36

Lash se apoyó en el respaldo de la silla para contemplar el techo, desde donde parecían observarlo columnas y columnas de números, nombres y fechas.

—Llevo demasiado tiempo mirando todo esto —se quejó, cerrando los ojos.

Oyó un roce de papeles al otro lado de la mesa.

—¿Qué, algo nuevo? —preguntó.

—Nada —respondió Tara.

Lash abrió los ojos y se desperezó. A pesar de una noche plagada de sueños y recuerdos siniestros, se había despertado lleno de energía. El fin de semana había transcurrido sin novedad. Mientras iba hacia Eden, había llamado por el móvil a Diana Mirren, y al oír su voz había sentido un estremecimiento íntimo, casi adolescente. Después de una conversación corta pero apasionada, habían quedado para cenar en casa de Lash el viernes siguiente. Los preparativos mentales lo tenían tan ocupado que solo se acordó de su humillación en el punto de control III al verlo delante. Por suerte, los vigilantes no eran los mismos que el viernes, y pasó sin problemas.

Ahora ya había transcurrido media mañana, y su entusiasmo se había ahogado en un mar de datos. Tenían demasiado material. Era como pasar todo un pajar por el tamiz sin tener ni la seguridad de que contuviera una aguja.

Con un suspiro, cogió las evaluaciones internas de Lindsay Thorpe y las hojeó, tan solo por hacer algo.

—¿Y la tercera pareja, los Connelly? —preguntó.

—Se van mañana a las cataratas del Niagara.

—¿A las cataratas del Niagara?

—Es donde pasaron la luna de miel.

«Las cataratas del Niagara —pensó Lash—. Buen sitio para un asesinato. O para un suicidio».

—En el lado canadiense no tenemos mucho margen de maniobra —explicó Tara—. Estuve casi todo el sábado organizando la vigilancia pasiva. Esperemos que no pase nada.

—Al menos has tenido algo que hacer durante el fin de semana.

Tara sonrió con picardía.

—Tú tampoco es que tuvieras la agenda en blanco…

—¿Te refieres a mi cita?

—¿Cómo salió?

—No tenía el físico ni la voz que esperaba, pero ¿sabes qué? Que a los diez minutos ya me daba igual.

—Nuestras investigaciones han demostrado que solemos sentirnos atraídos por la persona equivocada. Podría ser la razón de que fracasen tantos matrimonios.

—Oye —dijo Lash tras un breve silencio—, ¿por qué no quedas con la pareja que te asignaron? No es demasiado tarde. Habla con Mauchly, a ver si pueden cambiar la reserva.

—Ya te lo expliqué. ¿Cómo voy a quedar, sabiendo lo que sé?

—Yo quedé con Diana Mirren sabiendo lo que sabía, y la volveré a ver el viernes.

—Bueno, pero yo trabajo en Eden. Ya te dije que…

—Sí, sí, el «efecto Oz». ¿Sabes qué te digo? Que es una bobada.

—¿Es su opinión profesional, doctor?

—Sí. —Lash se inclinó—. Mira, Tara, Eden es la que forma las parejas, pero después del primer contacto es como si ya no existiera. Solo estáis tú y la otra persona. Si te encuentras bien con él, lo notarás.

Tara lo miró en silencio.

—Esto, tarde o temprano, lo solucionaremos —continuó Lash—, y quedará como un recuerdo sin importancia. El pasado hay que asumirlo en cualquier relación. ¿Tú le reprocharías a él que en la facultad hubiera salido con animadoras? Es tu gran oportunidad, Tara. Hazle caso a uno que estuvo hace dos noches en el restaurante.

Lash se dio cuenta de que ya había hablado bastante. «A trabajar», pensó.

Dejó el dossier de Lindsay Thorpe, empezó a hojear sus informes médicos e hizo una pausa.

—Tara…

Tara lo miró con cierta reticencia.

—Este chequeo de Lindsay Thorpe…

—¿Te refieres a la reunión de clase?

—No, al segundo chequeo. ¿Es normal que los médicos receten…?

—No, eso aquí no se hace.

Lash tardó en comprenderlo.

—¿Qué has dicho? —preguntó al fin, sorprendido.

—Que no hacemos segundos chequeos.

—Entonces, ¿esto qué es?

Empujó el informe médico hacia el otro lado de la mesa.

Tara lo cogió y le echó un vistazo.

—Solo lo había visto un par de veces —dijo.

—¿El qué?

—¿Te acuerdas de que el primer día que cruzaste la Pared Mauchly te habló de los análisis y proyecciones que hacemos con los aspirantes? ¿De que se buscan predisposiciones genéticas a determinadas enfermedades, factores de riesgo, etcétera?

—Sí.

—Pues si aparece algo muy grave rechazamos la solicitud, pero si es poco importante, o sin trascendencia a largo plazo, la procesamos y hacemos que el candidato vuelva más tarde para un segundo examen.

—Con el pretexto de que es una operación estándar.

—Exacto.

