23

El miércoles por la mañana, cuando Lash entró en el vestíbulo de Eden, cruzó el laberinto de seguridad y se apeó en el piso dieciséis, casi se le hicieron las nueve y media. Recorrió el pasillo de color violeta claro y fue directamente al bar sin pasar por su despacho, que tenía las luces apagadas.

—¿Qué, un café solo como una catedral? —dijo Marguerite, la chica de la barra, que parecía anticiparse a todas las necesidades.

—Tu café exprés es el mejor de toda el área metropolitana, Marguerite. Sueño con él desde que subí al coche.

—Con la de cafeína que te metes en el cuerpo, rey, podrían ponerte ruedas y llegarías solo.

Lash bebió un par de sorbos. El líquido ardiente calentó sus brazos y sus piernas cansadas, y aceleró su corazón. Sonrió a Marguerite y volvió al pasillo.

Le había costado bastante levantarse. Tenía sueño, pero no por cansancio físico. Irónicamente, la urgencia desesperada de la búsqueda parecía tener efectos retardantes sobre su persona. Toda su experiencia le decía que no estaba abordando bien el caso. Era un error leer listados de ordenador en un despacho. ¿Que ayudaban a clasificar y a crear un perfil? Sin duda, pero para cazar a un presunto asesino que podía estar a punto de cometer otro crimen había que salir a la calle, seguir todas las pistas y hablar con familiares y testigos. Estar sentado en un rascacielos, recopilando datos lejos de los cadáveres y de los escenarios de los crímenes, le parecía una locura.

Por desgracia, solo contaba con eso: con la inimitable capacidad de obtener datos de Eden.

Al llegar al despacho, miró por la ventanilla y vio que el montón de cajas de pruebas ya cubría toda una pared. Justo cuando acababa de entrar y dejar la taza en la mesa, llegaron Mauchly y Tara.

—¡Ah, está aquí, doctor Lash! —exclamó Mauchly—. Como ve, el proceso de recogida ha terminado antes de lo esperado.

Tara sonrió a Lash y se acercó al terminal para pasar su pulsera por el escáner. Mientras tanto Mauchly cerró la puerta y bajó las persianas.

—Empezaremos por los tres obsoletos —dijo.

—¿Y si no encontramos al asesino? —respondió Lash.

—Entonces pasaríamos al empleado de Eden, Handerling, aunque parece una posibilidad muy remota.

—Como prefiera.

La perspicacia de Lash con las personas no había logrado despejar el enigma de Mauchly. Su personalidad parecía monocroma, sin el lastre de ningún estado de ánimo, ni de ninguna emoción.

—Empecemos —dijo Tara.

Por primera vez, su actitud era enérgica. La misma situación que a Lash le provocaba lasitud, a ella parecía darle fuerzas.

Se sentaron alrededor de la mesa. Mientras Lash bebía un poco de café, Mauchly abrió la primera de las tres carpetas y dejó su contenido sobre el escritorio.

—Grant Atchison —leyó—. Presentó la solicitud el 21 de julio de 2003. Veintitrés años, caucásico, licenciado en económicas en Rutgers, domicilio en la calle Auburn, número 3143, en Perth Amboy, Nueva Jersey.

—¿Es su casa o la de sus padres? —preguntó Lash.

—La de los padres —respondió Tara, que había cogido algunas hojas y las estaba leyendo por encima.

—De momento, vamos bien.

—Empleado de una fábrica de tintes químicos de Linden. —Mauchly cambió de hoja—. Pasó la primera prueba y vino en agosto para la evaluación, pero fue rechazado por el evaluador principal, el doctor Alicto.

Lash esperó a que Mauchly lo mirase, pero vio que seguía concentrado en los papeles.

—¿Por qué motivo? —dijo Tara.

—Para empezar, hubo muchas respuestas falsas en los tests. Las escalas de validez estaban muy por debajo de los mínimos. —Mauchly leyó en voz alta—: «Dificultades de control de impulsos, trastornos emocionales, anhedonia…». Y sigue.

—Estaba en Arizona la semana en que murieron los Thorpe —afirmó Tara.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Lash.

