VIII

Permítanme ahora que realice un pequeño malabarismo narrativo y les relate lo que Gilliam Murray les contó en tercera persona, y no en primera, como si fuese un pasaje extraído de alguna novela de aventuras, que en el fondo es como al empresario le gustaba considerarlo. En aquella época, a comienzos de la segunda mitad del siglo XIX, descubrir el nacimiento de las míticas fuentes del Nilo, que Ptolomeo había situado en las Montañas de la Luna, la cordillera que se alzaba imponente en el corazón de África, se había convertido en el principal objetivo de la mayoría de las sociedades expedicionarias. Sin embargo, los exploradores modernos no parecían tener mejor suerte que Herodoto, Nerón y el resto de personajes que las habían buscado infructuosamente a lo largo de la historia. La expedición de Richard Burton y John Speke no había hecho más que enemistar a los dos exploradores, y la de David Livingstone tampoco había arrojado ninguna luz sobre el asunto. Livingstone padecía disentería cuando fue encontrado por Henry Stanley en Ujiji, pero a pesar de ello se negó a volver con él a la metrópoli y partió en una nueva expedición, esta vez al lago Tanganika, de la que tuvo que regresar en litera, doblegado por la fiebre y al límite de sus fuerzas. El explorador escocés murió en Chitambo, y su último viaje lo hizo como cadáver, embalsamado en el maternal interior del tronco de un myonga que sus porteadores tardaron nueve meses en acarrear hasta la isla de Zanzíbar, desde donde fue repatriado a Gran Bretaña. En 1878 lo enterraron en la abadía de Westminster con todos los honores, pero, pese a sus indiscutibles logros, la ubicación de las fuentes del Nilo seguía siendo un misterio, y todo el mundo, desde la Real Sociedad Geográfica hasta el museo de ciencias más insignificante, quería llevarse la gloria de localizar aquel esquivo emplazamiento. Los Murray no podían ser menos. Así que, al mismo tiempo que el New York Herald y el London Daily Telegraph subvencionaban la nueva expedición de Stanley, ellos enviaron también al inhóspito continente africano a uno de sus mejores exploradores.

Se llamaba Oliver Tremanquai y, aparte de haber realizado con éxito varias expediciones en el Himalaya, era un cazador experto. Entre las bestias abatidas por su puntería había desde tigres indios hasta osos balcánicos, pasando por elefantes de Ceilán. También era un hombre profundamente religioso, que aunque nunca había ejercido como misionero, no desaprovechaba ninguna oportunidad de evangelizar a cualquier indígena que le saliese al paso, enumerando las prestaciones de su dios como quien vende una pistola. Entusiasmado con su nueva misión, Tremanquai partió desde Zanzíbar, donde consiguió porteadores y víveres. Sin embargo, a los pocos días de internarse en el continente los Murray perdieron todo contacto con él. Las semanas transcurrían lentamente, sin que recibieran ninguna señal suya. ¿Qué le había sucedido al explorador? Con gran dolor, los Murray se resignaron a darlo por perdido, ya que no podían mandar a ningún Stanley en su busca porque todos sus hombres estaban ocupados.

Diez meses más tarde, justo después de realizar un funeral simbólico en su memoria con el consentimiento de su mujer, que hasta aquel momento se había resistido a enterrarse bajo los ropajes del luto, Tremanquai irrumpió en su sede. Como no podía ser menos, provocó el revuelo propio de un fantasma. Estaba terriblemente delgado, traía ojos de alucinado y su cuerpo, sucio y hediondo, invitaba a pensar que no había pasado los últimos meses dándose baños de rosas precisamente. Como podía adivinarse de su lamentable aspecto de espantajo, la expedición había sido un completo fracaso desde su mismo comienzo, ya que nada más internarse en la selva cayeron en la emboscada de una tribu somalí. Tremanquai ni siquiera dispuso de tiempo para apuntar con su rifle a aquellas sombras felinas que escupía la maleza, antes de que una andanada de flechas lo tumbara de espaldas. En la intimidad de la selva, lejos de los ojos de la civilización, la expedición fue brutal y minuciosamente masacrada. Sus atacantes lo dieron por muerto, como al resto de sus hombres, pero Tremanquai era un individuo endurecido por la vida: para matarlo había que esforzarse un poco más que aquellos salvajes. De manera que estuvo semanas vagando por la jungla, herido y febril, usando su rifle a modo de muleta, con algunas flechas todavía clavadas en el cuerpo, hasta que en su lastimoso peregrinar tropezó con un pequeño poblado indígena cercado por una empalizada. Agotado, se desplomó ante la angosta entrada que mostraba el muro, como un desperdicio arrojado por la marea.

