Lash entró en la cafetería pocos minutos después de las cuatro. Las paredes estaban forradas de papel dorado. Las lámparas incandescentes y los bancos de color resina infundían una luz amarilla y difusa al local. Se sintió como un insecto rodeado de ámbar.
Por un momento creyó que había sido el primero en llegar, pero enseguida vio a Tara en un reservado del fondo del local. Se acercó y se deslizó en el banco de enfrente.
Llegó una camarera. Lash le pidió un café, y esperó a que se hubiera marchado para dirigirse a Tara.
—Gracias por venir.
Ella asintió con un gesto.
—¿Has hablado con Moffett, el médico? —preguntó él.
Tara volvió a asentir.
—¿Y? ¿Qué ha dicho?
—Que seguía instrucciones internas.
—¿Qué instrucciones?
—Un régimen de medicación basado en los resultados de un examen anterior.
—Vaya, que seguía órdenes de otro médico de la empresa.
—Sí.
—¿Te ha dicho de quién?
—No se lo he preguntado.
—¿Sería fácil falsificar la orden?
Tara vaciló.
—¿Qué?
—En Eden todo está automatizado. Te dan papeles donde pone lo que tienes que hacer. ¿No sería posible que alguien introdujera órdenes médicas falsas en el sistema informático?
Como Tara no contestaba, Lash se inclinó un poco más.
—Aún no he conseguido toda la información, pero con la que tengo ya sé que las superparejas que quedan no son las únicas personas que están en peligro. Nosotros también.
—¿Porqué?
—Porque alguien, desde dentro de Eden, pretende inducir a las mujeres a matar a sus maridos y luego a suicidarse; y nosotros nos estamos acercando demasiado.
Tara quiso decir algo, pero Lash se lo impidió rápidamente levantando la mano.
—No, por favor, déjame hablar. Si no te pongo en antecedentes, no te lo creerás.
Tara se relajó, pero solo un poco. Miraba a Lash con una mezcla de sorpresa y aprensión. Lash se vio en uno de los espejos que había cerca: estaba demacrado, despeinado y tenía una mirada nerviosa. En el lugar de Tara, él tampoco habría estado muy tranquilo.
La camarera le sirvió el café. Lash bebió un poco.
—¿Te acuerdas de la receta de un miligramo de Scolipane para Lindsay Thorpe? Pues era la pista que necesitaba. Me he pasado toda la tarde buscando información. ¿Te ha dicho el doctor Moffett para qué suele recetarse el Scolipane?
Tara negó con la cabeza.
—Es un relajante muscular. Actúa en la zona del cerebro que controla los espasmos musculares. Se usa en medicina deportiva, para los esguinces. Dices que el doctor Moffett continuaba un tratamiento recetado por un examen anterior… ¿Cómo podían prever que Lindsay Thorpe tendría un esguince, Tara?
—Será que el Scolipane también sirve para otras cosas.
—Tienes razón. No sabes cuánta. De hecho, se creó para tratar otras dolencias, pero esas dolencias se mantuvieron en el más estricto secreto, en las bases de datos de creación de fármacos. —Hizo una pausa—. ¿No has visto anuncios por la tele de medicamentos que parecen milagrosos? Adiós a las alergias, por ejemplo, o al colesterol… Luego sale una lista de efectos secundarios y casi se te quitan las ganas de volver a medicarte. Esos son los medicamentos que superan las pruebas clínicas, pero hay muchos que no llegan ni a superarlas.
Miró al otro lado de la mesa. La expresión de Tara seguía siendo inescrutable.
—Bueno, volvamos al principio. La mayoría de los aspectos de la personalidad dependen de los genes que controlan los neurotransmisores del cerebro, incluidos rasgos tan poco deseables como la ansiedad y la depresión. La industria ha creado medicamentos para tratarlos, como los SSNRI, que inhiben la recaptación de la serotonina, pero resulta que el cerebro está lleno de receptores de serotonina. ¿Cómo se consigue que un medicamento actúe a la vez en todos los receptores?
Bebió un poco más de café.
—En consecuencia, las compañías farmacéuticas se han dedicado a buscar otras soluciones, otras maneras de alterar la química cerebral y obtener mejores resultados. A veces se han internado en terrenos muy desconocidos, como en el caso del neuropéptido que recibe el nombre de «Sustancia P».