—Por cinco o seis razones. Pagó con tarjeta un billete de avión por Internet, cosa que consta en la base de datos de la compañía aérea y en la del banco. También quedó registrado en la base de datos de una compañía de alquiler de coches de Phoenix.

Se encogió de hombros, como si fueran datos consabidos.

—Bueno, pero hay un problema. —Mauchly estaba leyendo la última página del expediente—. Aquí consta un trastorno médico. Le realizaron un análisis de sangre enzimático, y hubo contactos con las redes de las aseguradoras. —Miró a Tara—. ¿Podría investigarlo más a fondo?

—Sí, claro. —Tara se acercó al ordenador, y empezó a teclear—. Ingresó por problemas renales en el hospital del condado de Middlesex hace como dos semanas y media. Tuvieron que extirparle un riñón.

—¿Duración de la estancia?

Tara siguió tecleando.

—Aún está ingresado. Ha tenido complicaciones quirúrgicas.

La incredulidad de Lash crecía con cada palabra.

—Pues adiós, señor Atchison. —Mauchly guardó los papeles en la carpeta, la dejó en la mesa y rompió el sello de otra—. El nombre del segundo obsoleto es Katherine Barrow. Presentó la solicitud el 20 de diciembre de 2003. Cuarenta y seis años, caucásica, se sacó la secundaria en el examen de adultos y vive en York, Pensilvania. En el apartado «religión» puso «druida». Tiene una tienda en el condado de Lancaster: Feminine Magic. Parece que vende velas, incienso y hierbas curativas.

—¿Qué pone en la evaluación? —preguntó Tara al volver a la mesa.

—No llegó tan lejos. Tuvo un incidente de seguridad después de presentar la solicitud. Se quedó en el vestíbulo intentando abordar a varios aspirantes varones. Hubo una intervención, y se resistió.

—Mmm… —dijo Tara.

Mauchly hojeó el expediente.

—Según el extracto de la tarjeta de crédito y los registros hoteleros, estaba en Sedona, Arizona, en el momento de la muerte de los Thorpe. Asistió a un seminario sobre cristales. —Dejó el expediente y miró a Lash—. ¿Hay muchas asesinas en serie?

—Más de lo que se cree. A finales de los ochenta, Dorothea Puente mató a nueve de sus inquilinos. Mary Ann Cotton dejó un rastro de maridos e hijos muertos. Más del noventa por ciento son blancas. Suelen ser trabajadoras del sector sanitario o «viudas negras» que matan discretamente durante varias décadas. Los cuarenta y seis años entrarían dentro del patrón. ¿Tiene familia?

Mauchly consultó las hojas.

—No.

—Busque indicios de aislamiento, falta de antecedentes penales y posibles malos tratos por parte de su marido, o una educación muy severa.

—Nunca ha estado casada —dijo Mauchly—. La tienda la lleva ella sola. No veo información sobre empleados en la base de datos del Departamento de Trabajo. Tampoco tiene antecedentes penales.

Lash lo miró e hizo un gesto de asombro. Ya conocía de primera mano el increíble volumen de datos que recogía Eden sobre sus clientes, pero seguía inquietándolo que pudieran escarbar tanto en la vida de alguien que había sido rechazado sin contemplaciones varios años atrás.

—A ver si habremos acertado a la segunda —anunció Tara—. Antecedentes penales no sé, pero aquí figura un historial médico por consumo de drogas. Lleva seis meses con temporadas de desintoxicación. —Cogió unas hojas y regresó al ordenador—. El sábado a primera hora ingresó en una clínica de rehabilitación en las afueras de New Hope.

—Los Wilner murieron el viernes por la noche —observó Mauchly—. York solo queda a dos horas en coche de Larchmont.

Tara siguió tecleando.

—Al ingresarla detectaron niveles casi tóxicos de fentanil en su organismo. El médico de guardia dijo que se desmayó en el aparcamiento y que pasó varias horas durmiendo.

—No se pueden cometer dos asesinatos con tanto fentanil en la sangre —aseguró Lash.

Tara suspiró.

El silencio invadió la habitación. Mauchly dejó los papeles y abrió la tercera y última carpeta.