Despertó algunos días después en un incómodo jergón, completamente desnudo y con las múltiples heridas que mortificaban su cuerpo sepultadas bajo unos emplastos de aspecto repugnante. La encargada de aplicarle aquellas cataplasmas verduscas era una muchacha cuyos rasgos no logró identificar con ninguna de las tribus que conocía. Poseía un cuerpo largo y sinuoso, de caderas estrechísimas y busto casi inexistente, recubierto por una piel oscura que despedía un leve brillo mate. Enseguida descubrió que los varones también tenían una complexión igual de liviana, provista de una musculatura casi imperceptible bajo la que se insinuaba una delicada osamenta. Dado que no sabía a qué tribu pertenecían, Tremanquai decidió bautizarlos a su antojo. Los llamó junquianos, por encontrarlos delgados y flexibles como juncos. Tremanquai era un excelente tirador, pero poseía una imaginación pésima. Las fisonomías etéreas de los junquianos le sorprendieron, tanto como los enormes ojos oscuros que ensombrecían sus rostros de marionetas exquisitas, pero a medida que transcurría su convalecencia encontró mayores motivos de asombro, desde la lengua imposible que usaban para comunicarse, unos sonidos ahogados que su garganta, curtida en la imitación de los más extraños dialectos, era incapaz de reproducir, hasta la uniformidad de edades que los igualaba, pasando por la ausencia en el poblado de los objetos cotidianos más imprescindibles, como si la vida de aquellos salvajes sucediese en otro sitio o hubieran logrado reducirla a un solo acto: el de respirar. Pero sí había una pregunta que Tremanquai se hacía cada vez con mayor frecuencia era la siguiente: ¿cómo sobrevivían los junquianos al pertinaz acoso de las tribus vecinas? Su número era bastante reducido, no se antojaban ni fuertes ni fieros, y la única arma que parecía haber en el poblado era su rifle.

Una noche entendió cómo lo hacían. Uno de los vigías anunció que los feroces masais habían cercado el poblado. Desde la choza en la que lo habían alojado, en compañía de su cuidadora, Tremanquai contempló a sus etéreos salvadores formar en el centro del patio, justo enfrente de la angosta entrada, que extrañamente carecía de puerta. Ordenados y frágiles, como expuestos al sacrificio, los junquianos se cogieron de las manos y comenzaron a entonar un intrincado cántico. Una vez venció su perplejidad, Tremanquai agarró su rifle y se arrastró hasta la ventana con intención de defender en lo posible a sus anfitriones. En el poblado apenas había antorchas encendidas, pero el fulgor de la luna perfilaba suficientemente el mundo como para que un cazador experimentado como él pudiera hacer blanco. Apuntó hacia la puerta, confiando que si lograba abatir a algunos masais sus compañeros tal vez creyeran que el poblado se encontraba defendido por hombres blancos y emprendieran la retirada. Para su sorpresa, la muchacha le bajó el arma con suavidad, diciéndole sin palabras que su intervención no sería necesaria. Tremanquai iba a protestar, pero la serena mirada de la junquiana le hizo pensárselo mejor. Desde la ventana, entre el pavor y el aturdimiento, contempló la salvaje carga de los masais, que penetraban por la puerta en tropel, mientras sus anfitriones se limitaban a aguardar la llegada de sus lanzas, sin dejar de entonar aquel canto tan desagradable. El explorador se preparó para asistir a una matanza consentida. Entonces sucedió algo que Tremanquai describió con voz temblorosa e incrédula, como si sus palabras le resultaran increíbles, pese a salir de su propia boca. El aire se rompió. No sabía explicarlo de un modo mejor. Era como arrancar un trozo de papel pintado de la pared, dijo, y descubrir el muro que había debajo. La diferencia era que debajo no había ningún muro, sino otro mundo. Un mundo que al principio, debido a su posición, el explorador no pudo ver, pero del que emanaba un pálido resplandor que iluminaba la oscuridad que lo rodeaba. Atónito, contempló cómo los primeros masais se despeñaban en el agujero que había germinado bruscamente entre ellos y sus víctimas, y desaparecían de la realidad, del mundo que Tremanquai ocupaba, como si se hubiesen volatizado en el aire. Al ver cómo sus hermanos eran devorados por la propia noche, los restantes masais huyeron llenos de pavor. El explorador sacudió la cabeza lentamente, sobrecogido por cuanto acababa de ver. Ahora entendía por qué aquel pueblo había logrado sobrevivir al acoso de las tribus vecinas.

Dando tumbos, salió de su cabaña y se acercó al agujero que los cánticos de sus anfitriones había horadado en el tejido mismo de la realidad. Al colocarse enfrente, observó que la abertura, que ondeaba como una cortina, era más grande de lo que parecía. Nacía desde el suelo, rebasaba con creces su cabeza y tenía una anchura que podía permitir sin dificultad el paso de una carreta. Sus bordes oscilaban levemente sobre el paisaje, ocultándolo y desvelándolo como hacen las olas con la orilla. Fascinado, Tremanquai miró a través de ella como si se tratara de una ventana. Al otro lado, había un mundo distinto al nuestro, una suerte de llanura de piedra rosada, recorrida por un viento inclemente que barría su superficie arrastrando la arena; al fondo, enturbiadas por el espeso polvo que inundaba el aire, distinguió unas siniestras montañas. Desconcertados y ciegos, los masais vagaban por aquel mundo trastabillando, ensartándose en sus lanzas unos a otros mientras el número de los que quedaban en pie se iba reduciendo. Tremanquai contempló embelesado aquella grotesca danza de muerte, sintiendo cómo sus cabellos eran acariciados por un viento que no pertenecía a su mundo, al igual que el extraño polvo que inundaba sus fosas nasales.

