26

—¿De qué se lo acusa? —preguntó el agente del FBI sentado al volante.

—Lo están investigando por cuatro posibles homicidios —contestó Lash.

La lluvia tamborileaba en el techo del coche y chorreaba por las ventanillas. Lash se acabó la taza de café y pensó en ir a buscar otro en el bar más cercano, pero una mirada a su reloj se lo desaconsejó. Ya eran las cinco y diez, y el historial de relaciones humanas indicaba que Gary Handerling casi siempre salía temprano del trabajo.

Miró el retrato de Handerling que había en el asiento de al lado. Era una foto tomada esa mañana por una cámara del punto de control I. Luego miró la avenida Madison, con el rascacielos de Eden al fondo. Sin duda, Handerling sería fácil de reconocer. Era alto y desgarbado —aunque con la barriga un poco fofa—, con el pelo rubio, no muy abundante, y una cazadora amarilla que destacaba sobremanera. Incluso si a Lash se le pasaba por alto, podía contar con que lo reconocería alguno de los otros equipos.

Volvió a observar la foto. Handerling no parecía un asesino en serie. Como la mayoría.

En ese momento se abrió la puerta del copiloto y subió un hombre corpulento con el traje empapado. Se giró para mirar la parte trasera del coche, y Lash se quedó sorprendido al reconocer a John Coven, un antiguo compañero con quien había trabajado en algunos de sus primeros casos.

—¿Lash? —dijo Coven con la misma cara de sorpresa—. ¿Eres tú?

Lash asintió.

—¿Qué, John, cómo te va? —dijo.

—Supongo que no me puedo quejar. Sigo de GS-13, trampeando. En cinco años estaré en Florida pescando sábalos en vez de criminales.

—Me alegro.

Como tantos agentes, estaba obsesionado con la cuenta atrás de la jubilación, y con vivir de su pensión.

Miró a Lash con curiosidad.

—Me dijeron que ya no trabajabas con nosotros, y que te estabas forrando en el sector privado.

Naturalmente, sabía muy bien que Lash ya no estaba en el FBI. También cabía suponerlo al corriente del motivo. Era una simple exhibición de tacto.

—Pues sí —contestó Lash—. Esto es temporal, un pluriempleo, para variar un poco.

Coven hizo un gesto de asentimiento.

—¿Y tú? ¿No es una misión un poco inhabitual para ti? —preguntó Lash, intercambiando educadamente los papeles.

Coven se encogió de hombros.

—Ahora ya no. Esto se ha convertido en una sopa de letras. Con tanto movimiento y tantas reorganizaciones, parece una casa de locos. Nunca sabes con quién trabajarás: Narcóticos, la CIA, Interior, la policía local, las Girl Scouts…

«Sí, bueno, pero no en una empresa privada», pensó Lash. Era la primera vez que veía que una empresa privada usaba al FBI como refuerzo.

—Lo único raro es que la orden procede directamente del jefe —comentó Coven—. No ha seguido las vías normales.

Lash recordó las palabras de Mauchly: «Compartimos nuestra información con determinados organismos del gobierno». Al parecer, la colaboración funcionaba en los dos sentidos.

Durante el día casi no había visto a Mauchly y Tara Stapleton. Había llegado tarde, después de pasarse casi toda la mañana desenredando una trama complicadísima de papeleo, formularios bancarios, informes de agencias de crédito y líos burocráticos, todo con el objetivo de corregir su situación hipotecaria y los números rojos de varias tarjetas de crédito. Justo antes de comer, Mauchly había pasado por su despacho con un paquete grande bajo el brazo, diciendo que Handerling tenía reservado el billete de tren para la tarde siguiente. Por la mañana había hecho una llamada telefónica. Gracias a ella, sabían que había quedado con una mujer a la salida del trabajo. Estaban organizando la vigilancia, y Mauchly había querido que participase. La noche antes había rechazado educadamente las exhortaciones de Lash a que se pusieran en contacto lo antes posible con la policía.

—No es un peligro inminente —había dicho—. Aún necesitamos más pruebas. No se preocupe, que lo estamos vigilando muy de cerca.

Luego había dejado el paquete en la mesa —la solicitud de trabajo de Handerling, su evaluación como empleado y su historial previo— y había dicho:

—Échele un vistazo para ver si cuadra con su perfil. En caso afirmativo, le pediría un breve análisis de personalidad. Podría ser muy útil.

