A pesar de que solo eran las cuatro, el crepúsculo invernal había caído precozmente sobre Manhattan. En las calles mojadas por la lluvia, los taxis se hacían la competencia. Los transeúntes que llenaban las aceras agachaban la cabeza contra los elementos, blandiendo sus paraguas como caballeros en liza.
Christopher Lash era uno de los muchos peatones que esperaban el cambio del semáforo en la esquina de la avenida Madison y la calle Cincuenta y seis. «Lluvia —pensó—. En Nueva York, una Navidad sin lluvia no acaba de ser Navidad».
El frío le hacía apoyarse en uno y otro pie sucesivamente, mientras intentaba que el paraguas protegiera de la lluvia las grandes bolsas que llevaba en la mano. En cuanto el semáforo cambió de color, la multitud se puso lentamente en marcha. Justo en ese momento, Lash se permitió mirar hacia arriba, hacia el horizonte de edificios.
A primera vista, el rascacielos estaba como siempre. El muro de obsidiana rosada, de tonos atenuados por las nubes, invitaba a subir con la mirada hasta el retranqueo que marcaba el final de la torre externa, pero no de la interna. Solo entonces, al llegar a la segunda, se dio cuenta del cambio. Antes, había una franja decorativa de celosías entre la torre interna y los varios pisos que formaban el ático. Ahora estos ya no estaban, ni la franja. Solo había cielo. Los restos chamuscados —el amasijo de ruinas metálicas que había visto en las fotos de la prensa— habían sido retirados con notable rapidez. No quedaba nada, como si ni siquiera hubiera existido. Cuando volvió a mirar la calle, y se dejó llevar por el gentío, tuvo un pensamiento lleno de dolor para lo que había desaparecido con ellos.
La explanada de delante estaba muy tranquila, sin turistas haciéndose fotos de familia debajo del logotipo estilizado, ni aspirantes a clientes merodeando alrededor de la fuente gigante con su figura del sabio Tiresias. En el vestíbulo también reinaba la tranquilidad. El mármol rosado no parecía recoger ningún otro eco que el de los pasos de Lash. El muro de pantallas planas estaba oscuro y silencioso. En vez de interminables filas de aspirantes, había pequeños grupos de empleados de mantenimiento e ingenieros estudiando esquemas. Lo único que no había cambiado era la seguridad. Las bolsas de regalos que llevaba Lash tuvieron que pasar por dos escáneres antes de que lo dejaran subir en ascensor.
Cuando se abrieron las puertas en el piso treinta y dos, Mauchly lo estaba esperando. Le dio la mano y lo condujo sin decir nada a su despacho, donde, con su parsimonia de siempre, lo invitó a sentarse en la misma silla que el día en que se habían conocido. De hecho, a Lash casi todo le recordó aquel primer día de otoño. Mauchly llevaba un traje marrón parecido, sin nada especial, pero de muy buen corte, y sus oscuros ojos sostenían la mirada de Lash con la misma inescrutabilidad de Buda. Podía decirse que a pesar de los cambios que acababa de ver Lash, y de la horrible tragedia, el despacho y su ocupante no habían cambiado, ni lo harían.
—Me alegro de verlo, doctor Lash —dijo Mauchly.
Lash asintió.
—Espero que le hayan gustado las Seychelles en esta época del año —añadió Mauchly.
—Gustado es decir poco.
—¿El alojamiento ha sido de su agrado?
—Sí, mucho. Se notaba que Eden no había reparado en gastos.
—¿Y el servicio?
—Muy bueno. Cada mañana tenía una falda de paja nueva en el armario.
—Espero que haya sido una pequeña compensación por tener que ausentarse tanto tiempo del país. Tardamos más de lo esperado en normalizar su historial, a pesar de nuestras… esto… conexiones.
—Sin la ayuda de Liza no habrá sido nada fácil.
Mauchly sonrió con frialdad.
—No se lo imagina, doctor Lash.
—¿Y Edmund Wyre?
