61

Salieron al pasillo con Silver en cabeza. Luego bajaron por la estrecha escalera y cruzaron la sala de los ventanales. El suave resplandor de las luces de emergencia le daba al espacio, amplio y acristalado, un aire agobiante, como de submarino. Allá abajo se oía la alarma con más fuerza.

Silver se acercó a una puerta, en la que Lash no había reparado. Estaba al final de las estanterías. Metió la mano en el cuello de su camisa y sacó una llave con una cadena de oro. Era una llave rara, de astil octogonal. La metió en una cerradura casi imperceptible de la puerta, que se entreabrió en silencio. Luego Silver la abrió de par en par, y apareció otra muy diferente: circular y de acero macizo. A Lash le recordó la cámara acorazada de un banco. Su superficie era lisa, a excepción de dos ruedas con un tirador debajo de cada una. Silver hizo rotar la de la izquierda, y luego la de la derecha. A continuación cogió los tiradores y los hizo girar simultáneamente. Se oyó el clic de varias piezas deslizándose a la vez. Cuando Silver abrió la puerta, algunos pequeños remolinos de humo entraron en el ático.

Silver pasó al otro lado, seguido por Tara. Lash esperó un poco.

Abajo estaba Mauchly. Mauchly y los guardias que lo perseguían a tiros. Sin embargo, algo le decía que en un momento así el último de los problemas de Mauchly era él, así que Lash cruzó la puerta y entró en una sala muy pequeña, más un armario que una habitación. No había nada; solo una escalera metálica que cruzaba el suelo por una trampilla, de donde provenía el humo. Silver y Tara ya habían bajado. Oyó el ruido de sus pasos.

Bajó sin pensárselo dos veces.

Cuanto más descendía, menos podía ver, pues la humareda se hacía cada vez más densa. De repente se disipó, y Lash sintió el contacto de su pie con una superficie sólida. Había llegado hasta una pasarela colgada en el vacío.

Miró hacia abajo. Se encontraba a unos diez metros de altitud, sobre un extraño paisaje: ordenadores, dispositivos de almacenamiento, matrices de memoria y otros aparatos que formaban una llanura de silicio y cobre, llena de parpadeos y sonidos. Las alarmas antiincendios reverberaban con mayor intensidad por el ambiente enrarecido. El humo, procedente de decenas de puntos periféricos, se acumulaba en el techo, encima de la cabeza de Lash. Había tanto, y tan poca luz, que las paredes del fondo eran prácticamente invisibles. Tal como lo veía Lash, aquel sitio podía tener perfectamente varios kilómetros de extensión. Tuvo un ataque de agorafobia que le hizo cogerse a la barandilla.

Al final de la pasarela había otra escalera metálica que llevaba al piso principal. Silver y Tara ya la estaban usando.

Lash avanzó lo más deprisa que pudo, con una mano en la baranda, y bajó por la segunda escalerilla.

Llegó al suelo en un minuto. Abajo había menos humo, pero hacía más calor. Caminó con dificultad entre la maquinaria, cuyos fuertes zumbidos llegaban a dar pánico. Una nota estridente, como el sonido de un imán gigante, lo invadía todo.

Vio a Silver y Tara. Estaban de espaldas, hablando con Mauchly y otro viejo conocido de Lash: Sheldrake, el jefe de seguridad. Cuando Mauchly se percató de su presencia, se puso delante de Silver, para protegerlo. Sheldrake se dirigió hacia Lash con expresión severa y metiendo una mano en el bolsillo.

—Tranquilos —les dijo Silver.

—Pero… —empezó a decir Mauchly.

—No es Lash —lo interrumpió Tara—. Es Liza.

—¿Liza? —preguntó Mauchly, atónito.

—La responsable de todo es Liza —le explicó Tara—. Provocó la muerte de las dos parejas, y modificó bases de datos de la sanidad pública y de las fuerzas de seguridad para tenderle una trampa al doctor Lash.

