Trescientos metros por encima de las calles de Manhattan, la creciente trepidación de los aparatos, que expulsaban chispas y un humo cada vez más negro, hacía pensar que en cualquier momento el ático se desprendería de sus soportes y caería. Incluso desde donde se encontraba Lash —en la calma relativa del centro de la mente-colmena—, los ruidos y las vibraciones de la periferia eran aterradores. Al ver las caras que lo rodeaban —Tara, concentrada en el antiguo ordenador; Silver, desolado y en estado de shock; Mauchly, secándose la frente con un pañuelo—, Lash tuvo la impresión de que casi era preferible quedarse donde estaban y esperar la lenta llegada de la muerte.
Empezaron a volver los demás. El primero fue Sheldrake, que sacudió la cabeza en señal de que no había encontrado ninguna salida alternativa; luego Dorfman y Lawson, que dieron la información previsible: que el generador de refuerzo y sus conductores de electricidad eran inmunes a cualquier ataque que pudieran organizar. El último fue Gilmore, que llegó tiznado y jadeante y dijo que los aspersores de los pisos de arriba se podían desviar, pero que se tardaría como mínimo una hora, y que probablemente no bastara para sofocar las decenas de incendios que se estaban declarando por doquier.
—Una hora —dijo Sheldrake con los dientes apretados—. Con suerte, nos quedan diez minutos. Aquí hay por lo menos cuarenta y nueve grados. En cualquier momento se incendiarán las baterías.
Nadie supo qué contestar. Hacía tanto calor, y el humo era tan denso, que Lash casi no podía respirar. Cada vez que se llenaba los pulmones de aire, era como llenárselos de agujas. Tuvo la sensación de que se le iba la cabeza, y que perdía la concentración.
—Un momento —dijo Tara, que se había acercado al panel de control del IBM 2420—. ¿Y estos botones? Cada uno lleva una etiqueta con un código en lenguaje ensamblador.
Como nadie contestaba, miró a Silver por encima del hombro.
—¿No?
Silver tosió y asintió con un gesto.
—¿Para qué sirven?
—Básicamente para ejecutar paso a paso los códigos de operación cuando no funciona un programa.
—O para introducir a mano nuevas instrucciones…
—Sí.
—Y ¿permiten acceder al acumulador y a los registros?
—Sí.
—Entonces podríamos ejecutar una secuencia breve de instrucciones.
Silver negó con la cabeza.
—Ya se lo he dicho: las defensas de Liza no aceptan ninguna reprogramación. Cualquier dato introducido mediante el lector de tarjetas o las teclas activaría una alarma de seguridad.
—Ya, pero lo que digo no es insertar ningún programa.
Mauchly se giró hacia Tara.
—No introduciríamos nada por ningún periférico. Lo único que haríamos sería activar algunos códigos de operación desde aquí. Yo creo que con cinco bastaría. No, con cuatro. Repetiríamos los cuatro códigos todas las veces que hiciera falta.
—¿Qué cuatro códigos? —preguntó Silver.
—Primero, pedir el contenido de una dirección de memoria. Segundo, ejecutar un AND lógico sobre el resultado. Tercero actualizar la dirección de memoria con el nuevo valor. Y, cuarto, incrementar el contador.
Nadie dijo nada.
—¿De qué habla? —preguntó Sheldrake.
—De acceder a la memoria del ordenador de la manera más primitiva, byte por byte. Lo haríamos manualmente, desde el propio panel frontal del ordenador. —Tara miró a Silver—. El 2420 es una máquina de ocho bits, ¿no?
Silver asintió.
—Cada dirección de memoria del ordenador —continuó Tara—, cada byte, tiene ocho bits, ¿vale? Y cada uno de esos bits solo puede tener dos valores: cero o uno. Los ocho números binarios componen una instrucción única, una palabra del lenguaje del ordenador. Lo que propongo es poner todas las instrucciones a cero y dejar el ordenador en blanco, sin instrucciones.
