Dentro del tubo de datos, parecía que el tiempo no existiese. Era un conducto estrecho con bifurcaciones sucesivas, una trama que no parecía tener fin, y que se propagaba en horizontal y en vertical por toda la torre interna. Los indicios habituales que permitían calcular el paso del tiempo brillaban por su ausencia. Era un mundo claustrofóbico de luz tenue y azul, lleno de cables infinitos. De vez en cuando se cruzaba en su camino un conducto de mayores dimensiones, una arteria en la matriz de venas, pero la mayoría de los tubos eran de una estrechez opresiva, que lo obligaba a arrastrarse pegado a las paredes, como un espeleólogo por una estrecha cueva.
Aprovechaba cualquier oportunidad para subir. Los tubos contenían pequeñas protuberancias de metal que servían para sujetar los cables, y que Lash utilizaba como puntos de apoyo para los pies. De vez en cuando se le enganchaba la camisa en un canto afilado y se hacía un arañazo. Vio varios paneles de acceso como el que había usado para entrar en el sistema de conducción, pero ninguno indicaba su situación, por lo que era imposible saber cuánto había ascendido. En un mundo tan cerrado y tan insólito, la distancia tenía tan poco sentido como el tiempo.
De vez en cuando hacía una pausa para descansar y escuchar el silencio. Una de esas veces oyó un golpe lejano, como si en el más profundo sótano del rascacielos se hubiera cerrado una puerta gigante. En otro momento creyó oír un grito fantasmal que circuló por el tubo como el susurro de la brisa, prácticamente inaudible. Ni un sonido ni el otro tuvieron continuidad. En ambos casos, Lash siguió sin oír nada que no fuera su respiración.
Lash no padecía claustrofobia, pero la luz difusa, el silencio expectante y los cables que limitaban todos sus movimientos empezaban a ponerlo nervioso. Hizo el esfuerzo de dar pasos cortos, mantener el equilibrio y evitar que se le enredaran los cables en los pies.
Encontró un conducto vertical algo más ancho que la mayoría, que parecía subir ininterrumpidamente. Podía ser una manera de evitar tantas incursiones laterales. Tuvo la sensación de escalar durante horas, de una protuberancia a la siguiente —todas minúsculas—, hasta que oyó el latido de su propia sangre. Era el momento de descansar un poco más. Apoyado en varios manojos irregulares de cables, escuchó el sonido ronco de su respiración. Le palpitaba la musculatura de los brazos. Levantó uno y lo acercó al fluorescente azul para mirar el reloj.
Las cinco y media. ¿Cómo era posible que solo llevara media hora reptando por los tubos?
¿Cuánto había subido? Teniendo en cuenta todas las escaladas cronometradas que había hecho durante su entrenamiento en Quantico, la escuela del FBI, debería haber sabido calcular su velocidad de ascenso, pero en aquel laberinto no todos sus desplazamientos habían sido verticales y, por otro lado, la estrechez de los tubos y la molestia de los cables dificultaba cualquier evaluación. ¿A qué piso había llegado? ¿Al treinta? ¿Al treinta y cinco?
De pronto, mientras recuperaba el equilibrio —y la respiración—, apareció una imagen en su cabeza: la de una minúscula araña, una simple mota precariamente aferrada a la pared interna de una pajilla de refresco.
No podía subir eternamente a ciegas. Su meta era un piso muy concreto. Necesitaba recuperar la orientación, tener una idea exacta del lugar donde estaba; lo cual significaba salir del conducto.
Se apoyó en el tubo para pensar. Si abandonaba la seguridad del conducto de datos, los escáneres lo detectarían. Las brigadas de seguridad sabrían enseguida dónde estaba, y podrían afinar su búsqueda. No existía ninguna manera de averiguar su posición sin que saltaran las alarmas. ¿O sí?
Claro que la mayoría de los despachos, laboratorios y salas de almacenamiento quizá no tuvieran escáneres… Quizá estuvieran casi todos en los pasillos y puertas… Si elegía con cuidado el punto de salida, y no activaba ningún sensor…
Tenía que intentarlo. No había más remedio.
