrew miró implorante a su primo.

—De usted depende, Bertie —sonrió socarronamente Charles.

—Suéltela y les mostraré mi máquina del tiempo.

Andrew contempló atónito al escritor. ¿Eran ciertas las sospechas de Gilliam Murray, entonces? ¿Poseía Wells una máquina del tiempo?

Con una sonrisa complacida, Charles liberó a Jane, que cruzó la escasísima distancia que lo separaba de su querido Bertie para echarse en sus brazos.

—Tranquila, Jane —la calmó el escritor, acariciándole el cabello paternalmente—. Todo se va a arreglar.

—¿Y bien? —se impacientó Charles.

Wells se deshizo suavemente del abrazo de Jane y contempló a Charles con visible antipatía.

—Síganme al desván.

Componiendo una suerte de cortejo fúnebre con Wells a la cabeza, subieron por una crujiente escalera que parecía a punto de desmigarse bajo sus pies. El desván había sido construido aprovechando el hueco entre el tejado y la segunda planta, por lo que, debido al techo bajo e inclinado y a la profusión de cachivaches lujuriosamente entremezclados que lo atestaban, transmitía una molesta sensación de asfixia. En un rincón, junto a la ventana que servía de respiradero, por la que se volcaban los últimos rayos del sol, se hallaba el extraño artilugio que debía de ser la máquina del tiempo, a juzgar por la devoción con que la contempló su primo, al que solo le faltó arrodillarse ante ella. Andrew también se acercó al artefacto, para examinarlo entre la curiosidad y el recelo.

A primera vista, la máquina capaz de derrumbar los muros que encerraban al hombre en el presente, se le antojó una especie de trineo sofisticado. Sin embargo, la oblonga peana de madera sobre la que había sido atornillada delataba que el fin de aquel cacharro no era desplazarse por el espacio, por el que solo podría hacerlo si se la arrastraba, y por su tamaño no se antojaba precisamente fácil de mover. Estaba cercada por una barra de latón que quedaba a la altura de la cintura, una mínima protección que debía saltarse para acceder al recio sillón que ocupaba su centro. El asiento tenía cierto aire de silla de barbero al que se le habían incorporado unos brazos de madera exquisitamente tallados, y estaba forrado de un terciopelo rojo un tanto chillón. Delante, sostenido por dos barras también de latón, adornadas con graciosas florituras, había un cilindro de mediano tamaño que ejercía de panel de mandos, y que llevaba incorporadas tres pantallas que mostraban, respectivamente, los días, los meses y los años. De una rueda adosada al lado derecho del cilindro, surgía una delicada palanca de cristal. Dado que no parecía haber en la máquina ninguna otra manivela o similar, Andrew dedujo que su funcionamiento dependía exclusivamente de la manipulación de aquella solitaria palanca. Tras el sillón había un complicado engranaje, semejante a un alambique, del cual brotaba un eje que sostenía por el centro el enorme plato que parecía resguardar la máquina, sin duda su pieza más espectacular. Aun mayor que un escudo espartano, estaba profusamente adornado de misteriosos símbolos, y todo parecía indicar que posiblemente girase. Por último, en el panel de control, había atornillada una plaquita en la que podía leerse: «construido por H. G. Wells».

—¿También es usted inventor? —preguntó boquiabierto Andrew.

—Claro que no, no sea ridículo —replicó Wells, fingiendo enojo—. Ya le he dicho que solo soy un simple escritor.

—Entonces, si no la ha construido usted, ¿de dónde ha sacado esta máquina?

Wells suspiró, como si le disgustara tener que dar explicaciones a aquellos desconocidos. Charles apretó aún más el revolver contra la sien de Jane, y dijo:

—Mi primo le ha hecho una pregunta, señor Wells.

El escritor lo contempló lleno de rabia, y luego volvió a suspirar.