Sheldrake frunció el entrecejo.
—Y ¿eso cómo demonios se hace?
—La señorita Stapleton está en lo cierto —comentó Dorfman—. Se podría hacer un AND con un byte cero en cada dirección de memoria, paso a paso.
Sheldrake se giró hacia Mauchly.
—¿Usted sabe de qué hablan?
—AND es una instrucción lógica —siguió explicando Dorfman—. Compara cada bit con el valor que se le da, y lo deja como está o lo cambia por el nuevo valor. Depende.
—Es muy sencillo —intervino Tara—. Si se hace un AND por valor cero con un cero que ya está en la memoria, lo deja tal cual, pero si se hace un AND por valor cero con un uno de la memoria, lo cambia por un cero; o sea, que con una simple instrucción, «AND ZERO», puedo poner a cero cualquier dirección de memoria.
—Con lo que el ordenador estaría en NOP —concluyó Mauchly, asintiendo.
—«No Operation». —Dorfman alzó la voz de entusiasmo—. Exacto. Dejaríamos su memoria llena de instrucciones vacías.
—No funcionaría —dijo Silver.
—¿Por qué no? —preguntó Tara.
—Se lo acabo de explicar. La conciencia de Liza contiene una docena de copias virtuales de esta máquina, que se comparan entre sí cada mil ciclos. Detectarían la nueva programación, y soslayarían el ordenador original.
—Ahí está el truco —dijo Tara, tosiendo—: no introducimos ninguna nueva programación. Solo restauramos manualmente la memoria del ordenador.
—Ni hablar —contestó Silver.
La respuesta fue tan cortante que sorprendió a Lash. Durante bastante tiempo —aproximadamente desde que Liza se había callado—, la actitud de Silver había sido de derrota y de resignación, pero ahora su voz tenía una fiereza que Lash no había oído desde su mutuo enfrentamiento.
—¿Por qué? —preguntó Tara.
Silver le dio la espalda.
—¿Puede asegurarme con absoluta certeza que al codificar los protocolos de seguridad tuvo en cuenta específicamente esta opción?
Silver se cruzó de brazos sin querer responder.
—¿No hay ninguna posibilidad de que poner a cero la memoria original de Liza interrumpa este comportamiento autodestructivo? ¿O de que provoque un fallo de sistema, al menos?
Otra pregunta que quedó en el aire. Justo entonces, Lash vio brotar de un grupo de aparatos cercano a la pared del fondo la primera llama digna de ese nombre, grande, anaranjada, con un brillo que contrastaba desagradablemente con el color negro del humo.
—Doctor Silver —insistió Mauchly—, ¿valdría la pena intentarlo?
Silver se giró despacio. Parecía sorprendido de que Mauchly hiciera una pregunta así.
—Bueno, usted verá —dijo Tara—. Si no me ayuda, lo hago yo.
—¿Sabrías programarlo? —preguntó Lash.
—No lo sé. El ensamblador IBM heredado no cambiaba mucho de una máquina a la otra. Lo único que te puedo decir es que no pienso quedarme pasiva esperando la muerte.
Se dirigió al arcaico panel de control.
—No —dijo Silver.
Todas las miradas convergieron en él.
«No se lo va a dejar hacer —pensó Lash—. No le dejará paralizar a Liza». Fascinado, lo vio librar desesperadamente una batalla interna.
Decidida, Tara acercó las manos a la hilera de botones.
—¡No! —exclamó Silver.
Lash avanzó impulsivamente.
—Primero hay que tomar en cuenta el bit de paridad —dijo Silver.
—¿Cómo? —preguntó Tara. Silver respiró hondo y tosió con fuerza.
—El 2420 tiene un sistema de acceso único. Las instrucciones tienen nueve bits en vez de los ocho habituales. Si no enmascara el bit de paridad, no conseguirá la instrucción vacía que pretende.
