Enseguida descubro que el instante escogido para irrumpir en la vida del escritor Herbert George Wells no es un buen momento. Para no incordiarle demasiado, podría despachar su descripción física diciéndoles que el afamado escritor era un joven delgado y pálido que había tenido días mejores. Pero de los numerosos personajes que pululan en la pecera de esta historia, Wells es, probablemente a su pesar, el que más vueltas va a dar, lo que me obliga a ser un poco más preciso a la hora de confeccionar su retrato. Aparte de su sobrecogedora delgadez y de la mortecina blancura de su piel, Wells se había dejado crecer un bigote a la moda, estrecho y de puntas curvas, que resultaba demasiado grande, pesado e incongruente en su rostro infantil. El referido bigote se cernía como una amenaza sobre una boca de trazo primoroso y un tanto femenina que, al aliarse con sus ojos claros, forjaban una expresión que podría calificarse de angelical de no ser por la traviesa sonrisilla que le rondaba los labios. En resumidas cuentas, Wells tenía el aire de una porcelana, y unos ojos risueños tras los que se removía una inteligencia viva y aguda. Para los amantes del detalle o los faltos de imaginación, añadiré que pesaba poco más de cincuenta kilos, calzaba un cuarenta y tres, se peinaba con una marcada raya a la izquierda, y su olor corporal, generalmente afrutado, tenía hoy un ligero toque a sudor fermentado, pues unas horas antes había estado recorriendo con su nueva esposa los caminos vecinales de Surrey a lomos de una bicicleta tándem, el invento de moda que enseguida había conquistado el corazón de la pareja porque no necesitaba forraje ni establo y nunca se movía del lugar donde la dejabas. Poco más puedo agregar sobre él sin incurrir en la vivisección o en detalles íntimos, como la modesta envergadura e inclinación sureste de su miembro viril.
En este preciso momento, estaba sentado en la mesa de la cocina, donde solía escribir, con una revista entre las manos. Su cuerpo, tenso y muy tieso en la silla, anunciaba la lucha interna en la que estaba sumido, pues Wells, aunque pudiera parecer que no hacía otra cosa que dejarse cubrir lentamente por el hermoso encaje de sombras dentadas que el sol de la tarde arrancaba al árbol del jardín, se encontraba ocupado tratando de contener la furia que lo inundaba. Respiró hondo, una, dos, tres veces, invocando desesperadamente una calma que lo apaciguara. No lo consiguió. Prueba de ello fue que tomó la publicación que estaba leyendo y la lanzó contra la puerta de la cocina. La revista planeó con la torpeza de una paloma herida hasta aterrizar a unos dos metros de sus pies. Wells la observó desde su silla con cierta lástima, resopló, sacudió la cabeza, y finalmente se levantó a recogerla del suelo, reprobándose aquel derroche de cólera impropio de una criatura civilizada. Volvió a depositarla en la mesa y a sentarse ante ella con el gesto resignado de quien sabe que aceptar de buen grado los reveses de la fortuna es signo de valentía y lucidez.
