27

Salvo porque acababan de atravesar la Pared, y por sus medidas de seguridad, la sala en la que estaban podría haber sido una de las que usaba Eden para las reuniones de clase. Todas las sillas de la mesa oval habían sido retiradas, a excepción de la del centro. En el lado más próximo a la entrada había media docena, y unas cuantas más en los rincones.

En la silla solitaria, Handerling, que aún llevaba la cazadora húmeda, miraba a su alrededor con un nerviosismo mal disimulado. Tenía delante a Mauchly, rodeado por Tara Stapleton y dos hombres a quienes Lash no conocía (uno de ellos con bata de laboratorio). Al lado de la puerta había un grupo de vigilantes de seguridad de Eden, a los que había que sumar los del pasillo. Lash, amparado en las sombras, quedó sorprendido por su número; y no eran los vigilantes afables y accesibles del vestíbulo, sino hombres que no sonreían, de mirada fija, mandíbula tensa y finos cables entre las orejas y el cuello. En un momento dado, uno de ellos se abrió la chaqueta para contestar al teléfono móvil, y Lash vio el brillo de un arma.

Un técnico de seguridad manejaba una cámara de vídeo puesta en un carro de grandes dimensiones. En medio de la mesa había una grabadora. Mauchly hizo una señal al de la cámara, y puso la grabadora en marcha.

—Señor Handerling, ¿sabe por qué está aquí? —preguntó—. ¿Y por qué hablamos con usted?

Handerling miró fijamente al otro lado de la mesa.

—No.

Lash observó al sospechoso. En el primer momento, al verse rodeado, había reaccionado con miedo y desorientación, pero ya había tenido tiempo para pensar: al ser entregado por los federales a la seguridad de Eden (con el consiguiente papeleo), durante el viaje en coche al rascacielos, en el laberinto de pasillos por el que habían llegado a aquella sala… Si se parecía en algo a los criminales que conocía Lash, a esas alturas ya tendría un plan en mente.

Los interrogatorios solían compararse con una seducción. Una persona pretendía algo de otra, y a menudo la otra no tenía el menor interés en ceder. Lash tuvo curiosidad por ver cómo actuaría Mauchly en el papel de seductor. Estaba tan nervioso que el corazón le latía con fuerza.

Mauchly miró a Handerling con su calma habitual, dejando que el silencio se alargara, hasta que dijo:

—¿No tiene ni idea? ¿En serio?

—No. Además, no creo que tengan derecho a retenerme y hacerme este tipo de preguntas.

El tono de Handerling era agresivo y malhumorado.

En vez de contestar directamente, Mauchly cogió un fajo de documentos y lo puso sobre la mesa.

—Permítame que le presente a algunas personas antes de empezar, señor Handerling. Tengo a mi lado a Tara Stapleton, de seguridad de sistemas, y al doctor Debney, de la sección médica. Al señor Harrison ya lo conoce. ¿Qué hacía con esa mujer?

El cambio brusco de tema hizo parpadear a Handerling.

—No creo que le importe. Conozco mis derechos, y exijo…

—Sus derechos… —La dureza con que Mauchly habló suscitó una gran expectación—. Están resumidos en este documento que firmó al entrar en Eden. —Cogió el primer legajo y lo empujó hacia el centro de la mesa—. ¿Lo reconoce?

Al principio Handerling no se movió. Luego se inclinó e hizo un gesto de aquiescencia.

—En este contrato vinculante se comprometió, entre muchas otras cosas, a no abusar de su cargo en Eden mediante un uso encubierto de su tecnología. Aceptó respetar la compartimentación de los datos de los clientes, y el estricto código de conducta moral estipulado en nuestro convenio. Todo ello se le expuso en detalle durante las sesiones de orientación, y su firma demuestra que lo entendió.

El tono de Mauchly era monótono, casi aburrido, pero el efecto de sus palabras sobre Handerling no fue desdeñable. El sospechoso lo miró con un brillo de recelo en los ojos.

—Por lo tanto, se lo pregunto por segunda vez: ¿qué hacía con esa mujer?

—Habíamos quedado. No va en contra de ninguna ley.

Lash se dio cuenta de que Handerling ponía todo su empeño en seguir adoptando una actitud de ofendido.

—Depende.

—¿De qué?

En vez de contestar, Mauchly miró la documentación que tenía delante.

—Cuando lo hemos abordado a la salida del bar, su acompañante, que esta tarde, gracias a sus llamadas telefónicas, ha sido identificada como Sarah Louise Hunt, lo ha llamado… a ver, a ver… «puto cotilla de tres al cuarto». ¿A qué se refería, señor Handerling?

