28

Cuando las puertas del ascensor se abrieron en el ático que coronaba el rascacielos interior de Eden, Richard Silver lo estaba esperando.

—¡Christopher! —exclamó—. ¿Cómo está?

—Gracias por recibirme con tan poca antelación —contestó Lash, mientras se estrechaban la mano.

—Faltaría más. Ya tenía ganas de volver a hablar con usted de nuevo.

Silver llevó a Lash a un asiento. El sol entraba oblicuamente por las ventanas, realzando las antiguas máquinas y dorando la gran habitación.

—También me alegro de tener la oportunidad de disculparme personalmente —dijo Silver cuando se sentaron—. Mauchly me contó lo de la carta en que le dieron el sí. Es la primera vez que cometemos un error así. Aún no hemos descubierto el fallo. Claro que ninguna explicación podría hacerlo menos humillante, para usted y para nosotros…

Lash miró a Silver, que se había callado, y volvió a chocarle su falta de artificiosidad. Parecía sinceramente preocupado por los sentimientos de Lash, rechazado como aspirante e informado por error de que le habían encontrado una pareja. Ahí arriba, en su nido, absorto en incesantes investigaciones, quizá se hubiera librado de la deshumanización común a todas las empresas.

Silver lo sorprendió mirándolo.

—Como comprenderá, he dado instrucciones a Mauchly de que anule el emparejamiento y se ponga en contacto con la mujer, cuyo nombre lamento no recordar, para informarle de que le buscaremos otra pareja.

—Se llama Diana Mirren —aclaró Lash—, pero no he venido a hablarle de eso.

Silver puso cara de sorpresa.

—¿Ah, no? Pues disculpe que lo haya dado por sentado. Explíqueme por qué ha venido.

Lash titubeó. A causa de la fatiga —y del Seconal de la noche anterior—, la decisión que había tomado ya no le parecía tan clara.

—Quería decírselo personalmente —dijo al fin—. Creo que ya no puedo seguir.

—¿Con qué, si puede saberse?

—Con la investigación.

Silver frunció el entrecejo.

—Si es cuestión de dinero, estaremos encantados de…

—No, no es eso. Ya me han pagado demasiado.

Silver se apoyó en el respaldo y escuchó con atención.

—Ya llevo dos semanas sin atender a mis pacientes. Eso, en psicología, es una era geológica. Pero hay algo más.

Volvió a vacilar. Si era de esas cosas que normalmente no habría reconocido ni en su fuero interno, ¿cómo comentárselo a otra persona? No obstante, Silver tenía algo —una franqueza sin afectación, y una falta absoluta de arrogancia— que parecía fomentar las confidencias.

—No creo que les sirva de más ayuda. Al principio creía que solo necesitaba acceder a sus archivos, y que encontraría la respuesta mágica en las evaluaciones de los Thorpe. Después de la muerte de los Wilner, tuve la seguridad de que no había sido un suicidio, sino un asesinato. No era el primer asesino en serie que perseguía, y estaba seguro de poder cazarlo, pero ahora me he quedado con las manos vacías. El perfil que hice es contradictorio, y no sirve de nada. Gracias a la colaboración de Eden, ya hemos examinado a todos los posibles sospechosos, candidatos rechazados o empleados. Eran los únicos que podían conocer a ambas parejas. Ahora ya hemos recorrido todos los caminos, al menos los que podían recorrerse con mi ayuda. —Dio un suspiro antes de continuar—. Quería decirle otra cosa. No me gusta reconocerlo, pero es así: el caso me afecta demasiado. En mis últimos tiempos en el FBI, me pasaba lo mismo: el trabajo me absorbía más de la cuenta. Ahora está volviendo a ocurrir, y está perjudicando mi vida personal. Pienso en el caso día y noche, y mire el resultado.

—¿Qué resultado?

—Handerling. Estaba tan cansado, y tan ansioso, que he tenido un desliz.

—No se reproche el interrogatorio de Handerling. No es ningún asesino; nuestros tests lo han confirmado. Pero abusó de su cargo hasta extremos gravísimos, y cometió delitos imperdonables. En determinadas manos, Christopher, la información puede ser peligrosa. Le agradecemos que nos haya ayudado a descubrirlo.

—Yo hice muy poco, doctor Silver.

—¿No le dije que me llamara Richard? Se infravalora.

