IX

Una vez terminó de relatar su historia, el empresario guardó silencio y contempló con interés a sus dos invitados. Andrew supuso que aguardaba algún tipo de reacción por su parte, pero no sabía qué decir. Estaba confundido. Le costaba creer que todo cuanto había contado su anfitrión fuese otra cosa que el argumento de una novela de aventuras. Aquella llanura rosada le parecía tan real como Liliput, la isla del Pacífico Sur donde había naufragado Lemuel Gulliver, habitada por personas diminutas, de seis pulgadas de alto. Aunque por la encandilada sonrisa que adornaba el rostro de Charles dedujo que su primo sí creía en ello. Después de todo, él había viajado al año 2000, ¿qué importaba que hubiese sido cruzando en tranvía una llanura rosada donde no transcurría el tiempo?

—Y ahora, caballeros, si tienen la amabilidad de acompañarme, les enseñaré algo que solo muestro a las personas en quien confío —anunció Gilliam, reemprendiendo aquella suerte de visita guiada por su vasto despacho.

Con Eterno orbitando a su alrededor, se dirigieron a otra de las paredes, donde les esperaba una pequeña colección de fotografías y algo que probablemente fuese otro mapa, aunque éste se encontraba oculto tras una cortinita de seda roja. Andrew comprobó con sorpresa que las fotografías habían sido tomadas en la cuarta dimensión, aunque bien podrían haberlas hecho en cualquier desierto, ya que ninguna cámara podía atrapar los colores del mundo, ni de éste ni de ningún otro, según parecía. Había que usar la imaginación, por tanto, para otorgarle a aquella arena blancuzca el rango de rosada. La mayoría de las fotografías inventariaban momentos prosaicos de la expedición: Gilliam y los presuntos Kaufman y Austin montando las tiendas, bebiendo café en un descanso, encendiendo una fogata, posando ante las fantasmales montañas, que costaba intuir tras la espesa niebla. Todo demasiado normal. Solo una de las fotografías generó en Andrew el efecto de que realmente estaba contemplando un mundo desconocido. En ella aparecían Kaufman y Austin —panzudo y fornido el primero, y flaco como una estaca el segundo—, sonriendo exageradamente con los sombreros ladeados, los rifles enarbolados, y una bota apoyada en la enorme cabeza de un dragón de cuento, que yacía abatido sobre la arena como un trofeo de caza. Estaba a punto de inclinarse sobre la fotografía para contemplar mejor aquel bulto indefinido, cuando lo sobresaltó un desagradable chirrido. A su lado, Gilliam estaba tirando del cordón dorado que descorría el telón de seda, desvelando lo que se ocultaba debajo.

—Caballeros, puedo asegurarles que no encontrarán ningún mapa igual a éste en toda Inglaterra —anunció, henchido de orgullo—. Se trata de una reproducción exacta del dibujo hallado en la cueva junquiana, ampliado por nuestras exploraciones posteriores, naturalmente.

Más que un mapa, lo que desveló aquella cortinita de guiñol parecía el dibujo de un niño imaginativo. Predominaba, por supuesto, el color rosa, que representaba la planicie. En su centro se enclavaban las montañas, pero la tenebrosa cordillera no era el único accidente geográfico descrito en el mapa. En la esquina derecha del dibujo, por ejemplo, se apreciaba el tembloroso trazo de un río, y cerca de él una mancha verde claro que tal vez simbolizara un bosque o un prado. Andrew no pudo evitar que aquellos símbolos, propios de los mapas convencionales que cartografiaban los territorios del mundo que habitaba, le resultaran incongruentes en un dibujo que pretendía representar la cuarta dimensión. Pero si algo destacaba en el mapa eran los puntos dorados que salpicaban la llanura y que, evidentemente, reproducían los agujeros. Dos de ellos, el que conducía al año 2000 y el que ahora poseían los Murray, estaban unidos mediante un sinuoso trazo rojo que representaba la ruta que debía de seguir el tranvía temporal.

—Como ven, hay numerosos agujeros, pero aún desconocemos dónde conducen. ¿Llevará alguno al otoño de 1888? Quizás, quién sabe —dijo Gilliam, mirando significativamente a Andrew—. Kaufman y Austin están tratando de llegar al que se halla cerca de la entrada al año 2000, pero aún no han encontrado un modo de rodear al rebaño de bestias que pastan en el valle que hay justo en medio.

Mientras Andrew y Charles estudiaban el mapa, Gilliam se arrodilló y comenzó a acariciar al perro.

—Ah, la cuarta dimensión. ¿Qué misterios guarda ese territorio? —murmuró, soñador—. Lo único que sé es que ahí dentro, por decirlo de un modo poético, nuestra vela no se consume. Eterno aparenta un año, sí, pero nació hace cuatro. Supongo que ésa debería ser su edad, de no ser porque gran parte de esos años, los momentos pasados en la planicie, no parecen contabilizar. Eterno me acompañó mientras hacía mis estudios en África, y desde que llegamos a Londres cada noche duerme a mi lado dentro del agujero. No lo he bautizado así gratuitamente, caballeros, y mientras esté en mi mano, haré todo lo posible para que haga honor a su nombre.

Andrew no pudo evitar sentir un escalofrío cuando cruzó su mirada con el perro.

—¿Qué representa esa construcción? —preguntó Charles, señalando el símbolo de un castillo que se hallaba cerca de las montañas.

—Ah, eso —dijo Gilliam, incómodo—. Es el palacio de su Majestad.

—¿De la Reina? —se sorprendió Charles—. ¿Tiene un palacio en la cuarta dimensión?

