XII

Wells empezó a oír hablar de Merrick nada más pisar las aulas de biología de South Kensington. Para los estudiosos del cuerpo humano y sus mecanismos, Merrick era algo así como la obra cumbre de la Naturaleza, su diamante mejor tallado, la prueba viviente de hasta dónde podía llegar su inventiva. El llamado Hombre Elefante padecía una enfermedad que deformaba su cuerpo de un modo atroz, transformándolo en una criatura informe que rayaba con lo monstruoso. El extraño mal que lo aquejaba, que traía de cabeza a la comunidad médica, había hecho crecer descontroladamente los miembros, huesos y órganos de la mitad derecha de su cuerpo, manteniendo la izquierda prácticamente inalterable. El lado derecho de su cráneo, por ejemplo, lucía una enorme prominencia que le enturbiaba el trazo de la cabeza y le prensaba la mitad del rostro, reduciéndolo a un mar de pliegues y protuberancias óseas, e incluso desplazándole la oreja. Debido a ello, Merrick era incapaz de generar otra expresión que la ferocidad lánguida de un tótem. Tal asimetría provocaba que su columna se venciera a la derecha, donde el peso de los órganos era exageradamente mayor, rebozando de una aureola grotesca cada uno de sus movimientos. Por si aquello fuera poco, la enfermedad también había convertido su piel en una envoltura gruesa y rugosa, como de cartón resecado al sol, cubierta de cráteres, salientes y papilomas verrugosos. Aunque al principio le costó creer en la existencia de un ser así, Wells había comprobado la veracidad de aquellos rumores en las fotografías que circulaban clandestinamente por las aulas, robadas o compradas al personal del Hospital de Londres, donde ahora se alojaba Merrick tras media vida siendo exhibido en miserables circos y ferias ambulantes. Aquellas fotografías, nebulosas y salpicadas de sombras, en las que Merrick más que verse se intuía borrosamente, se cruzaban en su travesía de mano en mano con una caravana de fotos de mujeres ligeras de ropa y, aunque por razones distintas, causaban un estremecimiento similar.

Que aquel ser le hubiese invitado a tomar el té producía en Wells una sensación extraña donde se mezclaban el asombro y la inquietud. Aun así, llegó puntual al Hospital de Londres, una sólida y austera construcción que se erguía en Whitechapel. El vestíbulo era un hervidero de enfermeras y doctores que iban y venían, ocupados no se sabía en qué. Wells buscó un rincón donde no estorbase demasiado, aturdido por aquella armoniosa diligencia que, como miembros de un ballet, todos parecían acatar. Quizás alguna de las enfermeras que cruzaban ante sus ojos cargadas con vendas regresaba a un quirófano donde alguien se debatía entre la vida y la muerte, pero no por ello aceleraba su paso más allá de aquella zancada serenamente apresurada que la convivencia con situaciones extremas le había hecho desarrollar. Wells llevaba un rato contemplado atónito aquel acompasado hormigueo desde su ganada posición cuando apareció el doctor Tresves, el cirujano a cuyos cuidados estaba Merrick. Frederick Tresves era un hombre de unos treinta y cinco años, bajito y exaltado, que emboscaba su aniñado rostro tras una barba espesa, recortada con escrúpulo botánico.

—¿El señor Wells? —preguntó, tratando de disimular el evidente desconcierto que le produjo su insultante juventud.

Wells asintió, sin poder reprimir un encogimiento de hombros a modo de disculpa por no mostrar la venerable ancianidad que al parecer Tresves exigía a los invitados de su paciente. Enseguida se arrepintió de aquel gesto absurdo, ya que no había sido él quien había pedido audiencia con el célebre huésped del hospital, sino justo al revés.

—Le agradezco que haya aceptado la invitación del señor Merrick —dijo Tresves tendiéndole la mano.

Tras vencer su desconcierto inicial el cirujano había vuelto a asumir rápidamente su papel de intermediario. Wells estrechó con extremo respeto aquella mano ágil y vivaz, acostumbrada a campar en sitios que a la mayoría de los mortales les estaban vedados.

—¿Acaso podría negarme a conocer a la única persona que ha leído mi relato? —bromeó.

Tresves asintió distraído, como si la vanidad de los escritores y las bromas sobre ella fueran asuntos que le trajesen al fresco. Tenía mayores preocupaciones. El mundo inventaba cada día nuevas e ingeniosas enfermedades que requerían su atención, la habilidad sobrenatural de sus manos, su enérgica resolución en los quirófanos. Con un gesto de cabeza casi marcial, lo invitó a seguirlo por una escalera que conducía a la planta superior del hospital. Debido a la torrentera de ajetreadas enfermeras que discurría en sentido contrario, resultó una escalada trabajosa, durante la cual Wells temió ser arrollado en no pocas ocasiones.

—No todo el mundo accede a visitar a Joseph, por razones obvias —casi vociferó Tresves—. Aunque eso, por raro que parezca, no lo entristece. A veces creo que a Joseph le basta y sobra con lo poco que puede conseguir de la vida. En el fondo sabe que son sus excepcionales deformidades las que le permiten citarse con cualquier prohombre de la ciudad, cosa impensable para un vulgar paleto de Leicester.