Lash negó con la cabeza.

—Mi consejo es que acudamos a la policía, aunque no estoy seguro de que pudiéramos convencerlos de que se ha cometido un crimen. —Se levantó—. Ahora bien, si es cierto que se trata de un asesino en serie, no tardará en volver a actuar. Podría hacerlo hoy mismo, y no quiero que pase siendo yo el responsable. No quiero esperar sentado como un testigo impotente.

Silver, cuyo expresión hasta el momento había sido de preocupación, sonrió y dijo:

—Bueno, impotentes del todo no es que estemos. Supongo que ya sabe que Mauchly y Tara tienen equipos de seguridad vigilando discretamente al resto de las superparejas.

—Sí, pero hay asesinos que no se dejan obstaculizar por eso.

—De ahí que un servidor haya tomado medidas adicionales.

—¿Qué quiere decir?

Silver se levantó.

—Venga.

Se acercó a una puertecita que Lash no había visto, empotrada con ingenio en la pared de estanterías. Al abrirse sin ruido, la puerta reveló una escalera estrecha con la misma moqueta que el resto de la sala.

—Usted primero —dijo Silver.

Después de subir, como mínimo, tres docenas de escalones, Lash llegó al principio de un pasillo. Era largo y estrecho, y el contraste con la amplitud casi vertiginosa del piso de abajo le daba cierto aspecto claustrofóbico. No se tenía la sensación de estar en lo más alto de un rascacielos. Podrían haber estado bajo tierra, aunque no por la decoración, elegida con el mismo buen gusto que la de abajo. Las paredes y el techo eran de madera oscura y lustrada. Varios apliques de cobre y nácar difundían una luz discreta.

Silver le indicó que siguiera caminando. Las salas de ambos lados despertaron la curiosidad de Lash, que vio un gimnasio de grandes dimensiones (con todos los accesorios, desde un banco de ejercicios a máquinas de pesas y una cinta para correr) y un austero comedor. Al fondo del pasillo había una puerta negra con un escáner. Silver pasó su pulsera de seguridad por él. Hasta entonces Lash no se había fijado en que también llevara una. La puerta se abrió.

Dentro, la iluminación casi era tan tenue como la del pasillo, pero a diferencia de ella solo procedía de pilotos que parpadeaban, y de varias docenas de pantallas fluorescentes. Se oía un susurro constante, como de aire. Eran muchísimos ventiladores funcionando a la vez. Las paredes más próximas estaban cubiertas por toda clase de componentes: routers, discos RAID, tarjetas gráficas y una infinidad de extraños instrumentos que a Lash no le sonaron de nada. Al otro lado había una docena de terminales con sus correspondientes teclados, alineados muy juntos en una larga mesa de madera, con una sola silla delante. Y, por último, en un rincón había un sillón estrecho y de aspecto sumamente peculiar, que por su forma recordaba al de un dentista, y que quedaba aislado del resto de la sala por una pantalla de plexiglás. Una serie de cables conectaban el sillón a una hilera de instrumentos de diagnóstico. También había un micrófono de solapa con una pinza de plástico.

—Disculpe la falta de sillas —dijo Silver—. Es que soy el único que sube.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Lash, mirando a su alrededor.

—Liza.

Lash se giró rápidamente hacia Silver.

—¡Pero si la vi el otro día! Era el terminal pequeño que me enseñó.

—Sí, también es Liza. Está por todo el ático. El terminal que vio lo uso para determinadas cosas, y esto para las que son más complicadas y exigen acceder directamente a ella.

Lash se acordó de lo que había dicho Tara Stapleton durante el almuerzo en el bar: «Nosotros nunca nos acercamos a los procedimientos o la inteligencia del núcleo. Silver es el único que tiene acceso a ella. Todos los demás usamos la red informática de la empresa». Se fijó en los componentes electrónicos que había por todas partes.

—¿Y si me contara algo más sobre Liza?

—¿Qué le interesaría saber?

—Podría empezar por el nombre.

—Con mucho gusto. —Silver hizo una pausa—. Hablando de nombres, ya me acuerdo de por qué me sonaba el suyo.

Lash arqueó las cejas.

—Lo leí hace un par de años en el Times. ¿No estuvo a punto de ser otra de las víctimas de una cadena de…?

—Exacto. —Lash se dio cuenta enseguida de que lo había interrumpido demasiado bruscamente—. Tiene muy buena memoria.

