—Cuatro nombres —dijo Mauchly.
Miraba fijamente la mesa del despacho de Lash, donde estaban las dos hojas de papel que les había dado Silver, aún sin desdoblar.
—¿Alguien sabe por qué Liza ha marcado concretamente estos cuatro? —preguntó Tara, al otro lado de la mesa.
Mauchly cogió el papel que contenía un solo nombre impreso.
—Gary Handerling. No me suena.
—Es de la brigada de limpieza —dijo Tara.
—¿De la qué? —le preguntó Lash.
—Brigada de limpieza de datos. Son los encargados de guardar y vigilar los datos.
Mauchly la miró.
—¿Ya ha puesto en marcha el seguimiento interno?
—Debería estar completo en doce horas.
—¿Con grado máximo de confidencialidad?
—Por supuesto.
—Pues entonces ya sé lo que me toca: ir empezando con los tres clientes. —Mauchly cogió la otra hoja—. Pediré los exámenes a Rumson, de selección de datos.
—¿Qué le dirá? —preguntó Tara.
—Que estamos haciendo un prototipo aleatorio con algunos obsoletos. Una prueba de sistema como cualquier otra.
«Obsoletos», pensó Lash. En la jerga de Eden, eran los aspirantes descalificados. «O sea, que yo también debo de ser un obsoleto».
—Doctor Lash, los resultados deberían estar para mañana por la mañana. Quedamos entonces. Los compararemos con el perfil que ha preparado. —Mauchly miró su reloj—. Casi son las cinco. ¿Y si se van a casa? Mañana será un día largo. Tara, ¿le importa acompañar al doctor Lash al punto de control, para que no se pierda?
Cuando cruzaron las puertas giratorias y salieron a la calle, ya eran las cinco y cuarto. Lash se paró en la fuente para abrocharse el abrigo. El estruendo de Manhattan, casi olvidado en el silencio del edificio de Eden, cayó de nuevo sobre ellos con ferocidad.
—No veo muy claro que alguien se pueda acostumbrar —dijo Lash—. Me refiero a los puntos de control.
—Uno se acostumbra a todo —contestó Tara, colgándose el bolso en el hombro—. Bueno, hasta mañana.
—¡Un momento! —Lash corrió un poco para alcanzarla—. ¿Adónde va?
—A Grand Central. Vivo en New Rochelle.
—¿Ah, sí? Yo en Westport. La llevo.
—No, gracias, no se moleste.
—Pues la invito a tomar algo antes de que se vaya a casa.
Tara se detuvo para mirarlo.
—¿Por qué?
—¿Por qué no? Es bastante habitual entre personas que trabajan juntas. Al menos en los países civilizados.
Tara vaciló.
—¡Venga, anímese!
—Bueno, pero vamos a Sebastian’s, que no quiero coger el tren más tarde de las seis y dos.
Sebastian’s estaba en el primer piso de Grand Central Station. Era una sala ingente que Lash nunca había visto tan bonita, ya que la habían restaurado íntegramente en los últimos años. Las paredes de color crema terminaban en bóvedas de arista, pechinas verdes y constelaciones brillantes de mosaicos. Las innumerables voces de los usuarios del transporte público se mezclaban con los anuncios de llegadas y salidas del servicio de megafonía, creando un ruido de fondo que, por alguna extraña razón, gustaba.
Los llevaron a una mesita pegada a la baranda, desde donde podía verse la terminal principal. Al cabo de un rato los atendió un camarero.
—¿Qué les sirvo? —preguntó.
—Para mí un Martini Bombay, muy seco, con una rodajita de limón —dijo Tara.
—Yo un Gibson de vodka, por favor.
Tras observar al camarero alejarse entre las mesas, Lash miró a Tara.
—Gracias.
—¿Porqué?
—Por no haber pedido uno de esos Martinis du jour tan espantosos. La semana pasada cené con alguien que pidió un Martini de manzana. ¡Qué abominación!
Tara se encogió de hombros.
