32

Frank Piston, fiscal adjunto, cambió de postura en la silla de madera. En ese momento habría dado cualquier cosa por coger al sádico que compraba el mobiliario del juzgado del condado de Sullivan. Diez minutos, o cinco, en un oscuro callejón le habrían bastado para dejar bien clara su opinión. Había estado en docenas de salas y despachos del juzgado, un edificio de cinco pisos, y todas tenían las mismas sillas raquíticas con asiento plano y respaldo con bultos justo donde no tenía que haberlos. La sala de sesiones de la Junta de Indultos y Libertad Condicional no era ninguna excepción.

Una mirada a su reloj le arrancó un suspiro de desconsuelo. Las seis en punto. Su caso sería el último en ser escuchado, cuando por derecho le correspondía ser el primero de la lista. A fin de cuentas, no había ninguna razón para no despacharlo en cuestión de minutos y mandar a la cárcel a Edmund Wyre para que se pudriera otros diez años. En cambio, tenía que presenciar una docena de casos, cada cual más aburrido. Parecía mentira que un fiscal adjunto tuviera que pasar por eso. Pensar que se le estaba durmiendo el cuerpo del trasero para abajo, cuando ya hacía una hora que se habían ido todos… ¿Para eso había soportado cuatro años de facultad de derecho? ¿Para eso se había gastado cerca de cien mil dólares?

Media hora antes, después del caso del violador en serie, había tenido miedo de que la junta levantara la sesión y lo hiciera volver la semana siguiente para otra tortura, pero al final habían decidido oír los pocos casos que quedaban. Al violador, lógicamente, le habían denegado la condicional. Como a casi todos. Era una junta dura de roer. Piston pensó que si alguna vez delinquía lo más aconsejable sería hacerlo en otro condado.

Por fin llegó su hora. Al conductor borracho que había atropellado a un peatón de edad avanzada (homicidio involuntario con circunstancias agravantes, veinte años) le habían denegado la condicional. Era previsible. Walt Corso, el viejo con cara de vinagre que presidía la comisión, carraspeó.

—A continuación, la Junta de Indultos y Libertad Condicional revisará el caso de Edmund Wyre —dijo, mirando el portapapeles que tenía delante.

Hubo un movimiento general en la mesa de la junta. Piston se fijó en que no faltaba ni uno de los doce miembros, tal y como lo exigía la revisión de un caso de asesinato. Ahora que los parientes del conductor borracho habían salido cariacontecidos de la sala, no quedaba casi nadie, solo la junta, un secretario, algunos funcionarios y Piston. Ni un miserable periodista. Wyre lo tenía más que crudo para salir. Lo sabía todo el mundo. Piston ni siquiera entendía que hubiera pedido tan pronto la condicional, habiendo matado a seis personas.

A su derecha, una puerta comenzó a abrirse. Poco después apareció Edmund Wyre en persona, esposado y con un celador a cada lado.

Piston se irguió en la silla. Aquello no era normal. ¿Había contratado a un abogado? ¿Qué hacía Wyre personalmente allí?

Los que no se sorprendieron fueron los miembros de la junta, que esperaron en silencio a que Wyre fuera conducido ante la mesa. Corso volvió a mirar su portapapeles y apuntó algo.

—Señor Wyre, tengo entendido que pidió asistir a la sesión, pero que ha rechazado los servicios de un abogado o un asesor y prefiere representarse a sí mismo.

—Efectivamente, señor —respondió el preso con respeto.

—Muy bien. —Corso miró a ambos lados de la mesa—. ¿Quién es el agente de la condicional?

Uno de los funcionarios del fondo se levantó.

—Yo, señor.

—Forster, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Acérquese.

Forster se acercó por el pasillo central. Wyre lo miró y asintió con la cabeza.

Corso cruzó los brazos sobre la mesa y se inclinó hacia el agente.

—Debo decirle, Forster, que nos ha sorprendido que este caso pasara la criba.

«No sois los únicos», pensó Frank Piston.

—Las condenas del señor Wyre no eran consecutivas —dijo Forster—. Las está cumpliendo simultáneamente.