—Sustancia P —repitió Tara.
—Yo hasta esta tarde tampoco lo había oído nunca. Es muy misteriosa. Nadie sabe exactamente por qué está en el cerebro, ni para qué sirve. Lo que sabemos son las causas que la activan: dolor físico agudo, niveles altos de estrés… Se la ha relacionado muy estrechamente con casos graves de depresión y suicidio repentino. —Se inclinó un poco más—. Existe como mínimo una compañía farmacéutica que se interesó por la Sustancia P. Pensaron que desarrollar un agente farmacéutico que incidiera en ella, para bloquear su receptor, podía ser una manera de devolver la felicidad a muchos enfermos de depresión. La compañía a la que me refiero es PharmGen, emparentada con Eden.
—Ahora ya no. Eden se independizó.
—PharmGen creó un nuevo fármaco antipsicótico que inhibía la Sustancia P. Al principio, durante las pruebas de toxicología, encontró muchos obstáculos, pero fueron modificándola, y hace cuatro años consiguieron que estuviera preparada para una prueba con pacientes. La prueba se hizo en Polonia, como muchas otras. En total debieron de participar diez mil personas. El fármaco produjo excelentes resultados en noventa y nueve casos de cada cien. Y no se limitaba a un solo indicador. Los beneficios abarcaban toda clase de trastornos: esquizofrenia, depresión crónica… —Bebió un poco más de café—. Lo malo es que había un problema: el uno por ciento restante. Si la persona que ingería el fármaco era una persona normal, concretamente alguien con niveles altos de cobre sérico en la sangre, los efectos secundarios eran gravísimos: depresión, paranoia, furia homicida… Hubo bastantes casos de suicidio para afectar a las estadísticas anuales de todo el país.
Miró a Tara para comprobar el efecto de sus palabras, pero su expresión seguía impasible.
—Total, que retiraron el medicamento de las pruebas, pero reapareció al año siguiente en dosis drásticamente rebajadas, y con otra utilidad: como relajante muscular.
Tara puso cara de incredulidad.
—¿El Scolipane?
—Sí, en tabletas de un miligramo. La fórmula original de cincuenta miligramos sigue en el mercado, pero solo se receta en casos muy especiales y bajo estricta observación. —Apartó la taza—. ¿Te acuerdas de la llamada que he hecho justo antes de irme del despacho? Pues era a un amigo mío de la delegación de Phoenix. Le he pedido que mandara a alguien a casa de los Thorpe para buscar el medicamento. La receta estaba en la mesilla de noche, pero habían incrementado la dosis a cincuenta miligramos. Como eran cápsulas, Lindsay no notó la diferencia.
Tara frunció el entrecejo.
—Alguien había cambiado la dosis —continuó Lash—. Alguien que conocía los efectos secundarios del Scolipane en su formulación original. Alguien que sabía que el Scolipane no haría saltar ninguna alarma en el análisis de sangre de la autopsia. Alguien que, probablemente gracias al formulario de solicitud de Lindsay, también sabía que tomaba un antihistamínico.
—¿Qué dices?
—Cuando empecé a investigar las muertes, hablé con el padre de Lindsay y me comentó que tenía dermatografismo, una enfermedad cutánea benigna pero molesta, que provoca picores. El tratamiento más recomendado es con un antihistamínico. Con el tiempo, los usuarios crónicos de esos medicamentos pueden ver reducidos sus niveles de histamina en la sangre, lo cual puede provocar a su vez una acumulación de cobre.
La incredulidad de Tara empezaba a inquietar seriamente a Lash.
—¿No lo entiendes? Al tomar una dosis tan alta de Scolipane, y tener un nivel tan alto de cobre en la sangre, Lindsay Thorpe recreó sin darse cuenta, y con toda exactitud, las condiciones que habían provocado los altos índices de suicidio en las primeras pruebas del fármaco. Imagínate su suplicio mental, agravado por el carácter repentino e inexplicable de la reacción. Voces hostiles en su cabeza, anomalías psicóticas… Empezó a poner música que odiaba. Lindsay Thorpe no soportaba la ópera, pero murió escuchándola. Es de suponer que tuvo episodios de desesperación, arrebatos homicidas y suicidas irreprimibles… —Hizo una pausa—. Quería mucho a su marido, pero los impulsos eran irresistibles. Aun así, creo que los siguió con toda la dignidad y el mínimo dolor posibles.