Wells recibió con cierto pavor la reflexión de Tresves, pero se abstuvo de realizar ningún comentario al respecto, porque enseguida comprendió que tenía razón. Su aspecto lo había condenado a una vida de ostracismo y miserias, pero era justamente eso lo que ahora le permitía codearse con lo más granado de la sociedad londinense, aunque estaba por ver si a Merrick no le parecía aquel surtido de imperfecciones un precio demasiado alto por retozar entre la aristocracia.

En la planta superior reinaba el mismo trajín, pero a Tresves le bastaron un par de requiebros por oscuros corredores para apartar a su acompañante de aquel tumulto cadencioso. Con paso resuelto, guío a Wells por una sucesión de interminables pasillos cada vez más solitarios. Era evidente que aquella despoblación gradual se debía a que, a medida que avanzaban por los intersticios del hospital, las salas y gabinetes se iban volviendo cada vez más especializados, lo cual restringía notablemente tanto el merodeo de pacientes como el de enfermeros, pero Wells no pudo evitar comparar aquella extinción de vida con la inquietante desolación que existía en torno a la guarida del monstruo en los cuentos infantiles. Solo faltaba un rastro de pájaros caídos y huesos mondos.

Tresves aprovechó el paseo para informarle de cómo había conocido a su extraordinario paciente, usando un tono monocorde, exento de emoción, que delataba el tedio que le producía tener que repetir una y otra vez aquel discurso. Había tropezado con Merrick cuatro años antes, justo cuando lo nombraron cirujano jefe del hospital. En un descampado cercano se había establecido un circo cuya atracción principal, el Hombre Elefante, era la comidilla de todo Londres. Si los rumores eran ciertos, se trataba del hombre más deformado del mundo. Tresves sabía que los propietarios de los circos solían ser aficionados a la fabricación casera de monstruos, mediante el uso de postizos y maquillajes difíciles de distinguir con escasa luz, pero también reconocía con amargura que aquellas ferias eran el último refugio que les quedaba a quienes tenían la desgracia de nacer con alguna malformación que les granjeaba el desprecio de la sociedad. El cirujano acudió a la feria sin demasiadas expectativas, movido únicamente por un prurito profesional al que no podía sustraerse. Pero el Hombre Elefante no era ningún truco. Tras la actuación algo penosa de una pareja de trapecistas, las luces se atenuaron y los timbales se abandonaron a un remedo de música tribal, un preámbulo aparatoso que sin embargo logró contagiar al público una sensación de escalofrío unánime. Entonces Tresves pudo contemplar, atónito, como irrumpía en la pista la sensación de la feria, y descubrió que los rumores que había oído se quedaban cortos. Las deformidades que padecía el ser que caminaba renqueante por el albero eran tan espantosas que habían remodelado su cuerpo hasta convertirlo en una entidad extraña, asimétrica, semejante a una gárgola. Cuando acabó el espectáculo, Tresves convenció al dueño del circo para que le dejara entrevistarse en privado con la criatura. Una vez en su modesto carromato, el cirujano creyó que se hallaba ante un retrasado, convencido de que los bulbos de su cráneo no habían tenido más remedio que averiarle el cerebro, pero se equivocó. Le bastó cruzar un par de palabras con Merrick para darse cuenta de que bajo su horrible aspecto se escondía una persona culta, educada y sensible. Él mismo le explicó que le llamaban el Hombre Elefante debido a una protuberancia carnosa que se proyectaba desde su nariz y el labio superior, una especie de pequeña trompa de veinte centímetros de longitud con la que le resultaba imposible comer, y que le habían extirpado de mala manera unos años antes. A Tresves lo conmovió profundamente la dulzura de aquella criatura que, pese a las penalidades y vejaciones que había sufrido, no parecía guardar ningún rencor a la humanidad, a esa humanidad sin rostro que él mismo odiaba con tanta facilidad, inevitablemente, casi como un acto reflejo, cada vez que no encontraba un carruaje o se quedaba sin palco en el teatro.

