Cuando Lash entró por el camino de su casa, casi eran las siete y media, y la noche caía sobre la costa de Connecticut. Apagó el motor y se quedó en el coche, oyendo los chasquidos del metal al enfriarse. Después de un rato bajó y caminó hacia la puerta. Estaba exhausto, como si el peso de las maravillas tecnológicas que había visto a lo largo del día hubiera embotado temporalmente su capacidad de asombro.
La casa olía al humo persistente de un fuego dominical. Encendió las luces y se dirigió al despacho. Al coger el teléfono y marcar, vio que tenía once mensajes. Se sentó, armándose de fuerzas para el duro trabajo de escucharlos.
Le sorprendió lo rápido que lo hizo. Cuatro eran de venta por teléfono, y seis habían colgado. De hecho solo había uno que exigiera una respuesta inmediata. Cogió la libreta de direcciones y marcó el número del domicilio de Oscar Kline, su sustituto en la consulta.
—Kline —contestaron.
—Osear, soy Christopher.
—Ah, Chris, ¿qué tal?
—Tirando.
—¿Todo bien? Tienes voz de cansado.
—Porque lo estoy.
—Seguro que te has pasado toda la noche trabajando en el proyecto de investigación que no quieres explicarme.
—Más o menos.
—¿Por qué te tomas tantas molestias? Después de tu libro, el prestigio ya no lo necesitas, y el dinero tampoco, digo yo, porque en tu claustro de Westport vives como un monje…
—Es que cuando te metes en algo no es fácil salir. Ya sabes cómo va.
—Pues, mira, se me ocurre una buena razón: tu consulta. No es que estemos en agosto, ¿eh? Los pacientes esperan encontrarnos. ¿Que te saltas una sesión? No pasa nada. Ahora, que si son dos… la gente se pone nerviosa. Hoy, en el grupo, dos gritones han armado jaleo.
—Déjame que lo adivine: Stinson.
—Sí, Stinson, y el otro ha sido Brahms. Como faltes otra vez, empezará a ser grave.
—Ya lo sé. Estoy forzando la máquina para acabar a tiempo.
—Me alegro, porque si no tendré que pasarle algunos pacientes a Cooper. ¡Imagínate el desastre!
—Tienes razón, sería desastroso. Bueno, Osear, ya te iré llamando. Gracias por todo.
Colgó. El teléfono sonó justo cuando se apartaba de él.
—¿Diga?
Colgaron inmediatamente.
Se giró bostezando, e hizo el esfuerzo de pensar en la cena. Fue a la cocina y abrió la nevera con la esperanza de poder improvisar algo fácil, pero no hubo suerte. Con su cerebro a medio gas, optó por lo más cómodo: llamar al chino de Post Road.
Cuando estaba a punto de coger el teléfono, volvió a sonar.
—¿Diga?
Esta vez la respuesta fue un silencio expectante.
—¿Diga?
Le volvieron a colgar.
Dejó lentamente el auricular en su sitio y lo miró, reflexionando. Se había implicado tanto en lo de Eden que no prestaba la debida atención a los pequeños incordios que estaban apareciendo de nuevo en su vida. A menos que fuera consciente de ellos y que no quisiera afrontarlos… No encontraba el periódico tres días de cuatro, no recibía el correo, y en el teléfono ya le habían colgado ocho veces en un solo día.
Sabía perfectamente cómo interpretarlo, y también cómo abordarlo, pero todo aquello lo entristecía demasiado.
El viaje en coche a East Norwalk duró menos de diez minutos. Solo lo había hecho una vez, pero ya conocía el barrio. Era una zona que los líderes cívicos habrían llamado eufemísticamente barrio en transición: cerca del nuevo centro marítimo, pero también lo bastante cerca de las zonas más pobres para que hubiera que atrancar las puertas y ventanas.
Aparcó en la acera y comprobó la dirección: Jefferson, número 9148. La casa era como todas las de al lado, de estilo de principios de siglo, pequeña, con dos habitaciones por planta, fachada estucada y garaje independiente en la parte trasera. Quizá el césped estuviera menos cuidado que en las otras, pero todas compartían cierta sordidez bajo la inclemente luz de las farolas.
Contempló la fachada. Podía seguir dos estrategias: la compasión o la firmeza. El año anterior, durante las sesiones de terapia conyugal con Mary English y su marido, había optado por tratar a Mary con compasión, pero ella no había respondido bien. Se había aferrado a Lash como a un clavo ardiendo y había desarrollado una fijación, una obsesión, que irónicamente había desembocado en su propio divorcio (justo lo que Lash pretendía impedir). También había acabado en una temporada de persecuciones (llamadas anónimas, correo que faltaba o que le habían leído, emboscadas nocturnas lacrimógenas fuera de la consulta), frenada a costa de una orden judicial.
Esperó un poco más y, haciendo de tripas corazón, abrió la puerta, rodeó el coche y se acercó a la casa.