En definitiva, Lash se había pasado toda la tarde consultando el historial del sospechoso. Handerling era un hombre inteligente. Ciertos indicios sutiles, vistos en retrospectiva, permitían suponer que se había preparado cuidadosamente para los tests psicológicos. Todas las preguntas ideadas para descubrir señales de alarma habían recibido respuestas neutras. Las escalas de validez eran aceptablemente bajas en todos los tests; aceptable y uniformemente, lo cual daba a entender que Handerling sabía reconocer las preguntas cuyo objetivo era descubrir mentiras, y que contestaba a todas de la misma manera.

Tanta inteligencia y planificación eran característicos del asesino organizado. De hecho, ¿qué otra cosa podía ser Handerling, si se hacía pasar por un empleado modelo de Eden? Lash llegó a la conclusión de que los elementos desorganizados de los asesinatos se explicaban por la naturaleza excepcional de las víctimas. Estaba claro que dentro de Eden las seis superparejas formadas hasta la fecha casi eran figuras de culto. Sin embargo, para alguien con sentimientos de inferioridad o rabia —alguien, por ejemplo, que hubiera tenido una madre posesiva, o mala suerte en las relaciones personales—, podían ser un motivo de celos, y hasta una válvula de escape para una ira mal encauzada.

Más que conocer a los Thorpe y los Wilner, Handerling sabía que existían gracias a su trabajo en Eden. Era un detalle muy interesante, ya que implicaba la existencia de una nueva subcategoría de asesinos en serie que hasta entonces no había sido identificada. Era un producto de la era de la información, un asesino que buscaba a sus víctimas en las bases de datos. El tema merecía un artículo destacado en el American Journal of Neuropsychiatry, para que rabiara un poco su viejo amigo Roger Goodkind.

Oyó el sonido de una radio en el asiento delantero.

«Unidad siete cero nueve. En posición».

Coven cogió la radio, pero sin levantarla mucho, para que no se viera desde fuera del coche.

—Recibido. —Se giró hacia Lash—. No nos han dado mucha información. ¿Cómo está montado?

—Se supone que Handerling ha quedado con una mujer a la salida del trabajo. Es de lo poco que sabemos.

—¿Cómo se desplaza?

—No se sabe. Puede ser a pie, en metro, en autobús o de cualquier otra manera. Ah, y… —Lash se quedó callado—. Ya lo veo. Es el que está saliendo por la puerta giratoria.

Coven encendió la radio.

—Aquí siete cero siete. A todas las unidades: el sospechoso está saliendo del edificio. Hombre blanco, aproximadamente de un metro ochenta y cinco, con una cazadora amarilla. Manténganse a la escucha.

Handerling se detuvo para echar un vistazo a la avenida Madison y abrió un paraguas grande. Lash resistió el impulso de mirarle la cara. Habían pasado muchos años desde su última misión de vigilancia. Sintió que le latía el corazón a una velocidad incómoda.

—Nuestro hombre es el de ahí —dijo Coven, señalando el quiosco de la esquina con la cabeza.

—¿El del paraguas rojo y el teléfono móvil?

—Exacto. Parece mentira que los teléfonos móviles hayan facilitado tanto la vigilancia. Hoy en día es muy normal ver a alguien hablando por la calle con la mano en la oreja, y los aparatos de Nextel que usamos incorporan características de walkie-talkie para poder emitir para todo el grupo.

—¿Algún otro recurso de vigilancia a pie?

—Sí, en la boca del metro, y en aquella parada de autobús.

«Aquí siete cero nueve —dijo una voz por la radio—. El sospechoso se mueve. Parece a punto de parar un taxi».

Lash se permitió una mirada de reojo por la ventanilla. Handerling se había acercado a la calzada con pasos largos. Extendió un brazo, y un taxi se acercó obedientemente al bordillo.

Coven cogió la radio.

—Aquí siete cero siete. Lo tenemos a la vista. Siete cero dos y siete cero cinco, nos ponemos en marcha.

«Recibido», respondieron a coro varias voces.

El conductor se incorporó al tráfico, a pocos coches de distancia del taxi.

—El sospechoso está girando hacia el este por la calle Cincuenta y siete —dijo Coven con la radio en el regazo, como hasta entonces.

