De ese modo había irrumpido en su vida el canasto de mimbre, que enseguida comenzó a sacudir a un sorprendido Wells con ráfagas de buena suerte, llevándose el polvo de las desgracias pasadas acumulado en su traje. Al poco de la aparición del cesto, obtuvo la licenciatura de Ciencias con matrícula de honor en Zoología, empezó a impartir cursos de biología en el Instituto Universitario por Correspondencia, ocupó el cargo de redactor jefe del University Correspondent, y comenzó a escribir breves y sueltos para el Educational Times, amasando en poco tiempo una sorprendente suma de dinero que le hizo reponerse de la desilusión que le había provocado la escasa repercusión obtenida por su relato, renovando su confianza en sí mismo. Se acostumbró entonces a reverenciar al canasto cada noche, dedicándole una larga y afectuosa mirada, y acariciando con sus dedos el firme trenzado de sus mimbres, un sencillo ritual que aún seguía practicando a escondidas de Jane, y que bastaba para inflamar su espíritu hasta el punto de hacerle sentir invencible, poderoso, capaz de cruzar el Atlántico a nado o de vencer a un tigre con sus propias manos.
Pero de poco tiempo dispuso Wells para disfrutar de sus logros, pues en cuanto los miembros de su deshilachada familia se percataron de que el pequeño Bertie empezaba a transmutarse en un individuo pudiente, le encomendaron preservar su maltrecha y amenazada cohesión. Sin molestarse en protestar, Wells asumió resignado su papel de guardián del clan, sabiendo que ninguno de sus integrantes estaba ya capacitado para hacerlo: su padre se había deshecho al fin del engorroso lastre que le suponía el negocio de porcelanas y se había ido a vivir a una casa de campo de Nyewood, una minúscula aldea al sur de Rogate, desde donde alcanzaba a ver la loma de Karting Down y los álamos de Uppark, y en aquella casa diminuta fue amontonándose con el tiempo el resto de la familia, como desechos arrastrados por la marea de la vida. El primero en embarrancar allí fue su hermano Frank, que unos años antes había dejado la pañería para convertirse en vendedor ambulante de relojes, ocupación en la que no había tenido demasiado éxito, como pregonaban los dos enormes baúles que trajo consigo, para rebañar aún más espacio del poco que había en la pequeña casa de Nyewood, y de cuyo interior brotaba un zumbido sostenido y cargante, urdido por el remanente de relojes que no había logrado vender y que rebullía allí dentro como una colonia de escandalosas arañas mecánicas. Al poco, apareció Fred, al que habían despedido sin contemplaciones de la empresa en la que trabajaba en cuanto el hijo del patrón tuvo la edad necesaria para ocupar el sillón que su confiado hermano le había estado calentando sin saberlo. Al encontrarse de nuevo juntos, y con un techo sobre sus cabezas, sus hermanos se dedicaron a lamerse mutuamente las heridas y, contagiados por la inconsciente actitud paterna, no tardaron en acoger con buen humor aquel último azote de la vida. Y finalmente llegó su madre, a la que una súbita sordera que la volvió inútil y quisquillosa le granjeó la expulsión de su querido paraíso de Uppark. Frances fue la única que no regresó, tal vez porque sospechaba que allí no iba a disponer de tanto espacio como en su pequeño ataúd de niña. Pero eran demasiados, de todos modos, y continuar con sus clases maratonianas al tiempo que debía proteger de las alimañas aquel nido alborotado por el guirigay de los relojes de Frank, aquel lazareto de alegres descalabrados que apestaba a tabaco de picadura y a cerveza derramada, exigía a Wells un esfuerzo tan terrible que acabó traduciéndose en un vómito de sangre que lo derrumbó en las escaleras de la estación de Charing Cross.