Cuando, una hora después el cirujano abandonó el circo, lo hizo dispuesto a hacer todo cuanto estuviera en su mano para sacar a Merrick de allí y ofrecerle una existencia digna. Sus razones eran obvias: en los registros de ningún otro hospital del mundo figuraba el menor rastro de un ser con una deformación tan severa como la de Merrick. Fuese cual fuese su extraña enfermedad, había escogido, de entre todos los habitantes del planeta, anidar únicamente en su cuerpo. Eso convertía a aquel desdichado en un ser único, un insólito espécimen de mariposa que debía ser protegido del mundo tras un cristal. Era evidente que Merrick tenía que abandonar cuanto antes el circo donde se pudría y ser puesto en manos de la ciencia. Pero poco sospechaba Tresves que para lograr el loable objetivo que se había fijado en un arrebato de piedad tendría que emprender una trabajosa cruzada que lo dejaría exhausto. Empezó presentando a Merrick ante la Sociedad de Patología, pero aquello no sirvió más que para que sus distinguidos miembros sometieran al paciente a las más variopintas exploraciones y terminaran enzarzándose en unos debates tan acalorados como estériles sobre la naturaleza de su misteriosa enfermedad, discusiones que solían desembocar en un intercambio de insultos en el que siempre había quien aprovechaba para desempolvar antiguas rencillas. Sin embargo, el desconcierto de sus colegas más que desalentarlo lo animó, pues a la postre aquilataba aún más la vida de Merrick, volviendo cada vez más urgente su rescate del inseguro mundo del espectáculo. Su siguiente paso había sido tratar de que lo internaran en el hospital en el que trabajaba, donde podría ser convenientemente estudiado. Desgraciadamente, ningún hospital alojaba enfermos crónicos. La dirección del centro aplaudía el propósito del cirujano, pero tenía las manos atadas. El propio Merrick, ante lo inamovible de la situación, incluso le sugirió que le consiguiera un empleo de farero o cualquier otro oficio que pudiera desempeñar alejado del mundo. Tresves, sin embargo, no se dio por vencido. Desesperado, recurrió a la prensa, y en pocas semanas logró que la triste situación del individuo apodado el Hombre Elefante conmoviera al país. Llovieron las donaciones, pero Tresves no solo quería dinero: quería un hogar decente para Merrick. Decidió entonces recurrir a la realeza, los únicos que estaban por encima de las absurdas leyes que encorsetaban la sociedad, y consiguió que el Duque de Cambridge y la Princesa de Gales accedieran a conocer a la criatura. La refinada educación y la desbordante dulzura de Merrick hicieron el resto. Así fue como el Hombre Elefante había sido alojado, en calidad de huésped perpetuo, en el ala del hospital por la que ahora se adentraban.

—Aquí Joseph es feliz —anunció Tresves en un tono repentinamente soñador—. Los estudios que de tanto en tanto le realizamos son infructuosos, pero eso no parece significar nada para él. Joseph está convencido de que su enfermedad la causó el elefante que arrolló a su madre cuando ésta, en un avanzado estado de gestación, presenciaba un desfile. Lo triste de todo esto, señor Wells, es que es una batalla pírrica. He conseguido un hogar para Merrick, pero no sé cómo impedir que su enfermedad deje de avanzar. Su cráneo crece día a día, por lo que me temo que pronto su cuello no podrá sostener el increíble peso de su cabeza.

La frialdad con la que Tresves anticipaba la muerte de Merrick, sumada al lúgubre abandono que parecía sumir aquel ala del hospital, arrastraron a Wells a un estado de angustia sofocante.

—Me gustaría que sus últimos días fuesen lo más tranquilos posibles —continuó el cirujano, insensible a la palidez que empezaba a ganar a su acompañante—. Pero al parecer pido demasiado. Algunas noches, los vecinos del barrio se congregan bajo su ventana para insultarlo o hacerle chanzas. Ahora incluso lo consideran culpable de matar a todas esas putas que han aparecido destripadas en el barrio. ¿Es que el mundo ha perdido el juicio? Merrick es incapaz de hacerle daño a una mosca. Ya le he dicho que es increíblemente sensible. ¿Sabe que devora las novelas de Jane Austen? Y alguna vez le he sorprendido escribiendo poemas. Como usted, señor Wells.

—Yo no escribo poemas, sino relatos —murmuró Wells sin demasiada convicción, como si la progresiva angustia que le invadía le hiciera dudar de todo.

Tresves le dedicó una mirada hostil, contrariado porque su acompañante quisiera establecer diferencias en una materia que le traía tan al fresco como la literatura.

—Por eso tolero estas visitas —dijo, tras sacudir la cabeza como quien expresa condolencia, reanudando su discurso en el punto en que lo había dejado—, porque sé que le hacen mucho bien. Supongo que la gente viene a verlo porque ante su aspecto hasta los más desgraciados comprenden que han de dar gracias a Dios. Joseph, en cambio, enfoca el asunto de otro modo. A veces tengo la sensación de que para él estas visitas constituyen una especie de pasatiempo siniestro. Cada sábado, tras espigar los periódicos de la semana, Joseph me entrega un listado de ciudadanos a los que desea invitar a tomar el té, y a los que yo envío obedientemente su tarjeta. Suelen ser aristócratas, empresarios acaudalados, figuras públicas, pintores, actores y otros artistas más o menos conocidos… Personajes, en fin, que han logrado cierto éxito social y a los que, según él, todavía les queda una última prueba que superar: enfrentar su aspecto. Como ya le he explicado, Joseph está tan terriblemente deformado que suele despertar en quien lo ve dos emociones contrarias: pena o repulsión. Supongo que la reacción de sus invitados advierte a Joseph sobre qué tipo de personas son, si tienen buen corazón o por el contrario están lastrados por miedos y complejos.

Se detuvieron al fin ante una puerta que había al final del pasillo.

—Aquí es —anunció Tresves, abismándose unos instantes en un silencio reverente. Luego buscó los ojos de Wells y añadió, en un tono entre solemne e intimidatorio—: Tras esta puerta le aguarda el ser más espantoso que probablemente haya visto y vaya a ver jamás. Pero de usted depende encontrarse con un monstruo o con un desdichado.

Wells sintió un ligero mareo.