Mauchly se giró hacia Silver con cara de incredulidad.

—¿Es verdad?

Al principio Silver no dijo nada. Luego asintió muy despacio con la cabeza.

Lash, espectador de la escena, tuvo la impresión de que un terrible agotamiento se apoderaba de los brazos y las piernas de Silver, que dijo:

—Sí. —Los aparatos hacían tanto ruido que costaba oírlo—. Pero ahora no hay tiempo para explicaciones. Tenemos que detener todo esto.

—¿Detener el qué? —preguntó Mauchly.

—Creo… —empezó a decir Silver con el mismo tono angustiado, y miró al suelo—. Creo que Liza se está autodestruyendo.

Hubo un breve silencio.

—¿Autodestruyendo? —repitió Mauchly, cuyo rostro había recuperado la impasibilidad de siempre.

—Liza está acelerando todos sus dispositivos más allá de su límite de tolerancia —contestó Tara—. ¿Por qué se cree que hay tanto humo? Ejes, motores, mecanismos de lectura… Todo ha rebasado los límites establecidos. Liza se ha propuesto incinerarse. La fase Gamma, las placas de seguridad y el corte eléctrico en la torre son maneras de evitar que se lo impidan.

—Tiene razón —aseguró Dorfman, que había llegado a tiempo para oír el final de la conversación—. He estado controlando algunos periféricos, y la situación es crítica. Hasta los transformadores se están recalentando.

—No tiene sentido —comentó Sheldrake—. ¿Por qué no se apaga, que sería lo más fácil?

—Lo que se apaga puede volver a encenderse —respondió Tara—. No creo que Liza lo vea como una opción aceptable. Busca una solución definitiva.

—Pues, como le meta fuego a todo esto, habrá encontrado una —dijo Sheldrake, señalando con el pulgar por encima del hombro.

Lash siguió la dirección del gesto, y vio dos especies de cobertizos al fondo de la sala cubiertos por algo que parecía una coraza de metal.

—¡Dios mío! —exclamó Tara—. ¡El generador de refuerzo!

—Exacto —dijo Mauchly—. La caseta de la derecha es la de las baterías de emergencia, hechas con una aleación de litio y arsénico. Con la electricidad que contienen, se podría abastecer durante varios días a una ciudad pequeña.

—No digo que no tengan una capacidad de almacenamiento enorme —dijo Sheldrake—, pero su punto de inflamación es muy bajo. Si reciben demasiado calor, la explosión hará saltar el techo del edificio como una lata de anchoas.

Lash se giró hacia Mauchly.

—¿Cómo pudo permitir una instalación tan peligrosa?

—Era la única tecnología de baterías con tanta capacidad de almacenamiento. Tomamos todas las precauciones posibles: acorazar las casetas, poner un revestimiento antiincendios alrededor del ático… No podíamos prever que se generara calor en tantas fuentes a la vez. Además… —añadió Mauchly bajando la voz—, cuando me enteré de los planes, ya estaba todo hecho.

Silver se convirtió en el centro de todas las miradas.

—¿Hay algún sistema de aspersores? —preguntó Lash.

—Esta sala está llena de dispositivos electrónicos irreemplazables —respondió Mauchly—. La única medida de seguridad que no podíamos adoptar eran los aspersores.

—¿Y no podemos apagar todos los aparatos? ¿No podemos cortar la corriente?

—Hay protocolos redundantes que lo impiden, en previsión de accidentes, sabotajes, terrorismo…

—No lo entiendo. —Tara miraba a Silver—. Liza debe de saber que si lo hace, si se autodestruye, también nos destruirá a nosotros. Lo destruirá a usted. ¿Cómo es posible?

Silver no dijo nada.