El diagnóstico era claro: tuberculosis. Y aunque no tardó en recuperarse, aquel ataque había sido una advertencia: la vida de desvelos y esfuerzos que arrastraba debía concluir si no quería que la siguiente arremetida fuera algo más que un aviso. Wells lo aceptó con espíritu práctico. Había comprobado que, bajo un viento favorable, disponía de sobrados recursos para sobrevivir, así que no le fue difícil planear una nueva estrategia vital. Dejó la enseñanza y se propuso vivir únicamente de la escritura, lo que le permitiría trabajar en casa sin más horarios y presiones que los que él se impusiera, llevar, en fin, la existencia tranquila que reclamaba su delicada salud. Se dedicó pues a inundar de artículos los diarios locales, escribió algún ensayo para el Fortnightly Review y, tras mucho insistir, logró que le ofrecieran un hueco en las páginas del Pall Mall Gazette. Eufórico por los éxitos obtenidos, y buscando el preciado aire puro que demandaban sus castigados pulmones, se mudaron a una casa de campo cercana a North Downs, en Sutton, una de las pocas zonas que aún no habían sido invadidas por los suburbios londinenses. Y por un tiempo, Wells creyó que en aquella existencia plácida y resguardada iba a consistir ya su vida, pero nuevamente se equivocó: aquello solo era un simulacro de paz. El azar, al parecer, debía considerarlo una de sus marionetas más entretenidas, pues una vez más decidió alterar el curso de su vida, aunque revistiendo en esta ocasión el nuevo volteo con el simpático y popular barniz de los amores irremediables.
Amy Catherine Robbins, a la que él apodaba Jane, había sido una antigua alumna suya con la que había establecido un trato amable en las aulas y a la que, durante el camino que casualmente debían hacer juntos hacia la estación de Charing Cross para tomar sus respectivos trenes, Wells no había podido evitar hechizar con su graciosa elocuencia, sin más intención que dejarse inundar por el vanidoso placer que le producía poder fascinar mediante la palabra a una muchacha tan hermosa y adorable. Pero aquellas conversaciones plácidas y sin propósito acabaron dando frutos inesperados. Fue Isabel, su propia esposa, quien se lo hizo ver al regreso de un fin de semana en Putney, invitados por Jane y su madre, asegurándole que, tanto como si él se lo había propuesto como si por el contrario había sido un accidente, aquella muchachita se había enamorado perdidamente de él. Wells solo pudo arquear una ceja cuando su esposa le conminó a dejar de relacionarse con su exalumna si de verdad quería que su matrimonio sobreviviera. Escoger entre aquella mujer que repelía sus caricias y la risueña y aparentemente desinhibida Jane no era una elección demasiado difícil, así que Wells empaquetó sus libros, sus enseres y la cesta de mimbre y se mudó a una miserable madriguera en Mornington Place, situada en un barrio deteriorado del noroeste de Londres, en la frontera entre Euston y Camden Town. Le hubiese gustado abandonar su hogar azuzado por una pasión vehemente, pero de esa parte se encargaba Jane. Él lo había hecho movido simplemente por la lúdica curiosidad que le provocaba su cuerpecito insinuándose bajo sus vestidos, y sobre todo tentado por la posibilidad de cambiar su rutina, de buscarse otra vida ahora que ya podía prever cómo discurriría la que tenía.
Su primera impresión, sin embargo, fue que el amor le había llevado a cometer un gran error. No solo había ido a parar al peor lugar posible para sus torturados pulmones, un barrio de aire emponzoñado en el que el hollín del carbón que acarreaban los vientos se mezclaba fatalmente con el humo que escupían a su paso las locomotoras que se dirigían al norte, sino que la madre de Jane, convencida de que su pobre hija había caído en las garras de un degenerado, ya que Wells aún continuaba casado con Isabel, se había trasladado a vivir con ellos, decidida a minar la paciencia de la pareja con sus continuos y virulentos reproches. Aquellos imprevistos, a los que había que sumar la inquietante certidumbre de que iba a resultarle imposible mantener con sus artículos nada menos que tres hogares, llevó a Wells a tomar el canasto y encerrarse con él dentro de uno de los armarios de la casa, únicos espacios libres de la fastidiosa presencia de la señora Robbins. Allí escondido, entre abrigos y sombreros, acarició sus mimbres durante horas, tratando así de reactivar su magia perdida, como Aladino con su lámpara maravillosa.