—No sé.
Lash miró por la baranda, fijándose en los viajeros. Tara retorcía silenciosamente una servilleta de papel entre los dedos de una mano. Lash la observó. La luz difusa que penetraba por la bóveda arrancaba reflejos de su oscura melena y parecía marcar aún más sus pómulos. Su expresión era de absoluta seriedad.
—¿Le apetece explicarme el problema? —preguntó él.
—¿Qué problema?
—El suyo.
Tara enrolló la servilleta en un dedo y la apretó.
—He aceptado una copa, no una sesión con un psiquiatra.
—No soy psiquiatra. Solo soy alguien que intenta colaborar con usted, y no es que le vea muchas ganas de ayudarme, la verdad.
Tras una mirada fugaz, Tara siguió manoseando la servilleta.
—Parece distraída, desinteresada, y eso no anuncia nada bueno para nuestra relación de trabajo.
—Relación de trabajo temporal.
—Exacto, y será más temporal cuanto más cooperemos.
Tara soltó la servilleta, que cayó en la mesa.
—Se equivoca. No es que no me interese, es que he tenido unos días bastante malos.
—Pues ¿por qué no me lo cuenta?
Tara suspiró, y levantó la mirada hacia la bóveda.
—La he invitado a tomar algo —insistió Lash—. Lo mínimo que merezco es que me lo explique.
El camarero les sirvió las copas. Bebieron en silencio.
—Bueno, vale —dijo Tara—. Supongo que no tiene sentido escondérselo. —Bebió otro sorbo—. No me enteré hasta ayer, cuando me llamó Mauchly para decirme que trabajaría con usted durante su estancia al otro lado de la Pared. También fue cuando me explicó lo sucedido.
Lash se mantuvo a la espera.
—Resulta que este sábado me dieron el sí de Eden.
—¿El sí?
—Es como llamamos a la notificación de que te han encontrado una pareja.
—¿Pareja? ¿O sea, que…?
Lash se quedó callado.
—Sí, era candidata.
La miró con atención.
—Creía que los empleados de Eden tenían prohibido presentarse.
—La política siempre había sido esa, pero hace unos meses pusieron en marcha un programa piloto de candidatos internos basado en méritos y antigüedad. Con una base de empleados, no la base general.
Lash bebió un poco de su cóctel.
—No acabo de entender el sentido de la primera política.
—La habían recomendado los psiquiatras en plantilla desde el primer día. Lo llamaban «efecto Oz».
—¿Por la película? ¿Por cuando dice el mago de Oz que no se fijen en el de detrás de la cortina?
—Exacto. Consideraban que los empleados no seríamos candidatos deseables. Claro, como todos sabemos tanto del funcionamiento interno… Creían que nuestra actitud sería cínica. —De repente Tara se inclinó hacia Lash con una expresión apasionada; algo impropio de ella—. Pero no se imagina lo que es hacer esto cada día: juntar a la gente, estar sentada a oscuras al otro lado del falso espejo, asistiendo a reuniones de clase y oyendo hablar a las parejas de lo fabuloso que se ha vuelto todo, de que Eden les ha cambiado la vida, de que ahora se sienten realizados… Si ya tienes a alguien, y eres feliz, no digo que no puedas racionalizarlo, pero si no es el caso…
Dejó la frase sin terminar.
—Tiene razón —dijo Lash—. No me imagino lo que puede ser.
—Llevo toda la semana con la carta encima. Debo de haberla leído cien veces. Mi pareja es Matt Bolan, de la sección de bioquímica. Solo lo conozco de nombre. Nos han reservado una mesa para cenar este viernes, en el One If By Land, Two If By Sea.
—Ah, sí, en el Village; un sitio muy bonito.
—Sobre todo en esta época del año. —El rostro de Tara se iluminó, pero fue un cambio pasajero—. Bueno, pues resulta que ayer me llama Mauchly, me cuenta lo de las superparejas y los suicidios y me pregunta si me importaría hacerle de guía a usted.