—James Albert Groesch —leyó—. Treinta y un años, caucásico, sin filiación religiosa. Dejó la formación profesional después del segundo año. Residente en Massapequa, Nueva York. Empleado de correos. Superó la primera criba, pero al volver para la evaluación fue rechazado por el evaluador principal.

—¿Motivo? —preguntó Lash.

—Resultados alarmantes en los tests. El inventario de personalidad indicaba socialización defectuosa, ambivalencia ante las relaciones íntimas, posibles desajustes sexuales y tendencias misóginas incipientes.

—¿Misoginia? ¿Qué sentido tiene que un misógino recurra a los servicios de Eden?

—Eso tendría que explicármelo usted, doctor Lash. Aquí no viene todo el mundo por motivos sanos. Es una de las cosas que descartan nuestras evaluaciones. —Mauchly continuó leyendo—. El evaluador dice que al ser informado de su rechazo Groesch adoptó una actitud amenazadora. Hizo afirmaciones agresivas sobre Eden, y sobre… a ver… la «perfección de cartón piedra» y la «felicidad artificial». Dio a entender que era un complot del gobierno para reclutar a mujeres que espiaran a los hombres y se infiltraran en sus casas. Avisaron a seguridad, y se tomaron medidas disciplinarias contra el empleado que había aceptado a Groesch en la primera criba.

—Antes de la muerte de los Thorpe, Groesch se fue de excursión al Gran Cañón —intervino Tara, consultando el resumen—. Pasó dos noches en Phantom Ranch. Luego, el día en que se descubrieron los cadáveres, cogió dos aviones, uno desde Flagstaff hasta Phoenix y otro de Phoenix a La Guardia.

«O sea, que en el momento de las muertes los tres candidatos estaban en Flagstaff o cerca», pensó Lash. Debía de ser uno de los filtros usados por Liza al elaborar la lista.

—Hay otro dato —dijo Tara—. La evaluación de Groesch fue el 2 de agosto de 2002.

—¿Y qué? —preguntó Lash.

—Pues que es el mismo día que la de Karen Wilner.

El escalofrío fue general.

—Socialización defectuosa —murmuró Lash—. Desajustes sexuales.

Se giró hacia Mauchly.

—¿Ha encontrado algo más? ¿Algo que demuestre que no puede ser la persona que buscamos?

Mauchly leyó el resumen por encima y se lo dio a Tara, que lo hojeó y negó con la cabeza.

Lash sintió una breve sacudida. De golpe ya no estaba cansado. Entre los papeles había una foto en color de Groesch. La cogió y encontró la mirada de un hombre corpulento y rubio, con el pelo muy corto y un mostacho enorme.

—Venga, cojamos los picos y las palas —dijo Tara—, que ha llegado el momento de buscar más datos.

Mauchly se levantó sin decir nada y se acercó a la pared del fondo, donde estaban amontonadas las cajas de pruebas. Llevó tres a la mesa y rompió el sello de la primera. Lash vio extractos de tarjetas de crédito, listas de llamadas telefónicas y transcripciones que parecían direcciones de Internet.

—¿Podría ponerse en contacto con el equipo de videovigilancia y coordinarlo, Tara? —preguntó Mauchly—. Que empiecen a hacer operaciones de reconocimiento en Massapequa, Larchmont y Flagstaff. ¡Ah, y que averigüen quién es el enlace por satélite de hoy! Que activen los archivos, por si acaso.

—Ahora mismo.

Tara se levantó y cogió el teléfono.

Mauchly metió una mano en la caja abierta, sacó dos montañas de papeles y empezó a hojearlas.

—Parece que el señor Groesch hizo muchas llamadas a su madre durante las semanas anteriores a las cuatro muertes. Mandaremos rastrear cualquier llamada que hiciera durante los dos días en cuestión. Podría ser interesante. Mmm… En los últimos dos o tres meses también se ha apuntado a varios servicios rudimentarios de búsqueda de pareja por Internet. Aquí pone que en todos los casos rellenó el formulario de manera diferente, mintiendo sobre su edad, su lugar de residencia y sus intereses. Parece que últimamente también ha visitado páginas web un poco raras: una que enseña a preparar venenos y otra especializada en fotografías explícitas de asesinatos y suicidios. —Levantó la vista—. ¿Se ajusta a su perfil, doctor Lash?