Los junquianos, que permanecían todavía arracimados en el centro del patio, volvieron a entonar aquel horrible cántico, y el agujero comenzó a cerrarse, encogiéndose con lentitud ante los ojos alucinados de Tremanquai, hasta desaparecer por completo. El explorador pasó tontamente la mano por el aire que antes había desgarrado el orificio. De pronto, parecía que jamás había existido nada entre él y el coro de junquianos, que empezó a disgregarse, encaminándose cada uno a algún lugar del poblado, como si no hubiese ocurrido nada especial. Sin embargo, para Tremanquai el mundo tal y como lo conocía había cambiado. Comprendió que ahora solo tenía dos opciones. Una era contemplar su mundo, que siempre había considerado el único, como uno más de los muchos que existían, y que al parecer se superponían unos sobre otros como las páginas de un libro, de tal forma que bastaba con hundir un puñal en su lomo para fabricar un pasadizo que los atravesara todos. La otra opción era más sencilla: volverse loco.

Esa noche el explorador no durmió. Quién podría. Permaneció tumbado en su jergón, con los ojos bien abiertos y el cuerpo tenso, atento a cualquier ruido proveniente de la oscuridad. Saberse en un poblado de brujos, contra los que nada podrían ni su rifle ni su dios, lo inundaba de un miedo atroz. En cuanto pudo dar más de un paso sin marearse, huyó del poblado de los junquianos. Tardó varias semanas en regresar al puerto de Zanzíbar. Allí malvivió como pudo hasta que logró esconderse en un buque que zarpaba hacia Londres. Diez meses después de su partida estaba de vuelta, pero lo vivido lo había transformado, bastaba verlo. Se trataba, pues, de una odisea terrible que Sebastian Murray, naturalmente, no creyó. No sabía qué le habría sucedido a su mejor explorador durante el tiempo que había estado desaparecido, pero estaba claro que no pensaba otorgarle ninguna credibilidad a la historia de los junquianos y sus absurdos boquetes en el aire. Aquello no era más que el delirio de un loco. Y el propio Tremanquai le dio la razón cuando demostró que era incapaz de llevar una vida normal junto a su exviuda y sus dos hijas. Es probable que su mujer hubiese preferido seguir llevándole flores al cementerio, antes que convivir con aquel desconocido incapacitado para la vida que África le había devuelto, y que se limitaba a alternar estados de apatía con impredecibles brotes de enajenación que trastornaban bruscamente el hasta entonces tranquilo hogar familiar. Sus continuos desvaríos, que a veces lo espoleaban a correr desnudo por las calles o a disparar desde su ventana a los sombreros de los transeúntes, eran una amenaza constante para la calma del barrio, y acabaron por condenarlo al sanatorio para enfermos mentales del Hospital de Guy, donde se limitaron a arrumbarlo en una celda.

Pero su soledad no fue completa. Sin que su padre lo supiese, Gilliam Murray iba a visitarlo al hospital siempre que podía, movido por la pena que le producía contemplar a uno de sus mejores hombres en ese lamentable estado, pero también por la emoción que le producía oírlo contar aquella historia fantástica. El muchacho de apenas veinte años que era entonces acudía a ver al explorador con la ilusión de un niño que asiste a un espectáculo de guiñol, y Tremanquai nunca le defraudaba. Sentado en su camastro, con la mirada extraviada en los manchurrones de humedad de las paredes, le relataba a poco que se lo pidiera la historia de los junquianos, cargándola cada vez de nuevos y extraordinarios detalles, contento de disponer de público y de tiempo más que suficiente para enriquecer su fantasía. Durante un tiempo, Gilliam pensó que volvería a recuperar la cordura, pero tras cuatro años de reclusión, Tremanquai resolvió ahorcarse en su celda. Dejó una nota en un sucio trozo de papel. En ella, con una letra retorcida que tanto podía ser su escritura habitual como estar deformada por su sufrimiento interior, anunciaba con ironía que partía al otro mundo, que no era más que uno de los muchos que existían.