Podía considerarse una estrategia absurda o desesperada, incluso patética, pero lo cierto es que al día siguiente de haberle administrado aquellas friegas al canasto, Lewis Hind, el encargado de las páginas de literatura del suplemento semanal de la Gazette lo mandó llamar. Necesitaba a alguien que pudiera escribir piezas de ficción con un cierto aire científico, pequeños cuentos que reflejasen e incluso vaticinaran hasta dónde podía llegar aquella imparable erupción de inventos empeñada en transformar una y otra vez la fisonomía del siglo. Hind estaba convencido de que él era la persona idónea para ello. Lo que le estaba proponiendo, en fin, era que volviera a desempolvar su sueño de la infancia, que llevara a cabo una nueva intentona por ver si podía convertirse en escritor. Wells aceptó el ofrecimiento, y pergeño en pocos días un relato titulado El bacilo robado, que satisfizo plenamente a Hind y le reportó cinco guineas. El cuento también llamó la atención de William Ernest Henley, director del National Observer, que se apresuró a brindarle sus páginas, convencido de que aquel joven sería capaz de confeccionar historias mucho más ambiciosas si disponía de mayor espacio para correr. A Wells le entusiasmó y amedrentó a partes iguales que le dieran la posibilidad de escribir para una revista tan prestigiosa, que en aquel momento estaba publicando por entregas El negro del Narcissus, de su admirado Conrad. Ya no se trataba de breves ni de columnas ni de pequeñas historias. Ahora su imaginación podría fluir libremente, como debía ser, pues el espacio que se le ofrecía era la distancia de un escritor.
Wells aguardó la cita con Henley en un estado de nervios lindante con el colapso. Desde que fuera convocado por el mítico director del National Observer, había estado revolviendo entre las muchas ideas que atesoraba en su mente en busca de una lo suficientemente original y atractiva con la que sorprender al fogueado editor, pero ninguna le había parecido digna de su oferta. La cita se aproximaba y Wells seguía sin una buena historia que proponerle. Fue entonces cuando recurrió al canasto y reparó en que, aunque aparentemente vacío, estaba lleno de novelas. El cesto era una cornucopia a la que bastaba sacudir un poco para que vertiera su torrentera de ideas. Se trataba, evidentemente, de una imagen exagerada, con la que Wells no estaba sino disfrazando de un modo poético lo que en realidad le sucedía cuando contemplaba el canasto: inevitablemente se acordaba de la conversación que había mantenido con Merrick y, por increíble que le resultase, cada vez que la evocaba descubría, como una pepita de oro en el lecho cenagoso de un río, una idea lo suficientemente válida para sustentar una novela. Era como si Merrick, ya fuese de un modo deliberado o por puro azar, lo hubiese abastecido de ideas y argumentos para varios años mientras fingían que solo tomaban el té. Recordó el disgusto que había mostrado porque el doctor Nebogipfel no se hubiese animado a viajar al futuro, a adentrarse en el misterio intrigante del mañana, y aquel despiste le pareció a Wells digno de subsanarse ahora, que contaba con el mayor bagaje que le habían prestado sus numerosos artículos.
Así pues, sacrificó sin miramientos al cargante Nebogipfel y lo sustituyó por un respetable científico al que ni siquiera puso nombre, sumiéndolo en un anonimato en el que cualquier inventor pudiera verse representado, que incluso encarnara la idea arquetípica del científico del nuevo siglo que venía. Y, en un intento por convertir su idea del viaje en el tiempo en algo más que una simple fantasía pueril, le aplicó el ligero barniz científico con que cubría las historias que había escrito para Hind, sirviéndose para ello de una teoría que ya había desarrollado en anteriores ensayos en el Fortnightly Review: el tratamiento del tiempo como la cuarta dimensión de un universo solo en apariencia tridimensional. Aquella idea podía cobrar mucha más majestuosidad si la empleaba para arropar el funcionamiento del artefacto que permitiría al protagonista de su novela corretear a su antojo por la corriente temporal. Algunos años antes había sido juzgado por fraude Henry Slade, un médium norteamericano que, aparte de alardear de su capacidad de comunicación con los espíritus de los muertos, introducía en su sombrero de mago nudos, caracolas y conchas de moluscos para extraer luego una versión idéntica, pero con las espirales girando en sentido contrario, como si las hubiese