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Esta vez era Lash el único ocupante de uno de los lados de la mesa de la sala de reuniones. Era él quien miraba fijamente el objetivo de la cámara de vídeo, y las caras severas que tenía delante. Edwin Mauchly estaba frente a él, pero esta vez la persona de su izquierda no era Tara Stapleton, sino el doctor Alicto, con bata verde de médico. Cuando su mirada encontró la de Lash, sonrió amablemente y lo saludó con la cabeza.

Mauchly consultó sus papeles y miró a Lash.

—Doctor Lash, la situación es muy difícil para todos, y muy especialmente para mí. —Mauchly, siempre tan impasible, estaba pálido como la cera—. Naturalmente, asumo toda la responsabilidad.

Lash aún estaba un poco atontado. «Toda la responsabilidad». O sea, que se daba cuenta de que era un error, un embrollo. Le pediría disculpas y volverían todos al trabajo, incluido Lash. Bueno, pero ¿y Tara? ¿Dónde estaba?

—Pensar que lo contratamos, que le pedimos ayuda… Que le dimos acceso a nuestra información más privilegiada… Sin sospechar ni por un momento…

Puso en marcha la grabadora con un gesto enérgico, e hizo una señal al cámara.

—Doctor Lash, ¿sabe por qué está aquí? —preguntó—. ¿Y por qué hablamos con usted?

Lash se quedó de una pieza. Eran las mismas palabras con las que había empezado el interrogatorio de Handerling.

—Ha sido muy atrevido —añadió Mauchly al cabo de un momento—. Se metió literalmente en la boca del lobo. —Hizo una pausa—. Aunque supongo que no tenía otra alternativa. Se había dado cuenta de que tarde o temprano lo descubriríamos. Al menos así tenía una oportunidad de salvarse. Podía tergiversar la información, desviar la atención y hacernos perder el tiempo buscando donde no había nada que encontrar. En otras circunstancias, me habría impresionado.

El aturdimiento, que había empezado a suavizarse, volvió a invadir a Lash.

—Es inútil que no diga nada. Ya sabe que lo que hacemos siempre lo hacemos a fondo. Lo ha visto con sus propios ojos. Durante las últimas horas hemos acumulado todas las pruebas necesarias: extractos de la tarjeta de crédito, listas de llamadas telefónicas, grabaciones de vídeo… Tenemos constancia de su presencia en los lugares y horas de las muertes. Disponemos de todos sus antecedentes, incluidos los penales, y la auténtica razón por la que lo echaron del FBI.

Lash estaba absolutamente perplejo. ¿Lista de llamadas? ¿Grabaciones? ¿Antecedentes penales? No tenía ninguno. Tampoco lo habían echado del FBI. Era una locura sin sentido.

De golpe se dio cuenta de que sí que lo tenía. Todo el sentido del mundo. El verdadero asesino era muy consciente de que Lash le seguía la pista. Era la única persona con bastante poder para falsificar todas las pruebas y urdir una red de mentiras de esa magnitud.

—Lo habríamos cogido antes, como comprenderá, pero su estatus especial (no ser cliente ni empleado, en el fondo) le evitó ser tomado en consideración. La verdad, me sorprende que no huyera al enterarse de que estábamos ampliando el campo de la búsqueda.

Mauchly estaba usando otra técnica de interrogatorio: recrear, para Lash y el resto de los asistentes, los movimientos y los actos de la persona interrogada, así como las motivaciones que habían desencadenado el crimen.

—¡Qué digo! Sí que lo intentó. Se ausentó varias horas justo antes de que finalizara la búsqueda del sospechoso. Y al volver no quiso entrar en el edificio. ¿Por qué?

Lash no dijo nada.

—¿Tenía algún, digamos, asunto pendiente con Tara Stapleton, por pensar que sabía demasiado? ¿O le pareció que, ya que nos acercábamos tanto, valía la pena arriesgarse y borrar su antiguo historial?

Lash hizo un esfuerzo por disimular su sorpresa. ¿Qué antiguo historial?

—El viernes pasado lo pilló una brigada de seguridad intentando cruzar la Pared con varias carpetas en su maletín. ¿Qué contenían las carpetas, doctor Lash?

Por unos instantes, la sala quedó en silencio.

—No examinarlas en aquel momento fue un error del que también asumo toda la responsabilidad. Ahora ya hemos consultado el registro de seguridad, y le recordaré el contenido de las carpetas para que conste en acta: ejemplares de su impreso de solicitud como candidato de Eden, rellenados hace dieciocho meses.

Lash volvió a tener dificultades para disimular su sorpresa. «¡Si yo nunca he sido candidato, al menos de verdad! ¡Nunca he rellenado ningún impreso de solicitud! ¡Ni siquiera había pisado el edificio hasta hace dos semanas!».

—A pesar del pseudónimo, y de la información falsa, no cabe duda de que la solicitud la cursó usted. La comparación entre el perfil psicológico que hicimos entonces y el que preparó hace poco el doctor Alicto es reveladora. Muy reveladora.

