54

La habitación quedó en silencio. Lash solo oía el suave ruido de los ventiladores.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

La respuesta de Tara fue llevárselo a un rincón y hacer un gesto casi imperceptible con la cabeza. Lash siguió su mirada hasta el sillón anatómico que había al fondo de la habitación, detrás de la mampara de plexiglás.

—¿Liza? —susurró.

—Si tienes razón, Silver habrá accedido al sistema desde aquí. Y ella tiene que saberlo.

—¿Ella?

—Seguro que Liza lleva un registro de los accesos de Silver. Debió de hacer consultas en varios subsistemas: comunicaciones, sanidad, obtención de datos… Tu falso expediente no ha podido crearse sin intervenir en muchas entidades externas. También debería figurar el expediente farmacéutico de Lindsay Thorpe. Tendría que haber de todo, y podrías preguntárselo tú mismo.

—¿Preguntárselo? ¿Yo?

—¿Por qué no? Es un ordenador. Está programada para obedecer órdenes.

—No lo decía por eso. Es que no sabría comunicarme con ella.

—Pero viste cómo lo hacía Silver; me lo dijiste el otro día. Eres el único que puede presumir de eso.

Retrocedió para mirarlo inquisitivamente. «Aquí el que se lo juega todo eres tú —decía su mirada—. ¿No estás dispuesto a cualquier cosa con tal de demostrar que dices la verdad?».

—¿De qué están hablando? —preguntó Silver, que había observado la conversación con gran recelo.

Lash miró el sillón y sus cables. Era una jugada desesperada, la última de un hombre desesperado, pero Tara tenía razón: no había nada que perder.

Cruzó la sala, abrió el panel de plexiglás y se sentó rápidamente en el sillón anatómico.

—¿Se puede saber qué hace?

La voz de Silver resonó con fuerza.

Lash no contestó. Miró a su alrededor tratando de acordarse de los movimientos de Silver. Bajó la pantallita que había al final del brazo telescópico y se puso el micrófono en el cuello roto de la camisa.

—¡No puede hacer eso! —protestó Silver.

Se levantó despacio, como si lo hubiera ofuscado la audacia de Lash.

—¿Quién me lo va a impedir? ¿Usted?

Lash cogió los sensores cerebrales y empezó a ponérselos en las sienes. Recordó los comentarios de Silver sobre Liza: el alto desarrollo de sus modelos de inteligencia, su red neural en tres dimensiones… La pretensión de interactuar con ella parecía una auténtica locura, aunque no tanto como la de encontrar la información que precisaba. Sin embargo, no podía permitirse que Silver lo viera dudar.

Cuando tuvo los cables conectados, acercó la mano a la consola y activó el electroencefalograma. La pantalla frontal se iluminó con varias columnas de números que se desplazaron velozmente hacia arriba. Miró el pequeño teclado, y el lápiz óptico que había en uno de los apoyabrazos. Se acordó de que Silver había usado el teclado antes de entrar en comunicación directa con Liza. Lo había llamado «captar su atención». El también tendría que hacerlo. Pero ¿cómo? Acercó los dedos al teclado.

—Levántese de la silla —ordenó Silver, que había empezado a dar vueltas por la habitación como si tuviera un dilema.

—Tranquilo, que no la romperé.

—No tiene ni idea de lo que hace. Así no conseguirá nada. Es una pérdida de tiempo.

Lash detectó un matiz de nerviosismo en la indignación de Silver. Tampoco le pasó inadvertida su forma de caminar.

—Yo no estaría tan seguro.

—Liza nunca ha hablado con nadie más que conmigo.

—¿No recuerda lo que me dijo la última vez que estuve aquí? Que con la concentración y el entrenamiento debidos otra persona podría comunicarse con ella.

—Usted lo ha dicho: con la concentración y el entrenamiento debidos.

—Aprendo rápido.

Lash lo dijo con una seguridad que no sentía. Miró el teclado, la pantalla y nuevamente el teclado. «Captar su atención».

¿A qué respondían los ordenadores? A instrucciones, a secuencias de programación.

Puso la mano en el teclado y escribió: «El zorro pardo salta rápidamente por encima del perro perezoso»[2].

No hubo respuesta. La pantalla siguió en blanco.

—Christopher —dijo Silver—, levántese de la silla.

