Richard Silver bajó con cuidado de la máquina de correr y respiró hondo, mientras la cinta terminaba de frenar. Después apagó el aparato, cogió una toalla y se secó la frente. Había sido una de sus sesiones más duras de ejercicio (cuarenta y cinco minutos corriendo a diez kilómetros por hora y una pendiente de quince grados), pero seguía tan nervioso como al empezar.
Dejó la toalla en una cesta de lona y salió del gimnasio para ir a la cocina y servirse un vaso de agua del grifo. No encontraba la manera de despejarse. Llevaba toda la mañana agobiado, concretamente desde que había salido de la impresora la hoja donde figuraba Lash como el único asesino posible.
Después de un par de sorbos, dejó el vaso en el fregadero y se quedó mirando el vacío. Luego se inclinó y, con los codos en el mármol, se presionó la frente con un puño. Una vez, dos veces, tres…
Basta. Tenía que volver al trabajo. Imperativamente. Mantener una apariencia de normalidad era la única manera de superar unas circunstancias tan anómalas.
Se levantó. Eran las cuatro y cuarto. ¿Qué habría hecho normalmente a esas horas? La sesión de cada tarde con Liza.
Salió de la cocina y fue al fondo del pasillo. Las mañanas solía dedicarlas a leer revistas técnicas y estudios, la primera parte de la tarde a los negocios y la segunda a programar, pero antes de cenar siempre encontraba un hueco para visitar a Liza. Era el momento en que hablaba con ella, comentaba las actualizaciones de los programas y verificaba sus progresos. Un momento del que siempre disfrutaba, en la medida en que comunicarse con algo que formaba parte de él, un fruto de su propia inventiva, no podía compararse con ninguna otra sensación del mundo. Justificaba todos los esfuerzos. Era una experiencia que nunca podría compartir con nadie.
Siempre empezaba a las cuatro en punto, con instrucciones de que no lo interrumpieran. Sería la primera vez que llegara con retraso en los cuatro años que Liza, y su gran volumen de hardware de apoyo, llevaban instalados en el ático.
Cuando estuvo sentado en el sillón anatómico, empezó a colocarse los electrodos, con un esfuerzo de lucidez que solo era posible gracias a la práctica. Tardó unos minutos en prepararse. Luego puso la mano en el teclado y empezó a escribir.
—Richard —dijo la voz, fantasmagórica.
—Hola, Liza.
—Llegas diecisiete minutos tarde. ¿Hay algún problema?
—No, Liza, ninguno.
—Me alegro. ¿Empiezo por el informe de estado? He estado probando el nuevo pseudocódigo de comunicaciones que instalaste, y he introducido algunas modificaciones de detalle.
—Muy bien, Liza.
—¿Quieres oír los detalles del proceso?
—No, gracias. Por hoy podemos saltarnos el resto del informe.
—¿Quieres comentar los últimos modelos que me encargaste? Me estoy preparando para empezar con el 311, «creación de falsos positivos en el test de Turing».
—Tal vez mañana, Liza. Preferiría pasar directamente al cuento.
—Muy bien.
Silver sacó algo de debajo del sillón, vigilando que no se desprendiese ningún electrodo. Era un libro muy gastado, uno de los pocos libros de su madre que había conservado desde su primera infancia.
Sus sesiones siempre tenían un momento cumbre: la lectura. Silver había empezado por los cuentos más simples, para enseñarle a Liza nociones elementales de valores humanos. La satisfacción que extraía de esas lecturas tenía un componente paternal. Siempre le hacían sentirse mejor y menos solo. Quizá lograra disipar aquella nube negra de culpabilidad, y al final de la lectura tuviera el valor de formular la pregunta que anhelaba y, a su vez, temía realizar.
Hizo una pausa para concentrarse y abrió el libro.
—¿Recuerdas dónde lo dejamos, Liza?
—Sí. El roedor Templeton había recuperado el saco de huevos de la araña.
—Muy bien. ¿Por qué?
—Porque el cerdo le había prometido recompensarlo con comida.
—Y ¿por qué Carlota, la amiga del cerdo, quería salvar el saco?
—Para garantizar la supervivencia de su prole y, por consiguiente, la propagación de su especie.
—Pero Carlota no podía salvar el saco de huevos por sus propios medios.
—Correcto.
—Entonces, ¿quién lo salvó?
—Templeton.
—Te lo preguntaré de otra manera: ¿quién fue el artífice de la recuperación del saco de huevos?
—El cerdo Wilbur.
—Correcto. Y ¿por qué lo hizo, Liza?
—Para pagar su deuda con la araña. La araña lo había ayudado.
Silver bajó el libro. Liza no tenía ninguna dificultad para entender motivos como la supervivencia y la recompensa, pero seguía sin captar del todo algunas emociones más sutiles.
—¿Están activadas tus rutinas éticas? —preguntó.
—Sí, Richard.
—Muy bien. Sigamos. Has dicho una de las razones por las que recuperó el saco. La otra eran sus sentimientos hacia la araña.
—Hablas metafóricamente.
—Correcto. Es una metáfora del comportamiento humano. Del amor humano.
—Sí.
—Wilbur quería a Carlota, y viceversa.
—Lo entiendo, Richard.
Silver cerró los ojos. Ni siquiera el momento más preciado del día lo llenaba. Tendría que dejar la pregunta para otro momento.
—Tengo que finalizar la sesión, Liza —dijo.
—Nuestro diálogo solo ha durado cinco minutos y veinte segundos.
—Sí, ya lo sé, pero tengo cosas que hacer. Acabaremos con el final del capítulo veintiuno.
—Muy bien, Richard. Gracias por hablar conmigo.
—Gracias a ti, Liza.
Silver levantó Las telarañas de Carlota[1], encontró la página doblada y leyó en voz alta:
Al día siguiente, mientras desmontaban la noria y metían los caballos de carreras en camiones, Carlota murió. Entre los centenares de visitantes de la feria, nadie supo que el papel más importante lo había desempeñado una araña gris. Murió sin nadie a su lado…