La revista en cuestión era un ejemplar de The Speaker en el que aparecía una crítica devastadora de su última novela, La isla del doctor Moreau, otra novela popular de tema científico, bajo cuya corteza se escondía una de sus obsesiones preferidas: la del soñador derrotado por sus propios sueños. La novela estaba protagonizada por un náufrago llamado Prendick, que, para su desgracia, era acarreado por el mar hasta una isla que no figuraba en ningún mapa, y que no era sino el señorío de un científico loco que había sido exiliado de Inglaterra a causa de sus brutales experimentos con animales. En aquel islote olvidado, el doctor al que aludía el título se había convertido en una especie de deidad primitiva para una tribu constituida por los aberrantes frutos de su locura, los monstruosos resultados de pretender convertir bestias salvajes en hombres. La obra era un intento por ir más allá de Darwin, haciendo que su desquiciado doctor tratara de modificar la vida sorteando el curso lento y natural de las evoluciones, aparte de un homenaje personal a Jonathan Swift, su autor de cabecera, pues la escena en la que Prendick regresaba a Inglaterra e informaba al mundo del fantasmagórico edén del que había escapado era casi un reflejo del episodio en que Gulliver hablaba del país de los houyhnhnm. Y aunque, una vez terminada, Wells no había quedado demasiado satisfecho con la obra, que había ido creciendo entre sus manos de un modo casi espasmódico, mediante el engarce algo atolondrado de imágenes más o menos impactantes, y estaba preparado para un posible varapalo crítico, lo cierto es que eso no restaba dolor a los golpes. La primera estocada le había tomado por sorpresa, pues había provenido de su propia esposa, quien consideraba que el hecho de que el científico muriese en manos del puma deforme que había intentado transformar en mujer era una crítica al movimiento feminista. ¿Cómo era posible que Jane pensara eso? La semana anterior había recibido la segunda cuchillada, esta vez de mano del Saturday Review, un periódico que siempre había considerado amable en sus juicios. Para mayor irritación, la desabrida crítica venía firmada por Peter Chalmers Mitchell, un zoólogo joven y prometedor que había sido compañero suyo en South Kensington, y que ahora, traicionando la afable camaradería que habían mantenido, afirmaba sin delicadeza alguna que el libro de Wells buscaba simplemente horrorizar. La crítica de The Speaker iba todavía más lejos, tachando al autor de pervertido al insinuar que el paso siguiente que obviamente daría quien coronase con éxito el experimento de dar a un animal la apariencia externa de un humano sería mantener relaciones sexuales con dicha aberración. «El señor Wells tiene talento, pero lo pone al servicio de un propósito absolutamente denigrante», afirmaba el crítico. Wells se preguntaba quién era verdaderamente el que tenía la cabeza emporcada de pensamientos retorcidos, él o el autor de aquella crítica.
De sobra sabía Wells que las reseñas desfavorables solo causaban un daño moral, ya que eran vientos fastidiosos pero débiles que apenas trastornaban la singladura del libro. La que tenía delante, que con tanta ligereza tildaba su novela de fantasía perversa, incluso impulsaría sus ventas, allanando todavía más el camino para su siguiente publicación. Sin embargo, las heridas infligidas a la autoestima de un autor podían originar a la larga consecuencias fatales, pues el arma más poderosa de un escritor, aquello que le daba fuerzas, era su intuición, y si la crítica se unía para desprestigiar su olfato, dicho escritor, tuviese o no talento, quedaría reducido a una criatura temerosa que abordaría el papel con una cautela insensata, una prudencia absurda que terminaría embridando su posible genio. Los braceros de los periódicos y suplementos literarios deberían considerar que toda obra era generalmente una aleación de esfuerzo e ilusión, la encarnación de un empeño solitario, de un sueño a veces largamente incubado, cuando no una apuesta desesperada destinada a dar sentido a una existencia, antes de escupir despiadadamente sobre ella desde sus cómodas atalayas. Pero con él no podrían. No, desde luego que no. A él no lograrían confundirlo porque él tenía la cesta.
Contempló el canasto de mimbre que descansaba sobre una de las baldas de la cocina, e inmediatamente sintió cómo su abatido espíritu comenzaba a erguirse de nuevo, provocador, desafiante. El efecto que en él producía el canasto era instantáneo. Por eso no se separaba de él jamás, arrastrándolo de aquí para allá pese a las suspicacias que aquel constante acarreo despertaba en quienes le rodeaban. Wells nunca había creído en talismanes ni objetos mágicos, pero la incongruente manera en la que había irrumpido en su vida, junto a los propicios acontecimientos que su presencia había comenzado a generar, lo habían obligado a hacer una excepción con el canasto. Reparó en que Jane lo había llenado de verduras, y eso, más que irritarlo, le divirtió, pues al darle aquel tonto uso doméstico su esposa había camuflado su carácter mágico redoblando graciosamente su utilidad. Aparte de irradiarle suerte y transmitirle confianza en sí mismo, aparte de convertirse en la encarnación del espíritu de superación personal cada vez que evocaba a la extraordinaria persona que había trenzado aquellos mimbres, el canasto servía también de canasto.
