El día se había nublado. La imagen que ofrecieron las puertas del ascensor en el momento de abrirse se parecía muy poco a la que Lash había visto el día anterior. Solo unas pocas lámparas del techo, de las de cristal tallado, proyectaban pequeños círculos de luz por la gran sala. Más allá de las ventanas, el paisaje de rascacielos era oscuro y gris. Los bultos de las máquinas de calcular se recortaban contra el cielo encapotado.
Richard Silver estaba cerca de los ventanales, con las manos a la espalda. Se giró al oír el timbre del ascensor.
—Me alegro de volver a verlo, Christopher —dijo, dándole la mano—. ¿Le apetece beber algo?
—Un café, si es tan amable.
—Ya voy yo a buscarlo —se ofreció Mauchly, acercándose a un mueble bar situado junto a las estanterías.
Silver invitó a Lash a sentarse frente a la misma mesa que la otra vez. Ya no había revistas ni periódicos. Esperó a que Lash se sentara para tomar asiento en otro de los sillones. Llevaba pantalones de pana y un jersey negro de cachemir un poco arremangado.
—He pensado mucho en lo que dijo ayer, la posibilidad de que las muertes no fueran suicidios; no quería creérmelo, pero me parece que tenía razón.
—Es la única posibilidad que veo.
—No, no me refiero a eso, sino a lo que dijo sobre la implicación de Eden tanto en un caso como en el otro. —Su mirada era ausente; su expresión, preocupada—. He estado demasiado absorto en mis proyectos personales, aquí, en mi torre de marfil. Siempre me ha fascinado más la ciencia pura que la ciencia aplicada. He dedicado prácticamente toda mi vida a construir una máquina capaz de pensar, aprender y resolver problemas por sí misma; pero lo cierto es que me interesaban mucho menos los problemas que la habilidad para solucionarlos. De hecho, solo me impliqué personalmente cuando tuve la idea de Eden. Por fin un reto a la altura de Liza: la felicidad humana. De todos modos, me he mantenido lejos del día a día del proceso, y ahora veo que ha sido un error. —Hizo una pausa—. No sé muy bien por qué se lo cuento.
—Ya me habían dicho que mi cara invita a las confidencias.
Silver sonrió.
—Bueno, el caso es que al final he decidido que si hasta ahora no me he implicado, ahora sí que puedo hacer algo.
—¿Qué?
Justo en ese momento Mauchly volvió con el café en la mano, y Silver se levantó.
—¿Me acompañan?
Los llevó a un rincón del fondo, entre uno de los ventanales y la pared de estanterías. En ese punto, la colección de máquinas de Silver parecía adquirir tintes musicales: un Farfisa Combo, un Mellotron y un sintetizador Moog modular, con sus cables patch y sus filtros paso bajo.
Silver se giró hacia Lash.
—Ayer dijo que lo más probable es que el asesino fuera un candidato rechazado por Eden.
—Es lo que infiero del perfil. Quizá una personalidad esquizoide, incapaz de aceptar el rechazo. Existe una pequeña posibilidad de que el asesino se saliera del programa después de ser aceptado, o de que fuera uno de los clientes que no encontró pareja durante los cinco ciclos.
Silver asintió.
—He dado las instrucciones oportunas a Liza para que analice los datos de todos los posibles candidatos buscando anomalías.
—¿Anomalías?
—Es un poco difícil de explicar. Imagínese que crea una topología virtual en tres dimensiones, y que la puebla con datos de solicitantes. Luego, estos datos se comprimen y se comparan. Vendría a ser como el emparejamiento de avatares que hace Liza a diario, aunque al revés. Los candidatos ya han sido examinados psicológicamente, o sea, que todos deberían tener unas características muy concretas. Pues bien, lo que busco son aspirantes cuyo comportamiento o personalidad se salga de unas determinadas normas.
—Desviados —dijo Lash.
—Sí. —Silver puso cara de pena—. O gente cuyas pautas de comportamiento no estuvieran en sincronía con sus evaluaciones.
—¿Cómo lo ha hecho tan deprisa?
—No, si yo no he hecho nada; he informado a Liza de las características del problema, y ha desarrollado la metodología ella sola.
—¿Usando los resultados de los tests de evaluación?
—Y otras cosas. También ha usado datos de aspirantes rechazados y de renuncias voluntarias registrados desde que presentaron la solicitud hasta ahora.
Lash estaba escandalizado.
—¿Datos recogidos después de que ya no fueran clientes potenciales? ¿Cómo es posible?
—Es lo que se llama control de actividades. Lo practican muchas grandes empresas, y el propio gobierno. La diferencia es que nosotros llevamos varios años de adelanto. Probablemente Mauchly ya le haya enseñado algunas de sus aplicaciones más elementales. —Silver se alisó la pechera del jersey—. En fin, la cuestión es que Liza ha marcado tres nombres.
—¿Marcado? ¿Ya?
Silver asintió.
—Pero si el volumen de datos debía de ser una barbaridad…
—Aproximadamente medio millón de petabytes. Un Cray habría tardado un año en analizarlos, mientras que Liza lo ha hecho en unas horas.
Silver señaló algo en la pared. Lash observó con gran sorpresa lo que había confundido con otra antigualla de la colección de Silver. Era una mesita con un simple teclado de ordenador y una vieja pantalla monocroma. Al lado había una impresora.
—¿Liza? —dijo con incredulidad—. ¿Eso es Liza?
—¿Qué esperaba?
—Cualquier cosa menos esto.
—Lo que es Liza propiamente dicha, sus instalaciones físicas, ocupa el piso de abajo, pero ¿qué sentido tiene complicar más de la cuenta la interfaz? Le sorprenderían las cosas que se pueden hacer solo con esto.
Lash pensó en la proeza informática que acababa de llevar a cabo Liza.
—Más sorprendido de lo que estoy…
Silver titubeó.
—Ayer se refirió a otra posibilidad, Christopher: la de que el asesino fuera un empleado. Por eso también di instrucciones a Liza de que buscara anomalías, pero internas. —Su cara se crispó, como si le doliera algo—. Ha marcado un nombre.
Se giró hacia la mesita, cogió dos hojas de papel dobladas por la mitad y las puso en la mano de Lash.
—Buena suerte, si es que se puede decir así.
Lash asintió y dio media vuelta para marcharse.
—Otra cosa, Christopher…
Miró hacia atrás.
—Sé que entiende la razón de que a Liza le haya pedido que diera la máxima prioridad a las búsquedas.
—Sí, por supuesto.
Se dejó acompañar por Mauchly al ascensor, mientras pensaba en las últimas palabras de Silver. A él también le había rondado por la cabeza. Los Thorpe habían muerto once días antes, un viernes; los Wilner, el viernes siguiente. A los asesinos en serie les gustaban la coherencia y las pautas.
Quedaban tres días.