Volvía a casa en coche. Todo había empezado así: volviendo de Poughkeepsie por enésima vez, bajo el intenso sol de un viernes por la tarde. Las últimas veces que había hecho de un tirón los cien kilómetros entre Poughkeepsie y Westport, se había cansado tanto que había tenido miedo de dormirse al volante. En cambio esta vez estaba muy despierto.
«Ahora ya tengo lo que necesito —había escrito el asesino—. Gracias».
Lash cogió el teléfono del coche y marcó un número.
—Casa de los Lash —respondió Karl Broden, el hermano de su mujer.
—¿Karl?
—Hola, Chris. ¿Dónde estás?
—De camino. Llegaré más o menos dentro de una hora. ¿Está Shirley?
—No. Ha salido a hacer unos recados.
—Bueno, pues ahora nos vemos.
—Vale. Oye, ¿quieres que encienda la parrilla y que marine las gambas que compramos anoche?
—Buena idea. Y ponme unas cervezas a enfriar en el congelador.
—Eso está hecho.
Lash pensó en su cuñado. Se parecía tan poco a Shirley… Era un hombre campechano, relajado y sin ningún complejo por no ser un intelectual. Sus visitas disminuían considerablemente la tensión de la casa. Esta vez se había presentado de improviso, el día antes, como si hubiera adivinado que su presencia era más necesaria que nunca.
Lash volvió a pensar en Poughkeepsie, y en la imagen descarnada del último crimen.
«Ahora ya tengo lo que necesito. Gracias».
Los policías de Poughkeepsie habían pasado una mañana casi jovial, salpicada de bromas sin malicia y chistes bastos alrededor del dispensador de agua fría. Aunque el asesino había esquivado todos los controles de carretera, estaban contentos por la posibilidad de que no hubiera nuevos crímenes. Pero Lash no. Para él, el mensaje era la primera pieza del rompecabezas que tenía sentido, la única comunicación del asesino que daba una impresión de realidad; una pieza tan escueta, y tan rotunda, que lo ponía muy nervioso.
¿Qué tenía? ¿Qué había necesitado? ¿Había cumplido algún deseo perverso con el asesinato de las cuatro mujeres? ¿Había colmado algún vacío? No, los asesinos en serie no actuaban así. Su sed abrasadora era imposible de saciar.
Y aquella incoherencia de los crímenes… A pesar de algunas similitudes superficiales —los mensajes escritos con sangre en las paredes y la disposición de los cadáveres—, los dos primeros asesinatos contradecían cualquier perfil básico en una docena de detalles.
¿Y el último? ¿En qué se diferenciaba?
Meditó sobre ello al cruzar los condados de Dutchess y Putnam hacia Connecticut. Estaba seguro de que era la primera vez que el asesino se quitaba la máscara.
Porque ya tenía lo que necesitaba.
¿Por qué esta vez, en vez de cien mensajes, solo había dejado uno? Y ¿por qué no estaba escrito en la pared, sino en el cristal? Con la noche de fondo, había que fijarse mucho para verlo…
De golpe, su perspectiva del escenario del crimen sufrió un vuelco. Ya no veía el mensaje de sangre desde dentro del dormitorio; su punto de vista había girado ciento ochenta grados. Ahora estaba en la oscuridad del bosque, fuera de la casa, mirando el ventanal iluminado, y las siluetas de dentro: un comisario de policía, el jefe de homicidios y un psicólogo del FBI. Las mismas tres personas que habían estado en las otras casas.
En el fondo sí que había algo en común entre los tres asesinatos: que todos se habían producido de noche, en dormitorios con ventanas grandes. Y con la persiana abierta.
Cogió el teléfono desesperadamente y marcó otro número.
—Policía de Poughkeepsie, división de homicidios —contestaron—. Aquí Kravitz.
—Soy Christopher Lash. Tengo que hablar ahora mismo con Masterton.
—Lo siento, agente Lash, pero hace una hora que se ha ido.
—Pues páseme con el detective jefe. ¿Cómo se llama? Ahearn.
—Se ha ido con el comisario.
—¿Sabe adónde?