Se quedaron callados.

—¡Ah, sí, el nombre de Liza! Es una referencia a «Eliza», un programa muy famoso de principios de los sesenta que simulaba un diálogo entre una persona y el ordenador. El programa se basaba en las palabras introducidas por el usuario. Empezaba preguntando «¿Cómo estás?». Si tecleabas «Fatal», el programa contestaba «¿Por qué estás fatal?». Entonces podías teclear: «Porque mi padre está enfermo». Respuesta: «¿Por qué dices eso de tu padre?». Era muy primitivo, y muchas respuestas daban risa, pero me enseñó lo que necesitaba.

—¿El qué?

—Conseguir lo que Eliza se limitaba a fingir: crear un programa… No, la palabra «programa» no es la correcta: un modelo, capaz de interactuar sin fallos con un ser humano. Y que en cierta medida pudiera pensar.

—¿Solo eso? —preguntó Lash.

Lo dijo en broma, pero Silver contestó en serio.

—Aún no está terminado. Lo más probable es que dedique el resto de mi vida a perfeccionarlo, pero desde el momento en que los modelos de inteligencia pudieron funcionar plenamente dentro de un hiperespacio informático…

—¿Un qué?

Silver sonrió tímidamente.

—Perdone. En los primeros tiempos de la inteligencia artificial, todos pensaban que el hecho de que las máquinas pudieran pensar por su cuenta era una simple cuestión de tiempo, pero resultó que los detalles más pequeños eran los más difíciles de implementar. ¿Cómo se programa un ordenador para que entienda los sentimientos de una persona? Yo, en mis estudios de posgrado, propuse una doble solución: por un lado, que el ordenador pudiera acceder a una cantidad altísima de información (una base de conocimiento) y dispusiera de las herramientas necesarias para usarla inteligentemente; en segundo lugar, modelar con silicona y código binario una personalidad lo más real posible, ya que para manejar tanta información sería necesaria la curiosidad humana. Me pareció que si sintetizaba los dos elementos crearía un ordenador capaz de aprender por sí solo; y, si podía hacerlo, también podría aprender a reaccionar como un ser humano. No a sentir, naturalmente, pero entendería lo que es un sentimiento.

Silver hablaba en voz baja, pero con la convicción de un predicador dirigiéndose a sus fieles.

—Teniendo en cuenta que estamos aquí arriba, en lo más alto de su rascacielos privado, deduzco que lo consiguió —respondió Lash.

Silver volvió a sonreír.

—Me pasé varios años casi en punto muerto, como si hubiera un tope en el proceso de aprendizaje de la máquina, pero resultó que era un simple problema de impaciencia. De hecho la máquina aprendía, aunque muy lentamente. Por otro lado, necesitaba más potencia que la de las unidades centrales que podía permitirme en esa época. De repente se abarataron los ordenadores, y apareció ARPANET. Fue cuando el aprendizaje se aceleró de verdad. —Sacudió la cabeza—. Siempre me acordaré de cuando hizo sus primeras incursiones por la red sin mi ayuda, buscando respuestas a varios problemas. Creo que estaba tan orgullosa como yo.

—Orgullosa —repitió Lash—. ¿Con eso quiere decir que es consciente? ¿Que sabe que existe?

—Que sabe que existe está clarísimo. En cuanto a que sea consciente o no, ya entraríamos en un tema filosófico que prefiero no abordar.

—Pero sabe que existe. ¿Qué sabe, exactamente? ¿Que es un ordenador? ¿Que es diferente?

Silver negó con la cabeza.

—Nunca he añadido ningún módulo de códigos en ese sentido.

—¿Qué? —dijo Lash, sorprendido.

—¿Por qué debería pensar que es diferente de nosotros?

—Bueno, he supuesto…

—Un niño, por precoz que sea, ¿duda alguna vez de la realidad de su existencia? ¿Y usted?

Lash hizo un gesto de negación, y dijo:

—Pero aquí de lo que hablamos es de software y hardware. Me suena a falso silogismo.

—Eso en inteligencia artificial no existe. ¿Cómo se puede saber dónde acaba la programación y empieza la conciencia? Una vez, un científico famoso habló de los seres humanos como «máquinas de carne». ¿Eso nos hace superiores? Además, no existe ningún test que demuestre que usted no es un programa que se pasea por el ciberespacio. ¿Qué pruebas tiene?