Subió unos metros hasta la siguiente bifurcación, y se introdujo laboriosamente en el tubo lateral. Después se arrastró por los manojos de cables hasta encontrar un panel de acceso en la pared. Escuchó sin moverse. Detrás no se oía nada. Aguantando la respiración, puso las yemas de los dedos en el pestillo y empujó con cuidado hasta abrir el panel.
Un chorro de luz blanca bañó inmediatamente una sección del tubo. Se encontraba en un despacho muy iluminado, o en un pasillo, en el peor de los casos. Nada, no servía. Tendría que probar por otro sitio.
Siguió avanzando. Al llegar al cuarto panel, volvió a empujar el pestillo con los dedos para abrir una rendija, como antes, pero esta vez la luz era más tenue. Podía ser una zona de almacenamiento, o el despacho de alguien que ya se había ido a casa. En todo caso, era la mejor oportunidad que podía tener.
Empujó un poco más el panel sin hacer ruido. Al otro lado todo estaba en silencio.
Se arrastró con los codos y sacó la cabeza. La escasa luz le permitió reconocer un ordenador apagado y un escritorio. Era un despacho vacío. Había tenido suerte.
Silenciosamente, pero con la máxima rapidez, salió del tubo. Cuando se puso de pie, sus hombros protestaron fuertemente por el tiempo que llevaban encorvados en la estrechez del conducto. Miró el despacho con la esperanza de encontrar algún plano de salidas de incendio que indicara el número del piso, pero no hubo suerte.
Susurró una palabrota.
¡Un momento! Todas las puertas que había visto hasta entonces llevaban un rótulo en la parte externa. La de ese despacho no tenía por qué ser una excepción. Nada más fácil que abrirla y echar un vistazo al letrero, siempre que extremara las precauciones para no exponer la pulsera al escáner.
Se acercó a la puerta, cogió el pomo y pegó la oreja al marco. No se oía nada, ni pasos ni murmullo de conversaciones.
Aguantando la respiración, entreabrió la puerta y miró por la rendija. No se veía a nadie. Con la pulsera de identificación en la espalda, abrió un poco más. Ahora solo era cuestión de leer el rótulo que…
Mierda. Esa puerta no tenía ninguno.
Volvió a cerrarla y se apoyó en la pared. Tantos despachos, y elegía uno desocupado.
Respiró hondo para serenarse. Luego se giró y volvió a abrir la puerta con un gesto decidido.
¡Ajá! Al otro lado del pasillo había otra puerta, que sí tenía letrero: un número y unas palabras debajo.
Por desgracia, sus ojos aún no se habían acostumbrado a la luz, y le costó identificar el número. Parpadeó y concentró la vista.
«¡Venga!».
Por fin pudo leer:
«2614. THORSSEN, J. PROCESAMIENTO DE POSTSELECCIÓN».
«¿Veintiséis? —pensó con incredulidad—. ¿Solo estoy en el piso veintiséis?».
—¡Eh, usted! —exclamó alguien, rompiendo el silencio—. ¡Quieto ahí!
Lash se giró. A unos quince o veinte metros, en un cruce de pasillos, un vigilante con mono lo señalaba con el dedo.
—¡No se mueva! —dijo, corriendo hacia él.
En un primer momento Lash se quedó quieto, como un ciervo sorprendido por los faros de un coche. Al ver que el vigilante metía una mano en el mono, volvió al despacho. Justo entonces se oyó un fuerte ruido en el pasillo, y un silbido a pocos centímetros de la puerta.
«¡Madre mía! ¡Está disparando!».
Retrocedió tan deprisa que estuvo a punto de caerse. Luego corrió hacia el fondo del despacho y se zambulló en el conducto de datos, pelándose las espinillas. Ni siquiera se tomó la molestia de cerrar el panel. Ya no servían de nada las precauciones. Avanzó lo más deprisa que pudo, eligiendo las bifurcaciones al azar e internándose en la laberíntica seguridad del río digital sin reparar en los destrozos que ocasionaba el paso de sus codos y sus pies en el meticuloso trenzado de cables.