—Está otra vez en la cárcel, después de que quedaran patentes las incoherencias de su historial.
Mauchly dejó unos papeles en la mesa.
—¿Qué es?
—Un certificado extendido por nosotros de su historial bancario, los documentos que levantan la suspensión de sus préstamos y una notificación oficial de los errores en sus expedientes médico, laboral y educativo, todos corregidos.
Lash leyó los documentos por encima.
—¿Y el último?
—Una orden de indulto inmediato con efectos retroactivos.
—La tarjeta de salida de la cárcel, vaya —dijo.
—Más o menos. No la pierda por nada del mundo. Creo que no nos hemos olvidado de nada, pero siempre existe el riesgo. Bueno, si me hace el favor de firmar aquí…
Mauchly deslizó otro papel por la mesa.
—¿No será otro compromiso de confidencialidad?
Otra leve sonrisa.
—No. Es un documento legal por el que testifica que sus servicios a Eden han concluido.
Lash hizo una mueca. En el porche de su casita de la isla Desroches, mientras leía haikus y contemplaba las plantaciones de aguacates, había repasado mil veces la última escena en su cabeza, preguntándose si podría haber hecho algo de otra manera, o si debió haber previsto determinadas cosas; si de algún modo, en suma, podría haber evitado la suerte final de Richard Silver y su desdichada creación.
Ahora que estaba sentado en el despacho de Mauchly, lo último que tenía era la sensación de haber concluido su trabajo.
Metió la mano en el bolsillo y sacó un bolígrafo.
—También nos exonera de cualquier acción que pueda emprender en el futuro contra Eden o sus cesionarios.
Lash se quedó atónito.
—Doctor Lash, su historial bancario, médico, laboral y académico ha estado gravemente en entredicho. Se le asignó un falso expediente delictivo. Sin motivo alguno, se lo detuvo y se disparó contra usted. Fue obligado a suspender el ejercicio de su profesión y salir del país en espera de que se subsanasen los daños.
—Ya le he dicho que en esta época del año las Seychelles están preciosas.
—Y temo que no haya estado en nuestra mano solucionar otras repercusiones de índole más personal.
—¿Se refiere a Diana Mirren?
—Exacto. Después de todo lo que hicimos para protegerla, y de lo que se le dijo, no se me ha ocurrido ningún modo de restablecer el contacto con ella, al menos sin riesgo para Eden.
—Ya.
Mauchly cambió de postura.
—Lamentamos profundamente todos los perjuicios. Quizá este último más que ningún otro; por eso le doy esto.
Entregó un sobre a Lash, que lo miró del derecho y del revés.
—¿Qué hay dentro?
—Un cheque de cien mil dólares.
—¿Otros cien mil? —Lash dejó el cheque en la mesa—. Quédese el dinero, y no se preocupe, que le firmo el formulario. —Lo hizo, y dejó la hoja encima del sobre—. A cambio, le pediría que me respondiera tres preguntas.
Mauchly arqueó las cejas.
—Es que con tanto tiempo en la playa he podido pensar mucho.
—Responderé lo que pueda.
—¿Qué ha pasado con la tercera pareja, los Connelly?
—Nuestro equipo médico consiguió una orden de internamiento en las cataratas del Niagara el día después de… El día después. Lynn Connelly ya presentaba síntomas de interacción tóxica entre fármacos. La aislamos con la excusa de una cuarentena preventiva hasta que estuvo estable. Desde entonces la hemos estado vigilando, y parece que está bien.
—¿Y las demás superparejas?
—Con la cuarta, Liza solo había dado algunos pasos preliminares, que pudimos revocar. Todos los datos que hemos obtenido por vigilancia pasiva y activa han sido positivos. —Hizo una pausa—. ¿Y la tercera pregunta?
—¿Ahora qué pasará? Me refiero a Eden.
—Quiere decir sin Liza.
—Sin Liza… y sin Richard Silver.
Durante unos segundos Mauchly pareció desolado, pero pronto su rostro recobró su inescrutabilidad habitual.