—Aún puede volver sobre sus pasos, tal vez no le guste lo que descubra sobre sí mismo.

—No se preocupe por mí —balbució Wells.

—Como quiera —dijo Tresves con el desapego de quien se lava las manos.

Sacó una llave del bolsillo, abrió la puerta y, con un suave pero autoritario empellón, lo hizo pasar al interior.

Wells se aventuró en la estancia conteniendo el aliento. Apenas tuvo tiempo de esgrimir un par de pasos cuando oyó cómo el cirujano cerraba la puerta a sus espaldas. Tragando saliva, estudió el lugar donde prácticamente lo había arrojado Tresves una vez concluyó su papel de subalterno en aquella turbadora ceremonia. Se hallaba en una amplia estancia formada por varias habitaciones contiguas, abigarrada de muebles normales y corrientes. Aquel mobiliario ordinario se aliaba con la benigna luz de la tarde que las ventanas vertían en la estancia para componer una imagen prosaica, inesperadamente acogedora, que no cuadraba demasiado con la idea que uno tenía de la guarida de un monstruo. Wells permaneció allí plantado unos instantes, creyendo que su anfitrión aparecería en cualquier momento, pero en vista de que aquello no sucedió, y sin saber qué se esperaba de él, emprendió un tímido vagabundeo por las habitaciones. Enseguida lo invadió la incómoda sensación de que Merrick espiaba sus movimientos escondido tras alguno de los biombos, pero a pesar de ello continuó errando entre los muebles, intuyendo que aquello era otro paso más del ritual. Su inspección, sin embargo, seguía sin delatar la singularidad del ser que habitaba aquellas dependencias. No había ratas desolladas colgando de ninguna parte, ni los restos de la armadura de ningún valeroso caballero. En una de las habitaciones tropezó, sin embargo, con una mesita y dos sillas dispuestas para tomar el té. Aquella inofensiva estampa lo turbó aún más, pues no pudo evitar compararla con esos patíbulos que aguardan en las plazas la llegada del reo, meciendo siniestramente sus mástiles en la brisa de la primavera. Reparó entonces en el curioso objeto que se hallaba sobre una mesita junto a la pared, muy cerca de una de las ventanas. Se trataba de la maqueta de una iglesia construida con cartón. Wells se acercó a ella y admiró lleno de asombro aquel trabajo exquisito. Fascinado por los primorosos detalles de la maqueta tardó en percatarse de que sobre la pared se había recortado la tortuosa sombra de un cuerpo descoyuntado, vencido hacia la derecha, y coronado por un cráneo descomunal.

—Es la iglesia del otro lado de la calle. He tenido que inventarme las partes que no puedo ver desde la ventana.

La voz sonó arrastrada y viscosa.

—Es hermosa —logró musitar, dirigiéndose a la descabalada silueta que la luz proyectaba sobre la pared.

La sombra sacudió con esfuerzo su pesada cabeza, revelándole sin pretenderlo la dificultad que Merrick tenía incluso para componer el sencillo gesto de humildad con que uno restaba importancia a su trabajo. Tras realizar aquel agotador ademán, se limitó a guardar silencio, tronchado sobre su bastón, y Wells comprendió que no podía continuar más tiempo dándole la espalda. Había llegado el momento de volverse y enfrentar el aspecto de su anfitrión. Tresves le había advertido de que Merrick prestaba especial atención a la primera reacción de sus invitados, aquella reacción que brotaba casi de un modo reflejo, involuntario, y que por eso mismo la consideraba más auténtica y fiable que la expresión con que luego, una vez repuestos de la sorpresa, se apresuraban a cubrirse. Durante aquellos segundos, Merrick tenía el raro privilegio de entrever las almas de sus invitados, y daría igual lo que uno fingiese ser durante la entrevista posterior, pues su primera reacción ya lo habría condenado o redimido. Wells no podía prever cómo le afectaría la apariencia de Merrick, si lo embargaría la pena o el asco, y temiendo que fuera esto último, apretó la mandíbula con toda la fuerza de que fue capaz, imponiendo a su rostro la suficiente tensión como para que ninguna expresión pudiera acuñarse en él. No quería ni siquiera acusar sorpresa, solo quería ganar el mayor tiempo posible antes de que su mente lograra digerir lo que estaba viendo y pudiera establecer de un modo racional el sentimiento que despertaba en una persona como él un ser tan minuciosamente deformado como al parecer lo estaba Merrick. Si finalmente sentía repulsión, lo aceptaría de buen grado, y ya reflexionaría sobre ello más tarde, una vez saliera de allí. Así que Wells respiró hondo, afianzó los pies en el terreno inconsistente y blando en que se había convertido el suelo, y se giró lentamente para mirar de frente a su anfitrión.