tomado del interior de un espejo. Slade aseguraba que su sombrero escondía un pasadizo secreto a la cuarta dimensión, lo que explicaba la insólita inversión que sufrían los objetos. Para sorpresa de muchos, el médium fue defendido por algunos físicos prestigiosos, como el catedrático de Física y Astronomía Johann Zöllner, que argumentaron que lo que quizás pareciera una estafa desde una perspectiva tridimensional no lo era en un mundo que incorporase una cuarta dimensión. El juicio tuvo en vilo a todo Londres, y aquello, sumado a los estudios del matemático Charles Hinton, que había ideado el hipercubo, un cubo desfasado en el tiempo que reunía cada instante en el que había existido pero todos ellos sucediendo a la vez, y que por supuesto la imperante y obsoleta visión tridimensional del hombre le impedía ver, le hizo cobrar consciencia a Wells de que la idea de la cuarta dimensión flotaba en el aire. Nadie tenía claro en qué consistía tal cosa, pero la acuñación era tan enigmática y sugerente que la sociedad ansiaba, incluso exigía, su existencia. Para la mayoría, el mundo conocido resultaba un lugar aburrido y hostil, pero eso se debía simplemente a que no podía percibirse en su totalidad. Ahora a la gente le consolaba pensar que, del mismo modo que un asado insípido ganaba con una buena guarnición, el universo mejoraba si imaginaban que no se reducía a lo que veían, sino que tenía una parte oculta y misteriosa con la que podía ser ampliado. La cuarta dimensión ponía, en fin, un toque de magia en el prosaico orbe que habitaban, les hablaba de la existencia de un mundo distinto que podía albergar los anhelos que el mundo oficial rechazaba. Y era una sospecha que se sostenía en hechos palpables, como la creación de la Sociedad para la Investigación Psíquica que acababa de fundarse en el mismo Londres. Por otro lado, Wells debía soportar casi a diario por aquel entonces los tediosos debates sobre la naturaleza del tiempo en los que se enzarzaban sus compañeros de la Escuela de Ciencias. Como suele decirse, una cosa llevó a la otra y, dado que cada iluminado convertía la cuarta dimensión en su cuarto de juegos particular, no le resultó difícil combinar ambas ideas para desarrollar su teoría del tiempo contemplado como una dimensión espacial más, por la que era tan posible desplazarse como por cualquiera de las otras tres.
Para cuando entró en el despacho de Henley visualizaba la novela con asombrosa claridad, lo que le permitió poder transmitírsela con la convicción y la vehemencia de un predicador. La historia del viajero en el tiempo constaría de dos partes. La primera contendría la explicación que del funcionamiento de la máquina ofrecería al grupo de invitados que había escogido para presentar su invento, integrado por un médico, un alcalde, un psicólogo y algún otro representante de la clase media y su incredulidad a batir. Al contrario que Verne, quien necesitaba capítulos enteros para exponer detalladamente el funcionamiento de sus artilugios, como si él mismo dudase de su verosimilitud, su explicación sería concisa y ligera, jalonada de ejemplos sencillos que permitieran a los lectores asimilar una idea quizás demasiado abstracta. Como saben, comentaría su inventor, las tres dimensiones espaciales —longitud, anchura y altura— se definen por referencia a tres planos, cada uno de ellos en ángulo recto con los otros. Sin embargo, en condiciones naturales, el desplazamiento del hombre por su mundo tridimensional no era completo. Podía moverse sin problemas por el largo y el ancho, pero no podía vencer la ley gravitatoria para desplazarse hacia arriba o hacia abajo libremente salvo usando un globo aerostático. De igual forma, el hombre estaba atrapado en el devenir del tiempo, por el que solo podía desplazarse de un modo mental —podía viajar al pasado mediante la evocación, y al futuro empleando la imaginación—, pero podría liberarse de esa prisión si dispusiera de una máquina que, como el globo aerostático, le permitiera vencer lo imposible, es decir, proyectarse físicamente al futuro acelerando la velocidad temporal, o retroceder al pasado disminuyéndola. Para ayudar a sus invitados a comprender la idea de una cuarta dimensión que venía a entroncar con las ya conocidas, el inventor les pondría el ejemplo del barómetro: su mercurio ascendía y descendía a lo largo de los días, pero la línea que representaba su movimiento no era trazada en ninguna dimensión admitida del espacio, sino en la dimensión del tiempo.