El corazón de Lash dio un brinco. «Al final nos va a ayudar». Silver se acercó a un teletipo, lo encendió e introdujo una cinta de papel en la guía de plástico del lector. Luego, con pasos cada vez más firmes, se puso detrás de la caja principal del 2420.
—¿Qué hace? —preguntó Tara.
Silver se arrodilló al otro lado de la caja.
—Asegurarme de que este ordenador todavía responda a la entrada de datos manual.
—¿Por qué?
La cabeza de Silver se asomó por el borde de la caja.
—Solo tendremos una oportunidad. Si no sale bien, Liza se adaptará. Voy a transferir el contenido actual de su memoria al teletipo.
Tara frunció el entrecejo.
—¿No había dicho que no había dejado ninguna puerta trasera?
—Sí, es verdad, pero hay algunas herramientas de diagnóstico integradas que no le habrían servido de nada a ningún hacker.
Silver volvió a agacharse detrás del ordenador. Poco después, el teletipo se encendió, y la bobina de papel descolorido empezó a deslizarse por la perforadora, provocando una lluvia de confeti amarillo.
El proceso no duró ni un minuto. Silver arrancó la cinta y la examinó.
—Parece que el volcado de memoria ha ido bien.
—Pues venga, manos a la obra.
Detrás de Tara se estaban levantando nuevas llamas.
Silver dobló el papel y se lo metió en el bolsillo.
—Yo le doy los códigos y usted los introduce —dijo.
Tara se colocó frente al panel de control.
—Pulse el botón LDA para cargar la primera dirección de memoria en el registro.
Ella obedeció, e inmediatamente se encendió una lucecita debajo de su dedo.
—Ahora vaya a aquel panel de nueve interruptores de palanca e introduzca «001111000». En decimal es 120, la primera dirección de memoria accesible.
Tara accionó la hilera de interruptores.
—Ahora pulse el botón de ejecutar.
Se encendió una lucecita verde en el panel.
—Ya está —contestó Tara.
—Ahora, el botón ADD.
—Ya está.
—Introduzca «100000000» con los interruptores.
—Un momento. ¡El uno lo fastidiará todo!
—Es el bit de paridad, ¿se acuerda? Tiene que quedarse activado.
—Vale. —Introdujo el código—. Ya está.
—Apriete el botón de ejecutar para poner a cero la dirección de memoria 120 con el AND.
Otro botón pulsado, y otra confirmación.
—Ahora pulse el botón STM para guardar el nuevo valor en la memoria.
Tara apretó un botón del final de la hilera y asintió con un gesto.
—Ahora pulse INC para actualizar la memoria.
—Listo.
—Pues ya está. Ya puede pasar al siguiente parámetro. Tendrá que apretar los cuatro botones (LDA, ADD, STM e INC) en orden, ejecutando la secuencia todas las veces necesarias hasta que lleguemos al final de la memoria.
—¿En total cuántas direcciones de memoria hay?
—Mil.
Tara hizo una mueca.
—¡Pues no tendremos tiempo de borrarlas todas! —exclamó desesperada.
—¡Uy, perdón! —rectificó Silver—. Quería decir mil en octal. Acompañó sus palabras con una sonrisa todavía más débil que las anteriores.
—Base ocho —murmuró Tara—. ¿Cuánto es en base diez?
—Quinientas doce.
—Mejor, aunque siguen siendo muchos botones que apretar.
—Pues le aconsejo que empiece —dijo Mauchly.
Trabajaron en equipo. Dorfman llevaba el cómputo, Tara introducía los códigos y Silver verificaba las entradas. Gilmore, el técnico de seguridad, recibió instrucciones de ir a la trampilla de salida y avisarlos al menor indicio de desactivación de la fase Gamma, y Lawson debía mantener despejado el camino hacia la trampilla interestructural, por si la operación tenía éxito.
El grupo, rodeado por el calor y el humo, se acercó cada vez más al ordenador. El ambiente se había enrarecido tanto que Lash casi no veía a los demás. El lagrimeo de sus ojos se había vuelto imparable, y tenía la garganta tan seca por culpa del humo que le costaba tragar. Sheldrake se fue un par de veces hacia el generador de refuerzo —con su carga explosiva mortal—, y cada vez volvía más serio.