Su visión le cortó el aliento. Tal y como le había adelantado Tresves, las malformaciones que padecía Merrick le otorgaban una apariencia aterradora. Las fotografías suyas que había visto en la universidad, y que amortiguaban su grotesco aspecto bajo un piadoso manto de niebla, no lo habían preparado para esto. Se apoyaba en un bastón y vestía un terno gris oscuro, y paradójicamente, esas prendas, al tratar de humanizarlo, lo volvían aún más monstruoso. Con los dientes fuertemente apretados, Wells permaneció envarado ante él, luchando por no abandonarse al temblor que ansiaba su cuerpo. El corazón amenazaba con perforarle el pecho, y un reguero de sudor helado comenzó a bajarle por la espalda, pero no logró deducir si aquellos síntomas los desencadenaba el horror o la lástima. Pese a la forzada tensión de su rostro, sintió cómo los labios le temblaban, tratando de componer quizás una mueca de espanto, pero al mismo tiempo notó que sus ojos se humedecían, por lo que no supo a qué carta quedarse. Aquel escrutinio mutuo duró una eternidad, durante la cual Wells deseó poder verter una lágrima, una gota que compilara su dolor, que lo mostrara ante Merrick y ante sí mismo como un alma sensible y compasiva, pero aquella humedad que se le agolpaba en los ojos no llegó a desbordarse.

—¿Prefiere que me ponga mi capucha, señor Wells? —preguntó suavemente Merrick.

Su peculiar voz, que otorgaba a sus palabras una consistencia líquida, como si flotaran en un arroyuelo embarrado, volvió a sobrecoger a Wells. ¿Ya había transcurrido el tiempo que solía conceder Merrick a la reacción de sus invitados?

—No…, no será necesario —murmuró.

Su anfitrión volvió a mecer trabajosamente su descomunal cabeza, en un gesto que Wells quiso creer que era de aprobación.

—Tomemos el té entonces, no vaya a enfriarse —dijo, dirigiéndose a la mesa que se hallaba dispuesta en el centro de la habitación.

Wells tardó en reaccionar, sobrecogido ante el modo en que Merrick se veía obligado a caminar. Para aquel ser todo constituía un esfuerzo, constató, al contemplar las complejas maniobras que tuvo que realizar luego para tomar asiento. Tuvo que reprimir el impulso de correr a auxiliarlo, por temor que a Merrick pudiera incomodarlo un gesto que habitualmente se dedicaba a los ancianos o tullidos. Confiando en que estaba haciendo lo correcto, Wells se limitó a sentarse frente a él con la mayor naturalidad posible. También tuvo que obligarse a permanecer quieto mientras lo observaba servir el té. Cumpliendo con su papel de anfitrión, Merrick intentaba realizar la mayoría de los pasos con la mano que no había sido mancillada por la enfermedad, la izquierda, pero no por ello excluía a la derecha, para la que había reservado pequeñas acciones subalternas dentro de la ceremonia. Wells observó cómo aquella mano, del tamaño y tosquedad de un pedrusco, era capaz de destapar el azucarero u ofrecerle el plato de las pastas, y no pudo menos que aplaudir para sí la insólita destreza que Merrick había logrado imprimirle.

—Me alegra que haya venido, señor Wells —dijo su anfitrión cuando hubo solventado el agotador reto de servir el té sin derramar una sola gota—, porque así me da la oportunidad de decirle en persona lo mucho que he disfrutado con su relato.

—Es usted muy amable, señor Merrick —respondió Wells.

Una vez se hubo publicado el cuento, intrigado por su escasa repercusión, Wells lo había leído y releído al menos una docena de veces, intentando encontrar las causas de la unánime desatención a la que los lectores lo habían sometido. Imbuido de un insobornable espíritu crítico había sopesado la consistencia de su argumento, había evaluado su progresión dramática, había analizado la posición, conveniencia e incluso el número de palabras empleado, no fuera a resultar una cifra supersticiosa o cabalística, para acabar dedicando a aquél su primer y posiblemente último texto de ficción la mirada inconmovible e incluso desdeñosa que un pantocrátor concedería a las cargantes gracietas de un mono capuchino. El relato era, ahora lo veía con claridad, una cagarruta innoble: su escritura imitaba con descaro el estilo seudo germánico de Nathaniel Hawthorne, y su protagonista, el doctor Nebogipfel, era una copia barata y desorbitada de los ya de por sí bastante exagerados científicos locos que poblaban las novelas góticas. Aun así agradeció a Merrick sus halagos con una sonrisita falsamente modesta, temiendo que fuese los únicos que su escritura desataría en su vida.

—Una máquina del tiempo… —dijo Merrick, deleitándose en aquella combinación de palabras que encontraba tan sugerente—. Usted posee una imaginación portentosa, señor Wells.

Wells volvió a agradecerle aquel nuevo cumplido un tanto azorado. ¿Cuántos elogios más podría soportar antes de pedirle que dejara el tema?

—Si yo tuviese una máquina como la del doctor Nebogipfel —continuó Merrick, soñador—, viajaría al antiguo Egipto.

A Wells ese comentario le resultó entrañable. Como cualquier persona, aquella criatura también tenía su época histórica favorita, como seguramente tuviera una fruta, una estación o una canción preferidas.

—¿Por qué? —preguntó con una sonrisa amable, ofreciéndole la oportunidad de explayarse sobre sus gustos.

—Porque los egipcios adoraban dioses con cabezas de animales —respondió Merrick no sin cierta vergüenza.