—¿De cuántos coches disponemos? —preguntó Lash.

—De otros dos. De momento evitaremos que nos vea. Iremos manzana por manzana.

El taxi iba despacio a causa de la lluvia y del intenso tráfico. Una de sus ruedas cruzó un bache muy profundo, salpicando la acera de agua marrón. En la avenida Lexington giró bruscamente, cortándole el paso a una furgoneta.

—Gira hacia el sur por Lex —dijo Coven—. Seguimos a cuarenta por hora. Voy a perderlo de vista. ¿Alguien me releva?

«Aquí siete cero cinco —respondieron—. Lo tengo a la vista».

Lash miró por el cristal trasero y vio acercarse un todoterreno en el carril de al lado. A pesar de la lluvia, pudo reconocer a Mauchly en el asiento de la derecha.

El conductor de Coven aceleró con suavidad y adelantó al taxi. Lash reconoció una de las prácticas de vigilancia estándar: usar el máximo número de vehículos a fin de que el sospechoso no se sintiera perseguido. En pocas manzanas darían media vuelta y se incorporarían al final de la cola.

—Siete cero cinco, recibido. —Coven giró la cabeza—. ¿Qué, Lash, cómo se vive en el sector privado?

—Ya no puedo hacer apaños con las multas por exceso de velocidad.

Coven sonrió y le pidió al conductor que se metiera por la Tercera Avenida.

—¿Alguna vez echas de menos el FBI?

—El sueldo no.

—Bien dicho.

«Unidad siete cero cinco —dijeron desde la radio—. El sospechoso va hacia el este por la Cincuenta y cuatro. El coche está parando. Voy a adelantarlo. ¿Quién me releva?».

«Aquí siete cero dos. Hemos aparcado en la esquina del fondo. Mantenemos el contacto visual».

El conductor de Coven aceleró y superó varios cruces sin demasiadas contemplaciones hacia los demás coches.

«Siete cero dos. El sospechoso ha bajado del coche. Está entrando en un bar que se llama Stringer’s».

—Siete cero siete —respondió Coven—. Recibido. Vigila la entrada. Siete catorce, te necesitamos en Stringer’s. Cuarenta y cuatro entre Lex y la Tercera.

«Recibido».

En unos minutos, el coche llegó a una parte de la calle Cuarenta y cuatro donde estaba prohibido aparcar. Lash miró por la ventanilla. A juzgar por el color chillón del toldo, y por los grupos de veinteañeros que había en la puerta, Stringer’s era un bar para jóvenes profesionales.

—Ya llegan —dijo Coven.

Lash vio acercarse por la calle a una pareja joven que no le sonó de nada. Iban cogidos de la mano, compartiendo paraguas.

—¿Vigilancia a pie?

Coven asintió.

La pareja entró en el bar. Un minuto después sonó el teléfono móvil de Coven.

—Siete cero siete —dijo.

Lash oyó claramente la voz del auricular.

«Estamos en el bar. El sospechoso se ha sentado a una mesa del fondo con una mujer blanca, robusta, de un metro sesenta y cinco, jersey blanco y vaqueros blancos».

—Recibido. Mantén el contacto. —Coven guardó el teléfono y se giró hacia la parte trasera del coche, fijándose en la taza de café vacía de Lash—. ¿Otra? —preguntó—. Te invito.

Media hora después, Lash se había enterado de todos los cotilleos del FBI: el fresco que tonteaba con la mujer del jefe de sección, el incordio del nuevo papeleo que se habían inventado en Washington, la poca capacidad de liderazgo de los altos cargos y lo increíblemente verde que era la última remesa de chaquetas. Los partes de los agentes que vigilaban a Handerling en el bar llegaban muy espaciados.

Al cabo de un rato, cuando la conversación comenzaba a decaer, Coven miró al conductor.

—Oye, Pete, ¿por qué no nos traes otro par de cafés?

El agente salió del coche y se acercó a un bar de la misma manzana.

—Pues qué suerte que llueva —dijo Coven.

Lash asintió y miró por el retrovisor. Al otro lado de la calle, media manzana detrás, se divisaba con dificultad la silueta del todoterreno de Mauchly.

Coven, nervioso, cambió varias veces de postura.

—Dime una cosa, Chris —preguntó después de un rato—: el sitio donde te sacas el sobresueldo, Eden… ¿Cómo es?

