33

—Cambio de planes —dijo Lash, inclinándose hacia el taxista—. Déjeme aquí mismo, por favor.

Esperó a que el taxi cruzase Columbus Circle y se acercara al bordillo para pagar y bajar. Lo vio perderse en un mar de coches amarillos idénticos. Lentamente, con las manos en los bolsillos de la americana, subió por Central Park West.

No se explicaba del todo su decisión de bajar varias manzanas antes del restaurante. Debían de ser las ganas de no toparse con ella en la entrada. Pero ¿por qué? ¿De qué era señal? De controlar la situación: quería verla primero, y establecer su propio espacio antes del encuentro. Señal de nerviosismo.

Si su estado de ánimo hubiese sido diferente, quizá se hubiera tomado el autoanálisis a broma, pero estaba claro que respiraba demasiado deprisa, y que tenía el pulso acelerado. Christopher Lash, eminente psicólogo curtido en un centenar de crímenes, estaba nervioso como un adolescente en su primera cita.

Los nervios habían empezado por la mañana, lentamente, con el impulso de coger el teléfono y llamar a Tavern on the Green. La reserva ya la había hecho Eden, pero Lash quería elegir personalmente el comedor. Levantar el auricular y volver a colgarlo había sido todo uno. ¿Qué prefería? ¿El Crystal Room, con su deslumbrante colección de arañas? ¿O el ambiente más rústico del Rafters Room? Resultado: diez minutos para decidirse, y quince al teléfono nombrando a conocidos y engatusando a la encargada de reservas para conseguir la mejor mesa.

No era su manera de ser. Las pocas veces que salía a cenar, nunca le importaba dónde lo sentasen. Claro que tampoco era muy propio de él mirarse en el cristal de una parada de autobús —que era lo que estaba haciendo—, ni preocuparse de que la corbata estuviera pasada de moda, o no conjuntara bien, o ambas cosas…

Seguro que Eden ya tenía previstas esas reacciones. Seguro que en circunstancias normales lo habrían sometido a una charla previa, con objetivos tranquilizadores, pero las circunstancias no eran normales; por alguna razón, la empresa que nunca cometía errores se había equivocado, y ahora Lash caminaba a las ocho en punto de la tarde por Central Park West, absorto —por primera vez en varios días— en algo que no eran las muertes de los Thorpe y los Wilner.

Donde la calle Sesenta y siete Oeste desembocaba en Central Park, vio titilar un gran número de luces blancas entre los árboles. Tras esquivar varias limusinas, llegó a la puerta del restaurante. Antes de entrar, se alisó la americana y comprobó que no se le hubiera caído el pin de Eden. Hasta en un detalle tan ínfimo como el del pin había tardado varios minutos en elegir el mejor sitio de la solapa, y en asegurarse de que fuera visible, pero no demasiado ostentoso. Tenía la boca seca, y las palmas de las manos sudorosas. Se las secó en la parte trasera de los pantalones, incómodo, y se acercó al bar con paso largo y decidido.

«Al final, todo se reduce a esto», pensó. Curiosamente, con todo el tiempo que había dedicado a su propia evaluación, y a estudiar a Eden y las superparejas, no había invertido ni un minuto en pensar cómo debía de ser la espera, la curiosidad por el aspecto físico de la supuesta pareja perfecta… Ni un minuto hasta el día de la cita, en el que prácticamente no había pensado en nada más. La vida le había enseñado con dureza cómo no era su pareja perfecta: como Shirley, su ex mujer, incapaz de perdonar la debilidad humana, y de aceptar la tragedia. ¿Cómo, entonces? ¿Una mezcla de novias anteriores? ¿Un compuesto generado por su subconsciente? ¿Sería una amalgama de sus actrices más admiradas? La desenvoltura de movimientos de Myrna Loy, la belleza de Claudette Colbert…

Se quedó en la entrada del bar. Había varias mesas ocupadas por parejas o pequeños grupos que hablaban en voz alta. En el bar había clientes solos, y…

La vio. Al menos pensó que debía de ser ella, por la simple razón de que tenía un pin idéntico al suyo en el vestido. También porque lo miraba, y porque se había levantado del taburete para acercarse sonriendo.