Silver hablaba con una pasión que Lash nunca le había visto. De repente se quedó callado.

—Lo siento —dijo, con una risa tímida—. Supongo que pienso en estas máquinas bastante más de lo que hablo de ellas; pero, volviendo a la estructura de Liza, usa una modalidad muy avanzada de red neural, una estructura informática basada en el funcionamiento del cerebro humano. Los ordenadores normales están limitados a dos dimensiones, mientras que una red neural existe en tres, a base de anillos concéntricos. Vaya, que se pueden mover los datos en un número casi infinito de direcciones, sin limitarse a un único circuito. —Silver hizo una pausa—. Es mucho más complicado, como comprenderá. Incremento la capacidad de resolución de problemas de Liza usando la inteligencia de enjambre. Las funciones grandes se dividen en subfunciones pequeñas y discretas. Es lo que le permite resolver tan deprisa problemas de tanta envergadura.

—¿Sabe que estamos aquí?

Silver señaló con la cabeza un monitor de vídeo en la parte superior de una pared.

—Sí, pero en este momento su procesamiento no está enfocado en nosotros.

—Ha dicho que necesitaba acceder directamente a Liza para trabajos complicados. ¿Como cuáles?

—Muchos. Ella construye modelos, por ejemplo, y yo los superviso.

—¿Qué clase de modelos?

—De todo tipo. Resolución de problemas, juegos de rol, juegos de supervivencia… Actividades que estimulan el pensamiento creativo. —Silver titubeó—. También uso el acceso directo para tareas más difíciles y personales, como la actualización de software. Pero creo que será más fácil si se lo enseño directamente.

Cruzó la sala, abrió el panel de plexiglás y se sentó en el sillón. Lash vio que se ponía electrodos en las sienes. En uno de los apoyabrazos había un teclado pequeño con un lápiz óptico, y en el otro un botón multidireccional. Silver levantó la mano y bajó un monitor de pantalla plana dotado de un brazo telescópico. Su mano izquierda empezó a moverse por el teclado.

—¿Qué hace? —preguntó Lash.

—Captar su atención.

La mano de Silver se apartó del teclado para ponerse el micro de solapa en el cuello de la camisa.

En ese momento, Lash oyó una voz, que dijo:

—Richard.

Era una voz de mujer, grave y sin acento. Parecía llegar de todas partes y de ninguna, como si hablara la propia habitación.

—Liza —respondió Silver—, ¿cuál es tu estado actual?

—Noventa y ocho coma siete dos siete por ciento de operatividad. En este momento, los procesos están al ochenta y uno coma cuatro por ciento de su capacidad multitarea. Gracias por preguntarlo.

La voz, tranquila y casi serena, apenas delataba su condición digital. Lash tuvo una extraña sensación de déjà vu, como si ya la hubiera oído en algún sitio. Quizá en sueños.

—¿Con quién estás? —preguntó Liza.

Lash observó que la entonación era correcta, con un leve énfasis en el pronombre. Hasta le pareció detectar un matiz de curiosidad. Miró la cámara de vídeo, ligeramente inquieto.

—Con Christopher Lash.

—Christopher —repitió ella, como si paladeara el nombre.

—Liza, me gustaría que ejecutaras un proceso especial.

Lash se fijó en que cuando Silver se dirigía al ordenador lo hacía despacio, cuidando la pronunciación y la sintaxis.

—Muy bien, Richard.

—¿Recuerdas la consulta que te encargué hace cuarenta y ocho horas?

—Si te refieres a la consulta de desviación estadística, mi juego de datos no ha sufrido cambios.

Silver tapó el micro y se giró hacia Lash.

—Ha interpretado mal «recuerdas». A veces todavía se me olvida lo literal que es su enfoque.

Volvió a girarse.

—Necesito que ejecutes una consulta parecida, pero con agentes externos. Los argumentos son los mismos: cruce de datos con los cuatro individuos.

—Schwartz, Thorpe, Torvald y Wilner.

—Correcto.

—¿Cuál es el ámbito de la consulta?

—Ciudadanos estadounidenses entre quince y setenta años de edad y con acceso a ambas localidades en las fechas estipuladas.

—¿Parámetros de obtención de datos?

—Todas las fuentes accesibles.