Mucho más calmado, Wells cerró la revista. No iba a permitir que nadie empañara sus logros, de los cuales debía sentirse satisfecho. Tenía treinta años y, tras un angustioso e interminable periodo de combatir contra los elementos, su vida había cuajado al fin. La espada había sido templada, adquiriendo, de todas sus posibles formas, la apariencia que tendría de por vida. Ya solo restaría afilarla, aprender a manejarla, e incluso, si era necesario, darle a beber sangre alguna vez. De todo cuanto podía ser, parecía claro que sería escritor, que lo estaba siendo ya. Las tres novelas que había publicado así lo atestiguaban. Escritor. Sonaba bien. Y era una ocupación que no le desagradaba en absoluto, pues ya la había barajado de pequeño como segunda opción, tras la de profesor. Sacudir conciencias desde un estrado siempre había sido su deseo, pero era algo que también podía hacerse desde un escaparate, quizás de un modo más cómodo y con un alcance mucho mayor.
Escritor. Sonaba bien, sí. Sonaba muy bien.
Una vez logró tranquilizarse, Wells paseó una mirada satisfecha a su alrededor, por los dominios que la literatura le había reportado. Se trataba de un hogar modesto, pero aun así le hubiera resultado imposible de adquirir unos años antes, cuando malvivía de los artículos que conseguía publicar en periódicos locales y de sus extenuantes clases y solo la fe que le contagiaba el canasto lo mantenía en pie frente al desaliento. No pudo evitar compararla con la casa de Bromley, en Kent, donde se había criado, aquella madriguera miserable que siempre apestaba al aceite de parafina con que su padre impregnaba las tablas del suelo para diezmar los ejércitos de cucarachas con que se veían obligados a convivir. Recordó con grima la horrenda cocina que había en el sótano, con aquel horno de carbón tan mal situado, y el jardín trasero, donde se hallaba el hediondo cobertizo del retrete, un simple agujero en la tierra, al que se accedía por un caminito de tierra batida que a su madre le incomodaba recorrer cada vez que le apremiaba la vejiga porque sospechaba que sus idas y venidas eran espiadas por los empleados del señor Cooper, el sastre vecino. Recordó la enredadera que abrigaba la tapia del fondo, por la que solía trepar para contemplar al señor Covell, el carnicero, quien acostumbraba a deambular por su jardín ensangrentado hasta los codos, sosteniendo con desidia un cuchillo todavía goteante por la matanza, como un asesino apático. A lo lejos, asomando entre los tejados, podía ver también la iglesia parroquial y el cementerio, atestado de lápidas cuarteadas y musgosas, bajo una de las cuales descansaba el tierno cuerpecito de su hermana Frances que, según sostenía su madre, había sido envenenada por su vecino, el infame señor Munday, durante una macabra sesión de té.