—Claro, no tendría sentido rechazar a un cliente que paga lo que paga. —Lash volvió a coger el informe y lo hojeó—. Pues Lindsay Thorpe no tenía problemas de salud, pero la citaron para otro chequeo seis meses antes de morir. —Siguió hojeando el informe—. En el examen le recetaron Scolipane. Un miligramo al día. No me suena.

—A mí tampoco.

—El médico que se lo recetó era un tal doctor Moffett. ¿Podrías ponerte en contacto con él y preguntarle por qué hizo el chequeo y la receta?

—Sí, ahora mismo.

Tara se levantó para coger el teléfono. Lash la miró expectante. Estaba seguro de que se trataba de otra pista, de otra pieza del rompecabezas.

—El doctor Moffett no visita hasta el mediodía —dijo Tara al colgar—. Lo llamaré a las doce.

—¿Te puedo pedir otro favor? Consulta los historiales médicos de Lewis Thorpe, de los Wilner y… y de la tercera pareja, los Connelly, a ver si también les han hecho más chequeos.

Lash esperó, mientras el despacho se llenaba de un ruido de teclas.

—Nada —dijo Tara—. En todos los otros casos, el único seguimiento fueron las reuniones de clase normales.

—¿Nada?

Tara negó con la cabeza.

—Y ¿a Lewis Thorpe no le parecería raro que solo hicieran un chequeo a su mujer?

—Ya sabes lo reservados que somos con el procedimiento. Nuestros clientes acaban aceptándolo todo sin preguntas.

Lash se repanchingó en la silla y, a pesar de la situación, se acordó de Diana Mirren y de su comentario sobre los haikus. «Son un juego para la imaginación, lleno de insinuaciones que dicen mucho más de lo que realmente parece. No busques un único significado; piensa en puertas que se abren».

En el caso de las superparejas, ¿cuáles eran las insinuaciones? ¿Qué coincidencias se habían producido en los últimos tiempos? ¿Qué implicaban?

Edmund Wyre, el asesino enemigo de los policías, acababa de obtener la libertad condicional. No tenía ningún derecho a ella. Había matado a tres mujeres, a dos policías y al cuñado de Lash. Luego a Lash lo había abandonado su mujer, y él, acosado por las dudas y el sentimiento de culpa, había dejado el FBI con la esperanza de recuperar el sueño.

Ahora Lash sabía que, en contra de lo que opinara la junta, Wyre iría en su busca. Era la única víctima que se le había escapado.

¿Coincidencia?

Otro detalle: que su avatar hubiera acabado en el Tanque. Según Tara, era un error imposible. Por lo tanto, tenía que haberlo hecho alguien deliberadamente. «Tendría que ser alguien muy bien situado, con acceso privilegiado. Yo, por ejemplo; o eso, o un machaca que hubiera conseguido burlar el sistema».

Miró a Tara, que había vuelto a la mesa para consultar papeles.

«Piensa en puertas que se abren…».

De repente se abrió una.

A punto estuvo de dar un grito, pero lo disimuló con un bostezo. No quería precipitarse. Primero debía confirmar sus sospechas, y para ello necesitaba averiguar dos cosas. Una de ellas podía solucionársela Tara, pero era indispensable aparentar tranquilidad, al menos hasta disponer de alguna prueba.

—Tara —dijo, exagerando su tono de cansancio—, ¿me podrías hacer otro favor?

Ella asintió.

—¿Podrías pedir una lista de todos los avatares del Tanque en el momento del emparejamiento de los Thorpe?

—¿Porqué?

—Tú hazme el favor.

Tara volvió al ordenador.

—Enséñame cómo se hace —le pidió Lash, acercándose.

—Primero hay que tener acceso a la base de datos de avatares. —Tara introdujo un código en la pantalla de menús, provocando un torrente de números de nueve dígitos—. Aquí están todos.

—¿Todos?

—Todos los clientes hasta la fecha: casi dos millones. —Introdujo algunas órdenes adicionales—. Bueno, ya he creado una consulta SQL. Ahora, si introduces el código de identidad del avatar, aparecerán todos los que estaban en el Tanque en el momento del emparejamiento.

—Enséñamelo, por favor.

Tara cogió un papel.

—Esto es lo que imprimimos el viernes, con las fechas en que presentaron su solicitud los Thorpe y los Wilner.

THORPE, LEWIS A. 000451823 30/07/02
TORWALD, LINDSAY E. 000462196 21/08/02
SCHWARTZ, KAREN L. 000527710 02/08/02
WILNER, JOHN L. 000491003 06/09/02

—El código de identidad de Lewis Thorpe es el 000451823. Se introduce en la casilla de la consulta… —Lo hizo, provocando un cambio de pantalla—. Y estos son todos los avatares que estaban en el Tanque cuando se formó la pareja de Lewis y Lindsay. Están indexados por códigos de identidad.

Deslizó rápidamente la lista hasta el final:

000481032

000481883

000481907

000482035

000482110

000482722

000483814

000483992

000484398

000485006

BÚSQUEDA FINALIZADA A LAS 11.05.42.82 04/10/04

UNIDADES DISCRETAS: 52812

Señaló la última línea.