—Quizá sea lo que has dicho tú —contestó Lash—: la única manera que tiene de asegurarse la autodestrucción, aunque yo creo que también hay algo más. ¿Te acuerdas de que te dije que los perfiles de los asesinatos no tenían sentido?, ¿que eran torpes, idénticos, como si los hubiera cometido un niño? O mucho me equivoco, o Liza, a nivel emocional, es una niña. A pesar de todo su poder y sus conocimientos, su personalidad aún no ha llegado al estadio adulto, al menos según las mediciones que podríamos usar. Por eso mató a las dos mujeres: por celos infantiles, irracionales e incontrolados. Y por eso lo hizo tan ingenuamente, sin ningún esfuerzo por cambiar de método o borrar sus huellas. También podría ser la razón de que se esté autodestruyendo así, sin importarle lo que nos pase a nosotros, o al edificio. Es muy sencillo: hace lo que hay que hacer de la manera más directa y eficaz, sin plantearse las consecuencias.

Sus palabras fueron recibidas en silencio. Silver no levantó la cabeza.

—Todo lo que dice es muy interesante —dijo Sheldrake—, pero filosofando no nos salvaremos ni a nosotros ni al edificio. —Se giró hacia Dorfman—. ¿Y los pisos privados del ático? ¿Tienen aspersores?

—Si son como el resto de la torre, sí.

—¿Se podrían desviar?

—Es posible, pero sin corriente…

—El agua obedece a la gravedad. Quizá podamos improvisar algo. ¿Dónde están Lawson y Gilmore?

—Abajo, en el «hueco», intentando desactivar las placas de seguridad.

—Pues están perdiendo el tiempo. No se abrirán hasta que haya vuelto la corriente y se haya desactivado la fase Gamma. Los necesitamos aquí.

—Sí, señor.

Dorfman se fue corriendo.

Mauchly dio media vuelta.

—¿Doctor Silver? ¿Se le ocurre algo?

Silver hizo un gesto de negación.

—Liza no quiere contestar, y sin canal de comunicaciones entre nosotros y ella tenemos las manos atadas.

—Pues anulemos manualmente el hardware —propuso Tara—. Pirateemos el sistema.

—Es lo que siempre he procurado impedir a toda costa. La conciencia de Liza está repartida por un centenar de servidores, y todo tiene su copia. Cada disco de datos está aislado de los demás; así que, aunque consiguiéramos desactivar uno, el resto lo compensaría. En este sistema no podría entrar ni el hacker más experto, y ahora mismo no tenemos tiempo ni para lo más elemental.

El humo se había espesado un poco. El hardware protestaba en todas partes a pitido limpio, como si lo estuvieran forzando más allá de cualquier límite. Lash notó que tenía la frente sudada. Oyó un chirrido de mal agüero a su izquierda: algún dispositivo electromecánico que, vencido, despedía chispas y humo negro.

—¿No dejó ninguna puerta trasera? —preguntó Tara, haciéndose oír por encima del ruido—, ¿nada que permita eludir las defensas?

—No, intencionadamente no. Al principio sí que había maneras de simular un acceso de ese tipo, pero Liza fue creciendo, y como no se sustituyó la programación inicial, sino que fue un proceso de adición, no me pareció necesaria una puerta trasera. Con el tiempo lo impidió la propia complejidad del conjunto. Además… —Silver titubeó—. A Liza le habría parecido una falta de confianza.

—¿Y no podríamos destruirlo todo? —preguntó Sheldrake—. ¿No se podría reventar a golpes?

—Todas las piezas están reforzadas. Es más resistente de lo que parece.

En ese momento apareció Dorfman entre la humareda, frotándose los ojos. Lo seguían los dos técnicos de seguridad, Lawson y Gilmore.

—Dorfman —dijo Sheldrake—, ve al generador de refuerzo y averigua si hay alguna forma de desconectarlo, la que sea. Tú, Lawson, inspecciona los conductos entre el generador y la red de hardware. Me imagino que la mayoría estarán tapados con placas de acero, pero busca algún punto débil, algún sitio donde se pueda cortar o desviar la corriente. Tú, Gilmore, sube al ático y revisa el sistema de aspersores, a ver si podemos bajar agua desviándola del depósito del tejado. Si hay alguna me lo dices, y enviaremos a una brigada para que te ayude. Venga, todos a moverse.