El sonido del timbre resonó por las habitaciones. Tras un breve silencio, se oyeron pasos en la escalera. La luz de fuera se encendió. Abrieron la mirilla. Poco después, el ruido del cerrojo. Cuando se abrió la puerta, la cruda luz de la calle hizo parpadear a Mary English.
Aún llevaba la ropa del trabajo, pero saltaba a la vista que la habían interrumpido en pleno aseo personal. Tenía los labios despintados, pero le quedaba por quitarse el rímel. Solo hacía un año desde la última sesión de terapia con su marido, pero ahora Mary aparentaba más de los cuarenta que tenía. Le habían salido ojeras imposibles de esconder con maquillaje, y una red de finas arrugas en cada comisura de la boca. Sus ojos se abrieron al reconocer a Lash, que leyó en ellos una mezcla compleja de emociones: sorpresa, alegría, esperanza y miedo.
—¡Doctor Lash! —dijo, un poco sin aliento—. ¡Me… me parece mentira verlo aquí! ¿Qué ocurre?
Lash respiró hondo.
—Creo que ya lo sabes, Mary.
—No, no lo sé. ¿Qué ha pasado? ¿Quiere entrar? ¿Le sirvo una taza de café?
Mary abrió la puerta, pero Lash se quedó en la entrada haciendo un esfuerzo por mantener un tono neutro y un rostro inexpresivo.
—Mary, por favor, así lo único que haces es empeorarlo.
Ella lo miró extrañada.
Por un momento, Lash titubeó. Sin embargo, enseguida recordó la primera vez que habían hablado, en el mismo umbral, y se obligó a seguir.
—No sirve de nada negarlo, Mary. Has vuelto a acosarme. Llamas a mi casa, me registras el correo… Te pido por favor que pares ahora mismo.
Mary no dijo nada, pero al mirarlo pareció envejecer aún más. Apartó lentamente la vista, y se encorvó.
—No puedo pasar otra vez por lo mismo, Mary. No es el mejor momento. Quiero que nos pongamos de acuerdo en que todo esto no irá a más. Quiero que me digas a la cara que no volverás a molestarme. No me obligues a tomar medidas, por favor.
—¿Qué es, una broma de mal gusto? —respondió por fin Mary, con rabia—. Míreme. Mire mi casa. Casi no tengo ni muebles. He perdido la custodia de mi hijo. Me cuesta una barbaridad verlo uno de cada dos fines de semana. Si es que…
La rabia desapareció de golpe, como había aparecido. Algunas lágrimas corrieron el rimel.
—He hecho lo que me dijo el juez —continuó—. He hecho todo lo que me pidió.
—Entonces, ¿por qué vuelvo a echar en falta el correo, Mary? ¿Por qué me llaman y cuelgan?
—¿Qué se cree, que lo hago yo? ¿Me ve capaz, después de todo lo que ha pasado? ¿Después de todo lo que me hizo ese juez suyo, a mí y a mi…?
Un sollozo ahogó su voz.
Lash vaciló, sin saber qué decir. La rabia y la tristeza de Mary parecían sinceras. Claro que las personas con un trastorno límite de la personalidad como Mary English experimentaban rabia, tristeza y depresión, pero mal dirigida. También eran expertos en fingir, y volver las cosas en contra de los demás, haciendo que parecieran los culpables.
—¿Cómo ha podido venir y hacerme esto? —sollozó Mary—. Es psicólogo. Se supone que ayuda a los demás.
Lash se quedó en el umbral sin decir nada, cada vez más inseguro, esperando que Mary se tranquilizara.
El llanto no duró mucho más. Al cabo de un momento, los hombros de Mary se irguieron.
—¿Cómo es posible que llegara a gustarme? —preguntó en voz baja—. En esa época me parecía un hombre preocupado por los demás, alguien como Dios manda, y con un toque de misterio. —Se secó una lágrima con un gesto brusco—. Pero ¿sabe qué conclusión he sacado esta noche? Que su misterio es el de un hombre que no tiene nada dentro. Alguien que no tiene nada que dar a los demás.
Se giró hacia la mesa del pasillo, metió la mano en una caja de pañuelos de papel y dijo una palabrota al encontrarla vacía.
—Váyase —dijo con calma, sin mirarlo—. Váyase, por favor. Déjeme en paz.
Lash la observó. La costumbre le ofrecía media docena de respuestas clínicas, pero no le parecieron adecuadas, y al final se limitó a asentir y dar media vuelta.
Arrancó e hizo una U para invertir la dirección, pero antes de llegar a la esquina se acercó al bordillo y frenó. Vio por el retrovisor que la luz del número 9148 de la calle Jefferson ya estaba apagada.
¿Qué le había dicho Richard Silver, sesenta pisos por encima de Manhattan, en aquella enormidad de sala? «Me tranquiliza saber que nos ayuda». En ese momento, con la mirada clavada en la oscuridad, Lash estaba cualquier cosa menos tranquilo.