—¿Y?
—Pues que justo antes de conocerlo mandé un e-mail a la comisión de solicitudes para anular la cita.
A Tara le brillaban los ojos.
—¿Cómo quiere que acuda, sabiendo lo que sé? Y lo que no sé, que aún es peor…
—¿Qué quiere decir, que hay un fallo en el proceso de solicitud?
—¡Yo qué sé qué quiero decir! —exclamó, con una dureza nacida de la frustración—. ¿No se da cuenta? Por un lado, el proceso no puede ser defectuoso, porque trabajo cada día con él y veo que hace milagros sistemáticamente. Por otro, ¿qué les pasó a las dos parejas?
El brote de emoción se apagó bruscamente. Tara se encogió en el respaldo.
—Total, que ya me dirá qué hago. Si algo pretende Eden, es ofrecer un compromiso de por vida con una relación. ¿Cómo podría yo empezar la mía con un secreto que no puedo revelar?
La pregunta quedó en el aire. Tara levantó la copa.
—Ahora ya lo sabe —dijo, con una risa seca—. Tenía muchas cosas en la cabeza. ¿Contento?
—No mucho, la verdad.
—Bueno, pues no saque más el tema, por favor, que ya me las arreglaré.
Volvió el camarero.
—¿Otra ronda?
—No, para mí no —respondió Lash.
El cóctel podía haber sido un error. Con lo cansado que estaba, corría el peligro de dormirse al volante a medio camino de su casa.
—Para mí tampoco —dijo Tara—. Tengo que coger el tren.
—Tráiganos la cuenta, por favor —pidió Lash.
Tara observó al camarero mientras éste se dirigía hacia la barra, y miró a Lash.
—Bueno, le toca. Oí que le decía al doctor Silver que su escuela es el behaviorismo cognitivo.
—Usted tampoco había subido al ático. Aún no me ha contado qué le pareció.
—Estamos hablando de usted, no de mí.
—Como quiera.
El camarero volvió con la cuenta. Lash buscó en el billetero y dejó una tarjeta de crédito en la funda de cuero.
—Behaviorismo cognitivo. Efectivamente.
Tara esperó a que el camarero se hubiera llevado la cuenta.
—Debí de dormirme durante las clases de psicología. ¿Qué significa?
—Que no me centro en conflictos inconscientes, ni en si la madre del paciente lo abrazó bastante a los dos años, sino en la manera de pensar de una persona y en las normas que sigue.
—¿Normas?
—Todos seguimos unas normas internas de vida, aunque no nos demos cuenta. Entender las normas de alguien permite entender y predecir su comportamiento.
—Predecir. Supongo que es lo que hacía en el FBI.
Lash se acabó la copa…
—Más o menos.
—Y si… y si resulta que esto lo ha hecho un asesino, ¿podrá predecir su próxima acción?
—Eso espero, pero el perfil es muy contradictorio. Por otro lado, quizá no haga falta. Lo sabremos mañana por la mañana.
Al acabar la frase, Lash se dio cuenta de que tenía al camarero al lado.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Lo siento, pero no me aceptan la tarjeta.
—¿Qué? Vuelva a intentarlo, por favor.
—Ya lo he intentado dos veces.
—Imposible. La semana pasada ingresé un cheque.
Lash abrió el billetero, y vio confirmados sus temores: solo llevaba una tarjeta. Buscó dinero en el bolsillo y encontró dos dólares. «Claro, voy tan dormido que no me he acordado de pasar por el cajero», pensó.
Guardó el billetero y miró a Tara, avergonzado.
—¿Le importaría pagar? —preguntó—. Se lo devuelvo mañana.
De pronto la impasible Tara se deshizo en una sonrisa burlona.
—No hace falta —dijo, dejando un billete de veinte en la mesa—. Me considero pagada con haberle visto perder su suficiencia de psicoanalista.
Y se rio: una risa breve, pero lo suficientemente escandalosa para llamar la atención de media sala.