—Había casi cincuenta y tres mil avatares en el Tanque.

—Pero solo son números…

—Con esta tecla de función puedes intercambiar nombres y códigos de identidad.

Fallon, Eugene

White, Jerome

Wanderely, Helen

García, Constance

Lu, Wen

Gelbman, Mark

Yoshida, Aiko

Horst, Marcus

Green-Carson, Margo

Banieri, Antonio

«Mierda —pensó Lash—. Está ordenado por códigos de identidad, no por apellidos». Quiso pedirle a Tara que lo pusiera en orden alfabético, pero renunció porque aún no deseaba dar explicaciones. Empezó a leer los nombres, pantalla por pantalla.

—¿Qué buscas? —preguntó ella, con curiosidad.

—Nada, solo miro. Oye, ¿me harías otro favor?

—Otro favor, otro favor… ¡Ojalá me pagaran por recado!

—Creo que ha sido una equivocación limitarnos a los expedientes de las superparejas.

—¿Porqué?

—Mira lo que hemos encontrado sobre Lindsay Thorpe y su chequeo sorpresa. A saber qué descubriríamos si extendiésemos la búsqueda a un muestreo aleatorio de parejas normales…

—Sí, tiene lógica. —Tara vaciló—. Voy a pedir los expedientes.

—No tardes mucho —le dijo, mientras ella salía del despacho.

Lash tenía verdadera curiosidad por conocer el resultado de lo que acababa de proponer, pero en ese momento lo que más le interesaba era poder examinar la pantalla sin otro par de ojos detrás. Volvió a ascender por la lista.

Tardó más de lo esperado en llegar al principio. Cuando leyó el primer nombre casi eran las once y media. Decepcionado, se apoyó en el respaldo. Claro que en el fondo habría sido demasiado fácil encontrar el que esperaba… Quizá fuera una idea absurda. Repasar otra lista interminable de nombres le daba demasiada pereza; aunque, habiendo llegado tan lejos, más valía probar con los Wilner, por si acaso…

Pulsó la tecla de función que le había enseñado Tara. La pantalla cambió inmediatamente, pasando a mostrar los avatares en orden numérico:

INICIO DE LA CONSULTA


000000000

000448401

000448916

000448954

000449010

000449029

000449174

000449204

000449248

000449286

Se irguió en la silla. ¿Qué pintaba el primer código, 000000000?

Pulsó la tecla de función para cambiar los números por nombres, pero no había ninguno que correspondiera al código de identidad. El campo estaba en blanco.

Se encogió de hombros, cogió el papel que había dejado Tara e introdujo el código de John Wilner en la casilla de consultas: 000491003.

En la siguiente pantalla, el primer número de la lista seguía siendo 000000000. Esta vez tampoco había ningún nombre asociado.

Se rascó la cabeza. ¿Qué pasaba? ¿Era una señal de principio de lista?

«Otra prueba, la última». Se levantó y rodeó deprisa el escritorio para buscar el código de identidad de Kevin Connelly entre los papeles de la mesa. Cuando lo encontró, volvió al ordenador, lo introdujo y contempló la nueva lista de números.

—¡Madre mía! —susurró.

En ese momento se abrió la puerta y entró Tara con una pila de informes.

—He elegido una docena de nombres al azar —dijo—. Me ha parecido que las evaluaciones serían suficientes para…

—Ven, por favor —la interrumpió él, sin disimular su entusiasmo.

Tara dejó las carpetas en la mesa y se acercó al monitor.

—Quiero que pidas otra lista —le pidió Lash—. Enséñame quién hay ahora mismo en el Tanque.

Ella frunció el entrecejo.

—¿Qué pasa? ¿Qué estás haciendo?

—Hazme caso, por favor.

Tara lo miró unos segundos a los ojos, se inclinó hacia el teclado e inició la consulta.

Lash observó la nueva pantalla y asintió como si se le hubiera confirmado una sospecha.

De repente apagó el ordenador.

—Pero ¿se puede saber…? —comenzó a decir Tara.

Lash cogió el teléfono sin contestar, lo sujetó con la barbilla y marcó un número interurbano.

—Con el despacho del capitán Tsosie, por favor —dijo. Esperó un poco—. ¿Joe? Soy Chris Lash. Oye, Joe, ¿la casa de los Thorpe aún está técnicamente bajo investigación policial? ¡Menos mal! Quiero que envíes a un agente ahora mismo. ¿Aún tienes mi número de móvil? Pues dáselo y dile que me llame en cuanto llegue a la casa. Sí, es importante. Gracias. Colgó y miró a Tara.

—Tengo que hacer una cosa. Ahora no puedo explicártelo. No tardaré mucho.

Cogió el abrigo y, antes de abrir la puerta, se giró hacia Tara. Ella seguía al lado de la mesa, mirándolo con expresión de extrañeza.

—Intenta hablar con el médico, el doctor Moffett, ¿vale? —añadió.

Tara no dijo nada. Solo asintió y observó cómo Lash se marchaba.