Para entonces, Gilliam había empezado a trabajar en la empresa de su padre, y aunque, pese a sus visitas, la historia de Tremanquai nunca había dejado de parecerle una locura, quizás por eso mismo, porque contagiarse de su locura era el mejor homenaje que podía hacerle, a espaldas de su padre envió a dos de sus exploradores a África, en busca de los inexistentes junquianos. Samuel Kaufman y Forrest Austin eran un par de majaderos, amigos de las fanfarronadas y las borracheras, que habían logrado convertir en fiascos todas sus expediciones, pero eran los únicos que su padre no echaría en falta y los únicos que partirían encogiéndose de hombros al continente negro en busca de una tribu de brujos cantores capaces de abrir en el aire pórticos a otros mundos. También eran los únicos a los que, debido a su manifiesta ineficacia, podía permitirse el lujo de encomendar una misión tan estéril como la búsqueda de los junquianos, que no constituía otra cosa que su modesta ofrenda a la memoria del desdichado Oliver Tremanquai. Así, Kaufman y Austin partieron de Inglaterra casi secretamente. Ni ellos ni el propio Gilliam podían sospechar que iban a convertirse en los exploradores más famosos de su época. Fieles al procedimiento, nada más poner el pie en África comenzaron a notificar sus avances mediante telegramas, que Gilliam leía por encima y amontonaba en un cajón de su mesa con una sonrisa de piedad.

Todo cambió cuando, tres meses después, recibió uno en el que anunciaban que al fin habían encontrado a los junquianos. ¡No podía creerlo! ¿Le estaban gastando una broma, castigándole por haberlos quitado de en medio enviándolos a aquella estrambótica misión?, se preguntó Gilliam. Pero los detalles que recogían los telegramas descartaban que le estuviesen engañando, ya que coincidían exactamente con los que, según recordaba, adornaban la narración de Oliver Tremanquai. Así que, pese a su estupefacción, Gilliam no pudo sino concluir que tanto Tremanquai como ellos habían dicho la verdad: los junquianos existían. A partir de entonces, aquellos telegramas se convirtieron para Gilliam Murray en el principal motivo para levantarse cada día. Aguardaba su llegada con verdadera excitación, y los leía y releía en su despacho, con la puerta atrancada, sin querer compartir de momento aquel asombroso descubrimiento con nadie, ni siquiera con su padre.

Según los telegramas, una vez localizaron el poblado, Kaufman y Austin no tuvieron excesivos problemas para ser aceptados como huéspedes. Los junquianos, en realidad, parecían conformes con todo, incapaces de oponer resistencia a nada. Del mismo modo, tampoco se mostraban demasiado interesados en su presencia allí. Se limitaban a tolerarlos, simplemente. Kaufman y Austin tampoco necesitaban más y, en vez de desanimarse ante la dificultad de llevar a cabo la parte principal de la misión, que no era otra que comprobar si realmente aquellos salvajes podían abrir pasadizos a otros mundos, se armaron de paciencia y enfrentaron la situación como unas vacaciones pagadas. Aunque no lo decían abiertamente, a Gilliam no le resultó difícil imaginarlos consumiendo el día tumbados al sol, ocupados en dar cuenta de las cajas de whisky que habían introducido en la expedición mientras él se obligaba a mirar hacia otro lado. Increíblemente, no pudieron encontrar mejor estrategia, pues el letargo etílico en el que permanecían sumidos, y los bailes y peleas que continuamente protagonizaban desnudos sobre la hierba, fomentó el acercamiento de los junquianos, intrigados por el líquido ambarino que provocaba aquellos alegres arrebatos. Compartir el whisky hizo surgir entre ellos un burdo trato de compinches que Gilliam celebró desde su despacho, pues sin duda constituía el primer paso hacia una futura convivencia. No se equivocó, aunque el que aquel roce elemental evolucionara hasta convertirse en un vínculo mutuo de confianza y afecto le costó varios envíos del mejor whisky escocés, y todavía hoy se preguntaba si eran necesarios tantos litros para un número tan reducido de indígenas.

Por fin, una mañana, recibió el ansiado telegrama en el que Kaufman y Austin relataban cómo habían sido conducidos por los junquianos al centro del poblado, donde, en lo que se le antojó un bello gesto de agradecimiento y amistad, habían abierto para ellos el agujero hacia el otro mundo. Para describir la abertura y el paisaje rosado que se entreveía por ella los exploradores usaban casi las mismas palabras que cinco años antes había empleado Tremanquai, pero el joven Gilliam ya no podía oírlas como si formaran parte de un cuento fantástico: ahora sabía que aquello estaba sucediendo realmente. Se sintió entonces repentinamente constreñido, asfixiado, y no porque se encontrara encerrado en su pequeño despacho, con la puerta atrancada. Se sentía oprimido entre las paredes de un universo que ahora sabía que no era el único. Pero aquella opresión pronto terminaría, se dijo. Dedicó entonces unos minutos al recuerdo del pobre Oliver Tremanquai. Supuso que fueron sus fuertes convicciones religiosas las que le impidieron asimilar todo cuanto había visto, no dejándole otro camino que el tortuoso sendero de la locura. Por suerte, aquel par de ineptos de Kaufman y Austin poseían unas mentes mucho más simples que les eximían de correr la misma suerte. Releyó el telegrama cientos de veces. Los junquianos no solo existían, sino que practicaban algo que Gilliam, al contrario que Tremanquai, prefería calificar como magia en vez de brujería. Ante Kaufman y Austin se abría ahora un mundo desconocido. Y evidentemente no podían resistirse a explorarlo.