—No tengo ni idea.

—Yo, en cambio, creo que la tengo. Una idea más que aproximada.

Lash vio que Tara escribía algo en una libreta, mientras Mauchly observaba al sospechoso. Era un procedimiento estándar: una persona vigilaba atentamente la comunicación no verbal del sospechoso —gestos nerviosos, movimientos oculares…— y tomaba notas de ello. Sin embargo, mientras que la mayoría de los interrogadores prefería atacar de frente con un chorro de preguntas, Mauchly hacía justo lo contrario: sacar provecho del silencio y de la incertidumbre.

Se decidió a salir de su inmovilidad.

—Creo que sabe muy bien lo que quiso decir. Y no es el único. —Volvió a mirar la documentación—. Es probable que también lo sepan Helen Malvolia, Karen Connors, Marjorie Silkwood y media docena de mujeres más.

Handerling se puso pálido.

—¿Qué tienen en común todas esas personas, señor Handerling? Que todas presentaron su solicitud en Eden, y todas fueron rechazadas en la evaluación psicológica por razones similares: poca autoestima, familias disfuncionales, altos niveles de pasividad… En suma, que todas eran víctimas fáciles.

Mauchly había bajado tanto la voz que a Lash le costaba entenderlo.

—También tienen otro punto en común: haber recibido una llamada suya en los últimos seis meses. En algunos casos, ese contacto llevó a un almuerzo o a una copa. En otros fue muchísimo más lejos.

De pronto Mauchly levantó el pesado fajo de documentos y lo dejó caer de nuevo sobre la mesa. Fue un movimiento tan inesperado que Handerling dio un respingo.

En su siguiente intervención, la voz de Mauchly se mantuvo serena.

—Lo tenemos todo aquí: la lista de llamadas desde su casa y el despacho, los pagos con tarjeta de crédito en restaurantes, bares y moteles, las intercepciones de datos confidenciales de Eden desde su terminal… A propósito, ya hemos detectado el fallo de seguridad que aprovechó para entrar en los datos de los clientes a pesar de las barreras. —Mauchly cambió de postura—. En vista de todo ello, ¿desea rectificar su respuesta?

Handerling tragó saliva con dificultad. Le brillaba la frente de sudor, y sus manos se cerraban y se abrían involuntariamente.

—Quiero un abogado —dijo.

—Al firmar este documento renunció al privilegio de la representación legal durante las indagaciones internas de cualquier acto impropio que pudiera cometer. La cuestión, señor Handerling, es que ha puesto en entredicho la integridad de esta empresa y no contento con ello, ni con traicionar nuestra confianza y la de nuestros clientes, lo ha hecho de la manera más mezquina y despreciable. Pensar que ha sido capaz de buscar intencionadamente a las víctimas más débiles, leyendo transcripciones donde ponían al desnudo sus esperanzas y sueños más íntimos, y sus necesidades afectivas más profundas, y que las ha explotado fríamente para satisfacer sus cobardes deseos… Es casi incomprensible.

En el silencio de la sala se oyó un zumbido eléctrico. Handerling se humedeció los labios resecos.

—Yo… —empezó a decir, pero se calló.

—Al final de esta sesión lo entregaremos a las autoridades, junto con las pruebas del delito.

—¿La policía? —exclamó Handerling.

Mauchly negó con la cabeza.

—No, señor Handerling, las autoridades federales.

La expresión de Handerling se volvió incrédula.

—Como bien sabe, Eden tiene convenios de información con determinados organismos del gobierno. Algunos de los datos a los que me refiero son confidenciales. Manipulando en secreto nuestras bases de datos, ha cometido algo que podría considerarse un delito de traición.

—¿Traición? —dijo Handerling con un nudo en la garganta.

—En ese caso sería juzgado por un tribunal federal, ahorrándonos una publicidad incómoda, a nosotros y a nuestros clientes; y, por si no lo sabe, señor Handerling, los presos federales no pueden acceder a la libertad condicional.

La inquieta mirada de Handerling volvió a posarse en Mauchly. Era la mirada furtiva de un hombre acorralado.

—Bueno, vale, es verdad; quedé con todas esas mujeres, pero no les hice nada.

—Entonces, ¿qué le estaba haciendo a Sarah Hunt cuando aparecimos?

—Solo quería que no gritara. No le habría hecho daño. ¡Yo no he hecho nada malo!

—¿Que no ha hecho nada malo? ¿La persecución de mujeres, el uso ilícito de información confidencial y la representación falsa no son nada malo?