Nadie podría sospechar, ni siquiera él, que en aquel feo escondrijo pudieran confluir las circunstancias necesarias para la gestación de un escritor, pero así fue, aunque había sido un parto lento y accidentado. Había tardado exactamente veintiún años y tres meses en hacer realidad sus sueños. Según sus cuentas, naturalmente, pues Wells acostumbraba a señalar, como si hablase con sus biógrafos futuros, el 5 de junio de 1874 como el día en que, de un modo quizás innecesariamente brutal, le fue revelada su vocación. Ese día sufrió un aparatoso accidente, y aquel suceso, cuyo enorme significado había delatado el correr de los años, también le había convencido de que a la hora de esculpir nuestro futuro poco importaba nuestra voluntad, pues eran los caprichosos cinceles del azar los que verdaderamente le daban forma. Como quien desdobla una pajarita de papel para desvelar los pasos que ha requerido su construcción, Wells podía desmontar el instante de su existencia que habitaba ahora y descubrir las piezas que habían intervenido en su fabricación. De hecho, descender por el árbol genealógico que sostenía cada momento era algo que le gustaba hacer a menudo, porque aquel ejercicio de disección metafísica solía procurarle el mismo consuelo que sentía cuando recitaba la tabla de multiplicar para fijar el mundo con los puntales de las matemáticas cada vez que éste se le antojaba un magma tornadizo. De ese modo, había establecido el punto de partida, la fortuita chispa que había desencadenado los sucesos que lo habrían de convertir en escritor, en algo que en un principio podía resultar desconcertante: los venenosos lanzamientos lentos y con efecto de su padre en el campo de críquet. Pero a poco que se tirase de aquel hilo, uno acababa destejiendo la alfombra entera: si su padre no hubiese dispuesto de la necesaria habilidad para ejecutar aquellos lanzamientos mortíferos no lo habrían invitado a ingresar en el equipo oficial del condado, y si no hubiese entrado en el equipo no habría pasado las tardes bebiendo con sus compañeros en The Bell, la taberna cercana a su casa, y si no hubiese malgastado sus tardes allí, descuidando la pequeña tienda de porcelanas que regentaba junto a su madre en la planta baja de la casa, no habría trabado amistad con el hijo del dueño, y si no hubiese establecido aquel lazo de afecto con el mocetón, al encontrarse a sus hijos en el partido de críquet al que acudieron una tarde, éste no se hubiese tomado la libertad de coger al pequeño Bertie en sus brazos y lanzarlo por los aires, y si no lo hubiese volteado no se le habría escurrido de las manos, y si no se le hubiese resbalado aquel Wells de ocho años no se habría partido la tibia al golpearse contra una de las clavijas que sujetaban los vientos del tenderete donde expandían las cervezas, y si no se hubiese fracturado la pierna, teniendo que pasar el verano entero en cama, no habría dispuesto de la coartada perfecta para entregarse a la única distracción a su alcance en aquellas circunstancias, la lectura, insano entretenimiento que en cualquier otra situación hubiese levantado las suspicacias de sus progenitores, impidiéndole descubrir a Dickens, Swift o Washington Irving, escritores que sembraron en su interior una semilla que, con el tiempo y pese a los escasos riegos y cuidados que pudo procurarle, habría de terminar germinando.
A veces, con el propósito de aquilatar aún más lo que tenía, para que su brillo no disminuyera un ápice, Wells se preguntaba qué habría sido de él si aquella milagrosa ristra de acontecimientos que lo había echado en los brazos de la literatura no hubiese tenido lugar. Y la respuesta siempre era la misma. De no haberse producido aquel insólito encadenado, Wells estaba seguro de que ahora estaría trabajando en alguna botica o similar, amortajado por el hastío y sin poder creer que su aportación al puchero de la vida fuese aquella fruslería. ¿Cómo sería vivir sin una intención, sin un propósito claro? ¿Cómo sería vivir sabiendo que nada podía darte la plenitud? No concebía mayor desgracia que la de caminar por el mundo a la deriva, ciego e insatisfecho, forjando a base de golpes de suerte y decisiones siempre confusas, una existencia anodina, irrelevante, intercambiable con la del vecino, y aspirando únicamente a la felicidad chata, endeble y resbaladiza de los simples. Pero por fortuna, los letales envíos que su padre era capaz de realizar en los campos de críquet lo habían rescatado de la mediocridad, reduciendo su exposición a los vaivenes de la vida, convirtiéndolo en alguien con un propósito, convirtiéndolo en escritor.