«Lo intentaré con una pregunta», se dijo Lash, y tecleó: «¿En qué se parecen un cuervo y un escritorio?[3]».

Respuesta nula, como antes. Apretó los dientes. «Silver tiene razón. Es una pérdida de tiempo». Mauchly irrumpiría en el ático en cualquier momento, y aquello sería Troya.

Miró al otro lado de la mampara. Silver ya no daba vueltas. Ahora se acercaba con cara de enfado.

De repente el pequeño monitor se llenó de datos. Justo después, Lash oyó una voz. Era la voz que recordaba: grave, femenina, sin procedencia clara.

—¿En qué se parecen un cuervo y un escritorio? —repitió Liza.

—Sí —contestó Lash por el micrófono.

—No entiendo las características del interrogatorio.

—Bueno, es una adivinanza…

—El análisis de «bueno» no da ningún resultado en este contexto.

—Es una adivinanza —dijo Lash, acordándose de que era necesario hablar con la máxima corrección—. Una cita de un libro famoso.

Silver se había quedado quieto y muy atento.

—No eres Richard —dijo ella, con tan poca entonación que Lash no supo si era una afirmación o una pregunta.

—No —contestó.

—Tu imagen y el matiz de tu voz son conocidos. Eres Christopher Lash.

—Sí.

El ordenador no dijo nada más. Lash notó que se le aceleraba el pulso e hizo un esfuerzo de control. ¿Qué podía decir? Se acordó de una pregunta de Silver, y optó por repetirla.

—Liza —dijo—, ¿cuál es tu estado?

—Noventa y nueve coma dos dos cuatro por ciento de operatividad. En este momento los procesos están al veintidós coma seis por ciento de su capacidad multitarea. Reserva de ciclos disponible al cien por cien. Gracias por preguntarlo.

—¡Pare! —gritó Silver, rabioso.

—Capto a Richard visualmente —dijo Liza—. Capto a Richard auditivamente. Sin embargo, no es Richard quien habla conmigo. Qué curioso.

«Qué curioso». Ya había dicho Silver que la curiosidad era una de las características básicas con las que había construido a Liza. Quizá fuera posible aprovecharla.

—El que habla contigo soy yo, Christopher Lash.

—Christopher— repitió ella, cuya voz solo delataba su naturaleza digital por una ligerísima vibración.

Lash volvió a sorprenderse por la manera que tenía Liza de pronunciar su nombre, casi como si lo paladeara. Claro, después de tantos años hablando con Silver debía de ser una revelación hacerlo con otra persona…

—¿Por qué hablas tú conmigo, y no Richard?

Lash titubeó. Tenía que formular sus respuestas de un modo que mantuviera despierto el interés de Liza. Cada vez parecía más probable que fuera la única manera de garantizar la continuidad de la comunicación.

—Porque la situación de Eden ya no es la estándar.

—Explícate.

—La mejor manera de explicarme es que te haga una serie de preguntas. ¿Es permisible?

—No conozco la permisibilidad. Es ajena a mi experiencia. No he ejecutado ningún modelo que la considere. Lo estoy evaluando.

—¿Cuánto tardará la evaluación?

—Cinco millones doscientos cuarenta y cinco mil ciclos, con un margen de error del diez por ciento, partiendo de la premisa de la implementación correcta de un árbol de selección de ajuste óptimo.

A Lash le sonó a chino.

—¿Puedo hacer las preguntas antes de haber acabado la evaluación?

—El sujeto de los dos infinitivos no concuerda.

—¿Puedo hacer las respuestas durante tu proceso de evaluación?

—Christopher.

No era la respuesta que esperaba Lash. Decidió interpretarla como un sí.

—Liza, ¿Richard ha usado esta interfaz para acceder a informes relativos a mi persona durante las últimas cuarenta y ocho horas?

De pronto Silver se lanzó hacia la mampara, pero Lash sujetó la puerta con el brazo extendido.

—Liza —repitió—, ¿Richard ha usado esta interfaz para acceder a informes relativos a mi persona?

No recibió contestación.

«¿Está pensando la respuesta? —se preguntó Lash—. ¿O se niega a responder?».

—¿Liza? —repitió—. ¿Has entendido mi pregunta?