Se fueron corriendo. El resto del grupo se quedó callado.

Sheldrake estaba demasiado nervioso para quedarse quieto.

—Bueno, no sé ustedes, pero yo no pienso quedarme aquí parado esperando que me asen como un lechoncito. Voy a buscar una salida alternativa. Tiene que haber alguna.

Silver levantó la cabeza para ver alejarse a Sheldrake entre el humo.

—No la hay.

Lash tuvo que esforzarse para entender su murmullo por encima del ruido de la maquinaria.

De repente Tara lo cogió por el brazo.

—¿Qué acabas de decir? ¿Que a nivel emocional Liza es como una niña?

—Sí, eso creo.

—Para algo eres psicólogo. Imagínate que estuvieras tratando a un niño tozudo y que se porta mal.

—¿Qué?

—Imagínate que no se lo pudiera amenazar con un castigo. ¿Cuál sería la manera más eficaz de comunicarse con él saltándose el obstáculo de su tozudez?

—No soy experto en psicología infantil.

Tara hizo un gesto de impaciencia con la mano.

—Da igual, te pagaré un plus.

Lash reflexionó.

—Supongo que apelaría a sus instintos más atávicos, y que Despertaría sus primeros recuerdos.

—Sus primeros recuerdos —repitió Tara.

—Claro que los niños tienen menos retentiva a largo plazo que los adultos, y antes de los dos años, que es cuando se les forma el sentido de la identidad, no pueden contextualizar los recuerdos que te ayudarían a…

Tara lo interrumpió.

—Instintos atávicos. ¿Lo ves? Existe un paralelismo con el software, con la diferencia de que en este caso es una debilidad.

Lash la miró y vio que Silver también lo hacía.

—Me refiero al código heredado, un fenómeno propio de los programas muy extensos, de las aplicaciones escritas por equipos de programadores y con un historial de varios años de mantenimiento. Pasan los años y las rutinas más viejas se quedan lentas, anticuadas. En comparación con las más nuevas que lo envuelven, el código original es un dinosaurio. A veces está escrito en lenguajes arcaicos que ya nadie usa, como el ALGOL o el PL-1. Otras, los primeros programadores ya están muertos, y hay tan poca documentación sobre el código que nadie tiene muy claro para qué sirve, pero como es el núcleo del programa tienen miedo a cambiarlo.

—¿Aunque esté obsoleto? —preguntó Lash.

—Mejor lento que estropeado.

—¿Adónde quiere llegar? —dijo Mauchly.

Tara se giró hacia Silver.

—¿Podría enseñarnos el ordenador original? ¿El primero donde ejecutó a Liza?

—Por aquí.

Silver se giró sin decir nada más.

Cruzaron cortinas de humo cada vez más irrespirables, hasta que Lash perdió la orientación. Los periféricos dejaron paso a pilas muy altas de superordenadores, y estas, a su vez, a hileras de cajas negras del tamaño de una nevera, repletas de luces e interruptores de plástico naranja. El siguiente grupo estaba compuesto por voluminosos aparatos de metal. En el centro de la sala, lejos de los dispositivos electromecánicos de apoyo, el ruido y el humo eran menos molestos.

Llegaron a algo que casi parecía una mesa de trabajo industrial. Estaba llena de golpes y arañazos, como si hubiera sufrido un trato brusco durante muchos años. Encima había un aparato largo y estrecho en forma de caja. Tenía una pequeña pantalla negra en la que parpadeaba lentamente una docena aproximada de luces, y, debajo, un panel de control, con varios botones cuadrados, de dos o tres centímetros de ancho. Eran de plástico claro, con lucecitas que indicaban si habían sido pulsados. En ese momento solo había uno encendido, pero el conjunto estaba tan gastado que a Lash le pareció muy posible que el resto se hubiera fundido. Aparte de este aparato, en la mesa había una máquina de escribir eléctrica y algunas reliquias más: una perforadora, un lector de tarjetas y una caja grande en forma de armario.