La segunda parte de la novela relataría el viaje que el protagonista, una vez despidiera a sus invitados, llevaría a cabo para probar su máquina, y que en honor a la memoria de Merrick, sería rumbo a los misteriosos océanos del futuro, un futuro del que trazó algunas rápidas pero sugerentes pinceladas ante el editor del Nacional Observer. Henley, un individuo enorme, casi un gigante, al que una chapucera intervención quirúrgica infligida en su juventud había condenado a vagar por el mundo apoyándose en una muleta, y en quien Stevenson se había inspirado a la hora de describir a John Silver el Largo, compuso un gesto de duda. Hablar sobre el futuro era arriesgado. En los mentideros literarios se rumoreaba que el mismísimo Verne había escrito una novela titulada París en el siglo XX, en la que mostraba el mundo del mañana, pero Jules Hetzel, su editor, había rehusado publicarla por considerar que su idea del año 1960, donde a los reos se les ejecutaba con una descarga eléctrica y existía una red de «telégrafos fotográficos» que permitía enviar el facsímil de un documento a cualquier parte del mundo, era tan ingenua como pesimista. Y al parecer Verne no había sido el único en vaticinar el futuro. Muchos otros lo habían intentado, y habían fracasado de igual modo. Pero Wells no se dejó amedrentar por las palabras de Henley. Se inclinó en su asiento y contraatacó, asegurándole que la gente quería leer sobre el futuro, Y que alguien debía atreverse a publicar la primera novela que hablara de él.
Y así fue cómo, en 1893, La historia del viajero del Tiempo empezó a serializarse en el prestigioso National Observer. Sin embargo, para la comprensible desesperación de Wells, la novela no alcanzó a publicarse en su totalidad, ya que los propietarios de la revista la vendieron y el nuevo consejo de administración se entregó a la purga propia en estos casos, en la que perecieron tanto Henley como su proyecto novelístico. Afortunadamente, Wells no dispuso de demasiado tiempo para regodearse en su mala suerte, pues Henley, como su alter ego stevensoniano, era un hueso duro de roer y enseguida se hizo con el timón de la New Review, en cuyas páginas le propuso volver a acoger el proyecto del viajero en el tiempo, e incluso convenció al tozudo editor William Heinemann para que publicara la novela en su editorial.
Animado por el irreductible Henley, Wells se dispuso a rematar dignamente su descalabrada obra. Pero como ya empezaba a ser costumbre, resultó una empresa trabajosa, entorpecida por los habituales obstáculos, si bien de naturaleza mucho menos gloriosa esta vez. Instigado por los médicos, había vuelto a trasladarse con Jane al campo, a las habitaciones de una modesta pensión en Sevenoaks. Pero en la caravana de cajas y baúles que encabezaba el cesto de mimbre, como un trasto que no se podía tirar, viajaba también la señora Robbins. Para entonces la madre de Jane había perfeccionado hasta lo indecible su papel de sanguijuela, haciendo mella incluso en la salud de su hija, que el incesante temporal de reprimendas había reducido a poco más que un guiñapo pálido y desecado. Como comprenderán, la mujer no necesitaba ninguna ayuda extra en su inacabable guerra contra Wells, aun así encontró un aliado inesperado en la dueña de la pensión, cuando ésta descubrió que cada noche en sus habitaciones arrendadas no se consumaba un matrimonio, sino el impío concubinato de una muchachita timorata con un depravado inculpado en un proceso por divorcio. Batallando en dos frentes abiertos, Wells apenas lograba la concentración necesaria para avanzar en su novela. Su único consuelo era que el tramo de la obra al que, mal que bien, intentaba dar forma, el viaje al futuro del protagonista, le interesaba mucho más que la parte ya escrita, pues le permitía reconducir la novela hacia el terreno de la alegoría social, donde podía reflejarlas inquietudes políticas que le borboteaban dentro.
Convencido de que en el lejano futuro la humanidad habría logrado desarrollarse plenamente a un nivel tanto científico como espiritual, el viajero del tiempo surcaba a lomos de su máquina las estepas del mañana, hasta detenerse en el año 802 701, una fecha escogida al azar, lo suficientemente remota como para poder corroborar in situ sus predicciones. Alumbrado por el tembloroso resplandor de una lámpara de parafina y amedrentado por las amenazas de la casera que la brisa de agosto acarreaba hasta su ventana, Wells relató de corrido y a trompicones la incursión de su inventor en un mundo que parecía todo él un jardín de ensueño. Para completar el hechizo, aquel edén estaba habitado por los elois, unos humanos extremadamente bellos y delicados, el primoroso resultado de una evolución humana que, aparte de enmendar las debilidades de la especie, había aprovechado también para desembarazarse en el camino de la fealdad, la rudeza y demás lastres estéticos. Según pudo comprobar el viajero una vez se mezcló con ellos, los frágiles elois llevaban una vida apacible, en armonía con la naturaleza, sin leyes ni gobiernos, libres también de enfermedades, estrecheces económicas o cualquier otro tipo de complicación que convirtiera la supervivencia en un esfuerzo. Tampoco parecían conocer el concepto de propiedad privada: todo se compartía en aquel vergel, en aquella suerte de paraíso social que encarnaba los mejores vaticinios de la Ilustración sobre el devenir de la civilización. Como un demiurgo benévolo y algo romanticón, Wells incluso hizo que el inventor entablara una amistosa relación con una eloi llamada Weena que, después de que la salvara de morir ahogada en el río, no dejaba de seguirlo a todas partes, embelesada como una niña por el carisma que exudaba el extraño. Frágil y menuda como una muñequita de Dresde, Weena aprovechaba el menor descuido del inventor para enjaezarlo con guirnaldas o abastecerle los bolsillos de flores, gestos que delataban un agradecimiento que no podía expresarle en su lengua, que aunque sonora y dulce al inventor le resultaba descorazonadoramente opaca.