—Efectivamente, señor Winslow. Es, por así decirlo, un regalo en agradecimiento por su generosa contribución a nuestras exploraciones —Gilliam meditó unos instantes, sin saber si debía revelarles más información. Finalmente, añadió—: Desde que organizamos un viaje privado para ella y su séquito al año 2000, su Majestad se interesó por las peculiares leyes que rigen la cuarta dimensión y, eh…, nos hizo llegar su deseo de que le gustaría disponer de una residencia en la planicie, en la que poder pasar algunas temporadas cuando sus obligaciones se lo permitiesen, como quien se retira a un balneario. Lleva unos meses visitándolo, por lo que me temo que su reinado será largo… —dijo, sin molestarse en disimular cuánto le enojaba haber tenido que hacer aquella concesión, mientras él probablemente debía de conformarse con pasar sus estancias con Eterno en una miserable tienda de campaña—. Pero a mí eso me da igual. Lo único que quiero es que me dejen en paz. El Imperio piensa conquistar la luna. Adelante, que lo hagan… ¡Pero el futuro es mío!

Cerró la cortinilla y los condujo de nuevo a su mesa. Les invitó a sentarse y ocupó su sillón, al tiempo que Eterno, el perro que sobreviviría a los hombres, si exceptuábamos al propio Gilliam, a la Reina y los afortunados empleados de su palacio intemporal, se tumbaba a sus pies.

—Bien, caballeros, espero haber respondido a su pregunta de por qué solo podemos llevarles al 20 de mayo del año 2000, donde lo único que pueden contemplar es la batalla más decisiva de la raza humana —dijo con ironía tras ocupar su sitio.

Andrew resopló. Aquello no le interesaba lo más mínimo, al menos mientras fuese incapaz de sentir otra cosa que dolor. Estaba donde al principio, al parecer. Tendría que reanudar su suicidio en cuanto Charles se despistara. Alguna vez tendría que dormir.

—¿No existe ningún modo, entonces, de viajar al año 1888? —oyó preguntar a su primo, que no parecía darse por vencido.

—Imagino que no sería ningún problema si dispusiesen de una máquina del tiempo —respondió Gilliam, encogiéndose de hombros.

—Tendremos que confiar en que la ciencia la invente pronto, Andrew —se lamentó Charles, palmeándole la rodilla y levantándose de la butaca.

—Quizás ya haya sido inventada, caballeros —soltó de repente Gilliam.

Charles se volvió hacia él.

—¿Qué quiere decir?

—Hum, solo es una sospecha… —respondió el empresario—, pero lo cierto es que, cuando abrimos nuestra empresa, hubo alguien que se opuso a nuestro negocio con una tozudez especial. Insistía en que los viajes temporales entrañaban demasiados riesgos, que era mejor ir despacio. Siempre sospeché que lo decía porque él tenía una máquina del tiempo y quería experimentar con ella antes de darla a conocer al público. O tal vez pensara guardarla solo para él, y ser el único dueño del tiempo.

—¿A quién se refiere? —preguntó Andrew.

Gilliam se reclinó en el asiento, sonriendo con suficiencia.

—Me estoy refiriendo al señor Wells, por supuesto —respondió.

—Pero ¿qué le ha llevado a pensar eso? —replicó Charles—. Wells solo habla en su libro de viajes al futuro. Ni siquiera se plantea la posibilidad de viajar al pasado.

—Por eso mismo, señor Winslow. Imaginen, caballeros, que construyen una máquina del tiempo, el invento más importante de la humanidad. Dado su increíble poder, deben guardarla en secreto, evitar que caiga en manos inapropiadas que quisieran usarla en su propio beneficio, pero ¿podrían resistir la tentación de confesarle al mundo su descubrimiento? Una novela podría ser el vehículo perfecto para transmitir su secreto sin que nadie sospechara que es algo más que ficción, ¿no les parece? O, si el móvil de la vanidad no les convence, imaginen que lo que busca no es satisfacer su ego. Imaginen que lo que necesita es algún tipo de ayuda. Tal vez La máquina del tiempo no sea más que un reclamo, una botella lanzada al mar, una llamada de auxilio a alguien que sepa interpretarla. Quién sabe. De todos modos, caballeros, Wells sí contempló la posibilidad de viajar al pasado, y con la intención de cambiarlo, además, que imagino que es la que lo mueve a usted, señor Harrington.

Andrew se sobresaltó, como si hubiese sido sorprendido cometiendo algún delito. Gilliam le dedicó una sonrisa burlona, y luego rebuscó en un cajón de su escritorio. Finalmente, arrojó sobre la mesa un ejemplar del Science Schools Journal de 1888. El número, manoseado y arrugado, mostraba en su portada un título, Los argonautas del tiempo, de H. G. Wells. Se lo tendió a Andrew, pidiéndole que tuviera cuidado, pues se trataba de un número agotado.

—Hace precisamente ocho años, cuando era un jovencito recién llegado a Londres para comerse el mundo, Wells publicó un cuento por entregas titulado Los argonautas del tiempo, protagonizado por un científico loco llamado Moses Nebogipfel, que viajaba al pasado para cometer un asesinato. Tal vez Wells creyó que se había excedido, y a la hora de rescatar la idea para la novela, decidió obviar los viajes al pasado, para no dar ideas a los lectores, y centrarse únicamente en los viajes al futuro, protagonizados por un individuo mucho más cabal que Nebogipfel, como saben, y cuyo nombre no se menciona en la novela. Tal vez Wells no pudo resistirse a ese pequeño guiño.

Andrew y Charles se miraron, y luego miraron al empresario, quien tomó una libreta y garabateó algo.

—Ésta es la dirección del señor Wells —dijo, tendiéndole la nota a Andrew—. No pierden nada por comprobar si mis sospechas son ciertas.