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Lash dio unos pasos.

—Ah, la señorita Stapleton —dijo Silver al verla—. Hace unos minutos he hablado por teléfono con Edwin Mauchly y ya me ha dicho que podían venir juntos, aunque no lo entiendo.

—Viene a oír su versión —contestó Lash.

Silver arqueó las cejas. Llevaba otra de sus camisas con motivos tropicales, así como unos tejanos negros viejos pero muy bien planchados.

—Doctor Silver… —empezó a decir Lash.

—Por favor, Christopher, ya le he dicho que me llame Richard.

—Tenemos que hablar.

Silver asintió.

—En las últimas horas se me ha ido todo al carajo —continuó Lash.

—Sí, la verdad es que tiene mala cara. Hay un botiquín en el lavabo. ¿Se lo traigo?

Lash declinó la oferta con un gesto.

—¿Por qué no parece sorprendido? —preguntó.

Silver no dijo nada.

—Han manipulado mi historial médico, han incorporado información falsa sobre supuestos delitos, han alterado mi expediente del FBI de una manera insultante para algunos colegas muertos, se han inventado pruebas para que parezca que estaba en el lugar del crimen tanto en el caso de los Wilner como en el de los Thorpe: billetes de avión, reservas de hotel, llamadas telefónicas… Yo ya sé que todo esto solo puede haberlo hecho una persona, Richard: usted, pero Tara no está convencida. Quiere oír cómo se defiende.

—Mire, Christopher, no me gusta tener que decirlo, pero creo que si aquí se juzga a alguien es a usted. En fin, continúe. Dice que he creado una trama de mentiras sobre usted. ¿Cómo he podido hacerlo?

—Tiene la potencia informática necesaria. Liza comparte datos con las principales empresas del mundo de las comunicaciones, los viajes y la hostelería, la sanidad y la banca. Goza de un acceso sin restricciones a ellas, que le permite modificar sus historiales.

—Sí, supongo que es verdad; podría hacerlo, siempre que tuviera tiempo. E imaginación. Pero la pregunta es por qué.

—Para esconder la verdadera identidad del asesino.

—¿O sea?

—Usted, Richard.

Silver tardó un poco en contestar.

—¿Yo? —acabó diciendo, e hizo un gesto de negación—. Edwin me ha dicho que le siga la corriente, pero la verdad es que esto es demasiado. —Miró a Tara—. Señorita Stapleton, ¿usted me ve matando a esas mujeres? ¿Cómo lo habría hecho? ¿Por qué? Y ¿luego me habría tomado mil molestias para tenderle una trampa precisamente a Christopher?

El tono de Silver era tranquilo, razonable y ligeramente ofendido. Hasta Lash tenía dificultades para imaginarse al fundador de Eden cometiendo los crímenes, pero si lo había hecho, ya no le quedaba ninguna esperanza.

—El asesino es usted, Christopher —dijo Silver, mirándolo—. No se imagina cuánto me duele decirlo. Casi nunca hago amistades, pero había empezado a considerarlo un amigo. Ahora pone en peligro todo el fruto de mi trabajo, y todavía no entiendo por qué.

Lash dio otro paso.

—No le servirá de nada hacerme daño —se apresuró a decir Silver—. Ya sé que han dejado el ascensor fuera de funcionamiento, pero eso no evitará que dentro de unos minutos lleguen Edwin y sus hombres. Sería mucho más fácil para todos, incluido usted, que se rindiera.

—¿Para que me den un tiro? ¿No son sus órdenes personales? ¿Disparar a matar?

Lash sabía que solo tenía un arma para defenderse: su experiencia como psicólogo forense. Si lograba derrotar a Silver detectando la incoherencia de la locura en sus palabras o sus actos, tendría alguna posibilidad de vencer.

—Hace un minuto me ha preguntado qué razón podía tener usted para cometer los asesinatos —dijo—. Yo esperaba que fuera lo bastante hombre para decírmelo, pero me está obligando a sacar mis propias conclusiones; lo cual requiere hacerle un análisis psicológico.

Silver lo miró con recelo.