—Muy interesante —contestó prudentemente Lash.

Si Coven daba muestras de curiosidad, y pretendía sonsacarle información, habría que medir cada palabra.

—Vaya, que si es verdad que cumplen. Que si son tan buenos como dice la gente.

—De momento su historial es estupendo.

Coven asintió despacio.

—En mi grupo de golf hay un tío, un dentista, que es una especie de cenizo. Nunca ha estado casado. Te lo imaginas, ¿no? Siempre intentábamos colocárselo a alguien, pero odiaba todo el rollo de solteros. Al final se reían de él en todo el campo. El caso es que hace un año fue a Eden y ahora no lo reconocerías. Es otra persona. Se ha casado con una mujer que es una joya. Y encima es atractiva. No es que haga muchos comentarios, pero habría que ser muy tonto para no ver que es feliz. Hasta ha mejorado como jugador de golf, el muy cabrón.

Lash escuchó sin hacer comentarios.

—También conozco a un jefe de operaciones, Harry Creamer… ¿Te acuerdas? Un tío legal. Pues hace un par de años se murió su mujer en un accidente de coche, y ahora se ha vuelto a casar. Nunca he visto a nadie más feliz. Se rumorea que también es cosa de Eden.

Coven volvió a girarse. Lash detectó una luz de desesperación en su mirada.

—Voy a serte sincero, Chris: con Annette no es que me vaya demasiado bien. Desde que se enteró de que no puede tener hijos, nos hemos ido distanciando. Ahora veo a mi compañero de golf y a Harry Creamer y empiezo a pensar que veinticinco mil dólares no es tanto, al menos a largo plazo. ¿Qué sentido tiene vivir sin pena ni gloria? Aunque la cagues la primera vez, puedes tener otra oportunidad. —Calló por espacio de un segundo—. Se me había ocurrido que quizá supieras…

De repente sonó el teléfono móvil.

«Siete cero siete, aquí unidad siete catorce, ¿me recibes?».

Coven recuperó enseguida la actitud profesional.

—Aquí siete cero siete. Te escucho, siete catorce.

«El sospechoso está discutiendo con su acompañante. Están a punto de salir».

—Recibido.

Justo en ese momento se abrió la puerta de Stringer’s y salió una mujer caminando deprisa, mientras se ponía un impermeable. Handerling cruzó la puerta para darle alcance.

—A todas las unidades. Sospechoso a pie —dijo Coven por la radio, mientras abría un poco la ventanilla.

La mujer gritó algo a Handerling por encima del hombro. Lash entendió las palabras «puto cotilla de tres al cuarto», pero el resto se perdió en el ruido del tráfico.

Handerling quiso pararla con una mano, pero ella se apartó. Al siguiente contacto, dio media vuelta y levantó una mano para pegarle. Handerling esquivó el golpe y la empujó con rudeza hacia un escaparate.

—Vamos —dijo Coven.

Lash bajó rápidamente del coche y siguió a Coven por la calle, mientras veía con el rabillo del ojo que el agente que se llamaba Pete salía del bar con un café en cada mano. Al ver a Coven en acción, tiró las tazas a una papelera y se sumó a la persecución.

Handerling quedó rodeado en cuestión de segundos.

—Agentes federales —le dijo Coven, enseñando la placa—. Apártese con las manos pegadas al cuerpo.

La expresión de la mujer cambió de golpe, pasando de la rabia al miedo. Retrocedió unos pasos, dio media vuelta y se marchó corriendo.

—¿Le ponemos vigilancia secundaria? —preguntó Pete.

—No. —Era la voz de Mauchly, que estaba detrás, con Tara—. Señor Handerling, soy Edwin Mauchly, de Eden. ¿Nos acompaña, por favor?

Handerling se había puesto blanco. Desconcertado, intentó articular alguna palabra, pero no pudo. Lash vio acercarse a media docena de hombres trajeados. No supo si eran del FBI o de la seguridad de Eden.

—Por aquí, por favor, señor Handerling —repitió Mauchly.

Handerling se irguió en toda su estatura. Parecía a punto de correr. Todos los que lo rodeaban se pusieron tensos.

De repente fue como si se desinflara. Se encorvó visiblemente, asintió con la cabeza y se dejó acompañar por Mauchly al todoterreno.