No, no podía ser. No cuadraba con ninguna de sus expectativas. No era una Myrna Loy de pelo castaño y cuerpo esbelto, sino una mujer alta y de pelo azabache, sobre los treinta y cinco años, con unos ojos picaros de color avellana. Lash no recordaba haber salido con ninguna chica quince o veinte centímetros más alta que él.

—Christopher, ¿no? —dijo ella, dándole la mano. Señaló el pin con la cabeza—. Reconozco el accesorio.

—Sí —contestó—. Y tú eres Diana.

—Diana Mirren.

Su acento también le sorprendió: una voz melosa de contralto, con una musicalidad típicamente sureña.

El intelecto de las mujeres sureñas siempre le había inspirado un desprecio totalmente irracional, como su acento, que le daba dentera. Empezó a preguntarse si el proceso de emparejamiento había sido tan erróneo como su incorporación al Tanque.

—¿Entramos? —propuso.

Diana se colgó el bolso en el hombro. Fueron a hablar con la encargada de las reservas.

—Lash y Mirren, para las ocho —dijo él.

La mujer del otro lado de la mesa consultó un libro muy grande.

—Ah, sí. En el Terrace Room. Síganme, por favor.

Lash había elegido el Terrace Room porque le parecía un marco más íntimo, con molduras artesanas en el techo y unos grandes ventanales con vistas a un jardín privado. El camarero que les hizo sentarse llenó sus copas de agua y se retiró con una inclinación, dejando dos cartas en la mesa.

Al principio, ninguno de los dos habló. Sus miradas se encontraron, y ella se rio.

—¿Qué pasa? —preguntó Lash.

Diana negó con la cabeza y cogió la copa de agua.

—No sé. Es que… no eres como esperaba —respondió.

—Supongo que soy más viejo, más flaco y más paliducho.

Ella volvió a reírse, algo ruborizada.

—Perdona —dijo él.

—Bueno, ya nos dijeron que no tuviéramos prejuicios, ¿no?

Lash, a quien no le habían dicho nada, se limitó a asentir.

Vieron llegar al sumiller, con su tastevin de plata colgado al cuello.

—¿Desean algo de la carta de vinos?

Lash miró a Diana, que asintió con entusiasmo y dijo:

—Decide tú. A mí me encanta el vino francés, pero no es que lo conozca mucho.

—¿Un burdeos, por ejemplo?

Naturellement.

Lash cogió la carta de vinos y le echó un vistazo.

—Tomaremos el Pichon-Longueville.

—¿Pichon-Longueville? —preguntó Diana, después de que se fuera el sumiller—. ¿El supersecond de Pauillac? Parece que es buenísimo.

—¿Supersecond?

—Sí, ya sabes: con todas las cualidades de un premier cru, pero más económico.

Lash dejó la carta en la mesa.

—Creía que no sabías mucho de vinos.

Diana bebió un poco más de agua.

—Bueno, muchísimo menos de lo que debería.

—¿Por qué?

—Porque el año pasado fui seis semanas a Francia y pasé una en la región de los vinos.

Lash silbó.

—Lo que me da vergüenza es acordarme de unas cosas y no de otras. Por ejemplo, me acuerdo de que el château más bonito era el de Beychevelle, pero no me preguntes por las mejores cosechas.

—De todos modos, creo que te corresponde el título de degustadora oficial de la mesa.

—Bueno, no digo que no.

Diana volvió a reírse.

Normalmente a Lash no le gustaba la gente que reía demasiado fuerte y a menudo. Solía ser una excusa para no decir algo con palabras. La risa de Diana, sin embargo, era contagiosa. Lash sonrió sin darse cuenta.