Wells se le quedó mirando tontamente. No sabía qué le había sorprendido más, el ingenuo anhelo que había en la respuesta de Merrick o el pudoroso encogimiento con que la había acompañado, como si se reprobara a sí mismo por tener aquel deseo, por preferir ser un dios objeto de adoración a ser el monstruo despreciado que en realidad era. Si alguien tenía derecho a sentir odio y rencor hacia el mundo, pensó Wells, era precisamente él. Sin embargo, Merrick se reprochaba su descontento, como si en el rayo de luz que entraba por la ventana y le calentaba la espalda o en la flota de nubes que se deslizaban por el cielo debiera encontrar motivos suficientes para su felicidad. Sin saber qué decir, Wells tomó una pastita del plato y la mordisqueó con desproporcionada concentración, como si comprobara el funcionamiento de sus dientes.

—¿Por qué cree que el doctor Nebogipfel no usó su máquina también para viajar al futuro? —preguntó entonces Merrick con aquella voz resbaladiza, que parecía untada en requesón—. ¿No sentía curiosidad? Yo a veces me pregunto cómo será el mundo dentro de cien años.

—Ya… —murmuró Wells, sin saber tampoco qué responder a aquello.

Merrick pertenecía a esa clase de lectores que lograban olvidar con terrible facilidad que había una mano moviendo la cruceta de los personajes que bailaban en esos teatritos que eran las novelas. Durante su infancia, él también había sido un lector así. Pero un día decidió ser escritor y desde ese momento le resultó imposible sumergirse en las historias de los libros con aquel inocente abandono: había comprendido que los actos e impresiones de los personajes no les pertenecían. Todas sus acciones y pensamientos respondían en realidad al dictado de un ser superior, de alguien que, en la soledad de una habitación, manipulaba las piezas que él mismo había dispuesto sobre el tablero, generalmente con un terrible desafecto que no se correspondía con las emociones que pretendía provocar en los lectores. Las novelas no eran pedazos de vidas, sino artefactos más o menos regulados cuya función era reproducir pedazos de vidas, pero unas vidas irreales, perfeccionadas, donde los tiempos muertos y los actos infructuosos y vanos que construyen cualquier existencia habían sido sustituidos por episodios emocionantes y significativos. A veces, Wells añoraba esa manera de leer despreocupada de la infancia pero, tras aquella mirada entre bambalinas, ya solo podía leer así haciendo un gran esfuerzo de sugestión. Una vez escribías tu primera historia, no había marcha atrás. Te habías convertido en un embaucador, e inevitablemente solo podías mostrar recelo ante los demás embaucadores. Por un momento, Wells pensó en responder a Merrick que aquella pregunta debía hacérsela al propio Nebogipfel, pero acabó desechándolo: no podía estar seguro de que su anfitrión fuera a tomarse su respuesta como la simpática broma que pretendía ser. ¿Y si era la ingenuidad lo que realmente impedía a Merrick distinguir la realidad de una simple obra de ficción? ¿Y si era aquella triste incapacidad y no la empatía lo que le permitía sentir tan intensamente las historias que leía? En ese caso, su respuesta no iba a resultar sino una burla cruel destinada a zaherir su inocencia. Por suerte, Merrick le lanzó enseguida otra pregunta más fácil de responder:

—¿Cree que algún día alguien inventará una máquina para viajar en el tiempo?

—Dudo de que algo así sea posible —respondió Wells, tajante.

—¡Pero usted ha escrito sobre eso, señor Wells! —se escandalizó su anfitrión.

—Precisamente por eso, señor Merrick —explicó, buscando el modo más sencillo de sintetizar las numerosas reflexiones sobre las que se sustentaba su concepción de la literatura—. Le aseguro que si una máquina del tiempo fuese algo posible jamás habría escrito sobre ello. A mí solo me interesa escribir sobre asuntos imposibles.

Tras decir aquello, recordó lo que había dicho Luciano de Samósata en uno de sus Relatos verídicos: «Escribo de lo que ni vi ni comprobé ni supe por otros, y es más, acerca de lo que no existe en absoluto ni tiene fundamento para existir», una frase que no había podido evitar memorizar porque resumía a la perfección su idea de la literatura. Sí, tal y como le había dicho a su anfitrión, a él solo le interesaba escribir sobre asuntos imposibles. Para lo demás ya estaba Dickens, pensó añadir, aunque no lo hizo. Tresves le había dicho que Merrick era un gran lector. No quería ofenderlo en el caso de que Dickens fuese uno de sus autores preferidos.

—Lamento entonces que por mi culpa no pueda escribir sobre alguien mitad hombre mitad elefante —murmuró Merrick.

El comentario de su anfitrión volvió a desarmarlo. Tras decir aquello, Merrick dirigió su mirada hacia la ventana. Wells no supo si con aquel gesto pretendía expresar tristeza o invitarlo a examinar su aspecto con entera libertad. Fuera como fuere, de un modo inconsciente, sus ojos se clavaron en él sin ningún recato, casi con fascinación, para constatar lo que ya sabía de sobra, que Merrick estaba en lo cierto: si no lo tuviese delante, jamás habría pensado que un ser así pudiera existir. Salvo, quizás, en la realidad falsa de las novelas.