—Al poco de publicar mi novela —dijo, comprendiendo que no le quedaba más alternativa que obedecer a los intrusos—, un científico se puso en contacto conmigo. Me dijo que llevaba años trabajando secretamente en una máquina para viajar en el tiempo, de aspecto muy similar a la que yo describía en mi libro. Estaba a punto de terminarla y ansiaba mostrársela a alguien, pero no sabía a quién. Consideraba, no sin razón, que se trataba de un invento peligroso, capaz de despertar la codicia de cualquiera. Mi novela le convenció de que yo era la persona más indicada para confiarle su secreto. Nos citamos un par de veces, con el objeto de conocernos, de ver si efectivamente podíamos confiar el uno en el otro, y enseguida descubrimos que sí, entre otras cosas porque ambos teníamos opiniones muy similares sobre los numerosos peligros que podía acarrear viajar en el tiempo. Acabó de construirla aquí mismo, en este desván. Y esa plaquita fue su entrañable manera de agradecerme mi colaboración. No sé si recuerdan mi libro, pero esta maravilla en nada se parece al horrendo armatoste que ilustra su portada. Tampoco funciona igual, naturalmente. Pero no me pregunten cómo lo hace: yo no soy un hombre de ciencia. Cuando llegó el momento de probarla, decidimos que a él correspondía tal honor; yo supervisaría la operación desde el presente. Como no sabíamos si la máquina resistiría más de un viaje, acordamos viajar a una época remota, pero nos preocupamos de que fuese también tranquila. Escogimos la era anterior a la que llegaron los romanos, en el que en este mismo lugar uno podía encontrarse con brujas y druidas, una época que, a priori, no debía entrañar excesivos peligros, a menos que los druidas quisieran sacrificarnos a alguna deidad. Mi amigo subió a la máquina, ajustó la fecha acordada y bajó la palanca. Lo vi desaparecer ante mis ojos. Dos horas después, la máquina regresó sola. Estaba en perfecto estado, aunque el asiento mostraba unas inquietantes salpicaduras de sangre todavía fresca. Desde entonces no he vuelto a ver a mi amigo.

Se hizo un silencio sepulcral.

—¿Y usted, la ha probado? —preguntó al fin Charles, dejando momentáneamente de apuntar a Jane.

—Sí —reconoció Wells, no sin cierta vergüenza—. Pero solo he hecho pequeños viajes exploratorios, de cuatro o cinco años al pasado, no más. Aunque no me he arriesgado a cambiar nada, temiendo las consecuencias que eso pudiera tener sobre el tejido del tiempo. Ni siquiera me he atrevido a adentrarme en el futuro. No sé, carezco del espíritu aventurero del inventor de mi novela, todo esto me queda grande. En realidad, pensaba destruirla.

—¿Destruirla? —se escandalizó Charles—. ¿Por qué?

Wells se encogió de hombros, dando a entender que no tenía del todo claro la respuesta a esa pregunta.

—Ignoro lo que le sucedió a mi amigo —respondió—. Tal vez haya alguien vigilando el tiempo, dispuesto a disparar sin miramientos a todo aquel que pretenda cambiar el pasado en su provecho, quién sabe. O tal vez su desaparición sea solo un accidente. De todos modos, no sé qué hacer con su insólita herencia —señaló la máquina con gesto consternado, como si contemplara una cruz con la que estaba obligado a cargar cada vez que salía a pasear—. No me atrevo a darla a conocer porque ni siquiera puedo imaginar cómo transformaría eso el mundo si sería para bien o para mal. ¿Se han preguntado alguna vez qué es lo que convierte en responsables a los hombres? Yo se lo diré: que solo tienen una oportunidad de hacer cada cosa. Si existieran máquinas que nos permitieran corregir hasta nuestros errores más estúpidos viviríamos en un mundo lleno de irresponsables. En realidad, solo puedo darle un uso personal bastante ridículo, teniendo en cuenta su potencial. ¿Y si algún día me vence la tentación y decido emplearla con fines personales, para cambiar algo del pasado o para viajar al futuro con la intención, por ejemplo, de robar algún increíble invento con el que mejorar mi presente? Estaría traicionando el sueño de mi amigo… —dejó escapar un suspiro de abatimiento—. Como ven, esa máquina tan extraordinaria empieza a resultarme un engorro.

Tras decir aquello contempló a Andrew de pies a cabeza, largamente, con una atención que resultaba un tanto intimidatoria, como si fuera a fabricarle un ataúd a ojo.

—Sin embargo, usted quiere usarla para salvar una vida —reflexionó casi para sí mismo—. ¿Qué propósito puede existir más noble que ése? Quizás, si le permito hacerlo y lo consigue, la existencia de la máquina quede justificada.