Era abrumador la cantidad de datos que Eden podía sacarse sin esfuerzo de la chistera.

—¿Cómo pueden hacer todo esto? —preguntó Lash.

—¿El qué?

—Recoger tanta información. ¡Si ni siquiera llegaron a ser clientes suyos!

Los labios de Mauchly se tensaron fugazmente, como si sonriera.

—Doctor Lash, juntar a dos personas para que formen una unidad perfecta solo es la mitad de nuestro trabajo. La otra… digamos que es estar al corriente de todo. Sin la segunda, sería imposible la primera.

—Ya, ya lo sé, pero nunca había visto nada parecido, ni siquiera en el FBI. Parece que puedan reconstruir prácticamente toda la vida de una persona.

—La gente cree que sus actividades cotidianas son invisibles —dijo Tara—, pero se equivoca. Cada vez que alguien navega por la red, hay cookies que siguen su rastro y los clics de su ratón al visitar una página. Cada mensaje que envía pasa por una docena de servidores antes de llegar a su destino. Si pasa un día en cualquier gran ciudad, su imagen será captada por centenares de circuitos cerrados de televisión. Lo único que falta es una infraestructura bastante potente para reunirlo todo. Es donde intervenimos nosotros. Compartimos nuestra información con proveedores de bases de datos comerciales, determinados organismos del gobierno, proveedores de Internet, distribuidores de correo comercial…

—¿Correo comercial? —dijo Lash, sorprendido.

—Las empresas de correo comercial tienen algoritmos de datos muy perfeccionados. No dan palos de ciego, como cree la gente. Y en el caso del telemarketing, tres cuartos de lo mismo. Bueno, pues todos esos datos sobre la persona en cuestión se recogen y almacenan para siempre. Nuestro problema no es la falta de datos. Normalmente tenemos demasiados.

—Es como el Gran Hermano.

—Podría parecerlo —respondió Mauchly—, pero gracias a nosotros centenares de miles de clientes han encontrado la felicidad. Y ahora es posible que paremos los pies a un asesino.

Llamaron a la puerta. Tara se levantó del ordenador para abrirla. Un hombre con bata de laboratorio le entregó una carpeta de color marfil. Tara le dio las gracias, cerró la puerta y abrió la carpeta. Miró el contenido durante un minuto.

—Mierda —murmuró.

—¿Qué pasa? —preguntó Mauchly.

Tara le dio la carpeta sin decir nada. Mauchly la examinó un buen rato y se giró hacia Lash.

—Nuestro equipo ha hecho un reconocimiento facial en nuestro archivo de imágenes de vigilancia —explicó—. Como ya sabíamos que Groesch estuvo cerca de Flagstaff en el momento de la muerte de los Thorpe, Tara ha limitado la búsqueda a sus movimientos durante la noche en que murieron los Wilner, y han aparecido estas imágenes.

Le pasó a Lash unas fotografías.

—Fíjese: a las 15.12 de la tarde estaba en un cajero automático. Aquí, a las 16.05, en un semáforo. Y aquí, comprando cigarrillos a las 16.49. A las 17.45 se compró unos vaqueros.

Lash miró las fotos: Eran como las que había visto usar de pruebas en el FBI, de veinte por veinticinco y en papel brillante. Sorprendía la calidad de su resolución. El hombre rubio y bigotudo que aparecía en ellas era inconfundiblemente James Groesch.

Entusiasmado, devolvió las fotos a Mauchly, que le señaló una etiqueta en la parte exterior de la carpeta. Ponía: MASSAPEQUA, LONG ISLAND, 24/9/04.

La alegría de Lash se apagó de repente.

—O sea, que mientras los Wilner se desangraban en Larchmont él estaba en Massapequa —dijo.

Mauchly asintió.

Lash suspiró y miró el reloj: las diez y media.

—¿Y ahora? —preguntó.

Ya sabía la respuesta. Era el turno del último posible sospechoso: Gary Handerling, el empleado de Eden.