56

Silver los llevó por el pasillo hasta una puerta, que abrió con una simple llave. Entraron en un dormitorio minúsculo y limpísimo, sin adornos de ninguna clase. La cama, con su armazón metálica y estrecha y su fino colchón, parecía un catre militar. Al lado había una mesa sin barnizar, con una Biblia encima. Solo una bombilla, colgada del techo, iluminaba el cuarto, que, de lo espartano que era, habría podido pasar perfectamente por la celda de un monje.

Silver cerró la puerta por dentro y empezó a pasearse por la habitación. En un momento dado se paró, miró a Lash y pareció a punto de decir algo, pero continuó andando.

Al final dio media vuelta.

—Se ha equivocado —dijo.

Lash esperó.

—Mis padres eran maravillosos. Cariñosos, pacientes, con ganas de enseñarme… Me acuerdo de ellos cada día: del olor del aftershave de mi padre cuando volvía del trabajo, de cuando mi madre cantaba y yo jugaba debajo del piano…

Se giró de nuevo y siguió caminando. Lash tuvo la prudencia de no decir nada.

—Mi padre murió en un accidente de coche cuando yo tenía tres años, y mi madre dos años después. Como eran mi única familia, me fui a vivir con una tía en Madison, Wisconsin, que ya tenía tres hijos mayores que yo. —Sus pasos se volvieron más lentos. Tenía las manos a la espalda, con los nudillos blancos—. No fui bien recibido. Era feo y debilucho, el hazmerreír de mis primos, que en vez de Rick me llamaban «el gilipollas». Su madre se lo permitía porque a ella tampoco le gustaba mi presencia. Normalmente me dejaban al margen de los ritos familiares como la comida del domingo, el cine o los bolos. Si me llevaban, era haciendo una excepción, o porque los vecinos se habrían extrañado de no verme. Me pasaba las noches llorando. Llegué a pedirle a Dios que me muriera mientras dormía.

Silver hablaba de sí mismo sin ninguna compasión. Simplemente dejaba salir las palabras como quien recita la lista de la compra.

—En el colegio, los niños me convirtieron en un paria. Les encantaba amenazar a las niñas con «piojos de Silver», y se reían de sus caras de asco. —Hizo una pausa y miró a Lash antes de continuar—. Mi tío no era tan malo como los demás. Trabajaba de noche en el laboratorio de informática de la universidad, introduciendo códigos. A veces lo acompañaba, solo para no estar en casa. De ahí nace mi fascinación por los ordenadores. No te herían ni te juzgaban. Si el programa que habías hecho no funcionaba, no era porque fueras flaco o feo, sino por un error de codificación. Solo había que modificarlo.

Silver había empezado a hablar más deprisa, con mayor fluidez. Lash hizo un gesto de comprensión, mientras disimulaba su alegría. Había visto el mismo fenómeno en muchos interrogatorios policiales. Comenzar a confesar era muy duro, pero llegaba un momento en que el sospechoso ya no podía parar.

—Poco a poco fui pasando cada vez más tiempo en el laboratorio de informática. La programación tenía una lógica que me reconfortaba. Por otro lado, siempre podía aprender algo nuevo. Al principio los trabajadores me toleraron como una curiosidad. Luego, al ver las utilidades de sistema que programaba me contrataron.

»Estuve nueve años en casa de mi tía. En cuanto pude me marché. Falsifiqué mi edad y conseguí trabajo con un contratista militar, creando programas de cálculo de trayectorias de misiles. En la universidad me dieron una beca de ingeniería eléctrica. Fue entonces cuando me puse a estudiar en serio la inteligencia artificial.

—¿Y cuando tuvo la idea de Liza? —preguntó Lash.

—No, todavía no. No es que no me interesaran los primeros pasos, lo de John McCarthy, el LISP y todo eso, sino que hasta el último curso no maduraron bastante los instrumentos para que hubiera avances serios en el aprendizaje automático.

El imperativo del aprendizaje automático —dijo Tara—. Su tesina de licenciatura.

Lash asintió sin mirarla.

—Ese verano no tenía adonde ir hasta septiembre, cuando empezaran los cursos de posgrado. No conocía a nadie. Ya me había instalado en Cambridge y, como estaba solo, empecé a matar el tiempo en el laboratorio del MIT. Trabajaba veinte o treinta horas de un tirón, desarrollando un programa capaz de contener rutinas simples de inteligencia. Al iniciar las clases, mi tutor del MIT se quedó tan impresionado con mis avances que me dio carta blanca. El programa se fue volviendo más sutil y potente. Yo estaba cada vez más entusiasmado. Todo el tiempo que no pasaba en clase se lo dedicaba a Liza.

—¿Ya la había bautizado? —dijo Lash.

Silver hizo caso omiso a la pregunta.

