El domingo amaneció frío y hostil. Cuando salió el sol, fue como si enfriase la tierra más que calentarla. Por la tarde, la espuma de las olas del estrecho de Long Island adquirió un matiz plomizo, y las inquietas aguas parecían negras, presagio de la llegada del invierno.
Lash estaba sentado delante del ordenador del despacho de su casa, con una taza de infusión entre las manos. Milagrosamente —teniendo en cuenta el ambiente cargado de la cena, y lo tarde que se había despedido de Diana—, había conseguido dormir seis horas, y se había levantado con un cansancio soportable. Lo que sentía era inquietud. Sin datos de Eden que llevarse a casa, y sin acceso a ningún archivo o historial, era imposible progresar en la investigación. Su instinto, sin embargo, le decía que estaba cerca de una revelación. Muy cerca, quizá. Después de pasearse pensativo por la casa, la desesperación lo condujo a Internet, y a cualquier dato que pudiera encontrar sobre la empresa.
Salieron las típicas banalidades de la red: un timador que pretendía haber descubierto los secretos de Eden y los ofrecía en un vídeo por 19,95 dólares, páginas en que se aludía oscuramente a las perversas alianzas de la empresa con los organismos de inteligencia… Entre tanta basura, sin embargo, había alguna pepita. Imprimió al azar una docena de artículos y se llevó las páginas impresas al sofá del salón. Las hojeó despacio con los pies sobre la mesa, oyendo los lamentos de las gaviotas. Uno de los documentos era un libro blanco sobre la personalidad artificial y la inteligencia de enjambre, un texto complicadísimo escrito por Silver hacía casi una década, y que debía de haberse difundido por la red sin su permiso. Una página de economía hacía un análisis bastante completo del modelo Eden, o como mínimo de la parte conocida por el público, y narraba una breve historia de su integración en el gigante farmacéutico PharmGen antes de segregarse como empresa independiente. Otra web ofrecía una biografía empresarial muy favorable de Richard Silver, el hombre que había salido del anonimato para convertirse en un empresario de relieve mundial. Lash leyó el artículo con más atención que los demás, y quedó sorprendido por la fidelidad de Silver a sus sueños; también por la energía con que los había convertido en realidad, sin dejarse obstaculizar por una serie de desventuras juveniles sobre las que la página pasaba bastante de puntillas. Era el ejemplo excepcional de un genio que parecía consciente desde muy pequeño de lo que podía dar al mundo.
Algunos artículos eran más desfavorables: uno, de un sensacionalismo repelente, prometía sacar a relucir los detalles más «escandalosos y estrambóticos» de Silver, el «genio chiflado». En el primer párrafo ponía: «Pregunta: ¿qué haces si no encuentras novia? Respuesta: programarla». Sin embargo, como el artículo en sí no tenía nada que decir, Lash lo dejó, se levantó y se acercó a la ventana.
Por un lado, era cierto que Silver podía haber encontrado pocas actividades tan lucrativas como la de crear parejas, o que garantizasen tanto el porvenir de su investigación; por otro lado, no dejaba de ser raro. Un hombre a quien todos describían como tímido y retraído ganaba una fortuna con el juego más social, el del amor. El hecho de que Silver no se beneficiara de su propio juego parecía una ironía amarga.
Al mirar por la ventana, le vino a la memoria con toda claridad el haiku que había recitado Diana Mirren:
Insectos en la rama
flotando río abajo;
aún cantan.
El recuerdo de la cena le hizo sonreír. Al final habían pedido la cena. A esas alturas, la conversación ya era de una fluidez y naturalidad completamente nuevas para él. Su actitud distante se había venido abajo sin una sola protesta. Diana había empezado a acabar sus frases, y él las de ella, como si se conocieran desde niños. Al mismo tiempo, era una familiaridad algo extraña, llena de infinitas y pequeñas sorpresas. Se habían despedido en Central Park West prácticamente a la una. Antes de separarse habían intercambiado sus teléfonos, pero no habían dicho nada sobre nuevas citas. No hacía falta. Lash sabía perfectamente que volvería a verla, y pronto. De hecho, tuvo la tentación de coger el teléfono e invitarla a comer.
¿Qué había dicho Diana? Que los haikus eran lo contrario de los enigmas. Que no había que buscar un solo significado, sino pensar en puertas que se abrían.
Puertas que se abrían. Entonces, ¿cómo había que interpretar el que había recitado ella?
Solo tenía nueve palabras. Vio una rama verde de sauce flotando en la corriente, una corriente lenta, con una catarata al fondo. «Aún cantan». ¿Los insectos «aún» cantaban porque no sabían lo que les esperaba, o justamente porque lo sabían?
Los Wilner y los Thorpe eran como aquellos insectos, cantando felices en la rama, gozando de una dicha sin límite… hasta su incomprensible final.
El teléfono rompió el silencio. Lash se levantó para cogerlo. Quizá fuera Diana. Tendría que buscar la receta del salmón en croûte.
—¿Diga?
—¿Chris? —contestaron—. Soy John.
—¿John?
—John Coven.
Reconoció la voz del agente del FBI que había dirigido la operación de vigilancia de Handerling, y se le cayó el alma a los pies. Seguro que llamaba por lo de Eden. Quizá pensara que Lash podía conseguirle un descuento, o algo por el estilo.
—¿Qué tal, John? —dijo.
—Bien, bien. Oye, no te lo vas a creer.
—¿El qué?
—Le han dado la condicional a Wyre.
Fue como un mazazo.
—Repítemelo.
—Que le han dado la condicional a Edmund Wyre. Se la dieron el viernes por la tarde.
Lash tragó saliva.
—No me había enterado.
—Ni tú ni nadie. Acabo de saberlo hace diez minutos. Lo he leído en el servidor de noticias.
—No puede ser. Mató a seis personas.
—¡Qué me vas a contar!
—Debe de ser una equivocación.
—¡Qué va! Votó toda la junta, y hay un informe escrito de la fiscalía.
—¿Lo han soltado con alguna condición?
—Lo normal en estas circunstancias: vigilancia especial, que en el caso de un tío como Wyre es lo mismo que nada.
Un dolor agudo en la mano derecha hizo que Lash se diera cuenta de que estaba apretando el teléfono.
—¿Cuánto falta? ¿Semanas? ¿Meses?
—Menos. Parece que están medio histéricos, y que quieren presentar a Wyre como un ejemplo de rehabilitación. Ya han acabado la criba. Ahora le están buscando alojamiento y están preparando el certificado de puesta en libertad. Dentro de uno o dos días estará en la calle.
—Madre mía…
Lash se quedó mudo de incredulidad.
—¿Christopher?
No contestó.
—¿Chris? ¿Me oyes?
—Sí —dijo, ausente.
—Una cosa: ¿aún tienes la pistola?
—No.
—Lástima, porque los de la junta pensarán lo que quieran, pero tú y yo sabemos que el cabrón de Wyre quiere acabar lo que empezó. Yo que tú me armaría. Ah, y acuérdate de lo que nos enseñaron en la academia: no disparas para matar, disparas para vivir.
Tampoco contestó.
—Si necesitas algo, avísame. Mientras tanto, mucho ojo.
Coven colgó.