—Sí, eso ya lo sé.

Wyre, el asesino, se aclaró la garganta y miró el papel que tenía en la mano.

—Señor —empezó a decir—, había pensado solicitar la libertad condicional por motivos especiales a causa de mi salud…

Eso ya era pasarse de la raya. Wyre era la buena salud personificada. Piston se levantó como un resorte, haciendo chirriar escandalosamente la silla de madera contra el suelo.

Corso lo miró con mala cara.

—¿Desea intervenir, señor…?

—Piston, Frank Piston, fiscal adjunto.

—Ah, sí, el joven Piston. Adelante con su interrupción.

—¿Me permite señalar que las personas condenadas por delitos con agravantes no pueden optar a la modalidad especial de libertad condicional?

—La junta lo tiene en cuenta, gracias. Puede proseguir, señor Wyre.

—Como le estaba diciendo, había pensado pedir la libertad condicional por motivos especiales, pero después me informaron de que no era necesario.

—Es lo que pone en el sumario. —Corso miró al agente—. ¿Le importaría explicarlo, señor Forster?

—El señor Wyre ha acumulado un período excepcionalmente largo de buena conducta; el máximo permitido, para ser exactos.

Piston se irguió aún más. Pero ¿qué estaban diciendo? ¡Con la de comentarios que le habían llegado sobre los problemas que causaba Wyre en la cárcel! Era el peor de los criminales: un asesino insensible y listo como un zorro. Se pasaba todo el día enfrentando a los presos entre sí, provocando peleas y motines y sembrando la discordia entre los vigilantes. Por no hablar de una larga serie de asesinatos en la propia cárcel… Las cuchilladas a otros presos no eran precisamente una modalidad de remisión de pena, aunque no hubiera pruebas.

—Dicha buena conducta, sumada a los trabajos comunitarios de Wyre y su participación en programas laborales y grupos de rehabilitación, ha adelantado la fecha en que podía optar a la libertad condicional, con supervisión obligatoria incluida, claro está, al 29 de septiembre de este año.

Piston sintió una sacudida, y al instante se puso de pie otra vez. Solo faltaban dos días para el 29 de septiembre. «¿Que Wyre puede optar a la condicional? ¿Tan pronto? Imposible».

Corso lo miró.

—¿Tiene algo que añadir, señor Piston?

—No. Bueno, sí: que la buena conducta es un privilegio, no un derecho. No modifica el hecho de que Wyre, aquí presente, matara a seis personas, entre ellas dos policías.

—¿Olvida, señor Piston, que el señor Wyre, aquí presente, fue condenado por el asesinato de una sola persona?

Piston soltó una palabrota para sus adentros. Era verdad. A Wyre solo lo habían juzgado por el asesinato de su última víctima. Se debía a una serie de tecnicismos jurídicos y un mal uso de las pruebas. Aunque en retrospectiva pareciera insensato, el fiscal del distrito había preferido una condena segura al riesgo de que Wyre quedara libre por poca solidez en las pruebas. Hasta la prensa había puesto el grito en el cielo. ¿Tan mala memoria tenían los tipejos de la junta?

Lo que dijo en voz alta fue:

—No, señor, no lo olvido. Solo pido que se tomen en cuenta las circunstancias de los asesinatos, las características de las atrocidades de Wyre…

—Señor Piston, ¿está diciéndole a la junta cómo debe cumplir su cometido?

Piston tragó saliva.

—No, señor.

Corso enarboló un fajo de papeles.

—¿Tiene todos los datos de la sesión? ¿Está en posesión del sumario?

—No, señor.

—Entonces, joven, siéntese y muérdase la lengua hasta que tenga algo que valga la pena decir.

Wyre se giró para mirar a Piston. Fue una simple mirada, que duró muy poco, pero dejó helado al fiscal adjunto. Era la mirada de un gato a un canario. A continuación, el preso volvió a sonreír a la junta.