—Me estrujaba el cerebro para mejorar su capacidad de conversación. Yo escribía, y ella contestaba. Solo era una forma de animarla a aprender por sí misma, pero con el tiempo comencé a hablar con ella únicamente por hablar. No de tareas concretas de programación, sino… como dos amigos. —Hizo una pequeña pausa—. Más o menos en la misma época, trabajé en una interfaz de voz primitiva; no para interpretar el lenguaje humano (para eso todavía faltaban muchos años), sino para convertir la producción verbal de Liza en sonido. Usaba muestras de mi propia voz. Empezó como un divertimento, al que no di importancia.

El torrente de palabras sufrió una interrupción. Silver respiró hondo y siguió.

—Aún no sé por qué lo hice, pero una noche, como me había atascado en la programación, me distraje jugando. Sometí los perfiles de voz a un algoritmo de cambio de frecuencia que alguien se había dejado en el laboratorio. Subía la frecuencia, cambiaba la forma de la onda… Y de repente se convirtió en una voz de mujer.

De mujer. En ese momento Lash entendió que, desde el primer día, la voz de Liza le resultara familiar. Era una recreación femenina de la del propio Silver.

—¿Y su personalidad? —preguntó Tara—. ¿También era la suya?

—No exactamente. Al principio pensé que incorporar rasgos de personalidad a Liza podía ser un catalizador para que se le formara una conciencia, y como no encontré a ningún voluntario cogí unos inventarios de personalidad del departamento de psicología (nada, un simple MMPI-2), los rellené e hice yo mismo la evaluación.

—¿Qué salió? —preguntó Lash, intrigado.

—Pues lo previsible: poca habilidad social, enfoque en la superación personal como remedio a la baja autoestima… —Silver se encogió de hombros, como si la respuesta careciera de importancia—. Solo era un experimento para ver si se podía moldear la personalidad, aparte de la inteligencia, pero no llegó muy lejos. Aún faltaba mucho tiempo para que la matriz neural de Liza estuviera bastante desarrollada para conservar una personalidad duradera.

Puso cara de angustia y se calló.

A Lash, su mirada le dijo varias cosas. Hasta ese momento, Silver había estado eximiéndose de toda responsabilidad. Descripción de un pasado doloroso, racionalización del crimen… Todo muy propio del proceso estándar. En breve pasaría a los crímenes propiamente dichos, y a lo que lo había llevado a cometerlos.

Sin embargo, había algo que desentonaba. La expresión de Silver y su lenguaje corporal aún reflejaban un gran conflicto, cuando en teoría esa fase ya debería haber pasado. ¿Cómo era posible, si ya se había embarcado en una confesión en toda regla? ¿Porque todavía no estaba decidido a entregarse? En todo caso, no cuadraba con las pautas habituales.

—Pasemos al presente —dijo Lash con calma y naturalidad—. ¿Quiere contarme qué ocurrió con las superparejas?

Silver empezó otra vez a caminar, y su silencio hizo que la relativa euforia de Lash desapareciera.

—Lo que quiere saber —dijo al fin, sin mirarlo— arranca de cuando fundé Eden.

—Continúe —lo animó Lash, esforzándose en mantener un tono neutro.

—Ya le conté una parte: la de que Liza, con el tiempo, demostró que era capaz de resolver cualquier cálculo que pudiera plantearle el mundo empresarial o militar. Fue en ese momento que decidí crear mi empresa. Era un proyecto muy ambicioso, pero tuve la suerte de asociarme con PharmGen, un gigante farmacéutico con suficiente dinero para subvencionar cualquier iniciativa, y cuyos científicos desarrollaron las primeras evaluaciones psicológicas que usé en los algoritmos de emparejamiento. Tras un arduo trabajo de programación, probablemente lo más complicado que he hecho aparte de Liza, pasé a las pruebas alfa.

—Usando su propio modelo de personalidad —dijo Tara.

—Sí, junto con varios falsos avatares; pero nos dimos cuenta enseguida de que se necesitaban avatares más complejos, así que incrementamos la cantidad de datos psicológicos. Realizamos las pruebas beta utilizando voluntarios de programas de posgrado de Harvard y el MIT. Fue cuando… —Silver vaciló—. Fue cuando hice reevaluar mi propio inventario de personalidad.

Un silencio tenso se adueñó de la pequeña habitación.

—Reevaluar —repitió Lash para incitarlo a seguir hablando.

Silver se sentó en el borde de la cama y lo miró con una expresión casi de súplica.

—Quería que fuera tan completo y detallado como los demás. ¿Qué tiene de malo? Edwin Mauchly me guio a lo largo del proceso. Nos conocimos así. Entonces él aún trabajaba en PharmGen. La evaluación fue horrible, muy dolorosa (a nadie le gusta ver exponer tan fríamente sus puntos débiles), pero Edwin la llevó con el mayor tacto posible. Por otro lado, se notaba que tenía una vista de lince para todo lo comercial. A la larga se convirtió en mi mano derecha, en mi persona de confianza para ocuparse de todo lo de… abajo. —Silver señaló la torre que tenían a sus pies—. En un año devolví la inversión a PharmGen y convertí a Eden en una empresa independiente, con su propio consejo directivo. Y…

—Comprendo —intervino suavemente Lash—. Y ¿cuándo decidió volver a introducir su avatar actualizado en el Tanque?