Gilliam leyó sus siguientes telegramas lamentando no haberlos acompañado. Con el beneplácito de los junquianos, que los dejaban a su aire, Kaufman y Austin empezaron realizando breves incursiones en el mundo del otro lado, de cuyas peculiaridades no dejaban de informarle. Consistía fundamentalmente en una vasta llanura de piedra rosada, ligeramente luminiscente, que se extendía bajo un cielo siempre encapotado de una niebla densísima. Si había un sol tras él, sus rayos no conseguían atravesarla. La única luz provenía por tanto del curioso material del suelo, de manera que el paisaje se hallaba envuelto en una penumbra triste que fundía el día y la noche en un crepúsculo eterno y dificultaba la visión a larga distancia, aunque podías verte las botas con sumo detalle. De vez en cuando, un viento iracundo azotaba la llanura, generando una tormenta de arena que lo emborronaba todo aún más. Enseguida observaron algo curioso: una vez traspasaban el agujero, sus relojes dejaban de funcionar. Sin embargo, sus dormidos mecanismos volvían a desperezarse misteriosamente al regresar a su realidad. Era como si hubiesen decidido de forma unánime no contabilizar el tiempo que sus dueños habían estado en el otro mundo. Kaufman y Austin se miraron el uno al otro, y no cuesta imaginarlos encogiéndose estúpidamente de hombros. Tras pasar una noche, según sus cálculos, en el campamento que establecieron junto al agujero, para tener vigilados a los junquianos, hicieron otro descubrimiento. Mientras estuviesen allí dentro no iban a necesitar afeitarse: sus barbas dejaban de crecer. También observaron que un corte que Austin se había hecho en el brazo justo antes de traspasar el agujero dejaba de repente de sangrar, tanto es así que incluso se olvidó de vendárselo. No se acordó de aquella herida hasta que ésta reanudó su flujo de sangre una vez estuvieron de vuelta en el poblado. Fascinado, Gilliam anotó en su libreta aquel hecho extraordinario, junto con lo que ocurría con sus barbas y sus relojes. Todo ello apuntaba a una imposible claudicación del tiempo. Empezó a hacer cábalas en su despacho mientras Kaufman y Austin se pertrechaban de armas y víveres y ponían rumbo hacia lo único que rompía la monotonía de la llanura: las tétricas montañas que se insinuaban fantasmales en el horizonte.