Y una vez pintado tan idílico cuadro, Wells procedió a destrozarlo con una despiadada e irónica lucidez. Un par de horas de convivencia con los elois le bastaron al viajero para comprender que las cosas no eran como parecían: se hallaba ante unos seres indolentes, sin inquietudes culturales ni espíritu de superación, incapaces incluso de generar sentimientos elaborados, un hatajo de holgazanes imbuidos en un hedonismo que rayaba con la simpleza. En aquellos zánganos emocionales, sumidos en una decadente y casi testimonial existencia, había desembocado la raza humana al verse libre de las amenazas que hacían fermentar el coraje en el alma de los hombres, pues la inteligencia no afloraba donde no había cambio ni necesidad de cambio. Por si eso fuera poco, la inesperada desaparición de su máquina del tiempo hizo sospechar al inventor que los elois no eran los únicos habitantes de aquel mundo. Era evidente que debía existir otra presencia, dotada de la fuerza necesaria para arrastrar su máquina del sitio donde la había dejado y esconderla en el interior de una enorme esfinge que adornaba el paisaje. No se equivocaba: bajo la superficie de aquel paraíso de mentira moraban los morlocks, unas criaturas simiescas, temerosas de la luz diurna que, como no tardaría en descubrir con espanto, habían sufrido una regresión a un estado de canibalismo salvaje. Eran los morlocks quienes alimentan a los elois, con el propósito de cebar a sus vecinos de arriba para luego devorarlos en su mundo subterráneo. Pero pese a sus reprobables aficiones culinarias, el viajero tuvo que reconocer que también era en aquella raza feroz donde a duras penas sobrevivía la inteligencia de la humanidad, reducida a una triste zurrapa de raciocinio que el manejo de las máquinas que poblaban sus túneles les ayudaba a conservar.
Temiendo quedar varado en el futuro, sin posibilidad de regresar a su época, el inventor no tenía otro remedio que seguir los pasos de Eneas, Orfeo y Heracles y descender a los infiernos que suponía el reino de los morlocks en busca de su máquina, en la que, una vez recuperada, emprendía una enloquecida huida a través del tiempo, ahondando en el mañana, hasta encallar en una playa tétrica que se extendía bajo un cielo negruzco. Un rápido vistazo a aquel nuevo futuro, inundado por un aire enrarecido que escocía en los pulmones, le informó que la vida se había escindido en dos especies: unas enormes y algo chillonas mariposas blancas, y unos monstruosos cangrejos provistos de amenazantes pinzas de las que prefirió huir. Intrigado no ya por el destino del hombre, cuya existencia parecía haberse borrado sin remisión, sino por la suerte de la propia Tierra, el inventor proseguía su viaje avanzando a zancadas de mil años. En su siguiente parada, a más de treinta millones de años de su época, lo recibía un planeta desolado que casi había dejado de rotar, una peonza cansada apenas iluminada por un sol que expiraba lánguidamente. Una perezosa nevada se afanaba en sepultar bajo su blancuzca mortaja un paraje del que había desertado todo sonido que delatara vida. Eltrino de los pájaros, el balido de las ovejas, el zumbido de los insectos y los ladridos de los perros que trenzaban la partitura del mundo no eran ahora más que un dudoso recuerdo en la memoria del viajero. Reparaba entonces en una extraña criatura provista de tentáculos que chapoteaba en el mar rojizo que tenía delante, y un ligero temor barría su apesadumbrada tristeza, obligándolo a subir de nuevo en su máquina. Sobre el sillón, con el tiempo en sus manos, lo invadió un terrible hastío. No sentía ya curiosidad por ver los lúgubres cuadros que pudiesen aguardarlo más adelante en el futuro, tampoco por retroceder al pasado, ahora que sabía que todos los éxitos que había cosechado el hombre eran un desvelo baldío, y decidió que había llegado el momento de regresar a la época a la que verdaderamente pertenecía. En su viaje de regreso terminó cerrando los ojos, pues fue incapaz de ver cómo el mundo reverdecía a su alrededor, cómo el sol recobraba su sofocado fulgor, cómo se erguían de nuevo las casas y los edificios que testimoniaban los logros y las modas de la arquitectura humana, ahora que la marcha atrás convertía la extinción en un falso renacimiento, y solo volvió a abrirlos una vez lo asediaron los familiares muros de su laboratorio. Entonces giró la palanca y el mundo dejó de ser una vaga nebulosa para adquirir su habitual consistencia.
