30

—Oye, ¿has visto mi neceser? —preguntó Kevin Connelly.

—Debajo del tocador, en la segunda estantería. A la izquierda.

Kevin atravesó la habitación, iluminada con débiles rayos de luz que entraban por las ventanas, y se arrodilló delante del tocador. En efecto, el neceser estaba al fondo de la segunda estantería. En otra época se habría pasado media hora buscándolo, y dejando el dormitorio patas arriba, pero Lynn tenía una memoria fotográfica para la situación de cualquier objeto de la casa. No era algo que controlara voluntariamente; simplemente sucedía. Quizá fuera una de las razones de su facilidad para los idiomas.

—Eres un tesoro —dijo Kevin.

—Seguro que eso se lo dices a todas.

La miró sin levantarse del tocador. Ella estaba frente al armario, mirando una larga hilera de vestidos. Kevin observó cómo descolgaba uno, lo giraba en el colgador, lo dejaba en su sitio y cogía otro. Su manera de mover los brazos, grácil y natural, seguía cautivándolo. La semana anterior, su madre lo había ofendido profundamente al llamarla «mona». ¿Mona? Era la mujer más guapa que había visto en su vida.

Lynn cogió un vestido y lo llevó a la cama, donde había una maleta grande de tela. Lo dobló por la mitad con un rápido movimiento y lo metió en la maleta.

Kevin se había tomado la tarde libre para ayudar a su mujer a hacer el equipaje para el viaje a las cataratas del Niagara. Era una especie de placer culpable, que por alguna razón le avergonzaba confesar a los demás. Siempre que salían de viaje, hacían las maletas con un par de días de antelación, como si fuera una manera de alargar las vacaciones. En eso Kevin siempre había sido previsor, por la misma razón por la que siempre le había gustado llegar pronto al aeropuerto; pero de soltero lo hacía con prisas, descuidadamente, mientras que Lynn le había enseñado que preparar el equipaje era un verdadero arte, que no admitía precipitaciones. Ahora el proceso se había convertido en uno de los pequeños rituales íntimos que componían su matrimonio.

Se levantó, se acercó a Lynn por la espalda y rodeó su cintura con los brazos.

—Piensa —dijo, acariciándole una oreja con los labios—: dentro de un par de días estaremos en el Pillar and Post, delante de la chimenea.

—Mmm.

—Desayunaremos en la cama. Puede que también comamos en la cama. ¿Te gusta la idea? Si juegas bien tus cartas, hasta es posible que te toque un postre.

Lynn respondió apoyando la cabeza con cierto cansancio en el hombro de su marido.

Kevin, que conocía los estados de ánimo de su mujer tan bien como los suyos, se apartó.

—¿Qué te pasa? —preguntó rápidamente—. ¿Tienes migraña?

—Puede ser que me empiece. Espero que no.

Él la hizo girarse y le dio un beso en cada sien.

—Vaya mujer perfecta, ¿eh? —dijo ella, ofreciéndole los labios.

—Eres la esposa perfecta. Mi esposa perfecta.

Lynn le sonrió y volvió a apoyar la cabeza en su hombro.

Llamaron al timbre.

Kevin se apartó con suavidad, salió al pasillo y bajó por la escalera, mientras oía los pasos sigilosos y más lentos de Lynn.

En la puerta había un hombre con un paquete enorme.

—¿El señor Connelly? —dijo—. Firme aquí, por favor.

Kevin firmó en el lugar señalado y cogió el paquete.

—¿Qué es? —preguntó Lynn, después de verlo dar las gracias y cerrar la puerta.

—No lo sé. ¿Quieres abrirlo?

Kevin le dio el paquete, y sonrió al verla arrancar el envoltorio. Apareció un celofán de color claro, seguido por una cinta roja y ancha, y luego paja trenzada.

—¿Qué es? —preguntó—. ¿Una cesta de fruta?

—Sí, pero no una fruta cualquiera —dijo Lynn, emocionada—. Mira la etiqueta. ¡Es pera roja de Ecuador! ¿Tú sabes lo cara que está?

Su expresión hizo sonreír a Kevin. A Lynn le encantaban las frutas exóticas.

—¿Quién puede haberlo enviado? —preguntó ella—. No veo ninguna tarjeta.

—Sí, detrás hay una muy pequeña. Mira. —Kevin la sacó de entre dos tiras de paja y leyó en voz alta la inscripción—: «Felicidades y nuestros mejores deseos para su cumpleaños».

Lynn se acercó. Ya no se acordaba del dolor de cabeza.

—¿De quién es?

Kevin le dio la tarjeta. No había ningún nombre, pero llevaba impreso el elegante signo de infinito que usaba Eden como logotipo.

Lynn abrió mucho los ojos.

—Pera roja de Ecuador. ¿Cómo lo han sabido?

—Lo saben todo. ¿No te acuerdas?

Lynn sacudió la cabeza y empezó a quitar el celofán del cesto.

—No tan deprisa —la regañó Kevin en broma—. ¿Se te ha olvidado que tenemos algo pendiente arriba?

La cara de Lynn también se iluminó con una sonrisa. Dejó la cesta y siguió a Kevin por la escalera.