Afectado por el hecho de que Wyre optara a la libertad condicional, y por su mirada, Piston intentó tranquilizarse y pensar con lucidez. No había que olvidar a quién tenían delante. Todo el mundo sabía que a los policías los había matado Wyre. Les había tendido una emboscada. De hecho, sus planes incluían el asesinato de un agente del FBI. Eso difícilmente se le olvidaría a Corso, que era tan severo como se lo permitía su cargo de jefe de la junta. En todo caso, primero habría que pasar por todos los detalles del sumario. Parecía difícil que Wyre los superara.

Fue como si Corso le leyera el pensamiento.

—Muy bien, señor Forster, pasemos al sumario. Toda la junta ha tenido la oportunidad de consultarlo, y debo decir que nos han sorprendido un poco sus conclusiones.

—Lo entiendo perfectamente, señor, pero me he ceñido a la evaluación y los datos pertinentes.

—¡No, señor Forster, si no es que ponga nada en duda! Siempre ha demostrado la máxima escrupulosidad en los sumarios. Ocurre, simplemente, que… nos sorprende un poco. —Corso hojeó el informe—. Los perfiles sociales, los tests psicológicos, el historial de adaptación institucional del preso… Nunca había visto puntuaciones así.

—Yo tampoco, señor —dijo Forster.

A Wyre, que estaba al lado del agente, le brillaron los ojos.

—Los testimonios que aporta son igual de llamativos.

—Todos proceden de la base de datos, señor.

—Mmm. —Corso echó un vistazo a las últimas páginas del documento y lo dejó en la mesa—. De todos modos, no sé por qué nos sorprendemos tanto. A fin de cuentas, si estamos aquí es porque creemos en la eficacia de nuestro sistema penitenciario, ¿no? Hemos hecho un gran esfuerzo por acercar estos servicios y estas oportunidades de rehabilitación a nuestros presos. Entonces, ¿por qué nos admira tanto encontrar un caso en que ha funcionado la rehabilitación, un éxito?

«Dios mío», pensó Piston. Solo había una cosa que pudiera inducir a Corso a la benevolencia: que le pusieran delante la zanahoria de un ascenso. El Corso jefe de la junta de indultos era el mismo Corso que aspiraba a un escalio en la asamblea, y que Edmund Wyre pasara de ser un asesino sádico a un ciudadano arrepentido y reformado sería un triunfo personal incomparable.

Imposible. Wyre era una víbora, un loco peligroso. «¿Qué contiene el sumario? ¿Qué ha pasado con los tests?».

—Señor —dijo Wyre, mirando mansamente a Corso—, a la luz de todo ello quisiera solicitar que la junta dé el visto bueno a mi petición de libertad condicional, establezca una fecha para mi excarcelación y formule un plan de supervisión.

Piston, cada vez más incrédulo, vio que Wyre volvía a consultar el documento que tenía en la mano. «Tiene el proceso dominado. Lo ha entrenado alguien. Le han enseñado los documentos que tenía que leer. ¿Quién?».

Se levantó impulsivamente por tercera vez.

—¡Señor Corso! —exclamó.

Corso lo miró con expresión ceñuda.

—¿Ahora qué pasa?

Piston movió la boca, pero no le salieron las palabras. Entonces Wyre giró la cabeza con toda naturalidad, y cuando su mirada encontró la de Piston entrecerró los ojos y se relamió los labios lentamente: primero el de arriba y después el de abajo.

Piston se dejó caer en la silla. Mientras se reanudaban las intervenciones en la parte delantera de la sala, metió la mano en el bolsillo, sacó el teléfono móvil y llamó al despacho. Le salió el contestador, como esperaba. Empezó a marcar el número privado de su jefe, pero lo dejó a medias. El fiscal del distinto estaba en el campo de golf, jugando una partidita, y tendría el teléfono desconectado, como siempre.

Se lo guardó en el bolsillo con movimientos lentos, como si estuviera soñando, y volvió a mirar a la junta. Parecía eso, un sueño; una de esas pesadillas en que se ve ocurrir algo terrible, en que se ve cernirse una tragedia, una catástrofe, y por alguna razón es imposible moverse e intervenir. Una pesadilla en la que se tienen las manos atadas.

El parecido no iba más allá. Piston sabía que siempre se acaba despertando de las pesadillas, mientras que de eso nunca se despertaría.