—¡Es que no empezó así! —La mirada de Handerling iba de punta a punta de la sala, buscando desesperadamente alguna señal de compasión—. Cuando pasé a ser jefe de limpieza descubrí por casualidad un punto vulnerable en el sistema, y me di cuenta de que podía aprovecharlo para saltarme los límites de nuestra división y juntar bastantes datos para obtener expedientes completos de clientes. Fue pura curiosidad, pura curiosidad…

Parecía la rotura de una presa. Handerling empezó a confesarlo todo: su descubrimiento accidental del fallo, las primeras y tímidas exploraciones, los métodos que había empleado para evitar ser descubierto, las primeras citas… Todo. Mauchly había llevado el interrogatorio con mano maestra. Gracias a una serie de preguntas cebo sobre delitos de poca entidad, había conseguido que Handerling mordiera el anzuelo. Ahora que hablaba, le sería casi imposible parar. Una vez desequilibrada la víctima, Mauchly entraría a matar.

Fue en ese preciso instante cuando Mauchly hizo un gesto imperioso con la mano y Handerling se quedó con la perorata en la boca.

—Todo eso es muy interesante —dijo Mauchly con serenidad—, y querremos oírlo en su momento, pero pasemos a la verdadera razón de que esté aquí.

Handerling se pasó una mano por los ojos.

—¿La verdadera razón?

—Los delitos más graves.

Handerling puso cara de sorpresa, pero no dijo nada.

—¿Podría decirnos dónde estaba el 17 de septiembre por la mañana?

—¿El 17 de septiembre?

—Sí, o el 24 de septiembre a última hora de la tarde.

—Pues… no me acuerdo.

—Se lo recordaré. El 17 de septiembre estaba en Flagstaff, Arizona, y el 24 de septiembre en Larchmont, Nueva York. Ha hecho una reserva de hotel para mañana por la noche en Burlingame, Massachusetts. ¿Sabe qué tienen en común esas tres poblaciones, señor Handerling?

Los dedos de Handerling se aferraron al borde de la mesa con los nudillos muy blancos.

—Las superparejas.

—Muy bien. Cada una de las tres es el lugar de residencia de una de nuestras parejas excepcionalmente perfectas. Bueno, en los dos primeros casos lo eran.

—¿Lo eran?

—Sí, porque los Thorpe y los Wilner están muertos.

—¿Los Thorpe? —dijo Handerling, tan ronco que casi no podía hablar—. ¿Los Wilner? ¿Muertos?

—Por favor, señor Handerling, no perdamos el tiempo. ¿Qué intenciones tenía para el próximo fin de semana?

Pero Handerling no contestó. Se había puesto pálido, de un blanco que con tanta luz era chocante. Lash se preguntó si se desmayaría.

—Si prefiere no decirlo, lo haré yo: lo que ya ha hecho dos veces. Iba a matar a los Connelly. Pero con mucho cuidado, como hasta ahora. Haciendo que pareciera un doble suicidio.

En el silencio de la sala, el único ruido era la respiración laboriosa de Handerling.

—Mató a las dos primeras superparejas por orden —dijo Mauchly—, y ahora tenía planeado perseguir y matar a la tercera.

Handerling seguía sin hablar.

—Lógicamente, lo someteremos a una profunda reevaluación psicológica, pero ya hemos preparado un perfil teórico. A fin de cuentas, sus actos hablan por sí solos. —Mauchly consultó los papeles que tenía delante—. Me refiero a su miedo al rechazo, y al bajo concepto en que tiene su valía personal. Una vez pertrechado de la información que había robado de nuestros archivos, supo perfectamente cómo abordar a las mujeres a quienes eligió y manipuló. Lo curioso es que en algunos casos le saliera mal, incluso con una ventaja tan abrumadora. —Mauchly sonrió con dureza—. Esos encuentros aliviaban su sensación de no saber tratar a las mujeres, pero no servían para mitigar su rabia, provocada por el hecho de que otras personas encontraran la felicidad que a usted se le negaba. Personas a quienes siempre había envidiado. Fue lo que vio en nuestras superparejas. Pasaron a ser el pararrayos de su rabia; una expresión, en realidad, del odio que se tiene a sí mismo, pero retorcido hasta…

—¡No! —chilló Handerling.

Fue una nota aguda, tenue y quejumbrosa.

—Por favor, señor Handerling, no se ponga nervioso.

—¡Yo no los he matado! —Tenía los ojos llorosos—. Vale, es verdad que fui a Arizona; tengo parientes en Sedona, y fui a una boda. Flagstaff quedaba cerca. Y Larchmont solo está a una hora de mi casa.

Mauchly escuchó con los brazos cruzados.