—Ya hacía tiempo que lo pensaba —susurró, con los hombros caídos—. Durante las pruebas alfa mi avatar no encontró ninguna pareja. Lo achaqué a que los falsos avatares eran muy toscos; pero luego, cuando Eden despegó y el Tanque se llenó de clientes, el número de parejas empezó a aumentar, y me pregunté qué pasaría si volvía a introducir el mío. ¿Encontraría la pareja perfecta? ¿O seguiría siendo el mismo Richard que repelía a las niñas del colegio? La duda me atormentaba.

Silver respiró hondo.

—Una noche lo introduje y di instrucciones a Liza de que creara un canal de transmisión de datos que no pudiera detectar el personal de vigilancia, pero al cabo de unas horas, como no pasaba nada, me harté y volví a retirarlo. Por desgracia, el genio ya estaba fuera de la botella. Tenía que saberlo. —Silver miró a Lash a los ojos—. ¿Lo entiende? Necesitaba saberlo.

—Sí, sí que lo entiendo.

—En fin, que empecé a introducir mi avatar en el Tanque durante períodos más largos. Primero toda una tarde, luego un día entero… Pero nada. En poco tiempo, mi avatar había estado varias semanas seguidas en el Tanque sin encontrar pareja. Yo estaba desesperado. Me planteé alterarlo para que fuera más atractivo, pero ¿de qué habría servido? Sobre todo porque lo principal no era el emparejamiento en sí. Yo no me habría atrevido a iniciar un contacto real. Lo importante era saber si había alguien capaz de quererme.

Lash sintió un vago sobresalto que lo incomodó.

—Continué —dijo.

—Una tarde de otoño (nunca olvidaré la fecha: el martes 17 de septiembre), Liza me informó de un emparejamiento. —Un leve brillo de felicidad apareció en sus ojos—. Mi primera reacción fue no creérmelo. Luego fue como si la sala se llenara de luz, como si Dios encendiera mil soles. Le pedí a Liza que aislara los dos avatares y repitiera las rutinas de comparación por si había algún error.

—Y no —dijo Tara.

—Se llamaba Lindsay, Lindsay Torvald. Hice que Liza enviara una copia de su dossier al terminal personal que tengo aquí. Calculo que vi su vídeo una docena de veces. Era guapa, una mujer guapísima. Y tan inteligente… Recuerdo que estaba a punto de irse de excursión a los Alpes. La idea de que una mujer así pudiera enamorarse de mí…

Se detuvo, embargado por el dolor del recuerdo.

—¿Y luego? ¿Qué pasó? —preguntó Lash.

—Que borré el dossier de mi terminal, di instrucciones a Liza de que reintrodujera el avatar de Lindsay Torvald en el Tanque y extraje el mío definitivamente.

—¿Y entonces?

—¿Entonces? —Silver tuvo un momento de confusión—. Ah, ya entiendo lo que quiere decir. Seis horas después me llamó Edwin para contarme que Eden había formado su primera superpareja. La hipótesis teórica ya la habíamos previsto, claro, pero yo no esperaba que se confirmase, y aún me sorprendí más al enterarme de que un componente de la pareja era Lindsay Torvald.

—Y ¿eso lo exacerbó? —le preguntó Lash.

—¿Que si exacerbó qué?

—Su sentimiento de frustración. —Midió con gran cuidado sus palabras—. El hecho de que Lindsay formara una superpareja debió de añadir más leña al fuego.

—No, Christopher, ni mucho menos.

—¡Pues ya me lo explicará!

Silver lo miró, sinceramente sorprendido.

—¿Qué quiere decir?, ¿que en todo este tiempo, con todo lo que le he contado, aún no lo ha entendido?

—¿El qué?

—Usted tenía razón: a Lindsay la mataron.

La frase quedó flotando en el aire, como una nube negra que se resistía a disiparse. Desconcertado, Lash miró a Tara y de nuevo a Silver, que añadió:

—Pero no la maté yo, Christopher. Yo a Lindsay no le hice nada. Era la única persona que me daba esperanza.

De repente Lash tuvo miedo de hacer la siguiente pregunta. Se humedeció los labios.

—Si no la mató usted… ¿quién fue?

Silver se levantó de la cama. Aunque estuvieran solos en la habitación, miró con inquietud por encima del hombro. Tardó un minuto en contestar, como si librara un conflicto interior. Cuando habló, lo hizo en un susurro.

—Liza —dijo.