No había sido fácil, no obstante, llegar hasta allí. Era como si, en el mismo momento en que él tuvo aquel atisbo de su destino, en el preciso instante en que él supo hacia dónde debía encaminar sus pasos, se hubiera levantado también, como un complemento imprescindible, el viento destinado a dificultar su avance. Un viento feroz, incansable, encarnado en la figura de su madre, pues Sarah Wells parecía no tener otra misión en esta vida, aparte de la de ser una de las criaturas más desdichadas del planeta, que la de hacer del pequeño Bertie y sus hermanos mayores, Fred y Frank, hombres de provecho, lo que para ella significaba un dependiente, un pañero o cualquier variante similar de esos atlas abnegados que sostenían con orgullosa discreción el peso del mundo. Wells la había desilusionado con su empeño de ser algo más que eso, pero tampoco debía concedérsele demasiada importancia a ese agravio, porque era como si hubiese llovido sobre mojado. El pequeño Bertie había decepcionado a su madre desde el instante mismo de su nacimiento, al tener la desfachatez de surgir de sus entrañas provisto del utillaje propio de los varones, cuando ella, nueve meses antes, había franqueado la puerta del dormitorio de su aborrecible esposo con la condición de que le engendrara una nueva niña con la que sustituir a la anterior.
No es de extrañar que, tras un comienzo con tan mal pie, la relación de Wells y su madre progresara del mismo modo. Una vez terminado el grato recreo que le procuró la ruptura de la pierna, generosamente dilatado por el médico del pueblo que, sin que nadie se lo pidiera, colocó mal el hueso y tuvo que romperlo de nuevo para reparar el error, el pequeño Bertie ingresó en la academia de Bromley, por donde ya habían pasado sus dos hermanos sin que el señor Morley, el maestro, hubiese podido sacar el menor partido de ellos. El muchacho, sin embargo, enseguida demostró que no todas las flores de un mismo ramo tenían por qué oler igual. Al señor Morley le asombró tanto la deslumbrante inteligencia de aquel Wells rezagado que incluso hizo la vista gorda en el impago de la matrícula, pero el trato de favor no evitó que su madre lo arrancara de ese hábitat de tiza y pupitres en el que tan cómodo se hallaba y lo enviara como aprendiz a la pañería de Rodgers y Denyer, en Windsor. Tras dos meses allí, trabajando de siete y media de la mañana a ocho de la tarde, con una breve pausa para el almuerzo, que tenía lugar en un angosto sótano donde jamás llegaba la luz, Wells temió que su brío juvenil comenzara a marchitarse lenta e inevitablemente, como le estaba ocurriendo a sus hermanos mayores, que apenas recordaban ya a los individuos alegres y resueltos que habían sido. Así que hizo todo cuanto estuvo en su mano para demostrarle al mundo que no tenía madera de dependiente de una pañería, es decir, se abandonó más que nunca a sus frecuentes raptos de ensoñación, hasta tal punto que los dueños no tuvieron más remedio que despedir a aquel joven que confundía los pedidos y pasaba la mayor parte del día alelado en un rincón. Gracias a la intervención de un primo segundo de su madre, fue enviado entonces a ayudar a un pariente que dirigía una escuela en Wookey, donde también podría completar su formación de magisterio. Desgraciadamente, aquel trabajo, mucho más acorde con sus aspiraciones, concluyó apenas empezó, cuando se descubrió que el director del centro era un estafador que había logrado el puesto falsificando sus calificaciones académicas. Y de nuevo quedó el ya no tan pequeño Bertie expuesto a las obsesiones de su madre, que volvió a apartarlo de su destino enviándolo por una senda equivocada. Así fue como a sus catorce años recién