52

Al salir de la escalera, Lash reconoció el vestíbulo del piso treinta, donde ya había estado una vez. Estaba tan oscuro y vacío como el resto de la torre interna. En un rincón había una mopa apoyada en la pared de mármol, abandonada durante la evacuación general. Vio ascensores a ambos lados. Uno de ellos, situado en la parte central de la pared derecha, irradiaba una luz amarilla. En el letrero de encima ponía: DIRECTO AL PUNTO DE CONTROL II.

Tara miró a su alrededor con precaución e indicó a Lash que la siguiera.

—¿Para qué hemos venido aquí? —murmuró él.

No tenía sentido. Acababan de recorrer sigilosamente nueve plantas, pero… ¡hacia abajo! Con lo que le había costado subir… La sangre de sus manos y su cara, llenos de arañazos, empezaba a secarse. Le dolían los brazos y las piernas.

—Porque es el único camino.

Tara lo llevó a un ascensor separado del resto. Al lado había un teclado. Introdujo un código.

Lash lo entendió de golpe. Ya había estado dentro de aquel ascensor, y más de una vez.

Esperó, seguro de que en cualquier momento llegarían vigilantes con pistolas. El ascensor anunció su llegada con un «ding» muy fuerte. En cuanto se abrieron las puertas, entraron.

Tara se giró hacia el panel, compuesto únicamente por tres botones sin señalizar. Debajo había un escáner.

Miró a Lash.

—Supongo que te das cuenta de que, pase lo que pase, al final del día tendré que dar muchas explicaciones.

Lash asintió, esperando que pulsase el botón, pero al verla tan quieta por un momento tuvo miedo de que cambiara de idea y pulsara el de abajo para entregarlo nuevamente a Mauchly y sus matones. Tara suspiró, dijo una palabrota, se quitó el papel de plomo de la pulsera y acercó la muñeca al escáner. Luego apretó el botón de arriba.

Mientras el ascensor subía, Tara empezó a taparse la pulsera, pero de repente arrugó el papel y lo tiró al suelo.

—¿Qué más da? Total, ya me tienen fichada… —Miró a Lash—. Tengo que decirte otra cosa.

—¿Qué?

—Como te hayas equivocado, no tendrás que preocuparte por Mauchly, porque te mataré yo misma.

—Me parece bien.

Subieron en silencio.

—Te aconsejo que te sujetes —dijo Tara.

—¿Por qué?

—Como jefa de seguridad, tengo acceso al ascensor del ático. Es una simple precaución para casos de emergencia: un incendio, un terremoto, un ataque terrorista…

—Bueno, lo que dijo Mauchly sobre las fases de la torre: Alfa, Beta, etcétera.

—Lo malo es que no estamos en fase de emergencia, sino en alerta máxima, lo cual restringe mi acceso.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que las puertas no se abrirán. El ascensor se quedará cerrado a la altura del ático.

Justo entonces, en perfecta sincronía, el ascensor redujo su velocidad y se detuvo, pero no oyeron ningún timbre, ni el susurro de las puertas separándose.

Lash miró a Tara.

—¿Y ahora?

—Nada, esperamos uno o dos minutos a que se reinicie el sistema y el ascensor volverá al punto de origen. —Señaló el botón de abajo—. Al garaje privado del subsótano.

—Donde seguro que estará esperándonos un comité de bienvenida —dijo Lash amargamente—. ¿Se puede saber por qué hemos subido, si no se abren las puertas?

Tara señaló una placa debajo del panel de control.

—No preguntes tanto y agárrate bien. Que no te lo tenga que volver a decir.

Cuando Tara abrió la placa, Lash vio un teléfono, una linterna y un destornillador de mango largo. Tara se metió el destornillador en la cintura de los pantalones, se levantó e introdujo los dedos entre las dos puertas. Lash se cogió a la barandilla.

En cuanto el ascensor empezó a bajar, Tara forzó las puertas para abrir una rendija. Al hacerlo, la cabina sufrió un frenazo brusco. Lash chocó con la pared, y se aferró desesperadamente a la baranda.