Ante el silencio de Tara, siguió hablando.
—Ya sé qué estás pensando. ¿Por qué mató a su marido? No quería, pero tenía que hacerlo. Sin embargo, aunque estuviera medio loca por los productos químicos de su cerebro, no dejó de amar a Lewis Thorpe. ¿Cómo se mata a alguien de quien se está enamorado? Pues de la manera menos dolorosa. Y juntos. Por eso murieron de noche. Lo más probable es que esperara a que su marido estuviera dormido delante de la tele. Entonces pudo ponerle una bolsa en la cabeza antes de ponérsela ella. En el caso de Karen Wilner, tres cuartos de lo mismo. Como era bibliotecaria, podía conseguir escalpelos en el laboratorio de restauración. Un escalpelo nuevo está tan afilado que puede cortarte las venas sin que lo notes, al menos si estás dormido. Seguro que al cortarse las suyas titubeó un poco más, y por eso tardó más en morir.
—¿Y el bebé —murmuró Tara—, la hija de los Thorpe?
—¿Qué quieres decir?, ¿que por qué sobrevivió? No sé bastante de la morfología de la Sustancia P para formular una hipótesis. Es posible que el vínculo entre una madre y su hijo sea demasiado elemental y primitivo para poder romperse así.
Lash tendió un brazo por encima de la mesa y cogió la mano de Tara.
—No se trata de que Lindsay matara a su marido y se suicidara, sino de que fue un homicidio con premeditación. Dentro de Eden hay alguien que sabía exactamente cómo llevar a Lindsay Thorpe a la autodestrucción, alguien que conocía su historial médico y que estaba al corriente de los primeros tests con Scolipane. Ese alguien tenía bastante poder para falsificar documentos y prescripciones médicas, y hasta para cambiar las recetas. Lo dijiste tú misma: tiene que ser alguien con acceso privilegiado a vuestros sistemas.
Apretó la mano de Tara.
—Supongo que ya me ves venir —continuó—. Es la respuesta, la única posible. Tienes que ser fuerte, porque es necesario pararle los pies a esa persona. Ha usado la misma estrategia para influir en Karen Wilner. Está eligiendo a las mujeres y haciendo que se autodestruyan. Dentro de dos días, la tercera pareja…
De repente se quedó callado. Tara ya no lo miraba, sino que lo hacía a algo situado detrás de él.
Lash se giró, y vio a Edwin Mauchly acercándose con media docena de hombres. No los reconoció, pero se imaginó que formaban parte de la seguridad de Eden.
Tara retiró rápidamente la mano.
Lash, atónito, tardó en reaccionar. La mesa quedó inmediatamente rodeada, y todas las salidas bloqueadas.
—Doctor Lash —dijo Mauchly—, haga el favor de acompañarnos.
En ese momento lo entendió. Se levantó instintivamente, dispuesto a plantarles cara. Uno de los guardias le puso una mano en el hombro y le hizo sentarse.
—Si colabora, será todo mucho menos desagradable —dijo.
Lash se dio cuenta de que Tara había salido del banco para situarse detrás de Mauchly.
Pasaron unos segundos, que se le hicieron muy largos. Recorrió el local con la mirada. Algunos clientes se habían girado y lo observaban sin gran curiosidad. Volvió a fijarse en los guardias que lo rodeaban. Después asintió con la cabeza y se levantó con lentitud. Los de seguridad estrecharon el cerco para conducirlo, a empujones, hacia la salida.
Mauchly iba muy por delante. De hecho ya estaba saliendo del bar, con un brazo en los hombros de Tara, como si quisiera protegerla.
—Siento que haya tenido que pasar por esto —oyó Lash—, pero ya está. Ya no corre peligro.
Después la puerta se cerró, y no oyó nada más. Mauchly y Tara se fundieron con la oscuridad que caía sobre la calle Cincuenta y cuatro.
Tara desapareció sin girarse.