—¿Prioridad del proceso?

—La máxima, a excepción de los críticos. Es de suma importancia que encontremos la solución.

—De acuerdo, Richard.

—¿Puedes proporcionarme una estimación del tiempo de procesamiento?

—Con una precisión del once por ciento, setenta y cuatro horas, cincuenta y tres minutos, nueve segundos. Aproximadamente ochocientos billones quinientos mil millones de ciclos.

—Gracias, Liza.

—¿Algo más?

—No.

—Iniciaré la consulta ampliada ahora mismo. Gracias por hablar conmigo, Richard.

Mientras Silver se quitaba el micrófono y acercaba nuevamente su mano al teclado, la voz incorpórea volvió a hablar.

—Ha sido un placer, Christopher Lash.

—Igualmente —murmuró Lash.

Sentirse interpelado por la voz, y presenciar la comunicación entre Silver y su ordenador, había sido a la vez fascinante y un poco turbador.

Silver se quitó los electrodos de las sienes, los dejó en su sitio y se levantó del sillón.

—Ha dicho que si sirviera de algo acudir a la policía, lo haría. Pues acabo de hacer algo mejor: he mandado a Liza que busque coincidencias con posibles sospechosos en todo el país.

—¿En todo el país? ¿Eso se puede hacer?

—En Eden sí. —Silver perdió brevemente el equilibrio—. Perdone. Las sesiones con Liza pueden ser algo agotadoras, aunque sean cortas.

—¿Porqué?

Silver sonrió.

—En las películas, la gente habla con ordenadores y los ordenadores contestan como si tal cosa. Puede que dentro de una década sea así, pero de momento cuesta un poco. Requiere tanto ejercicio mental como esfuerzo verbal.

—¿Y los sensores de electroencefalograma que se ha puesto?

—Piense en la biorretroalimentación. La frecuencia y amplitud de las ondas beta o zeta pueden hablar con mayor nitidez que las palabras. Al principio, cuando tenía problemas con Liza y su comprensión del lenguaje, usé el electroencefalograma como un atajo. Se necesitaba una gran concentración, pero evitaba confusiones sobre dobles sentidos, homófonos o matices. Ahora está demasiado integrado en el código heredado de Liza para cambiarlo con facilidad.

—¿O sea, que el único que puede comunicarse directamente con ella es usted?

—Teóricamente también podrían hacerlo otras personas, siempre que tuvieran la concentración y formación debidas, pero de momento no ha surgido la necesidad.

—Si usted lo dice… —contestó Lash—. Yo, si hubiera construido algo tan maravilloso, querría compartirlo con otra gente, científicos que vieran las cosas como yo, y que pudieran usar mi innovación como punto de partida.

—Todo llegará. Tengo la cabeza tan llena de nuevos perfeccionamientos… Y es un trabajo que no tiene nada de banal. De los detalles ya hablaremos en alguna otra ocasión, si le interesan.

Se acercó a Lash y le puso una mano en el hombro.

—Me doy cuenta de lo duro que ha sido para usted. Para mí tampoco ha sido fácil, pero lo hecho, hecho está, y necesito que se quede un poco más. Puede que al final sí que haya sido una extraña tragedia, dos dobles suicidios; quizá tengamos un fin de semana tranquilo. Ya sé que no saberlo es un infierno, pero ahora debemos confiar en Liza. ¿De acuerdo?

Lash guardó silencio unos segundos.

—¿La pareja que me asignó Eden era correcta? ¿No hubo ningún error?

—El único error fue enviar su avatar al Tanque. En sí, el proceso de emparejamiento siguió las pautas habituales. Formarían una pareja perfectamente compenetrada.

La luz tenue y el murmullo de la maquinaria creaban un ambiente onírico y casi fantasmal. A Lash le pasaron varias imágenes por la cabeza: la expresión de su mujer en el observatorio de pájaros del centro Audubon, el día de la ruptura; la de Tara Stapleton en el bar de Grand Central Station al contarle su dilema; la de Lewis Thorpe en la pantalla de televisión de Flagstaff.

Suspiró.

—Bueno, me quedaré unos días más, pero con una condición.

—Diga.

—Que no cancelen mi cena con Diana Mirren.

Silver le apretó el hombro.

—Así me gusta.

Volvió a sonreír fugazmente, pero después pareció tan cansado como Lash.