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Tara Stapleton estaba sentada en su despacho, haciendo girar la silla y contemplando su vieja tabla de surf. Parecía que no hubiera nadie en toda la planta. Al otro lado de la puerta, en el pasillo, reinaba un silencio expectante. Pese a ser un elemento clave de la seguridad de Eden, Tara no debía estar en el edificio, y lo sabía. Se lo había dicho el propio Mauchly a la salida del bar Río. «Váyase a casa —le había aconsejado, con un apretón en el hombro, algo que no prodigaba—. Ha tenido una tarde difícil, pero ya ha pasado todo. Váyase a casa y descanse».

Se levantó y empezó a dar vueltas por el despacho. Yéndose a casa no se encontraría mejor.

Todavía le duraba el shock de cuando Mauchly la había convocado en el despacho de Silver, justo después del mediodía. Lo que le habían contado parecía imposible: que Christopher Lash, la persona a quien habían contratado para investigar las muertes misteriosas, era el asesino. Al principio no había querido —ni podido— creérselo, pero el tono mesurado de Mauchly y la cara de pena de Silver no dejaban ningún margen para la incredulidad. La propia Tara había ayudado a Mauchly a navegar por la extensísima red de bases de datos para obtener la información sobre Lash que lo dejaba total e irrefutablemente sentenciado. El estupor se había acentuado con la llamada de Lash, y su encuentro en el bar (previa consulta a Mauchly). Lash había hablado con una urgencia lindante con la desesperación, pero Tara apenas lo escuchaba. Su cabeza daba vueltas y vueltas a una sola pregunta: ¿cómo había podido fallarle tanto la intuición? Tenía enfrente a un individuo que había matado a sangre fría a cuatro personas, y a quien media docena de datos situaban en los escenarios de los crímenes; un individuo que, a juzgar por todos los datos de los que disponían, había crecido en el seno de una familia altamente disfuncional, y que después de pasar por todo tipo de centros de reclusión había conseguido borrar su historial de delitos sexuales. ¡Y ella había llegado a confiar en él! ¡Hasta le había tomado cierto aprecio durante su breve colaboración! ¡Ella, tan poco propensa a fiarse de nadie! Uno de los motivos de su poco éxito en las relaciones, y de que se hubiera apuntado al programa piloto de Eden, era eso, que no se daba fácilmente a las personas. ¿Qué parte de su elaborado mecanismo de autodefensa había fallado de forma tan estrepitosa?

Al mismo tiempo, se acordaba sin querer de algunas cosas que le había dicho Lash en el bar: algo de sobredosis, de una sustancia química cerebral que recibía el nombre de Sustancia P, y de que los dos estaban en peligro porque sabían demasiado. Palabras locas de un loco.

¿No?

De pronto, oyó un ruido: pasos acercándose deprisa por el pasillo. El pomo de la puerta del despacho chirrió al girar. Alguien entró como un fantasma, como el temible fruto de sus propios pensamientos.

Era Christopher Lash, pero no el Lash que conocía. Ahora sí que parecía un loco recién salido del manicomio. Tenía el pelo despeinado, y un morado de pésimo aspecto en la frente. Su traje, habitualmente inmaculado, tenía una capa de polvo, y agujeros en los codos y las rodillas. Sus manos sangraban por un sinfín de cortecitos y rasguños.

Cerró la puerta y se apoyó en ella jadeando.

—¡Tara! —dijo con voz ronca, entrecortada—. Menos mal que todavía estás aquí.

Ella lo miró, petrificada por la sorpresa, y quiso coger el teléfono.

—¡No! —exclamó él, acercándose.

Tara metió una mano en el bolso sin soltar el teléfono, y le apuntó a la cara con un spray de autodefensa.

Lash se paró.

—Por favor, haz una cosa. Solo una y me voy.

Tara intentó pensar. Seguro que los vigilantes habían seguido la pista de Lash gracias a la pulsera de identificación. No tardarían demasiado en llegar. ¿Qué era mejor? ¿Seguirle la corriente?

Parecía más sensato ganar tiempo que resistirse, así que soltó el teléfono, aunque no el spray.

—¿Qué te ha pasado en la cara? —preguntó, haciendo un esfuerzo de serenidad—. ¿Te han pegado?

—No —contestó él con un esbozo de sonrisa—. Son gajes de mi modo de transporte. —La sonrisa desapareció—. Me están disparando, Tara.

Ella no dijo nada. «Paranoias, delirios», pensó.

Lash dio un paso, pero se detuvo al ver que Tara lo amenazaba con el spray.