Como los relojes continuaban mostrándose inservibles, decidieron medir la duración del viaje tomando como referencia los periodos de sueño, pero ese método enseguida se les reveló ineficaz, pues a veces el sueño era abortado por el viento, que surgía de improviso y con tanta fuerza que los obligaba a permanecer despiertos apuntalando la tienda, y otras, por el contrario, el cansancio acumulado los tumbaba en cuanto realizaban alguna parada para comer o reponer fuerzas. De modo que lo único que podían decir al respecto era que, tras un tiempo más o menos prudencial, ni mucho ni poco, alcanzaron las ansiadas montañas. Estaban hechas de la misma piedra luminiscente que la planicie, pero aún así presentaban un aspecto lúgubre que recordaba a una dentadura podrida y resquebrajada. Sus afiladas cumbres hendían el celaje de niebla que ocultaba el cielo, y en algunas partes observaron oquedades que quizás fuesen cuevas. Sin un plan mejor, decidieron escalar su ladera hasta alcanzar la más cercana. No tardaron demasiado. Una vez conquistaron la cima de un pequeño montículo, tuvieron una visión más completa de la planicie. La distancia había reducido el agujero a un punto brillante en el horizonte. Allí estaba el camino de vuelta, esperándolos, sirviéndoles entretanto de guía. La posibilidad de que los junquianos lo cerrasen no los inquietaba, ya que habían tenido la precaución de traerse con ellos el whisky que les quedaba. Fue entonces cuando repararon en los otros puntos brillantes que titilaban en el horizonte. La bruma rebajaba su luz, pero al menos parecía haber media docena. ¿Se trataba de nuevos agujeros que conducían a otros mundos? La respuesta la hallaron en la propia cueva que se disponían a explorar. Nada más entrar en ella, comprendieron que alguien habitaba aquel lugar. Por todos lados encontraron señales de vida: restos de hogueras, cuencos, herramientas y otros utensilios de primera mano, esos que tanto había echado a faltar Tremanquai en el poblado de los junquianos. Al fondo de la cueva, hallaron un recinto más angosto y oscuro, cuyas paredes estaban cubiertas de pintadas. La mayoría representaba escenas cotidianas de los junquianos. A juzgar por los monigotes larguiruchos que las protagonizaban, solo ellos podían ser sus autores. Era allí, en aquel mundo penumbroso, donde al parecer hacían su vida. El poblado no era más que un escenario de paso, un asentamiento eventual, uno de los muchos que quizás tuviesen repartidos por otros mundos. A Kaufman y Austin aquellas pinturas de escenas campestres no les resultaron demasiado significativas. Solo dos de ellas llamaron poderosamente su atención. Una ocupaba toda una pared y, según dedujeron, pretendía ser un mapa de aquel mundo, o al menos de la parte de él que la tribu había logrado explorar, y que se circunscribía a los alrededores de las montañas. Pero lo que los fascinó fue que aquel mapa rudimentario señalaba la localización de algunos agujeros y, si no lo estaban interpretando mal, también lo que contenían. La representación era simple: una estrella amarilla simbolizaba el agujero, y las figuras pintadas a su lado, el contenido. Al menos eso era lo que cabía deducir del punto rodeado de chozas que supuestamente reproducía el agujero por el que habían penetrado allí y el poblado que se hallaba al otro lado, en el mundo al que ellos pertenecían. Sin contar aquélla, en el mapa había localizadas cuatro aberturas, menos de las que se insinuaban en el horizonte. ¿A dónde conducirían aquellos agujeros? Ya fuese por pereza o aburrimiento, solo habían pintado el contenido de las aberturas más cercanas a la cueva. De éstas, una de ellas daba a entender que en su interior se desarrollaba una especie de guerra entre dos tipos de figuras: unas parecían humanas, las otras estaban hechas de cuadrados y rectángulos. El resto de las representaciones era aún más críptico, por lo que Kaufman y Austin solo sacaron en claro que aquel mundo disponía de decenas de agujeros como el que habían franqueado, pero que jamás sabrían a dónde conducían a menos que los cruzaran ellos personalmente, pues los garabatos de los junquianos se les antojaban tan misteriosos como el sueño de un ciego. La segunda pintura que les llamó la atención estaba justo al otro lado, y representaba a un grupo de junquianos huyendo de lo que parecía un animal enorme. La bestia era cuadrúpeda, corpulenta, y tenía cola de dragón y el lomo cubierto de púas. Kaufman y Austin se miraron, sobrecogidos por compartir aquel mundo con unas bestias cuya sola representación ya producía pavor. ¿Cómo sería encontrárselas en la realidad? Sin embargo, el descubrimiento no les hizo darse la vuelta por donde había venido. Cada uno llevaba su rifle y munición suficiente como para abatir a un ejército de aquellos monstruos, en el caso de que existieran realmente y no fuesen algún tipo de invención alegórica de los junquianos. También llevaban whisky, aquella bebida mágica que les infundiría el valor que les faltaba, o al menos convertiría la posibilidad de morir devorados por una bestia del tamaño de un elefante en una contrariedad fácil de sobrellevar. ¿Qué más necesitaban?

Decidieron, por tanto, continuar con la exploración, partiendo hacia la abertura que mostraba la guerra entre las figuras, por ser la más cercana a las montañas. Fue una travesía fatigosa, animada por repentinas tormentas de arena que los obligaban a montar la tienda y esconderse en su interior si no querían acabar bruñidos como dos candelabros de plata. Pero al menos no tropezaron con ninguna bestia enorme. Cuando alcanzaron el agujero no sabían cuánto tiempo había transcurrido, por supuesto, aunque se hallaban exhaustos. El tamaño y características de la abertura eran similares a las del que habían accedido a aquel territorio penumbroso. Lo único que lo diferenciaba del otro era que no mostraba en su interior un poblado de toscas chozas, sino una ciudad derruida. Apenas quedaba ningún edificio en pie, pero el tipo de construcciones no les resultó ajeno. Permanecieron unos minutos estudiando el paisaje de cascotes desde fuera del agujero, como quien observa un escaparate, por si detectaban alguna señal de vida o cualquier otra cosa reveladora, pero nada parecía alterar la calma que sumía aquella ciudad tan minuciosamente devastada. ¿Qué tipo de guerra era capaz de producir una destrucción tan terrible? Finalmente, tras restituirse el coraje que la espantosa visión les había quebrantado con un par de tragos de whisky, Kaufman y Austin se encasquetaron sus salacots y saltaron con bravura al otro lado del agujero. Enseguida recibieron un olor fuerte y familiar. Con una estúpida sonrisa de emoción, comprendieron que no se trataba del aroma de nada concreto, sino simplemente del olor de su mundo, que sin darse cuenta habían dejado de percibir durante su estancia en la llanura rosada.