—Exacto: ¿qué puede haber más noble que salvar una vida? —ratificó Charles, en vista de que a su primo la inesperada aprobación de Wells parecía haberlo dejado mudo—. Y le aseguro que Andrew lo conseguirá —se colocó a su lado y le palmeó el hombro con entusiasmo—. Mi primo acabará con el Destripador y salvará a Marie Kelly.

Wells vaciló. Miró a su esposa, buscando su conformidad.

—Oh, Bertie, ayúdalo —exclamó Jane, llena de excitación—, es tan romántico.

Wells volvió a contemplar a Andrew, intentando ocultar el brote de envidia que el comentario de su esposa había provocado en su interior. Pero en el fondo sabía que Jane había acertado al usar aquella palabra para adjetivar la gesta que el joven pretendía realizar. En su metódica existencia no cabían amores como aquél, de esos que provocaban cataclismos, que desencadenaban guerras donde resultaba imprescindible la presencia de gigantescos caballos de madera; amores, en fin, que podían conducir a la muerte al menor traspiés. No, él nunca sabría en qué consistía aquello. Nunca sabría qué era perder el control, arder, rendirse al instinto. Aun así, pese a su incapacidad para abandonarse a esas pasiones tan fogosas como maléficas, pese a su espíritu práctico y vigilado, que solo arriesgaba en escarceos inofensivos que jamás pudieran degenerar en obsesiones malsanas, Jane le amaba, y aquello, de pronto, se le antojó un milagro inexplicable, un milagro por el que debía dar gracias.

—De acuerdo —concedió, repentinamente de buen humor—. Hagámoslo: ¡acabemos con el monstruo y salvemos a la chica!

Contagiado por aquel entusiasmo creciente, Charles sacó del bolsillo de su aturdido primo el recorte de la muerte de Marie Kelly, y se acercó al escritor para consultarlo juntos.

—El crimen ocurrió el 7 de noviembre de 1888, alrededor de las cinco de la madrugada —señaló—. Sería cuestión de que Andrew llegara unos minutos antes y esperase al Destripador escondido en las inmediaciones del cuarto de Marie Kelly, para dispararle en cuanto ese hijo de perra apareciera.

—Parece un buen plan —reconoció Wells—. Pero hemos de tener en cuenta que la máquina se desplaza únicamente por el tiempo, no por el espacio. Eso significa que no se moverá de aquí. Tendremos que darle un margen de al menos un par de horas para que su primo disponga del tiempo suficiente para llegar a Londres.

Alborozado como un niño, Wells se dirigió a la máquina y trasteo en el panel de mandos.

—Listo —exclamó cuando terminó de ajustar los controles—. La he preparado para que transporte a su primo al 7 de noviembre de 1888. Ahora solo hemos de esperar a que sean las tres de la madrugada para emprender el viaje, de ese modo podrá llegar a Whitechapel con el tiempo suficiente para impedir el crimen.

—Perfecto —exclamó Charles.

Tras aquello, los cuatro se miraron en silencio, sin saber en qué emplear las horas que todavía faltaban para poder realizar el viaje en la máquina. Afortunadamente, había una mujer entre ellos.

—¿Han cenado, caballeros? —preguntó Jane, haciendo gala del espíritu práctico propio de su sexo.

Apenas una hora después, Charles y Andrew pudieron descubrir empíricamente que el escritor se había casado con una excelente cocinera. Apretados en la mesa de la angosta cocina, devorando uno de los asados más sabrosos que habían probado jamás, era más fácil dejar correr las horas hasta que la noche ahondara en la madrugada. Durante la cena, Wells se interesó por los viajes al año 2000, y Charles no escatimó en detalles. Con la sensación de estar narrando el argumento de una de esas disparatadas novelitas que tanto le gustaban, les contó cómo habían atravesado la cuarta dimensión en un tranvía temporal llamado Cronotilus, hasta alcanzar el devastado Londres del futuro donde, escondidos tras unas rocas, los turistas temporales habían asistido a la última batalla entre el malvado Salomón y el bravo capitán Derek Shackleton. Pero las preguntas que hacía Wells eran tantas, que al terminar su narración, Charles no pudo sino preguntarle por qué no había participado en alguna de las expediciones, si tanto le interesaba el devenir de aquella guerra del futuro. Wells enmudeció de pronto y, en el silencio posterior, Charles comprendió que lo había ofendido sin pretenderlo.