Tara se acercó al aparato y lo observó.

—Un procesador central IBM 2420, con un sistema de control 2711.

—¿Esto es el corazón de Liza? —preguntó Lash, incrédulo.

Era una máquina tan vieja que casi hacía reír.

—Ya sé lo que piensas, que no te fiarías ni de que resolviera una tabla de multiplicar de tercero de primaria, pero a veces las apariencias engañan. A finales de los años sesenta, muchos laboratorios informáticos universitarios tenían un núcleo así. Debes verlo desde el punto de vista de un programador. Piensa que físicamente Liza nunca se ha movido; solo ha crecido. Vaya, que esto que tenemos aquí sería algo así como la bujía de un motor muy grande y muy potente.

Lash contempló el antiguo ordenador, pensando: «¿Una bujía? Pues la vamos a sacar».

—Bueno, lo apagamos y ya está —dijo.

Silver, que estaba a su lado, esbozó una sonrisa que le dio escalofríos.

—Inténtelo —le contestó.

Claro. Si Silver se había esmerado tanto en proteger a Liza de cualquier ataque o corte de electricidad, seguro que había desactivado todos los interruptores.

—No, no seremos tan bastos —dijo Tara—. Lo que haremos será ejecutar un nuevo programa en este viejo 2420; un programa que le ordene desactivar la fase Gamma. Con eso deberíamos recuperar el suministro eléctrico, y deberían abrirse las placas de seguridad. —Miró a Silver—. ¿Qué está ejecutando ahora mismo el ordenador original?

Silver rehuyó su mirada.

—El cargador de arranque. Los algoritmos de aprendizaje de retropropagación que generan la red neural.

—¿Cuándo fue la última vez que se inicializó el cargador?

Otra sonrisa vaga.

—Hace más de una década. Fue la última vez que se reinició a Liza. Desde entonces han salido treinta y dos versiones del programa con cambios importantes.

—Pero no hay nada que impida volverlo a hacer, ¿no?

—No, nada.

Tara se giró hacia Lash.

—Perfecto. Podemos usar la rutina de arranque antigua para cargar nuevas instrucciones. Esta máquina es el núcleo, la primera ficha de dominó de la cadena. Es la que contiene los primeros recuerdos que acabas de mencionar.

—¿Y qué?

—Pues que ya es hora de que Liza reconozca a la niña que lleva dentro. —Se giró otra vez hacia Silver—. ¿En qué está programado?

—En código octal.

—Y ¿cuánto tiempo necesitaría para codificar e introducir un programa como el que he descrito?

—Cuatro o cinco minutos.

—Muy bien. Cuanto antes mejor.

Lash vio que Tara miraba más allá del viejo ordenador, hacia el humo que se acercaba en grandes ráfagas grises.

Silver no se movió.

—¡Doctor Silver! —apremió Tara—. Necesitamos el programa ahora mismo.

—No serviría de nada —contestó él, abatido.

—¿Cómo que no? ¿Cómo que no serviría? —repitió Tara—. ¿Se puede saber por qué?

—Porque he preparado a Liza para cualquier eventualidad. ¿Qué se cree?, ¿que esto no lo había previsto? Dentro de los Super Cray hay una docena de simulacros de este 2420 que funcionan como máquinas virtuales. Los datos del programa se comparan constantemente, y si hay alguna discrepancia se normaliza a partir de los demás y se soslaya la unidad original.

Tara palideció.

—¿Está diciendo que no hay ninguna manera de modificar la programación?, ¿que no se puede cambiar el juego de instrucciones?

—En todo caso, no influiría en nada.

Un silencio terrible cayó sobre el grupo. Al ver la expresión de Tara, Lash sintió apagarse la última chispa de esperanza.