Apuntando a su alrededor con los rifles, avanzaron cautelosamente por aquellas calles obstruidas de barricadas de escombros, sobrecogidos por aquel espectáculo de devastación, hasta que algo les obligó a detenerse. Atónitos, Kaufman y Austin contemplaron el nuevo obstáculo que les cerraba el paso, que no era otro que el campanario del Big Ben. Como la cabeza cortada de un pescado, el campanario yacía medio desbaratado en mitad de la calle, la enorme esfera del reloj semejando un ojo que los miraba con resignada tristeza. Aquel descubrimiento les movió a pasear una mirada estremecida alrededor, a contemplar con un repentino afecto cada edificio desmoronado, a observar con el corazón anegado de nostalgia el descabalado horizonte de cascotes, de donde escapaban oscuros penachos de humo que emborronaban el cielo de aquel Londres arrasado. Ninguno pudo reprimir las lágrimas. Y habrían seguido allí plantados por el resto de sus días, llorando ante el cadáver de su amada ciudad, de no ser porque un extraño bullicio les llegó desde alguna parte. Se trataba de un martilleo producido por algo metálico.

Con los rifles de nuevo prestos, siguieron el estrépito hasta que llegaron a un montículo de escombros. Lo subieron sin hacer ruido, medio agazapados. Desde aquel palco improvisado, pudieron contemplar sin ser vistos a los causantes de aquel fragor metálico. Eran unos extraños seres de hierro, vagamente humanos, que se movían gracias a lo que parecía un pequeño motor de vapor adosado a sus espaldas, a juzgar por el humo que exhalaban de tanto en tanto por las junturas. El sonido de campana enloquecida que les había llamado la atención lo producían sus pesados pies de hierro cada vez que chocaban contra alguno de los muchos restos metálicos que sembraban el suelo. Al principio, los atónitos exploradores no supieron qué eran aquellas cosas, hasta que Austin tomó de entre los escombros algo que parecía una hoja de periódico. La desplegó con dedos temblorosos. En ella aparecía una fotografía de los seres que tenían justo abajo. El titular hablaba sobre el imparable avance del ejército de autómatas, y acababa pidiendo a los lectores que no perdieran la fe en el bando humano, liderado por el bravo capitán Derek Shackleton. Pero lo que más les sorprendió fue la fecha del periódico. El ejemplar al que pertenecía aquella hoja descarriada había sido impreso el 3 de abril del año 2000. Kaufman y Austin sacudieron sus cabezas al unísono, muy lentamente y de izquierda a derecha, pero apenas tuvieron tiempo de expresar su desconcierto de un modo más sofisticado porque un trozo de viga se desprendió del montículo y cayó a plomo sobre la calle, provocando un fuerte estrépito que alertó a los autómatas. Tras intercambiar una mirada de pavor, Kaufman y Austin pusieron pies en polvorosa. Corrieron tanto como pudieron, sin mirar atrás, en dirección al agujero por el que habían entrado. Lograron atravesarlo sin problemas, pero no por ello dejaron de correr. Se detuvieron únicamente cuando sus piernas se mostraron incapaces de sostenerlos. Montaron la tienda y se escondieron dentro, intentando calmarse y digerir lo que habían visto, con la inestimable ayuda del whisky, por supuesto. Estaba claro que había llegado el momento de volver al poblado e informar a Londres de todo lo sucedido, confiando en que Gilliam Murray lograra explicarles lo que habían visto.

Sus vicisitudes, sin embargo, no acabaron ahí. De regreso al poblado fueron atacados por una bestia enorme con el lomo erizado de púas, de cuya posible existencia se habían olvidado. Se las vieron y desearon para eliminarla. Gastaron casi toda la munición de sus rifles intentando ahuyentarla, porque las balas rebotaban una y otra vez contra la coraza de púas, sin causarle el menor daño. Finalmente, decidieron dispararle a los ojos, el único punto débil que encontraron, y aquello terminó por espantarla. Tras deshacerse de la bestia, Kaufman y Austin llegaron al agujero de vuelta sin más incidentes, y escribieron enseguida a Londres contando todo cuanto habían descubierto.

Al recibir sus noticias, Gilliam Murray zarpó inmediatamente para África. Se reunió con ellos en el poblado de los junquianos y, con la misma estupefacción con que Tomás introdujo los dedos en la herida de lanza de Cristo resucitado, caminó por el Londres devastado del año 2000. Permaneció varios meses con los junquianos, aunque en realidad no podría decir con exactitud cuánto tiempo fue, ya que pasó largas temporadas estudiando la planicie rosada y comprobando la veracidad de todo cuanto sus exploradores le habían contado. Tal y como le habían adelantado en sus telegramas, en aquel mundo sombrío los relojes dejaban de funcionar, no eran necesarias las navajas de afeitar, y en general no había ninguna señal que delatara el paso del tiempo, por lo que concluyó que, por increíble que le resultara, los momentos pasados allí dentro eran algo así como altos en su existencia, descansos que podían dilatar su inexorable travesía hacia la muerte. Comprobó que aquello no era ningún desvarío de su cabeza cuando, al volver al poblado, el cachorrillo de perro que había llevado consigo corrió a reunirse con sus hermanos, miembros todos ellos de la misma camada, y se tropezó con un grupo de perros adultos. Gilliam no había tenido que afeitarse ni una sola vez mientras estudiaba la llanura, pero Eterno, el cachorrito, encarnaba de un modo mucho más espectacular la ausencia de tiempo que aquejaba a aquel mundo. También dedujo que los agujeros no conducían a otros universos, como al principio había creído, sino a épocas distintas de un mismo mundo, que no era otro que el suyo. La llanura rosada estaba fuera de la corriente temporal, fuera del tiempo, del escenario donde acontecía la vida del hombre, de las plantas y del resto de los animales. Y los seres que habitaban la planicie, aquellas criaturas a las que Tremanquai había bautizado con el nombre de junquianos, conocían el modo de irrumpir en la corriente temporal abriendo agujeros a lo largo de ella, unas aberturas de las que el hombre podía servirse para viajar en el tiempo, para cruzar de una época a otra. Al ser consciente de ello, a Gilliam lo inundó la excitación y el miedo. Había hecho el descubrimiento más importante de la humanidad: había descubierto lo que había debajo del mundo, lo que había detrás de la realidad. Había descubierto la cuarta dimensión.