—Usted será un gran escritor, señor Wells —vaticinó su anfitrión sin dejar de mirar por la ventana.

—Me gustaría, pero no lo creo —respondió Wells, que tras aquel desastroso primer intento empezaba a dudar seriamente de sus capacidades.

Merrick se volvió a mirarle.

—Observe mis manos, señor Wells —dijo, exponiéndolas ante él—. ¿Creería que estas manos pueden construir una iglesia con cartón?

Wells contempló con indulgencia las dispares manos de su anfitrión. La derecha era enorme y grotesca, mientras que la izquierda parecía pertenecer a una niña de diez años.

—Supongo que no —reconoció.

Merrick cabeceó pesadamente, en señal de conformidad.

—Es nuestra voluntad lo que cuenta, señor Wells —dijo, esforzándose en imponer a su mortecina voz un tono perentorio—. Solo nuestra voluntad.

Aquello podría resultar un tópico en boca de cualquier otro, pero dicho por quien tenía delante resultaba una verdad indiscutible. Aquel ser era una muestra irrefutable de que la voluntad del hombre podía mover montañas y abrir mares de par en par. En aquella ala del hospital, en aquel refugio del mundo, la voluntad era más que nunca la distancia que mediaba entre lo posible y lo imposible. Si Merrick había construido aquella iglesia de cartón con sus manos deformes, ¿de qué no sería capaz él, que no contaba con más impedimento para hacer lo que quisiera que su propia desconfianza?

No tuvo más remedio que darle la razón, lo cual pareció satisfacer a Merrick, a juzgar por cómo se removió en la silla. Le confesó entonces, con la vergüenza atenazando aún más su voz de niño moribundo, que la iglesia de cartón era un regalo para una actriz de teatro con la que llevaba algunos meses carteándose. Se refirió a ella como la señora Kendall y, según dedujo Wells, era una de sus mayores benefactoras. No le costó imaginársela como una mujer de buena posición, sensible ante las variadas miserias del mundo, siempre que éstas sucediesen lejos de su casa, que había encontrado en la desgracia del llamado Hombre Elefante un modo más original de emplear el dinero que solía destinar a las causas benéficas. Cuando Merrick le explicó que estaba deseando que regresara de Estados Unidos, donde se encontraba de gira, para poder conocerla en persona, Wells no pudo sino sonreír conmovido ante el sentimiento amoroso que, ya fuera consciente o inconscientemente, crepitaba en sus palabras. Pero también sintió una tremenda pena, y deseó que su trabajo retuviese a la señora Kendall en América un tiempo más, para que Merrick siguiese alimentándose del espejismo de sus cartas, para que no tuviese que descubrir tan pronto que los amores imposibles solo eran posibles en las novelas.

Cuando terminaron el té, Merrick ofreció un cigarro a Wells, que lo aceptó de buen grado. Se levantaron y se acercaron a la ventana para asistir al derrumbe de la tarde. Durante unos instantes, ambos se limitaron a contemplar la calle y la iglesia que se alzaba al otro lado, cuya fachada Merrick debía de saberse de memoria. La gente iba y venía, un vendedor vociferaba la mercancía que transportaba en su carro, y los carruajes brincaban sobre el desigual adoquinado de la calzada, sembrada del pestilente legado de los cientos de caballos que diariamente pasaban por allí. Wells reparó en que Merrick observaba aquella erupción de vida desatada con una especie de temor reverencial. Parecía rumiar algo.

—¿Sabe, señor Wells? —dijo al fin—. A veces no puedo evitar contemplar la vida como una función en la que yo no tengo ningún papel. Si supiera cuánto envidio a todas esas personas…

—Le aseguro que no merecen su envidia, señor Merrick —se apresuró a afirmar Wells—. Esas personas que ve solo son motas de polvo. Nadie se acordará de ellos ni de lo que hicieron una vez mueran. Usted, sin embargo, pasará a la Historia.

Merrick pareció reflexionar sobre sus palabras un instante, examinando el deforme reflejo que le devolvía el cristal de la ventana, como un amargo recordatorio de su condición.

—¿Cree que eso me consuela? —dijo con melancólica tristeza.

—Debería hacerlo —respondió Wells—, pues el tiempo de los egipcios ya terminó, señor Merrick.

Su anfitrión no respondió. Continuó mirando la calle, pero a Wells le resultaba imposible deducir a través de su rostro, donde la enfermedad había cristalizado para siempre una expresión brutal, el efecto que le habían producido sus palabras, quizás algo duras, pero necesarias. No podía aplaudir mientras su anfitrión se regodeaba en su propia tragedia. Estaba convencido de que el único consuelo que Merrick podía obtener provenía de su propia deformidad, que al tiempo que lo marginaba lo convertía en un ser único, granjeándole un lugar en la Historia.

—Quizás tenga razón, señor Wells —dijo al fin Merrick sin apartar los ojos de su deforme reflejo—. Quizás sea mejor resignarse a no esperar grandes cosas de un mundo como el nuestro, donde la gente teme lo diferente. A veces pienso que si a un párroco se le apareciera un ángel, éste no dudaría en dispararle.