—Perdone mi pregunta, señor Wells —se apresuró a disculparse—. Acabo de caer en la cuenta de que no todo el mundo dispone de cien libras.

—Oh, no se trata de dinero —lo interrumpió Jane—. El señor Murray ha enviado a Bertie varias invitaciones para que forme parte de uno de sus viajes, pero él las ha rechazado todas.

Dijo esto último contemplando a Wells, quizás con la esperanza de que su esposo se animara a explicar el porqué de aquellos rechazos sistemáticos. El escritor, sin embargo, se limitó a clavar sus ojos en el cordero con un rictus funesto.

—Es evidente que nadie querría viajar en un tranvía atestado de personas si pudiese hacer el mismo recorrido en un lujoso carruaje —intervino entonces Andrew.

Los tres observaron al joven y, tras unos segundos en los que se interrogaron entre ellos con la mirada, asintieron lentamente.

—Pero hablemos de lo que verdaderamente nos interesa —dijo entonces Wells, súbitamente animado, limpiándose la grasa del cordero en una servilleta—. En uno de los viajes exploratorios que realicé con la máquina, me desplacé seis años al pasado, y aparecí en ese mismo desván, cuando en la casa vivían sus anteriores inquilinos. Si no recuerdo mal, tenían un caballo amarrado en el jardín. Le sugiero que se descuelgue por la enredadera silenciosamente, para no despertar a los dueños. Luego coja el caballo y diríjase a Londres lo más rápido que pueda. Cuando mate al Destripador, regrese de nuevo aquí. Suba a la máquina, ponga la fecha de hoy, y tire de la palanca hacia abajo. ¿Le ha quedado claro?

—Sí, muy claro… —logró balbucir Andrew.

Charles, reclinado en su silla, lo contempló con ternura.

—Vas a cambiar el pasado, primo… —dijo, soñador—. Aún no puedo creerlo.

Jane trajo entonces una botella de jerez, y sirvió una copa a sus invitados. Bebieron lentamente, mirando sus relojes de tanto en tanto con visible impaciencia, hasta que el escritor dijo:

—Bueno, ha llegado la hora de rescribir la Historia.

Dejó la copa sobre la mesa y con un gesto solemne de cabeza, los condujo de nuevo al desván. Allí seguía esperándoles la máquina.

—Toma, primo —dijo Charles, tendiéndole la pistola a Andrew—. Ya está cargada. Cuando vayas a disparar a ese malnacido, apunta al pecho, es lo más seguro.

—Al pecho —repitió Andrew, tomando la pistola con mano temblorosa y guardándosela rápidamente en el bolsillo, para que ni Wells ni su primo tuvieran tiempo de reparar en el miedo que lo atenazaba.

Ambos lo tomaron del brazo y lo condujeron ceremoniosamente hacia la máquina. Andrew pasó las piernas por encima de la barra de latón y ocupó el asiento. Lo envolvía una nube de irrealidad que sin embargo no le impidió reparar con una mezcla de grima y temor en las oscuras salpicaduras que engalanaban la silla.

—Ahora présteme atención —pidió Wells con tono autoritario—. Intente no mantener contacto con nadie, ni siquiera con su amada, por muchas ganas que tenga de volver a verla viva. Limítese a matar al Destripador y a regresar por donde ha venido antes de que aparezca su yo del pasado. Ignoro qué consecuencias podría acarrear ese encuentro contra natura, pero sospecho que provocaría una catástrofe en el tejido del tiempo, un cataclismo que quizás destruyera el mundo. Ahora, dígame: ¿me ha entendido?

—Sí, no se preocupe —murmuró Andrew, más intimidado por la severidad con la que le hablaba Wells que por las fatales consecuencias que, si no ponía cuidado, ocasionaría su capricho de salvar a Marie Kelly.

—Otra cosa —dijo Wells volviendo a la carga, aunque en un tono menos conminatorio esta vez—. El viaje no sucederá como en mi novela. Desgraciadamente no verá a los caracoles marchar hacia atrás. Me temo que pequé de poético. Los efectos que produce viajar en el tiempo son mucho menos hermosos. En cuanto baje la palanca observará un crepitar de energía, que casi inmediatamente dejará paso a un resplandor cegador. Eso será todo. Luego, sencillamente, estará en 1888. Es posible que tras el desplazamiento sufra mareos o náuseas, pero espero que eso no dañe su puntería —concluyó con ironía.

