Sentada detrás de su escritorio, lo único que movía Tara Stapleton eran los ojos. Contempló lentamente el despacho, deteniéndose en varias cosas. Las plantas estaban bien regadas y podadas. La vieja tabla de surf de fibra de vidrio, apoyada como siempre en la pared. Los pósters, las pegatinas y el resto de la parafernalia «surfística», en su lugar de siempre. El reloj, colgado en la pared del fondo, marcaba las cuatro menos diez. Estaba todo en su sitio. Al mismo tiempo, sin embargo, lo veía todo raro, como si de repente no reconociera su propio despacho.
Se apoyó lentamente en el respaldo, consciente de que su respiración se había vuelto rápida y superficial.
De repente sonó el teléfono, nota estridente que quebró el silencio, y Tara dio un respingo.
Volvió a sonar. Dos señales: era una llamada externa.
Levantó el auricular muy despacio.
—¿Diga?
—¿Tara?
Era una voz nerviosa.
—¿Tara? —repitió—. Soy Christopher Lash.
Se oían ruidos de la calle: coches, la bocina de un camión…
—Christopher —dijo ella sin entonación.
—Tengo que hablar contigo ahora mismo. Es muy importante.
—¿Por qué no vienes a mi despacho?
—No, no puede ser dentro. No puedo arriesgarme.
Tara no contestó.
—Por favor… —El tono de Lash casi era de súplica—. Necesito que me ayudes. Tengo que decirte algo, pero no puede oírnos nadie.
Siguió callada.
—Tara, está a punto de morir otra superpareja.
—Aquí en la esquina hay una cafetería que se llama Río —dijo ella al fin—; en la calle Cincuenta y cuatro, entre Madison y Park.
—Te espero. Date prisa, por favor —fueron las últimas palabras de Lash antes de colgar.
Tara no se levantó de la mesa. De hecho, el único movimiento que hizo fue colgar el auricular y mirarlo fijamente, como si se enfrentara a una terrible incertidumbre.