cumplidos, Wells comenzó a trabajar como aprendiz en la botica del señor Cowap, que tenía orden de formarlo como droguero. Sin embargo, pronto comprendió el boticario que aquel muchacho era demasiado excepcional como para desperdiciarse en un puesto así, de modo que lo puso en manos de Horace Byatt, el director de la Escuela Secundaria de Midhurst, que andaba a la caza de alumnos brillantes con los que conferir a su establecimiento la respetabilidad académica de la que carecía. A Wells no le resultó difícil destacar en un alumnado compuesto fundamentalmente por muchachos mediocres, llamando enseguida la atención de Byatt, que se confabuló con el boticario para tratar de ofrecer a aquel talentoso muchacho la mejor formación posible. Pero su madre no tardó en revelarse contra la conjura urdida por aquel par de filántropos ociosos que pretendían conducir al pequeño Bertie a la perdición, y envió a su hijo a otra pañería, esta vez en Southsea. Allí pasó Wells dos años en un estado de profundo aturdimiento, intentando comprender por qué aquel viento feroz insistía en arrojarlo del caballo cada vez que enfilaba el camino correcto. La vida en el Emporio de Pañerías de Edwin Hyde se parecía sospechosamente a una estancia en el infierno: consistía en trece horas de duro trabajo que concluían con el encierro en el sofocante barracón que servía de dormitorio, donde los empleados dormían tan hacinados que hasta sus sueños se confundían. Algunos años antes, convencida de que la incompetencia de su marido terminaría conduciendo el negocio de porcelanas a la bancarrota, su madre había aceptado el puesto de ama de llaves en la mansión de Uppark, una hacienda arrumbada tras la loma de Karting Down donde había trabajado de joven como doncella, y allí enviaba Wells desde su cautiverio unas cartas desesperadas y harto quejumbrosas que por respeto no reproduciré aquí, donde se alternaban las súplicas más infantiles con las más imaginativas argumentaciones, en un intento baldío por convencerla de que lo sacara de allí. Afligido, viendo cómo el futuro que tanto ansiaba se le escurría entre las manos, Wells ahondaba en las fallas de la decisión de su madre. Le preguntaba cómo pensaba que iba a poder ayudarla en la vejez con el miserable sueldo de un dependiente, mientras que con los estudios que pretendía cursar podría alcanzar una magnífica posición, la tildaba de intolerante y obtusa, e incluso la amenazaba con suicidarse o cometer actos aún peores que mancillarían para siempre el nombre de la familia. Pero nada de aquello hizo que su madre cejara en su empeño de convertirlo en un honrado dependiente de pañería. Fue necesario que su antiguo valedor, Horace Byatt, desbordado por el incremento de alumnos, acudiera al rescate, ofreciéndole un puesto de profesor en su escuela por veinte libras el primer año y cuarenta los sucesivos, cifras que se apresuró a esgrimir con desesperación ante los ojos de su madre, quien consintió de mala gana que abandonara la pañería, cansada de tanto esfuerzo inútil por evitar que su hijo se descarriara. Aliviado, Wells se puso agradecido a las órdenes de su salvador, cuyas expectativas ansiaba cumplir, invirtiendo los días en dar clase a los alumnos menores y las noches en terminar sus estudios de magisterio y devorar con auténtica gula todo lo que encontraba sobre biología, física, astronomía y otras materias de la rama de ciencias. Su titánico esfuerzo se vio recompensado con la obtención de una beca de estudios para la Escuela Normal de Ciencias en Londres, donde ejercía nada menos que el profesor Huxley, el célebre fisiólogo que había sido lugarteniente de Darwin en sus célebres disputas dialécticas con el obispo Wilberforce.