—Haz una cosa. Solo una. Si no es por mí, que sea por las parejas muertas. Y por las que aún corren peligro. —Tragó una bocanada de aire—. Busca en la base de datos de Eden al primer avatar de cliente registrado.

Ya había pasado un minuto. Pronto llegarían los guardias.

—¡Tara, por favor!

—Quédate al fondo, en el rincón —dijo ella—. Y que te vea las manos.

Lash fue al fondo del despacho.

Sin dejar de vigilarlo, y con el spray a punto, Tara se acercó al ordenador, pero no se sentó. Se giró un poco hacia el teclado y se inclinó para introducir la orden con una sola mano.

El primer avatar de cliente registrado…

Curiosamente, el resultado de la búsqueda era un avatar que no tenía asociado ningún nombre. Solo aparecía el código de identidad, por otro lado absurdo.

—Déjame que lo adivine —dijo Lash—: ni siquiera es un número racional. Todo son ceros.

Tara se giró para mirarlo atentamente. Lash aún respiraba con dificultad, y sus manos destrozadas manchaban el suelo de sangre, pero en sus ojos Tara no pudo detectar ningún indicio de locura.

Miró de reojo el reloj de la pared. Dos minutos.

—¿Cómo lo sabías? —preguntó—. ¿Lo has acertado de chiripa?

—¿Cómo quieres que acierte nueve ceros?

Tara no respondió.

—¿Te acuerdas de esta mañana, cuando te he pedido que hicieras unas consultas con tu ordenador? —dijo Lash—. Pues acababa de tener una idea; una idea tremenda, pero que era la única que me cuadraba. Tus consultas casi la han confirmado.

Tara estuvo a punto de contestar, pero prefirió ganar más tiempo preguntando:

—¿Qué caso quieres que te haga, si ya he visto los datos? Tu historial, lo que has hecho en la vida… Ya sé por qué saliste del FBI: por dejar morir a dos policías y a tu propio cuñado. Guiaste expresamente a un asesino.

Lash negó con la cabeza.

—Mentira. Lo que hice fue intentar salvarlos, pero tardé demasiado en descubrirlo. Era un caso como éste: un perfil de asesino sin lógica. Edmund Wyre. ¿No lo leíste en el periódico? Mataba a mujeres como cebo, y escribía falsas confesiones para acechar a sus auténticas víctimas: los policías que investigaban los crímenes. Se cargó a dos. Solo le faltó uno, que soy yo. El caso echó a perder mi matrimonio, y me costó todo un año de insomnio.

Tara no contestó.

—Pero, bueno, ¿no lo entiendes? ¡Es una trampa! Alguien ha manipulado mi historial; lo ha distorsionado, y sé quién es.

Lash fue hacia la puerta y se giró.

—Tengo que irme, pero te pido otro favor: ve al Tanque y compara los avatares de las mujeres de las superparejas con el avatar cero.

Se oyó el timbre lejano de un ascensor; a continuación, voces y pasos de gente corriendo.

Lash dio un respingo, puso una mano en el marco de la puerta y se aprestó a salir huyendo, pero antes se giró hacia Tara.

—Ya sé que quieres que se acabe todo. Haz la consulta. —Su mirada era suplicante—. Descubre tú misma lo que pasa. Salva a los demás.

Dicho esto, salió corriendo.

Tara se hundió lentamente en la silla. Miró el reloj: no habían pasado ni cuatro minutos.

Al cabo de unos segundos irrumpió en el despacho un equipo de guardias de seguridad con las pistolas en la mano. El jefe —un hombre bajo y corpulento que se llamaba Whetstone, conocido de Tara— repasó deprisa los rincones. Uno de los guardias buscó en el único armario del despacho.

—¿Está bien, señorita Stapleton? —preguntó Whetstone.

Tara asintió.

—Debe de haberse ido por aquí —dijo el jefe a sus hombres, señalando el pasillo—. Dreyfuss, McBain, vigilad el próximo cruce. Tú quédate conmigo, Reynolds. Vamos a buscar en los paneles de acceso de esta zona.

Salió del despacho, enfundando el arma y sacando la radio.

Al principio Tara se limitó a escuchar los pasos y el ruido de conversaciones, cada vez más lejanos. El silencio volvió a adueñarse del pasillo.

Siguió en la silla sin moverse, mientras el tictac del reloj de la pared marcaba el paso de cinco minutos. Después se levantó y cruzó la alfombra esquivando las manchas de sangre. Titubeó un segundo antes de salir al pasillo en dirección al ascensor. El Tanque solo quedaba a unos minutos.

De repente se detuvo y, cambiando de planes, dio media vuelta y aceleró el paso.