Finalmente, Tara se apartó de la superficie de control flexionando los dedos.
—Quinientos doce —anunció Dorfman.
Lash esperó el resultado con el corazón al límite.
Nada.
Sintió que el calor le achicharraba la piel, y al cerrar los ojos le pareció que el suelo se inclinaba peligrosamente. Volvió a abrirlos.
Sheldrake cogió la radio.
—¡Gilmore!
Se oyó un ruido de electricidad estática.
—Sí, señor.
—¿Ha pasado algo?
—No, aquí sigue todo igual.
Sheldrake bajó lentamente la radio. Nadie decía nada. Nadie se atrevía a mirar a los demás.
La radio volvió a sonar.
—Señor Sheldrake…
Sheldrake la levantó enseguida.
—¿Qué pasa?
—¡Las puertas de seguridad! ¡Se están abriendo!
Lash percibió un ligero movimiento bajo sus pies. Las vibraciones de la maquinaria lo enmascaraban, pero no del todo.
—¿Y la corriente? —dijo Sheldrake por la radio, casi gritando—. ¿Hay corriente?
—No, de momento no veo nada, solo las luces de la ciudad filtradas por el «hueco». ¡Qué bonitas son!
—Quédese donde está, que ya vamos. —Sheldrake se giró hacia el grupo—. Se está desactivando la fase Gamma. Parece que lo hemos conseguido.
—Lo ha conseguido Tara —lo corrigió Mauchly.
Tara se apoyó cansada en el panel.
—En marcha —apremió Mauchly—. No hay tiempo que perder.
Se puso en cabeza, cruzando cortinas de un humo muy espeso. Lash cogió a Tara suavemente por el brazo y siguió a Sheldrake. Al mirar hacia atrás, le sorprendió que Silver no hiciera lo mismo. Estaba volviendo a introducir la cinta de papel en el teletipo.
—¡Richard! —exclamó—. ¡Venga!
—Sí, ahora voy.
El teletipo se puso en marcha. La cinta de papel empezó a correr por el lector.
—Pero ¿se puede saber qué hace? —dijo Tara—. ¡Tenemos que salir!
—Estoy ganando un poco más de tiempo. No sé cuánto durará su estratagema. Tarde o temprano, Liza se dará cuenta de la irregularidad. Estoy volviendo a introducir el programa original para borrar nuestras huellas.
—¡No pierda el tiempo y síganos!
—Ya voy, ya voy.
En el momento de internarse por una nube negra y viscosa, Lash vio a Silver por última vez. Estaba inclinado hacia el teletipo, guiando la cinta por el lector.
El recorrido fue una pesadilla de fuego y humo. Lo que habían encontrado como una ciudad digital funcionando por encima de su rendimiento se había convertido en un infierno de silicio, con cascadas de chispas, lenguas de fuego sobre sus cabezas y monstruos de metal reventando entre chorros de aceite lubricante hirviendo. Los chirridos del metal, y las explosiones de los pernos —provocadas por un calor inconcebible—, convertían la sala en un inmenso frente de batalla. A medida que cruzaban los anillos de aparatos de refuerzo, la humareda se volvía cada vez más densa. Hubo un momento en que Lash y Tara se desorientaron y se separaron del grupo, pero Lawson fue en su busca. Más tarde fue Tara la que se despistó, en un punto especialmente amenazado por las llamas. Lash consiguió encontrarla tras una búsqueda frenética de noventa segundos.
Siguieron a trancas y barrancas. A Lash se le formó una niebla oscura en la vista, que no tenía nada que ver con el humo.
Justo cuando temía sucumbir al calor y los gases, se encontró con los demás en un pasillo pequeño, con una escalera metálica que salía del suelo por una trampilla. Sheldrake ya había empezado a bajar con la linterna en la mano, dando gritos a Gilmore, a quien no se veía porque estaba más abajo. Mauchly ayudó a bajar a Tara, luego a Dorfman y por último a Lash.