—Es viernes por la noche. El comisario y el detective Ahearn siempre se toman unas cervezas antes de volver a casa.
—¿En qué bar?
—No lo sé. Podrían ser media docena.
Lash pensó deprisa. Kravitz, el agente de guardia, le había parecido un hombre listo y competente.
—Preste mucha atención, Kravitz.
—Sí, agente Lash.
Aguantó el teléfono con la barbilla para salir por la avenida Saugatuck, en pleno tráfico de fin de semana.
—Es necesario que intente contactar uno por uno con los bares. ¿Me ha entendido? Que lo ayuden más agentes a hacer las llamadas.
—¿Cómo?
Kravitz no parecía muy convencido.
—Es cuestión de vida o muerte, Kravitz. ¿Lo entiende?
—Sí, señor.
—Cuando hable con Masterton, dígale que nos habíamos equivocado con el asesino. No es un asesino en serie.
—¿Que no es un asesino en serie?
El tono de Kravitz mostraba cada vez más dudas.
—No, no me entiende. Sí que es un asesino, por supuesto, pero no en serie. Responde a otra tipología.
Una tipología que podía decantarse por varias opciones (algunos mataban al azar desde una torre de aguas, otros buscaban famosos, como Mark David Chapman), pero cuyo punto en común era su condición de seres torturados y sin rumbo en la vida, que solo conseguían dar sentido a las cosas con actos de violencia dirigida.
Seguía sin oír nada en el auricular.
—No tengo tiempo de explicárselo, sargento. Los asesinos de esta subcategoría lo ven todo en términos de dominación, control y venganza. Este, concretamente, odia a los policías. Es probable que intervenga un factor de fascinación, una dinámica de amor y odio. Puede que tuviera un padre autoritario y policía. No lo sé, pero lo que está claro es que se ajusta al perfil.
—No lo entiendo, señor.
—Usted, que vio a las tres primeras víctimas, ya sabe que no había ninguna pauta. Los mensajes sin sentido en las paredes, la disposición de los cadáveres… Todo era incoherente. ¿Por qué? Porque el criminal imita a un asesino en serie. Por eso no cuadraba, porque solo era un truco. ¿Se fijó en los ventanales que había en cada casa, y en que siempre era de noche? El asesino no había salido huyendo. Siempre estaba fuera, eligiendo a sus víctimas entre los policías. Las mujeres asesinadas eran simples cebos.
—¿Qué?
Lash llegó a Greens Farms Road. En uno o dos minutos estaría en su casa y podría ocuparse personalmente de las llamadas. De momento no tenía más remedio que fiarse de Kravitz. Cada segundo era vital.
—Haga lo que le digo: encuentre a Masterton y repítale todo lo que acaba de oír. Él y Ahearn siempre estaban en la ventana.
Tienen que tomar medidas para protegerse. Dígale que busque a un hombre blanco de menos de treinta años, alguien que vaya solo, pero que no destaque. Es probable que conduzca un deportivo, para compensar su falta de autoestima. Pregúnteles a los demás agentes si últimamente se han fijado en alguien que vaya por los bares o los restaurantes de policías intentando caer bien, como si fuera uno más.
Otro silencio en el auricular.
—¡Kravitz, por favor! ¿Me entiende?
—Sí, señor.
—Pues manos a la obra.
La manzana de delante ya era la de su casa. En esa zona había menos tráfico. Justo cuando colgaba el teléfono, un coche salió por su calle y pasó en dirección contraria, hacia Compo. Era un Pontiac Firebird rojo.
No le prestó atención. Estaba pensando que él también era una de las posibles víctimas. También lo habían visto en la ventana. Tendría que sacar a Karly Shirley de la casa —con los inevitables y mordaces comentarios de Shirley sobre los peligros de su trabajo—, y plantearse qué hacer con su…
De repente tuvo una revelación. Un Pontiac Firebird rojo, de un modelo reciente…
Frenó un poco y miró por el retrovisor, pero ya no estaba. Volvió a pisar a fondo el acelerador y dobló la esquina con un chirrido de neumáticos, mientras desenfundaba su pistola, pero al ver la casa sintió un terror frío.
Ya sabía, con terrible certeza, qué encontraría dentro.