Pese a todo, no puede decirse que Wells partiera hacia Londres con el ánimo muy alegre. Lo hizo más bien sumido en la profunda pena que le causaba no contar con el apoyo de sus padres en aquella importante aventura. Su madre, estaba seguro, anhelaba que naufragara en sus estudios, confirmando así su creencia de que los Wells solo valían para desempeñar el oficio de pañero, de que de un material tan discutible como la semilla de su marido resultaba imposible que surgiera un genio. Su padre, por su parte, era el ejemplo viviente de que el fracaso podía disfrutarse tanto como la felicidad. Durante el verano que habían pasado juntos, Wells había comprobado con pavor cómo su progenitor, a pesar de que la edad lo había privado del refugio del críquet, continuaba aferrado a lo único que había dado sentido a su existencia, errando como un espectro molesto por los terrenos de juego, cargando con un bolsón de buhonero atiborrado de guantes de batear, almohadillas, espinilleras y pelotas, mientras, como si no fuera con él, la tienda de porcelanas terminaba de hundirse como un galeón desmigado a cañonazos en mitad del océano. Así las cosas, tampoco le importó demasiado a Wells tener que alojarse en una pensión donde los huéspedes parecían competir entre sí por ver quién era capaz de producir el ruido más original.
Estaba tan acostumbrado a que el mundo le ofreciera siempre su lado más desagradable que cuando su tía Mary Wells le propuso que se alojase en su casa de Euston Road, no pudo evitar mostrar una desconfianza refleja, pues se trataba de un hogar aparentemente normal, cálido y acogedor, envuelto en una plácida armonía, que no parecía cuadrar con los sórdidos decorados donde hasta el momento se había desarrollado su existencia. Tan agradecido le estaba a su tía por ofrecerle al fin una tregua en aquella interminable batalla que era su vida que consideró poco menos que una obligación pedirle la mano de su hija Isabel, aquella muchachita dulce y bondadosa que vagaba sigilosamente por la casa. Pero pronto comprendió Wells que se había precipitado en su decisión, pues tras la boda, que se solventó con la rapidez y el desapego de un trámite engorroso, no solo constató lo que ya sospechaba, que su prima nada tenía que ver con él, sino que también descubrió que Isabel había sido educada para ser una esposa modélica, es decir, para satisfacer todas las necesidades que su marido pudiera tener salvo, por supuesto, las que le acuciaban en el lecho, donde se conducía con la frialdad de un mecanismo óptimo para la procreación pero inhabilitado para el goce. Pese a todo, el entumecido apetito sexual de su esposa no dejaba de ser un mal menor fácilmente subsanable si uno visitaba otros lechos; y Wells pronto descubrió que el mundo estaba excelentemente provisto de adorables tálamos a los que su hipnótica oratoria podía franquearle el paso, así que se dedicó al fin a disfrutar de la vida, ahora que parecía rodarle cuesta abajo. Inmerso en aquel epicureismo de medio pelo que le permitía la guinea semanal de su beca, Wells no solo se entregó a los placeres de la carne, a la exploración de disciplinas donde hasta entonces no se había aventurado, como la literatura y el arte, y a gozar de cada segundo de su estancia ganada con tanto sudor en South Kensington, sino que también juzgó que era un buen momento para desvelar al mundo su sueño más oculto publicando una breve historia de ficción en el Science Schools Journal.
La tituló Los argonautas del tiempo, y estaba protagonizada por un científico loco, el doctor Nebogipfel, que inventaba una máquina del tiempo, la cual empleaba para viajar al pasado y cometer un asesinato. La idea del viaje en el tiempo no era original, ya la había usado Dickens en su relato Cuento de Navidad, y el norteamericano Edgar Allan Poe en Un cuento de las montañas Escabrosas, pero en ambos relatos se viajaba siempre en un estado de ensueño o alucinación. Su científico, en cambio, viajaba voluntariamente, y usando para ello, por vez primera, un artefacto mecánico. Su propuesta, en fin, rebosaba originalidad. Sin embargo, ese primer y cauteloso intento por probarse como escritor no alteró el curso del mundo, que siguió discurriendo con su habitual normalidad, cosa que lo decepcionó. Aún así, aquel relato primerizo le reportó el lector más especial que había tenido y probablemente tendría jamás. A los pocos días de su publicación, Wells recibió una tarjeta de un admirador que había leído su historia y le rogaba que aceptara su invitación para tomar el té. El nombre que aparecía en la tarjeta lo estremeció: Joseph Merrick, más conocido como el Hombre Elefante.