—Yo no nos consideraría acabados, doctor Lash —respondió Mauchly—. Aunque Richard Silver esté muerto, y Liza ya no exista, conservamos lo que hicieron posible: una manera de encontrar la pareja perfecta. Ahora tardaremos más en conseguirlo, probablemente mucho más, y mentiría si dijera que será fácil, pero apuesto a que la mayoría de la gente estará dispuesta a esperar un poco a cambio de la felicidad absoluta.
Se levantó y le tendió la mano.
Cuando Lash salió del edificio, ya no llovía. Se quedó un rato en la explanada, balanceando el paraguas y mirando a los transeúntes. Luego bajó por la avenida Madison y torció a la derecha por la calle Cincuenta y cuatro.
El Río, con clientela de festivo hasta los topes, tenía adornadas las paredes doradas de su comedor con lazos rojos y guirlandas de plástico verde que imitaban ramas de abeto. Lash tardó un momento en encontrar la mesa. Se acercó por el pasillo y se sentó. Al otro lado de la mesa, Tara dejó la taza que tenía en la mano y lo recibió con una sonrisa vacilante.
No se habían visto desde la ambulancia compartida al hospital St. Clare. Su cara despertó en Lash un aluvión vertiginoso de imágenes y recuerdos. Tara bajó rápidamente la mirada, señal de que le pasaba lo mismo.
—Perdón por el retraso —dijo Lash, poniendo los paquetes en el asiento de al lado.
—¿Qué pasa, que Mauchly ha alargado la sesión? Típico de él.
—No, es culpa mía.
Señaló la bolsa de regalos.
—Ah, bueno.
Mientras Tara removía el té, Lash aprovechó el paso de una camarera para pedir un café.
—¿Qué?, ¿mucho trabajo? —preguntó.
—Ni te cuento.
—¿Cómo te ha sentado? Quiero decir… —balbuceó—. Todo, vaya.
—Pues ha sido un poco irreal. Como a Silver, en el fondo, nadie lo conocía, y había tan poca gente que lo hubiera visto en persona… —Hizo una mueca irónica—. Sí, hubo un gran impacto por el «accidente»; todos se apenaron por su muerte, pero ahora están tan ocupados intentando volver a montar la infraestructura informática, controlar los perjuicios a los clientes, conectar los sistemas que quedan con el nuevo hardware y reactivar nuestros servicios que a veces tengo la impresión de que soy la única triste. Ya sé que no es verdad, pero es la sensación que tengo.
—Yo también me acuerdo de él —dijo Lash—. Al conocerlo sentí una especie de afinidad que aún no puedo explicar.
—Los dos queríais ayudar a la gente. Piensa en tu trabajo, y en la empresa que él fundó.
Lash reflexionó un momento.
—No es fácil asimilar que se haya muerto. Sé que suena extraño, pero a veces aún es más difícil pensar que ya no exista Liza. Ya sé que la planta física se destruyó, pero era un programa que fue consciente durante varios años, al menos como puede serlo una máquina, y me cuesta creer que pudiera borrarse de golpe algo tan potente. A veces me pregunto si un ordenador puede tener alma.
—Hay alguien que cree que sí. O eso, o hay un tío muy tarado suelto.
Lash la miró.
—¿Qué quieres decir?
Tara vaciló un poco y se encogió de hombros.
—Bueno, te lo cuento. Total… Nos han estado informando que alguien se dedica a meterse en los chats y los tablones de anuncios de Internet usando el nombre «Liza» y preguntando a todo el mundo dónde está Richard Silver.
—¿Es una broma?
—Ojalá. Aún no sabemos si es alguien de dentro, de la competencia o un simple bromista, pero el caso es que el tema se las trae, al menos en materia de seguridad, y Mauchly se lo ha tomado muy en serio.
En ese momento volvió la camarera. Lash cogió el café.
—Nos parecíamos mucho.
—Nunca lo había pensado. Tú eres fuerte, y él no. Él era muy dulce. Solo quería…
No pudo terminar la frase.