Cuando volvió el sumiller con la botella, Lash le señaló a Diana, que miró la etiqueta, hizo girar el vino en la copa y se la acercó a la boca con una irónica exhibición de gravedad. El siguiente en volver fue el primer camarero, que recitó una larga lista de platos del día. El sumiller llenó las copas y se fue. Diana levantó la suya mirando a Lash.

—¿Por qué brindamos? —preguntó él.

«Dirá “por nosotros”. Es lo típico».

—¿Por los travestís? —contestó Diana con su meloso acento.

A Lash casi se le cayó la copa.

—¿Qué?

—¡Cómo! Pero ¿no te has fijado?

—¿En qué?

—En la escultura. ¡Sí, la de la fuente de delante del edificio de Eden! Una estatua rodeada de pájaros y ángeles. El día que la vi me pareció lo más raro del mundo. No sabía si era un hombre o una mujer.

Lash negó con la cabeza.

—Pues suerte que se fijó uno de los dos. Es Tiresias.

—¿Quién?

—Un personaje de la mitología griega. Tiresias es un hombre que se convirtió en mujer, y luego otra vez en hombre.

—¿Qué? ¿Porqué?

—¿Por qué? Eso no se pregunta. Cosas que pasaban en Tebas. Resulta que Zeus discutía con Hera sobre quién disfrutaba más con el sexo, los hombres o las mujeres, y, como Tiresias era el único que había probado las dos cosas, lo llamaron para zanjar la discusión.

—¿Y?

—Pues que a Hera no le gustó lo que dijo Tiresias, y lo dejó ciego.

—Típico.

—A Zeus le supo mal, y concedió a Tiresias el don de la profecía.

—Todo un gesto. Pero te has saltado algo.

—¿El qué?

—Lo que dijo Tiresias para enfadar a Hera.

—Dijo que las mujeres disfrutan más del sexo que los hombres.

—¿Ah, sí?

—Sí, nueve veces más.

«Ya volveremos sobre el tema», se dijo Lash, y levantó la copa.

—Pues brindemos, brindemos. Pero ¿no debería ser por los hermafroditas?

Diana se lo pensó.

—Tienes razón. Venga, por los hermafroditas.

Hizo chocar su copa con la de Lash.

Lash probó el vino y lo juzgó excelente. Decidió que se alegraba de que Diana no fuera tan guapa como Claudette Colbert. Lo habría intimidado.

—¿De dónde has sacado la anécdota? —preguntó.

—La verdad es que ya la sabía.

—A ver si lo adivino: en el viaje por Francia leíste un manual de mitología.

—No exactamente. Digamos que forma parte de mi trabajo.

—¿Ah, sí? ¿Qué trabajo?

—Doy clases de literatura inglesa en la Universidad de Columbia.

—Buena universidad —dijo Lash, impresionado.

—De momento solo soy auxiliar, pero cuenta para la titularidad.

—¿Cuál es tu especialidad?

—Bueno, yo diría que el romanticismo. La poesía lírica.

Lash sintió un estremecimiento peculiar, como si algo se despertara en su interior. En la universidad, antes de ser absorbido por la psicología y las exigencias del posgrado, le habían gustado mucho los románticos.

—¡Qué interesante! Resulta que estos días estaba leyendo a Bashō. No es que sea exactamente un romántico, pero…

—Bueno, a su manera sí. El mejor poeta japonés de haikus.

—No sé, pero se me han quedado los poemas en la cabeza.

—Es lo que pasa con los haikus, que son muy traicioneros. Parecen poca cosa, pero luego te vuelven a la memoria por cualquier tontería.

Lash pensó en Lewis Thorpe. Bebió un poco de vino y recitó:

Mudo delante

de estos retoños de la primavera

bajo el fulgor del sol.

Diana dejó de sonreír, y puso cara de concentración.

—Otra vez, por favor —susurró.