Una vez de regreso en su época, escuchaba voces y ruido de platos en el comedor, y descubría que había detenido su máquina justo el jueves siguiente a su partida. Tras detenerse, unos minutos a recuperar el aliento, el inventor aparecía ante sus invitados, aunque no lo impulsaba tanto el deseo de compartir con ellos su historia como el fragante olor del asado, que constituía una tentación irresistible tras la dieta de fruta a la que había sido sometido en el futuro. Después de matar su hambre con salvaje apetito para asombro de sus invitados, que contemplaban atónitos su palidez cadavérica, los abundantes cortes de su cara y los extraños manchurrones que engalanaban su chaqueta, el viajero pasaba a relatarles al fin su aventura. Por supuesto, nadie creía su fabulosa aventura, por mucho que les mostrara las extrañas flores blancas que todavía conservaba en los bolsillos o el lamentable estado en que había quedado su máquina. En el epílogo de la novela, Wells dejaba al narrador, uno de los invitados del viajero del tiempo, acariciando las extrañas flores mientras hacía una reflexión esperanzadora: aun cuando la inteligencia y la fuerza hayan desaparecido, la gratitud seguirá latiendo en el corazón del hombre.
Cuando finalmente vio la luz en mayo de 1895, bajo el título de La máquina del tiempo, la novela causó un gran revuelo. En agosto Heinemann ya había producido seis mil copias en rústica y mil quinientas en tapa dura, y todo el mundo hablaba de ella, aunque no por lo que tenía de revulsiva. Wells se había esforzado en ofrecer una visión tan metafórica como demoledora de las consecuencias últimas que acarrearía la rígida sociedad capitalista. ¿Quién no iba a entrever en los morlocks el resultado evolutivo de la clase obrera, embrutecida por las pésimas condiciones laborales y extenuantes jornadas de trabajo de sol a sol, una labor que el mundo iba desplazando discretamente a los lugares subterráneos, reservando la superficie para el pavoneo de las clases acomodadas? Con el propósito de sacudir la conciencia de los lectores Wells incluso había invertido los roles sociales, haciendo que los elois, inútiles y bellos como los reyes carolingios, fuesen el alimento de los morlocks, quienes, pese a su deformidad y barbarie, presidían la cadena alimenticia. Sin embargo, para su sorpresa, todos sus intentos por concienciar a la población palidecieron ante la excitación social que desató la idea del viaje en el tiempo. Pero una cosa estaba clara: fuera por lo que fuese, aquella novela escrita bajo unas condiciones tan desfavorables, y que incluso había tenido que publicarse acompañada de un catálogo publicitario con el que otorgar cierto empaque de libro a una obra de poco más de cuarenta mil palabras, le había abierto las puertas de la gloria o al menos lo había acercado a ellas. Y eso era mucho más de lo que había esperado cuando escribió la primera de aquellas cuarenta mil palabras.