—Ojo con los pies —le dijo, poniéndole la mano en la barandilla—. Y dese prisa.
Lash comenzó a descender por la escalera sin perder el tiempo. Luego se metió por un cilindro vertical de acero —el pilar del ático— y llegó al «hueco». No pudo evitar quedarse parado unos segundos. Ya había oído hablar de él, aquel espacio vacío entre la torre interna y el ático, pero jamás se lo había imaginado así. Las celosías que lo delimitaban dejaban penetrar un vago resplandor urbano. Desde allá abajo, los chirridos metálicos de la sala de hardware quedaban ligeramente atenuados. A sus pies, la luz de las linternas se movía en la oscuridad.
—Doctor Lash, por favor —dijo Mauchly—, no se pare.
En ese mismo momento, Lash vio unas placas muy gruesas de acero replegadas como un acordeón en las paredes transversales. La luz refleja les confería un brillo crudo. «Las placas de seguridad», pensó al seguir bajando.
Poco después llegó al final de la escalera, donde una nueva trampilla conducía a la torre interna del edificio. Las placas de seguridad habían quedado demasiado lejos para constituir una amenaza. Desde ahí, con un ambiente tan viciado, apenas se veía la base del ático. Notó que Tara le cogía la mano, y por un instante el alivio borró cualquier otra emoción.
Entonces se acordó de que aún faltaba alguien.
Se giró hacia Mauchly.
—¿Dónde está Silver? —preguntó.
Mauchly cogió el teléfono móvil y marcó un número.
—¿Doctor Silver? ¿Dónde está?
—Ya voy —fue la respuesta.
Lash oyó el ruido de fondo de una horrible sinfonía de destrucción: explosiones, choques, estallidos… Esforzándose mucho, logró escuchar un sonido mecánico y regular. Era el lector de cinta, que continuaba funcionando como si nada ocurriera.
—¡Doctor Silver! —gritó Mauchly—. No queda tiempo. ¡Esto puede explotar en cualquier momento!
—Me falta muy poco —contestó con calma.
De repente, con una lucidez tan brusca como aterradora, Lash lo entendió todo: la razón de que Silver se hubiera prestado súbitamente al plan de Tara de borrar la memoria de Liza, después de una resistencia tan feroz; el verdadero motivo de que dedicara tanto tiempo a volcar la memoria en cinta, e incluso por qué se había quedado rezagado. No para ganar tiempo, y ayudarlos a alejarse del peligro. Al menos esa no era la única razón.
Al decir «Me falta muy poco», Silver no se refería a que estuviera cerca de la salida, sino a que casi había acabado de recargar la memoria central de Liza.
Lash se dirigió a la escalera.
—Voy a buscarlo.
—Doctor Lash… —dijo Mauchly, agarrándolo con fuerza.
Pero Lash consiguió soltarse y comenzó a subir. En ese momento se oyó algo metálico moviéndose. Las placas de seguridad empezaban a cerrarse.
Subió otro escalón y volvió a notar la mano de Mauchly. Sheldrake y Dorfman también se habían acercado para impedirle la ascensión. Lash se giró y le cogió el teléfono a Mauchly.
—¡Richard! —exclamó—. ¿Me oye?
—Sí. —Su voz apenas era audible entre tanto ruido—. Lo oigo.
—¡Richard!
—Sí, aún estoy aquí.
—¿Por qué lo hace?
Silver tardó en contestar.
—Lo siento, Christopher —dijo al fin—, pero usted tenía razón: Liza es una niña. Y a una niña no puedo dejarla que se muera sola.
—¡Espere! —gritó Lash por el teléfono—. ¡Espere, espere…!
No pudo decir nada más. En cuanto las placas de seguridad se cerraron con un choque brutal, el teléfono enmudeció, e inmediatamente Lash perdió el conocimiento.