Cómo era la vida, se dijo. Había empezado buscando las fuentes del Nilo y había acabado encontrando un pasadizo secreto al año 2000. Pero los mayores descubrimientos sucedían así. ¿Acaso el Beagle no había partido movido por espurios intereses económicos y estratégicos? Sus descubrimientos habrían sido bastante más modestos si a bordo no hubiese viajado un joven naturalista lo suficientemente sensible como para que las diferencias entre los picos de los pinzones no le pasaran por alto. La historia de la selección natural, sin embargo, iba a revolucionar el mundo. De un modo igual de azaroso, él había descubierto la cuarta dimensión.

Pero ¿de qué servía descubrir algo si no se podía compartir con el mundo? Gilliam quería llevar a la gente de la metrópoli al año 2000, para que pudiesen ver con sus propios ojos lo que les tenía deparado el futuro. La cuestión era cómo: no podía fletar barcos cargados de londinenses a un poblado indígena perdido en el corazón del África, donde en aquel momento habitaban los junquianos. La única manera era llevarse el agujero a Londres. ¿Podía hacerse? No lo sabía, pero nada perdía por intentarlo. Dejó a Kaufman y Austin custodiando a los junquianos y regresó a Londres, donde mandó construir una caja de hierro forjado del tamaño de una habitación, y con ella y más de mil litros de whisky volvió al poblado con el propósito de hacer el trueque que cambiaría la idea del mundo tal y como se conocía. Borrachos como cubas, los junquianos le concedieron el capricho de entonar sus cantos mágicos en el interior de la siniestra caja. Una vez el agujero germinó en su vientre, los obligaron a salir y cerraron sus pesados portones. Esperaron hasta que el whisky tumbó al último junquiano que quedaba en pie, y luego emprendieron el regreso. La travesía fue trabajosa, y hasta que no lograron embarcar la inmensa caja en Zanzíbar, Gilliam no respiró tranquilo. En el viaje en barco hacia la metrópoli apenas durmió. Pasó casi toda la travesía en cubierta, mirando con afecto la tenebrosa caja que tanto desconcertaba al resto de pasajeros, preguntándose si después de todo no estaría vacía. ¿Podía robarse el agujero?

La impaciencia por responder a esa pregunta le roía por dentro, convirtiendo el regreso en una travesía infinita. Cuando al fin arribaron al puerto de Liverpool no se lo creía. Abrió la caja nada más llegar a sus oficinas, en el mayor de los secretos. ¡Y el agujero seguía allí! ¡Lo habían robado con éxito! El siguiente paso fue mostrárselo a su padre.

—¿Qué diablos es esto? —exclamó Sebastian Murray, al ver el agujero crepitando dentro de la caja.

—Es lo que volvió loco a Oliver Tremanquai, padre —respondió Gilliam, evocando al explorador con cariño—. Así que ten cuidado.

Su padre palideció. Aún así, traspasó el agujero y viajó con él al futuro, a aquel Londres devastado entre cuyas ruinas los humanos se escondían como ratas. Una vez se repuso de la sorpresa ambos convinieron en que había que dar a conocer aquel hallazgo al mundo, y que no había mejor modo de hacerlo que convertir el agujero en un negocio: llevar a la gente a contemplar el año 2000 les proporcionaría el dinero necesario para financiar tanto los propios viajes como la exploración de la cuarta dimensión. Lo primero que hicieron fue trazar una ruta segura al agujero que conducía al futuro, despejarla de peligros, colocar puntos de vigilancia y allanar el camino para que pudiese recorrerlo sin problemas un tranvía de treinta plazas. Lamentablemente su padre no vivió lo suficiente para ver abrir las puertas a la empresa de Viajes Temporales Murray, pero a Gilliam le consolaba pensar que al menos había conocido el futuro que se hallaba más allá de su propia muerte.