—Es una persona tímida —comenzó Lash—, que no se siente a gusto entre los demás. Probablemente lo incomode la presencia del otro sexo. Quizá se considera torpe o poco atractivo… En cuanto a su infancia, es muy posible que la haya ocultado voluntariamente, teniendo en cuenta lo poco que se sabe sobre ella. No tiene ningún contacto con el exterior, salvo por e-mail y videófono, o a través de Mauchly. Vive aquí arriba como un monje, dedicándose únicamente a perfeccionar su creación, que, curiosamente, tiene voz y nombre de mujer. Por otro lado, ¿no es muy revelador que eligiera orientar su trabajo hacia un sistema que une a personas solitarias?

Como Silver no decía nada, continuó.

—Pero, claro, hay muchos tímidos, y gente con poca habilidad social no digamos. Si cometió unos actos tan atroces, es que sus problemas no se limitan a lo que acabo de exponer. —Hizo una pausa sin apartar la mirada de Silver—. ¿Qué puede decirnos sobre el avatar cero? Un avatar compatible con todas las mujeres de las superparejas. ¡Qué casualidad!

Silver no contestó. Se había quedado blanquísimo.

—Es el suyo, ¿verdad? Su propio modelo de personalidad, de cuando hizo las primeras pruebas con el programa de Eden. Lo que ocurre es que cuando la aplicación se puso en marcha no lo extrajo de la base de datos. Seguía comparándose en secreto con los candidatos de carne y hueso. La tentación de encontrar una pareja era demasiado fuerte. Claro, no aguantaba no saberlo. Lo curioso es que tampoco soportaba saberlo.

Silver estaba impertérrito; su estupor había desaparecido.

Lash se giró hacia Tara.

—Aquí, yo veo dos perfiles clínicos posibles. El primero sería una simple personalidad sociopática, una persona irresponsable y egoísta, sin código moral. El sociópata en cuestión habría quedado fascinado con las seis mujeres que formaban pareja con él. Sentiría una mezcla de deseo y miedo, y cualquier hombre que se atreviera a poseerlas lo haría enloquecer de celos. Sobre estos casos existe muchísima bibliografía. —Hizo una pausa—. ¿Tiene alguna pega esta hipótesis? Sí, que los sociópatas no acostumbran ser tan inteligentes. Tampoco suelen sufrir por sus acciones, mientras que Richard, si no me equivoco, sufre mucho. Al menos una parte de su personalidad lo hace.

Volvió a mirar a Silver.

—En el caso de los Thorpe, lo tengo todo claro: el chequeo, la dosis alta de Scolipane… Pero ¿y con Karen Wilner? ¿Qué vía de administración usó?

Después de un rato, Silver carraspeó.

—No uso «vías de administración», sencillamente porque no mato a nadie. —Su tono había cambiado. Ahora era más brusco—. Supongo, señorita Stapleton, que ya ve que el doctor Lash solo está dando palos de ciego. Está desesperado. Diría o haría cualquier cosa con tal de salvarse.

—Pasemos a la segunda hipótesis, la más probable —continuó Lash, haciendo caso omiso al comentario—: Richard Silver padece TDI, trastorno disociativo de identidad. Lo que entre legos suele llamarse doble personalidad.

—Mitos peliculeros —dijo Silver, burlándose.

—Ojalá. Ahora mismo estoy tratando a un enfermo de TDI, y da un trabajo… La causa más típica es un trauma infantil. A veces se trata de abusos sexuales; otras, de simples abusos físicos o emocionales. El paciente al que me refiero, por ejemplo, tuvo un padre violento e inflexible. En algunos niños puede ser un trauma imposible de sobrellevar. No son bastante mayores para entender que no es su culpa, sobre todo si los abusos proceden de alguien que supuestamente los quiere. El resultado es que se escinden en varias personalidades. Básicamente, se trata de crear a otras personas que reciban los abusos en su lugar. —Miró a Silver—. ¿Por qué es tan secreta su niñez? ¿Por qué ha acabado estando más a gusto con una pantalla de ordenador que entre la gente? ¿Tuvo un padre violento e inflexible?

—De mi familia no hable —dijo Silver.

Era la primera vez que Lash percibía un claro matiz de ira en su voz.

—¿Esa gente puede parecer normal? —preguntó Tara.

—¡Por supuesto!

—¿Y ser inteligentes?

—Sí, mucho.