—Lo tendré en cuenta —musitó Andrew, francamente atemorizado.

Wells asintió satisfecho. Al parecer, ya no le quedaban más consejos que darle, dado que a continuación se puso a revolver en una estantería próxima abarrotada de trastos. Los demás lo observaron hacer en silencio.

—Si no le importa —dijo, cuando al fin encontró lo que buscaba—, guardaremos su recorte en esta cajita. Cuando regrese la abriremos y comprobaremos si ha logrado cambiar el pasado. Si su misión tiene éxito, supongo que el titular anunciará la muerte de Jack el Destripador.

Andrew asintió sin demasiada convicción y le entregó el recorte. Charles se acercó entonces a él, le colocó con solemnidad una mano en el hombro y le dedicó una sonrisa de aliento, en la que a Andrew le pareció percibir también un rastro de preocupación. Cuando su primo se retiró, Jane se acercó a la máquina y le deseó suerte, depositándole un ligero beso en la mejilla. Wells asistió al ceremonial con una sonrisa radiante, visiblemente complacido.

—Usted es un pionero, Andrew —anunció cuando concluyeron las muestras de ánimo, como si creyera que a él correspondía cerrar el acto con un comentario de los que se esculpen en mármol—. Disfrute del viaje. Si en las próximas décadas los viajes temporales se convierten en algo habitual, probablemente cambiar el pasado se considerará un delito.

Luego, para terminar de inquietar a Andrew, les pidió a los demás que retrocedieran unos pasos, no fueran a quedar chamuscados por la energía que iba a desatarse alrededor de la máquina en cuanto su ocupante bajara la palanca. Andrew los contempló alejarse intentando disimular el desvalimiento que sentía. Respiró hondo, luchando por sobreponerse tanto al miedo como al abotargamiento que lo embargaba. Iba a salvar a Marie, se dijo con el propósito de infundirse ánimos. Iba a viajar al pasado, a la noche de su muerte, y disparar a su asesino antes de que tuviera tiempo de destriparla, cambiando así la historia, y eliminando de paso los ocho años de dolor que había padecido. Miró la fecha registrada en el panel, aquella fecha maldita que había arruinado su existencia. No podía creer que pudiera salvarla, pero para vencer su incredulidad solo tenía que bajar aquella palanca. Sencillamente eso. Entonces daría igual si creía o no en los viajes en el tiempo. Colocó sobre ella su mano temblorosa, revestida de sudor, y sintió el frío del cristal refrescando su palma como algo incomprensible, absurdo por lo que la sensación tenía de familiar, de prosaico. Contempló con gravedad a las tres figuras que aguardaban expectantes junto a la puerta del desván.

—Adelante, primo —lo animó Charles.

Y Andrew bajó la palanca.

Al principio, no sucedió nada. Pero enseguida escuchó una especie de ronroneo tenue y sostenido, una leve vibración del aire, que le hizo sentir como si estuviese oyendo la digestión del mundo. De repente, aquel soniquete adormecedor dejó paso a un crujido sobrenatural, y un resplandeciente látigo de luz azul cortó la oscuridad del desván. A aquél le siguió otro, precedido por el mismo chasquido atronador, y luego otro más, y otro, chisporroteando en todas direcciones, como si quisieran comprobar las dimensiones de la habitación. De repente, Andrew se encontró en el centro de una tormenta de relámpagos a escala, azulados e incesantes, a cuya otra orilla se hallaban Charles, Jane y Wells, quien había estirado los brazos ante ellos, no supo Andrew si en un intento de protegerlos de los violentos chispazos o de impedir que corrieran en su auxilio. El aire, quizás el mundo, puede que el tiempo, o todo a la vez, se resquebrajaba ante sus ojos. La realidad misma se rompía. Entonces, de improviso, y tal y como le había anunciado el escritor, lo cegó un intenso resplandor que hizo desaparecer el desván. Apretó los dientes para reprimir un grito, al tiempo que lo embargaba una sensación de caída.