—Quería saberlo. Quería entenderlo. Como los archivos no lo explicaban… No explicaban que se pudiera ser tan feliz, y pensé que si pudiera verlos, si pudiera observarlos a distancia prudencial, quizá pudiera descubrir… Tiene que creerme. ¡Nunca he matado a nadie! Solo quería… solo quería ser feliz, como ellos… Dios mío…

Handerling se dejó caer hasta que su cabeza se estampó en la mesa con un ruido sordo, mientras el llanto hacía temblar todo su cuerpo.

—No hace falta ponerse tan dramático —dijo Mauchly—. Podemos hacerlo con su colaboración o sin ella. Comprobará que lo primero es mucho menos molesto.

Como Handerling no contestaba, Mauchly se inclinó hacia el médico y le susurró algo al oído.

Para Lash, sin embargo, la escena había sufrido un vuelco radical. Ya no atendía a los gimoteos de Handerling ni a los murmullos de Mauchly. Estaba absorto en sus pensamientos. Sintió un escalofrío. Eden podía interrogar y examinar a Handerling todo lo que quisiera, pero él tenía la corazonada de que era inocente; no de perseguir a mujeres —su culpabilidad en el uso abusivo de información confidencial era evidente—, ni de que hubiera espiado a las superparejas de Eden, pero sí de asesinato. Había visto interrogar a bastantes sospechosos para saber si una persona mentía, o si era capaz de asesinar a otra.

Lo peor era no haberse dado cuenta hasta entonces. De repente el esquema que había dibujado en la pizarra, y el perfil teórico que había redactado —y que Mauchly acababa de leer en voz alta—, le parecieron tan endebles como los grabados sobre papel de arroz del estudio de Lewis Thorpe. Estaban llenos de incoherencias y premisas erróneas. Había tenido demasiadas ganas de resolver el terrible rompecabezas antes de que muriera nadie más. Ahora veía el resultado.

Retrocedió un poco más hacia la oscuridad. Un haiku de Bashō se repetía constantemente en su cabeza, eclipsando los gemidos de Handerling:

Se va la primavera

lloran las aves

y son lágrimas los ojos de los peces.

Cuando aparcó su coche en Ship Bottom Road, casi era medianoche. Apagó el motor, bajó y caminó sin prisa hacia el buzón. Desde que había salido del edificio de Eden le rondaba algo por la cabeza, algo que no tenía nada que ver con Handerling, y que se negaba a tomar en consideración. Nunca había estado tan cansado.

Al abrir el buzón, su primera reacción fue de alivio. Esta vez tenía correo. No se lo habían robado. Todo lo contrario: había más de lo normal. Además de folletos y catálogos, encontró como mínimo una docena de revistas: una de moda gay, otra de sadomasoquismo y fetichismo… Todas tenían suscripciones a su nombre y dirección. Entre los sobres había otra docena de acuses de suscripción con peticiones de pago.

Alguien se había dedicado a rellenar peticiones de suscripción a su nombre.

Lo tiró todo a la basura, menos la factura del agua. Evidentemente, Mary English había cambiado de táctica. Era una pena, pero al final quizá no hubiera más remedio que avisar a la policía de Westport.

Al llegar a la puerta encontró un sobre grande en el suelo, donde ponía: EXPRESS - ENTREGA EN MANO junto al logotipo de Eden. «Serán más compromisos de confidencialidad para que los firme», pensó. Se agachó a cogerlo y lo abrió por un lado. La luz de la luna iluminó una sola hoja de papel con un pequeño pin. Sacó la hoja.

Christopher Lash

Ship Bottom Road, 17

06880 Westport, Connecticut

Apreciado señor Lash:

En Eden nos dedicamos a los milagros, pero el honor de anunciarlos es algo de lo que nunca me canso. De ahí el enorme placer con que le escribo para informarle de que el período de selección que siguió a su solicitud y proceso de evaluación, ambos resueltos con éxito, ha dado lugar a un emparejamiento. La persona en cuestión se llama Diana Muren. Ahora le compete a usted averiguar, gustosamente, algo más que su nombre. Pronto tendrá la oportunidad de hacerlo. Tienen ustedes reservada una mesa para cenar en Tavern on the Green el próximo sábado a las ocho. Podrán identificarse mediante los pins adjuntos, que le pedimos llevar en la solapa al entrar al restaurante. Después de eso podrán tirarlos, aunque la mayoría de nuestros clientes los guardan como un preciado recuerdo.

Lo felicito una vez más por haber llegado al final de este viaje. Ahora que se embarca en otro, le deseo lo mejor. Tengo la certeza de que en los meses y años venideros descubrirán que haberlos unido no es el final de nuestro servicio, sino el principio.

Atentamente,

JOHN LELYVELD

Presidente de Eden.