—¡No me diga que se lo cree! —le dijo Silver a Tara.

—¿Son conscientes de sus otras personalidades? —preguntó Tara.

—Normalmente, no. De lo que son conscientes es de que se les va el tiempo sin darse cuenta. Pueden pasarse medio día en un «estado de fuga» sin saber lo que han estado haciendo. El objetivo del tratamiento es que el paciente sea co-consciente con todas sus personalidades.

Oyeron un golpe amortiguado desde muy abajo. No era especialmente fuerte, pero hizo temblar un poco el suelo del laboratorio. Los tres se miraron.

Para Lash, la escena empezaba a adquirir tintes surrealistas. Él ahí, exponiendo teorías, cuando en cualquier momento podían aparecer hombres armados que lo único que querían era dispararle… Pero casi había terminado.

—En estos casos generalmente una de las personalidades es la dominante —dijo—. Acostumbra ser la normal, la «buena». Las otras personalidades albergan los sentimientos que serían demasiado peligrosos para la dominante. —Señaló a Silver con un gesto—. Por eso, a simple vista, Richard es lo que parece: un ingeniero informático muy inteligente, aunque poco sociable. Es la misma persona que me dijo que se sentía responsable de sus clientes casi como un cirujano. Lo que me temo es que existan otros Richard Silver que no podamos ver: el Richard Silver para quien la idea de una pareja perfecta era a la vez una amenaza y algo que lo atraía irresistiblemente, y el otro Richard Silver, el más oscuro de los tres, que siente unos celos asesinos al pensar que otro hombre pueda llevarse a esa mujer perfecta.

Dejó de hablar. Silver lo miró con la boca apretada y los ojos muy brillantes. Lash logró leer mortificación y rabia en su expresión, pero ¿sentimiento de culpa? No estaba seguro. Por desgracia, no quedaba tiempo.

Falta de tiempo que se vio subrayada por otro golpe sordo en las profundidades.

—Dentro de poco llegará Edwin —dijo Silver—, y se acabará esta triste payasada.

De repente Lash sintió un gran vacío.

—¿Ya está? ¿No tiene nada más que decir?

—¿Qué quiere que diga?

—La verdad, por ejemplo.

—La verdad. —Silver casi escupió la palabra—. La verdad es que me ha insultado con su cuento pseudopsicológico; o sea, que pongamos fin de una vez a esta farsa. Ya le he seguido bastante la corriente. Es culpable de asesinato. Tenga el valor de reconocerlo.

—¿Así que sería capaz? ¿Podría condenar a muerte a un inocente?

—Usted no es inocente, Christopher. ¿Por qué no acepta la verdad, como todos?

Lash se giró hacia Tara.

—¿Tiene razón? ¿A quién crees?

—¿A quién? —repitió Silver con desprecio—. ¡Usted es un asesino en serie!

—¿Qué dices, Tara? —insistió Lash.

Tara respiró hondo y se giró hacia Silver.

—Antes me ha hecho una pregunta. Me ha dicho: «¿Usted me ve matando a esas mujeres?».

Silver puso cara de perplejidad.

—Sí, es verdad. ¿Por qué lo dice?

—¿Por qué se ha limitado a las mujeres? ¿Y los hombres?

—Pues…

De repente Silver se quedó callado.

—Aún no había oído la teoría de Christopher de que las únicas que habían sido sometidas a una sobredosis, las únicas que habían tomado una medicación que garantizaba un comportamiento suicida-homicida, eran las mujeres. Entonces, ¿por qué solo las ha mencionado a ellas?

—Era una forma de hablar.

Tara no contestó.

—Señorita Stapleton —Silver habló con más dureza—, dentro de unos minutos mis hombres reducirán a Lash y se lo llevarán. Ya no será una amenaza. No lo complique más de lo necesario.

Tara seguía sin decir nada.

—Silver tiene razón, Tara —reconoció Lash, consciente de su tono de amargura—. Para evitarte problemas, lo mejor es que no digas nada. De todas formas, nadie me creerá. Ya no me queda nada más que hacer.

Pero ella parecía no haberle oído. Seguía teniendo la mirada ausente.

De golpe abrió los ojos de par en par.

—Sí —dijo, girándose hacia Lash—, sí que queda algo.