Ahora se veía una doble puerta detrás de la primera, con las barras retráctiles de metal extendidas. Tara apoyó un pie en la puerta interna y tiró de la barra que tenía más cerca. Cuando una de las hojas de la puerta externa cedió, apareció el muro de hormigón del hueco del ascensor. Llegaba hasta la cintura de Lash. Por encima se divisaba el ático. Desde esa perspectiva tan baja, la enorme sala ofrecía un aspecto inquietante, como si la vieran los ojos de un bebé.

—¡Caray! —exclamó Lash—. ¿Dónde lo has aprendido?

—En el primer año de universidad, en una residencia que tenía muchos pisos. Venga, arriba.

Lash subió a pulso, pasó una pierna por el borde del muro, rodó por la alfombra y se levantó.

—Ahora aguanta la puerta mientras subo yo. Las dos, la de fuera y la de dentro.

Lo hizo. Poco después Tara estaba a su lado, limpiándose las manos en los pantalones. Se sacó el destornillador de la cintura, se arrodilló delante de la placa lateral del ascensor y clavó el destornillador entre el suelo y la puerta, calzándola para que no se cerrase.

—¿Es para evitar visitas inoportunas? —preguntó Lash.

Ella asintió.

—Pero habrá alguna manera de subir, aparte del ascensor… —dijo él.

—Sí, también hay una escalera que sube por la torre interna. Se entra por una escotilla.

—Entonces, ¿de qué sirve todo esto? —se quejó, señalando la puerta del ascensor.

—La escalera solo es para evacuaciones de emergencia. Se abre exclusivamente desde arriba. Instrucciones de Silver. Tienes entre quince y veinte minutos antes de que la fuercen. —Miró a Lash con una expresión grave y serena—. Te recuerdo que solo he venido para oír la versión de Silver. Con quince minutos debería de sobrar.

Al otro lado de los ventanales, anochecía en Manhattan. Los últimos rayos de sol daban un ligero tono anaranjado a los rascacielos.

—Aquí no está —dijo Tara tras un rápido vistazo.

Lash le indicó que lo siguiera hacia la puertecita de la pared de estanterías. No había pomo. Palpó el contorno, presionándolo por varios puntos hasta que oyó el clic de un cierre oculto. La puerta se abrió.

Ahora la sorprendida era Tara, pero cada segundo era vital, y Lash la hizo subir por la escalera larga y estrecha que llevaba a la vivienda.

El pasillo que dividía el piso de arriba en dos estaba en silencio, y todas las puertas, de madera lustrosa, cerradas.

Lash dio un paso. ¿Y ahora? ¿Qué hacía? ¿Carraspear educadamente? ¿Llamar a la puerta? Era una situación desesperante, de locos.

Se acercó a la primera puerta y la abrió sin hacer ruido. Era el gimnasio personal que ya había visto, pero Silver no estaba entre las pesas, la cinta para correr y la máquina de remo. Cerró la puerta silenciosamente y siguió caminando.

La puerta de al lado daba a una salita que parecía servir de biblioteca, con estanterías metálicas desde el suelo hasta el techo, llenas de revistas de informática y tecnología. La siguiente pieza era una cocina de lo más espartana, donde, aparte de una nevera del estilo de las de los restaurantes, había un horno, fogones, microondas, armarios para cacharros y conservas y una mesa individual; pero ni rastro de Silver, así que cerró la puerta.

Era inútil. Lo único que había conseguido era retrasar lo inevitable. A Silver debían de haberlo evacuado con todos los demás. Ahora solo era cuestión de tiempo que llegaran los guardias. Como había invadido el ático del fundador de Eden, lo más probable era que directamente le diesen un tiro. Miró a Tara con desesperación.

Se quedó de piedra. Al mirar por encima del hombro de su acompañante, vio que la puerta negra del fondo del pasillo estaba entreabierta. Y había luz en el interior.

Se acercó deprisa. Después de unos segundos, la empujó suavemente.

La sala estaba igual que como la recordaba, con varias hileras de aparatos, un sinfín de ventiladores susurrando y media docena de terminales en una mesa alargada de madera. Delante, en la única silla de la habitación, estaba Richard Silver.

—Christopher —dijo, muy serio—. Entre, por favor. Lo estaba esperando.