Lo primero que hizo al encontrarse convertido en un autor de éxito, fue quemar todos los ejemplares que pudo encontrar de Los argonautas del tiempo, aquel desvarío juvenil, como un asesino que limpiara las huellas de su crimen. No quería que se descubriera que la perfección que todos achacaban a La máquina del tiempo era el resultado de un largo tanteo, que no había surgido tal cual de su mente presumiblemente extraordinaria. Luego trató de disfrutar de la fama, aunque no le resultó fácil. Era un autor de éxito, sí, pero era un autor de éxito con una extensa familia que mantener. Y aunque Jane y él se habían casado y mudado a una casa con jardín en Woking —entre las sombrereras de Jane, como un patito entre pollos, había viajado el canasto—, Wells no podía permitirse bajar la guardia. Un alto para descansar era impensable. Tenía que continuar escribiendo, cualquier cosa, lo que fuese, aprovechando que los escaparates estaban rendidos a sus pies.
Aquello no supuso ningún problema para Wells, por supuesto. Le bastó con recurrir al canasto. De su interior, cual prestidigitador hurgando en su chistera, Wells sacó otra novela, titulada La visita maravillosa. En ella narraba cómo una noche de agosto, calurosa y húmeda, un ángel se despeñaba del cielo para ir a caer en los pantanos de un pueblecito llamado Sidderford. Al enterarse de la llegada de aquel ave extraordinaria, el vicario del pueblo, ornitólogo aficionado, salía con su escopeta dispuesto a darle caza, e incluso llegaba a destrozarle de un balazo su hermoso plumaje, antes de compadecerse de él y trasladarlo a su vicaría para curarlo. Aquel trato familiar hacía comprender al vicario que aunque diferente, el ángel era una criatura admirable y dulce de la que tenía mucho que aprender.
Al igual que La isla del doctor Moreau, la novela que escribiría apenas unos meses después, el argumento de esa obra no le pertenecía, pero Wells intentó no verlo como un expolio, sino como su particular homenaje a la memoria de aquel hombre excepcional llamado Joseph Merrick, quien había fallecido, del espantoso modo que auguró Tresves, dos años después de la inolvidable ceremonia de té. Y ciertamente le parecía un homenaje más considerado que el que le había hecho el propio cirujano quien, según había oído, ahora exhibía su torcido esqueleto en un museo que había instalado en el Hospital de Londres. Tal y como le dijo aquella tarde, Merrick había pasado a la Historia.
Y La máquina del tiempo, esa obra de escritura embrollada que tanto le debía, quizás lograra hacer lo mismo con él. Quién podía saberlo. De momento, le había deparado más de una sorpresa, se dijo, recordando la máquina del tiempo, idéntica a la que había descrito en su novela, que tenía oculta en el desván.
El crepúsculo había comenzado a macerar el mundo, envolviéndolo en una luz cobriza que ennoblecía todo cuanto tocaba, incluyendo a Wells, que sentado y quieto en la cocina, parecía una escultura de sí mismo hecha de harina. Sacudió la cabeza para espantar los recuerdos que había desencadenado la virulenta crítica del Speaker y tomó el sobre que esa tarde había aparecido en su buzón. Esperaba que no fuera la carta de otro periódico invitándole a predecir el futuro. Desde la publicación de La máquina del tiempo la prensa parecía haberlo erigido en oráculo oficial, y no cesaban de exhortarlo para que exhibiera entre sus páginas sus presuntas dotes adivinatorias. Pero tras abrir el sobre comprobó que esta vez no le requerían ningún vaticinio. Lo que tenía en las manos era un folleto publicitario de la empresa de Viajes Temporales Murray, acompañado de una tarjeta en la que Gilliam Murray lo invitaba a formar parte de la tercera expedición al año 2000. Wells apretó los dientes para no deshacerse en insultos, arrugó el folleto y lo lanzó lejos de sí, como instantes antes había hecho con la revista.
El gurruño de papel trazó un vuelo errático hasta estrellarse en el rostro de un hombre que se suponía que no debía estar allí. Wells observó sobresaltado al intruso que había aparecido en su cocina. Era un hombre joven y elegante, que ahora se acariciaba la mejilla donde había hecho blanco la bola de papel y sacudía resignadamente la cabeza, como si reprobase la travesura de un niño. Junto a él, algo retrasado, se encontraba otro individuo, cuyos rasgos eran tan parecidos a los del primero que entre ellos debía existir por fuerza algún parentesco. El escritor contempló al que estaba más adelantado, dudando entre pedirle disculpas por haberle apedreado con el gurruño o preguntarle qué rayos hacían en su cocina. Pero no tuvo tiempo de ninguna de las dos cosas porque el hombre le tomó la delantera.
—El señor Wells, supongo —dijo, al tiempo que levantaba su brazo y le apuntaba con un revólver.