Lash no se hizo de rogar. Al final del poema, se quedaron callados, pero no fue un silencio incómodo, sino un agradable paréntesis de contemplación. Lash miró las otras mesas, y los colores suntuosos del crepúsculo en el parque. Se le había pasado el nerviosismo sin darse cuenta.

—Muy bonito —dijo finalmente Diana—. Yo he vivido momentos así. —Hizo una pausa—. Me recuerda otro haiku de Kobayashi Issa, un autor de más de un siglo después.

Recitó:

Insectos en la rama

flotando río abajo;

aún cantan.

En ese momento volvió el camarero.

—¿Ya han decidido lo que desean pedir?

—Pues la verdad es que ni siquiera hemos abierto la carta —dijo Lash.

—Muy bien.

Se fue con otra reverencia.

Lash volvió a mirar a Diana.

—La cuestión es que son muy bonitos, pero no acabo de entenderlos.

—¿No?

—Bueno, superficialmente supongo que sí; pero son como enigmas con un significado más profundo que se me escapa.

—Es el gran problema. Mis alumnos siempre me lo dicen.

—Pues acláramelo.

—Te los planteas como si fueran epigramas, pero los haikus no son pequeños enigmas que haya que resolver. Para mí son justo lo contrario: un juego para la imaginación, lleno de insinuaciones que dicen mucho más de lo que realmente parece. No busques un único significado; piensa en puertas que se abren.

—Puertas que se abren —repitió Lash.

—Hablando de Bashō, ¿sabes que escribió el haiku más famoso de todos los tiempos? Solo se compone de diecisiete sonidos, como todos los haikus tradicionales, pero ¿sabes? Lo han traducido al inglés de más de cincuenta maneras, y ninguna traducción se parece a las demás.

Lash sacudió la cabeza.

—Increíble.

Diana volvió a sonreír.

—Es lo que quería decir con lo de puertas que se abren.

El comentario dio paso a otro silencio más breve, en que se les acercó un camarero para llenar la copa de Lash.

—¡Oye, parece mentira! —dijo Lash cuando estuvieron solos.

—¿El qué?

—Hemos hablado de vino francés, de mitología griega y de poesía japonesa, y aún no me has preguntado a qué me dedico.

—Ya, ya lo sé.

Volvió a sorprenderle que Diana fuera tan directa.

—¿No suele ser el primer tema de conversación en las primeras citas?

Diana se inclinó.

—Exacto. Por eso esta cita es tan especial.

Justo entonces Lash cayó en la cuenta de que no necesitaban hacerse las típicas preguntas de las citas a ciegas. Eden ya se había encargado de todo. Ahora solo les esperaba un largo viaje de descubrimiento. Fue una idea muy liberadora.

El camarero volvió y, al ver que seguían sin tocar la carta, se giró con otra reverencia.

—¡Pobre! —dijo Diana—. Aún esperará hacer otro servicio en esta mesa.

—Pues ¿sabes qué? —contestó Lash—. Que creo que está reservada para el resto de la velada.

Diana levantó la mano vacía, imitando un brindis.

—Brindemos por el resto de la velada.

Lash asintió, e hizo algo que no se esperaba ni él: coger los dedos de Diana y llevárselos suavemente a los labios. Miró por encima de los nudillos y vio que Diana abría un poco los ojos, y que su sonrisa se hacía más amplia.

Al soltarle la mano, detectó un olor casi imperceptible. No era de jabón ni de perfume, sino algo propio de Diana, un deje de canela o cobre, u otra cosa que Lash no logró identificar. Algo sutilmente embriagador. Se acordó de lo que había dicho Mauchly en el laboratorio de genética de Eden, sobre los ratones y su peculiarísimo método de elegir pareja a través del olfato, buscando aquella cuyos genes fueran más distintos a los suyos, y se le escapó la risa.

Diana no dijo nada. Se limitó a arquear las cejas interrogantemente.

La respuesta de Lash fue levantar la mano, como había hecho ella anteriormente, pero con la copa de vino.

—Por la diversidad del universo —dijo.