Mauchly se apoyó en el respaldo de la silla. Su expresión ya no era de preocupación; su voz ya no titubeaba.

—Me imagino lo irónica que le parecería nuestra petición de ayuda. ¡Precisamente a usted! Por un lado, lo exponía a graves riesgos; por el otro, era muy beneficiosa. Aparte de facilitarle el acceso a sus futuras víctimas, le permitía volver a someterse al proceso de evaluación. Gracias a su posición podía pedirlo sin despertar sospechas. Y esta vez, como ya sabía qué esperar, tuvo más éxito.

Mauchly dirigió una mirada penetrante a Lash.

—Huelga decir que ya se han tomado medidas para poner a salvo a Diana Mirren. No volverá a saber nada de ella. Y viceversa, claro.

Lash estuvo a punto de decir algo.

—En cuanto a los Connelly, podrán disfrutar de su viaje a las cataratas del Niagara sin miedo de que usted les caiga encima como un ángel vengador.

Ante el prolongado silencio de Lash, Mauchly suspiró.

—Si alguien debería saber qué le espera, doctor Lash, es usted. Al término del interrogatorio será entregado a las autoridades federales. Ahora tiene la oportunidad de ayudarse.

Un silencio profundo y expectante invadió la habitación, roto por el doctor Alicto, que dijo:

—Dudo que pueda sacarle nada útil, al menos voluntariamente. Lo más probable es que su psicosis ya esté demasiado avanzada.

Mauchly asintió con cara de decepción.

—¿Qué aconseja?

—Suministrarle una combinación de Thorazine con una dosis suficiente de amital sódico, lo cual podría provocar un momento de locuacidad, o como mínimo suspender la facultad consciente de fingir. Podemos hacerle el tratamiento en una de las salas médicas.

Mauchly volvió a asentir con la cabeza, más despacio.

—De acuerdo, pero no corramos riesgos. —Se giró para decirle algo a alguien detrás de Lash—. Usted y sus hombres acompañen al doctor Alicto. Cuando lleguen al departamento médico, aten a Lash a una camilla con correas de cuero.

—Entendido —dijo una voz familiar.

Mauchly volvió a mirar a Alicto.

—¿Cuánto tardará en estar preparado?

—Sesenta minutos. Pongamos noventa, para estar seguros.

—Adelante. —Mauchly se levantó y miró fríamente a Lash—. Hasta dentro de poco, doctor Lash. Me deja con la poco envidiable misión de darle la noticia a Richard Silver.

Sostuvo unos segundos la mirada de Lash y se giró para salir por una puerta trasera.

Lash sintió en el hombro una mano pesada.

—Acompáñenos —dijo la voz de antes.

Cuando la mano le hizo levantarse de la silla y girarse, se encontró con la mirada de Sheldrake, el jefe de seguridad, que se apartó y le hizo señas de avanzar. Al obedecer, Lash vio que media docena de guardias se ponían en formación a sus espaldas.

La puerta que tenía delante se abrió. Como en una pesadilla, salió al pasillo flanqueado por dos guardias. Se dejó conducir hacia la sección médica por una serie de pasillos.

Se acercaron a un cruce, donde había un grupito de gente. Un técnico iba a su encuentro empujando un carrito metálico de instrumental.

La sensación de irrealidad creció. Muy cerca del cruce, uno de los vigilantes cogió a Lash por el hombro y murmuró:

—Tuerza a la izquierda y párese delante de los ascensores. No se resista. Sería una tontería.

Estaban a punto de cruzarse con el técnico del carrito. Los guardias hicieron apartarse a Lash para dejarlo pasar.

En ese momento, Lash sintió algo raro, como si el tiempo se ralentizara. Los pasos de los guardias que lo rodeaban se volvieron tan lentos que podía distinguirlos los unos de los otros. También oía los latidos de su corazón, monótonos como un tambor.

De repente se giró, quitándose de encima la mano del guardia. Miró al resto de la comitiva: los otros cuatro guardias, Sheldrake y el doctor Alicto. Lash vio que la boca de Sheldrake empezaba a abrirse, y que su brazo comenzaba a levantarse, pero todo se movía tan despacio que le sobraba tiempo. Arrebató el carrito al técnico y se lo tiró a los guardias de detrás. Luego, al notar que los de los lados trataban de sujetarlo, dio un pisotón en el empeine del primero y un rodillazo a la entrepierna del segundo.

Sus brazos y piernas parecían moverse por control remoto, como si su cuerpo lo accionase un titiritero. El carrito estaba tirado por el suelo, cerrando el paso a los guardias del final. Cogió al técnico y se lo echó encima a Sheldrake, que corría hacia él. Cayeron enredados al suelo. Lash se giró hacia el cruce de pasillos y empezó a correr. Fue entonces, al llegar al cruce, mirar a ambos lados, elegir un pasillo, apartar al grupito de trabajadores y salir corriendo, cuando el tiempo se aceleró de nuevo, tanto que al final sus pensamientos, su respiración y el movimiento de sus piernas se confundieron en una masa borrosa de ruidos y colores.