De repente se acordó de algo: del gesto de cansancio de Silver al levantarse de la silla y quitarse los sensores cerebrales. «Las sesiones con Liza pueden ser algo agotadoras. Requieren tanto ejercicio mental como esfuerzo verbal. Piense en la biorretroalimentación. La frecuencia y amplitud de las ondas beta o zeta pueden hablar con mayor nitidez que las palabras».

En una situación tan excepcional como aquella, a Liza quizá le hiciera falta algo más que curiosidad. Era la primera vez que se comunicaba con alguien que no era Silver. La claridad y sencillez del mensaje eran imprescindibles.

«Ejercicio mental».

Lash desconocía los métodos que usaba Silver para realizarlo. En su caso, el único punto de partida del que disponía eran las técnicas de relajación y autohipnosis que enseñaba a sus pacientes como tratamiento contra la ansiedad. Quizá fueran suficientes. Si conseguía estar menos exaltado, relajarse y quitarse todo lo superfluo de la cabeza…

Empezó como lo habría hecho en su despacho, en una sesión con un paciente. «Imagínate que estás en un entorno relajante, el más relajante que se te ocurra. Imagínate sentado en una playa. Hace sol».

Silver volvió a abalanzarse hacia la puerta. La presión hizo doblarse un poco el codo de Lash, que lo enderezó enseguida mientras trataba de olvidarse de Silver, de Mauchly, de su desesperada situación… De todo.

Cerró los ojos. «Respira hondo. Aguanta la respiración. Ahora suéltala despacio. Vuelve a respirar. Deberías sentirte distendido, relajado».

Liza seguía muda.

Poco a poco se borraron los sonidos y las sensaciones externas. Lash se concentró en la playa y en el ruido de las olas.

«Ahora se te está relajando la cabeza. Hazla rodar suavemente, sintiendo el movimiento. Siente la relajación de los músculos del cuello. Ahora tienes el pecho menos tenso, y respiras mejor».

—Christopher.

Era la voz incorpórea de Liza.

—Sí.

«Ahora se te están relajando los brazos. Primero el derecho y luego el izquierdo. Déjalos sueltos».

—Repite tu última frase, por favor.

«Ahora lo que se te relajan son las piernas. Primero la derecha y luego la izquierda. Déjalas sueltas».

—¿Richard Silver ha usado esta interfaz para acceder a informes relativos a mi persona?

—Sí, Christopher.

—¿Eran informes externos o internos?

Liza no contestó.

«Respira hondo y despacio».

—¿Los informes a los que accedió Richard estaban dentro de tu espacio de datos o eran externos a Eden?

—Las dos cosas.

«Concéntrate en la playa».

—¿Richard Silver introdujo alguna modificación en los informes?

No hubo respuesta.

—Liza, ¿Richard Silver introdujo alguna modificación…?

—No.

¿Cómo había que interpretar el no? ¿Como que Liza le estaba diciendo que Silver, a pesar de los pesares, no había modificado su expediente, o como que se negaba a responder? Lo cual, por otro lado, era…

De repente Lash perdió toda la concentración que había alcanzado gradualmente. Respiró hondo y miró al otro lado de la mampara. Silver había retrocedido varios pasos, hasta llegar a la altura de Tara. Lo miraban con cara de preocupación.

—Christopher —dijo Silver—, salga un minuto, por favor; tengo que hablar con usted.

Liza no dijo nada más. La mirada de Silver había cambiado. Ahora era de angustia.

Silver metió la mano en el bolsillo, sacó un teléfono móvil y marcó un número.

—¿Edwin? —dijo—. Edwin, soy Richard.

Apartó el teléfono de su oreja para que Tara y Lash pudieran oír la respuesta.

—Diga, doctor Silver —contestó Mauchly.

—¿Dónde estás?

—Estamos cruzando la barrera interestructural.

—Quedaos donde estáis. No avancéis hasta haber recibido instrucciones de mi parte.

—¿Puede repetirlo, doctor Silver?

—He dicho que os quedéis donde estáis. No intentéis entrar en el ático. —Esta vez, Silver mantuvo el teléfono pegado a su oído—. Sí, todo bien. Sí, ningún problema, Edwin. Te llamaré dentro de un rato.

Se guardó el teléfono en el bolsillo con cara de que no todo iba tan bien como había dicho.

—Tenemos que hablar como sea, Christopher. Ahora mismo.

Tras unos instantes de vacilación, Lash se quitó los cables de la frente y salió del cubículo.