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Habían hecho falta cinco minutos, y cuatro hombres con linternas, para encontrar los paneles de iluminación de la sala de informática. Al final fue el propio Mauchly quien los descubrió, encaramado a una escalerilla metálica. Estaban al final de una pasarela. Tras avisar a los demás de que no siguieran buscando, encendió una docena de interruptores con dos gestos rápidos, de abajo arriba.

La iluminación, sin ser especialmente intensa, le obligó a cerrar los ojos. Al cabo de un rato, cuando volvió a abrirlos, la sorpresa le hizo aferrarse con las dos manos a la baranda metálica de la pasarela.

Estaba en la parte central de una de las paredes de algo que solo se podía comparar con la bodega de un enorme barco cisterna. El vasto espacio de la sala privada de computación de Liza medía cuatro pisos de altura, y tenía una longitud no inferior a los setenta metros. De las paredes sobresalían algunas pasarelas como la de Mauchly, que llevaban a cajas de ventilación, paneles eléctricos y otras infraestructuras. Los generadores de Liza —el principal y el de refuerzo— estaban al fondo de la sala, como fortines gigantescos con pesadas armaduras de hierro.

Debajo se extendía un laberinto de hardware de una densidad y una diversidad apabullantes. Mauchly, que había trabajado dos años en la sección de compras técnicas de PharmGen, reconoció algunos de los ordenadores. Contempló el caos de aparatos intentando encontrarle algún sentido.

La mejor metáfora quizá fuera la de los anillos de crecimiento de un árbol. Las máquinas más viejas —demasiado para que Mauchly las identificara— estaban en el centro, rodeadas de consolas y teletipos. Algo más lejos se veían unidades centrales de alto rendimiento IBM System/370 y miniordenadores DEC de los años setenta. El siguiente anillo estaba formado por superordenadores Cray de varias épocas, desde Cray-1 y Cray-2 hasta sistemas más modernos T3D. Varios conglomerados de ordenadores no parecían desempeñar ninguna otra función que la de facilitar el intercambio de datos entre la heterogénea maquinaria. Después de los Cray había un anillo de servidores rack más modernos, amontonados de veinte en veinte en estructuras de color gris. Alrededor de todo el conjunto, cerca de los bordes de la sala, se encontraban las hileras de hardware de refuerzo: lectores magnéticos de caracteres, lectores antiguos IBM 2420 y sistemas de almacenamiento masivo 3850, conjuntos de datos ultramodernos y dispositivos de memoria externa. Cuanto más se alejaba del centro la mirada de Mauchly, menos organizado parecía todo. Era como si la necesidad de espacio de Liza hubiera crecido más deprisa que la capacidad de Silver de proporcionárselo. Mauchly volvió a regañarse a sí mismo. Debería haberlo supervisado personalmente, en vez de dejar que todo aquello se ampliara sin ser visto por nadie aparte de Silver.

Los integrantes del destacamento de seguridad —Sheldrake, Dorfman y dos técnicos especialistas, Lawson y Gilmore— habían empezado a desplegarse por la sala con el paso precavido de un grupo de niños por un bosque que no conocen. Mauchly tuvo un ligero ataque de vértigo. Estar encaramado en una pared del gigantesco depósito, que a su vez se mantenía en equilibrio sobre una torre de sesenta plantas, no era muy agradable. Llegó al final de la pasarela lo más deprisa que pudo, bajó por la escalerilla y se reunió con Sheldrake y Dorfman en el suelo del almacén.

—¿Alguna noticia de Silver? —preguntó Sheldrake.

Mauchly negó con la cabeza.

—Yo ya sabía que Silver tenía una granja de servidores aquí arriba, pero no me lo esperaba así —dijo Sheldrake, mientras pasaba con cuidado sobre un grueso cable negro.

Mauchly no contestó.

—No sé si no sería mejor entrar directamente en la vivienda…

—Silver ha dicho que no hagamos nada, que ya se pondrá en contacto con nosotros.

—Sí, pero está con Lash. A saber qué le estará obligando a hacer. —Sheldrake miró su reloj—. Ya han pasado diez minutos desde la llamada. Tenemos que hacer algo.

—Silver ha dado órdenes explícitas. Le concederemos cinco minutos más. —Mauchly se giró hacia Dorfman—. Póngase a la entrada. Las unidades de refuerzo deben de estar a punto de llegar. Ayúdelas a cruzar la barrera.

Se oyó una conversación muy animada cerca del centro de la enorme sala. Mauchly y Sheldrake se dirigieron hacia el lugar de donde procedía, entre montañas de servidores. Muchos tenían portapapeles con hojas cubiertas por la letra apresurada de Silver. Los ventiladores de los aparatos sonaban con fuerza, y había tal cantidad que Mauchly casi tuvo la impresión de estar violando la intimidad de un colectivo de seres vivos.

Al fin encontraron a Lawson y Gilmore. Este último, bajo y con sobrepeso, estaba consultando su ordenador de mano.

—Detecto mucha actividad en la red central de datos —anunció.

—¿En la propia red? —intervino Mauchly—. ¿No está repartida por las interfaces?

—No, solo en la red.

—¿Desde cuándo?

—Ha aumentado de golpe hace un minuto. El ancho de banda es muy alto. Nunca lo había visto.

—¿Cómo ha empezado?

—Por una orden.

Mauchly hizo una señal con la cabeza a Sheldrake, que cogió la radio.

—Sheldrake a seguridad central. —Esperó—. Sheldrake a central. Informen.

La radio emitió una serie de crujidos. Sheldrake se la guardó con cara de asco.

—¡Qué porquería de altavoz!

—Inténtelo con el móvil. —Mauchly se giró hacia Gilmore—. ¿Y la red? ¿Resiste?

—No está diseñada para tanta presión. Ya está fallando la integridad de la torre. O desviamos una parte de la carga, o…

En ese momento, como si fuera la respuesta a sus palabras, llegó de más abajo una detonación, seguida rápidamente por otra cuya reverberación se multiplicó por el espacio vacío. Lo siguiente que oyeron fue un ruido sordo y continuo, tan grave que casi no podía percibirlo el oído humano. El suelo empezó a temblar.

Mauchly miró a Sheldrake fugazmente, asustado.

—¡Dorfman! —exclamó por encima de la selva de aparatos—. ¡Informe!

—¡Son las placas de seguridad! —dijo una voz débil desde la trampilla, con un tono agudo que Mauchly no supo si atribuir al nerviosismo o al miedo—. ¡Se están cerrando!

—¿Cerrándose? ¿Ve que lleguen refuerzos?

—¡No! ¡Yo salgo, que si no…!

—Dorfman, quédese donde está. ¿Me oye? Quédese donde está.

Las palabras de Mauchly se vieron silenciadas por un «bum» descomunal que hizo trepidar los aparatos que los rodeaban. Las placas de seguridad se habían cerrado. Estaban prisioneros en lo más alto de la torre Eden.

—¡Señor Mauchly! —gritó Gilmore como loco—. ¡Estamos en fase Gamma!

—¿Activada por la sobrecarga? Imposible.

—No lo sé. Lo único que puedo decirle es que la torre se ha cerrado completamente.

«Bueno, ya está bien». Mauchly cogió el teléfono móvil y marcó el número de Silver.

No contestaron.

—Venga —dijo a Sheldrake—. Vamos a buscarlo.

Volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo de la americana y sacó la nueve milímetros.

Justo cuando se giraba hacia la escalerilla por la que se subía a la vivienda, se apagaron todas las luces. Poco después, se encendieron las de emergencia, que bañaron la inmensa sala en una bruma roja y uniforme.