Cuando recuperó la compostura, hubo un largo silencio, hecho de recuerdos en común.
—Ah, aún no te lo he dicho —dijo Lash—: me alegro de volver a verte.
—La verdad es que al llamarte me sentía un poco rara, pero como Mauchly me dijo que os veríais, tuve ganas…
Se quedó callada.
—¿De qué?
—De pedirte perdón.
—¿Perdón? ¿Por qué? —preguntó Lash con incredulidad.
—Por no haberte creído, la última vez que estuvimos aquí.
—¿Con los antecedentes que te enseñaron? La mano de Liza era tan larga que podría haber presentado al Papa como el enemigo público número uno.
Tara negó con la cabeza.
—Da igual. Debí haberte creído.
—Me creíste, pero más tarde. Cuando era importante.
—Pero puse tu vida en peligro.
—Ya lo había estado otras veces.
Tara hizo el mismo gesto que antes. «Todo el tiempo dice que no —pensó Lash—, pero sigue hablando como si necesitara oír respuestas que la tranquilicen».
—No es solo eso —dijo ella—. Es que te estropeé la vida.
Lash cogió la taza y bebió un poco de café.
—¿Te refieres a Diana Mirren?
Tara no dijo nada.
—¿Sabes qué? Mauchly acaba de comentarme lo mismo. Es curioso que estéis todos tan interesados por mi vida amorosa.
—Es nuestro trabajo —respondió ella.
—A Mauchly no le he dicho nada, pero a ti no me importa contártelo. —Bajó la voz—. En tres palabras: no te preocupes.
Al ver su expresión perpleja, Lash señaló las bolsas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Tara, con los ojos como platos—. ¿Que la has llamado tú? ¿A Diana?
—¿Por qué no?
—¿Después de todo lo que pasó? ¿De lo que debió de hacer Mauchly para evitar que…?
—¿Qué pasa?, ¿que ya no te acuerdas de lo persuasivo que soy? Además, el día de la cena en Tavern on the Green me fui con la sensación o, mejor dicho, la certeza de que quería vivir con ella, y me pareció que era un sentimiento mutuo. Esas cosas no se rompen tan fácilmente. Además, tenía la explicación perfecta.
Tara abrió aún más los ojos.
—¿Le contaste la verdad?
—Todo no. Lo suficiente. —Sonrió—. Por eso no se lo he dicho a Mauchly.
—Pero con todo lo que hizo Liza, ¿cómo has podido…?
Lash le cogió la mano.
—Mira, Tara, te voy a recordar una cosa: que Liza etiquetara falsamente a seis parejas como «súper» no significa que no fueran parejas. Lo eran, como todas las que formó. Eso me incluye a mí. Y a ti.
Como Tara no contestaba, le apretó la mano.
—Dime una buena razón para no llamar a Matt Bolan, el as de la bioquímica. ¡Y no me vengas con bobadas sobre el «efecto Oz»!
—No sé. Es que hace tanto tiempo…
—¿Sale con otra?
—No.
Al darse cuenta de la rapidez de su respuesta, Tara se ruborizó.
—Entonces, ¿a qué esperas?
—Sería… demasiado incómodo. Te recuerdo que fui yo quien anuló la primera cita.
—Pues inténtalo de nuevo. Dile que no era un buen momento. Dile que tuviste un brote psicótico. Cuéntale lo que sea, da igual. Te lo dice uno que sabe.
Tara no contestó.
—Oye, ¿te acuerdas de lo que te dije en el despacho justo antes de que empezase todo el zafarrancho? Dije que llegaría el día en que todo sería un recuerdo sin importancia. Pues ya ha llegado, Tara. Ese momento es ahora. —Ante el silencio de Tara, dio un suspiro y añadió—: Bueno, pues si eres demasiado tozuda para ocuparte de tu propia felicidad, hay otra razón para hacer la dichosa llamadita.
—¿Cuál? —respondió ella al fin.
—Que Richard te lo habría aconsejado.
Tara le devolvió el apretón con una sonrisa casi imperceptible.