—Supongo que sí —dijo Wells, sintiendo cómo su lado de escritor se excitaba ante la imagen que acababa de describir su anfitrión. Y, en vista de que éste continuaba absorto en su reflejo, optó por despedirse—: Muchas gracias por el té, señor Merrick.

—Espere —reaccionó Merrick—. Quiero regalarle algo.

Se dirigió a una pequeña alacena y hurgó unos minutos en su interior, hasta que logró extraer lo que buscaba. Wells observó con desconcierto que se trataba de un cesto de mimbre.

—Cuando le confesé a la señora Kendall que el sueño de mi vida era ser cestero, envió a un artesano a enseñarme —explicó Merrick, acunando el canasto entre sus manos tiernamente, como si contuviese un recién nacido o un nido de pájaros—. Era un hombre simpático y humilde, que tenía su negocio en Pennington Street, cerca de los London Docks. Desde el primer momento me trató como si mi aspecto no fuese distinto al suyo. Sin embargo, cuando vio mis manos, enseguida me dijo que era imposible que yo pudiera realizar un oficio tan delicado como la cestería. Lo sentía mucho, pero estaba claro que ambos íbamos a perder el tiempo. Pero el tiempo nunca se pierde tratando de conseguir un sueño, ¿no le parece, señor Wells? «Usted enséñeme», le dije, «solo entonces podremos descubrir si está en lo cierto o no».

Wells contempló el perfecto trenzado del canasto que Merrick sostenía con tanta reverencia entre sus deformes manos.

—Desde entonces he hecho muchos cestos, que he regalado a algunos de mis invitados. Pero éste es especial porque es el primero que hice. Quiero que lo tenga usted, señor Wells —dijo, tendiéndole la cesta—, para que nunca olvide que es nuestra voluntad lo único que cuenta.

—Gracias… —balbució Wells, conmovido—. Para mí será un honor, señor Merrick, un verdadero honor.

Se despidió con una sonrisa afectuosa y se dirigió hacia la puerta.

—Una última pregunta, señor Wells —oyó decir a Merrick a su espalda.

Wells se volvió a mirarlo, esperando que no quisiera saber la dirección del maldito Nebogipfel para enviarle otro canasto.

—¿Cree que a usted y a mí nos hizo el mismo dios? —preguntó Merrick con más desilusión que pesadumbre.

Wells se obligó a contener un suspiro de abatimiento. ¿Qué podía responder a eso? Barajaba algunas respuestas cuando, de repente, Merrick emitió un extraño sonido, una especie de tos o gruñido que le sacudió el cuerpo de arriba abajo, amenazando con desarmarlo. Alarmado, Wells oyó cómo aquel carraspeo estentóreo se repetía, brotando descontroladamente de su garganta, hasta que comprendió lo que estaba sucediendo. A Merrick no le ocurría nada grave. Simplemente se estaba riendo.

—Era una broma, señor Wells, solo una broma —explicó, interrumpiendo sus graznidos ante la asustada reacción de su invitado—. ¿Qué sería de mí si no pudiera reírme de mi aspecto?

Sin esperar respuesta por parte de Wells, se dirigió a su mesa de trabajo y se sentó ante la inacabada maqueta de la iglesia.

—¿Qué sería de mí? —le oyó murmurar para sí, con amarga melancolía—. ¿Qué sería de mí?

Al verlo manipular el cartón, concentrado en el torpe movimiento de sus manos, a Wells lo embargó una enorme y súbita piedad. Y le resultó difícil de creer que aquella criatura, tan extremadamente ingenua y dulce, invitara a personajes públicos a tomar el té con la intención de someterlos a la macabra prueba que le había insinuado Tresves. Estaba seguro de que Merrick solo buscaba obtener de aquel roce controlado con el mundo unas migajas de cariño y comprensión. Era mucho más acertado pensar que aquellos oscuros propósitos se los había adjudicado el propio Tresves, quizás para amedrentar a los visitantes que no le agradaban, o tal vez con la intención de exonerar a Merrick de su extrema candidez otorgándole una traviesa malicia que no tenía. O ya puestos, pensó Wells, que sabía de sobra que el hombre se movía obedeciendo generalmente impulsos espurios, pudiera ser que al cirujano lo alumbrara un propósito más egoísta y ambicioso: el de mostrarse ante el mundo como la única persona que había sabido ver el alma de su criatura, a la que se aferraba desesperadamente, consciente de que eso le garantizaba un hueco a su lado en el pedestal de la Historia. A Wells le irritó que Tresves aprovechara que el rostro de Merrick era una máscara aterradora que jamás podía quitarse, una máscara que no podía reflejar sus verdaderas emociones, para atribuirle las intenciones que le viniesen en gana, sabiendo que nadie podría desmentirlas, salvo el propio Merrick. Y ahora que lo había escuchado reírse, Wells se preguntó si, después de todo, el llamado Hombre Elefante no habría estado mostrándole una amplia sonrisa desde que entró en el cuarto, una sonrisa para calmar la inquietud que producía su aspecto en sus invitados, una sonrisa amable y tierna, una sonrisa de la que el mundo jamás tendría noticia.

Cuando abandonó la habitación, reparó en que una lágrima le corría por la mejilla.