En cinco minutos llegaron a un vestíbulo de dos plantas de altura en el piso treinta, lleno de ascensores. Por un extremo daba a un bar para empleados. Lash vio grupos de trabajadores hablando y comiendo alrededor de varias decenas de mesas.
—En el edificio hay diez cafeterías —explicó Mauchly—. Preferimos que la gente no salga a la calle a comer o cenar. Ofrecer comida buena y gratis ayuda bastante.
—¿Comer o cenar?
—Bueno, o desayunar. Hay turnos las veinticuatro horas del día, sobre todo en los sectores de obtención de datos.
Mauchly se dirigió a un ascensor que estaba un poco alejado del resto, y lo vigilaba un guardia con mono beis que se apartó al verlos.
Mauchly se giró hacia Tara.
—Adelante, que el último código lo tiene usted.
Señaló un teclado al lado de los ascensores.
—¿Adónde vamos? —preguntó Tara.
—Al ático.
Tara reaccionó con una respiración brusca, pero rápidamente controlada. Tecleó un código, y al cabo de poco se abrieron las puertas.
Cuando Lash subió al ascensor, notó algo diferente. No eran las paredes, que tenían la misma textura de madera brillante que el resto del edificio, ni la moqueta o la iluminación. Tampoco las barandas de seguridad. Se dio cuenta de golpe: no había ninguna cámara de seguridad. Por otro lado, el tablero solo tenía tres botones, sin ninguna indicación. Mauchly apretó el primero y pasó la pulsera por el escáner.
Después de un trayecto que se hizo eterno, el ascensor los dejó en una habitación muy iluminada; pero no era la luz artificial que Lash había visto en otros sitios de Eden, sino la del sol, que entraba por tres de las cuatro paredes. Pisó una suntuosa alfombra azul, maravillado por las impresionantes vistas de Manhattan, al frente, y Long Island y Nueva Jersey a izquierda y derecha. En vez de fluorescentes, como en los pisos de abajo, el techo tenía unas lámparas de cristal preciosas, pero innecesarias por la explosión de luz diurna.
Recordó haber visto desde la calle la trama que diferenciaba los últimos pisos de la torre. También se acordó de las palabras de Mauchly: «Este rascacielos está compuesto por tres edificios separados. La parte más alta de la torre interior es el ático». La vivienda que coronaba el rascacielos de la empresa solo podía ser una cosa: la guarida de su fundador, el huidizo Richard Silver.
Aparte del ascensor, en la cuarta pared había una lujosa estantería de caoba, pero sin los libros encuadernados en piel que habrían sido previsibles, sino con ediciones baratas de ciencia ficción, amarillentas y con los lomos agrietados, revistas técnicas con claros indicios de haber sido leídas, y manuales exageradamente grandes de sistemas operativos y lenguajes informáticos.
Tara Stapleton ya estaba en el fondo, mirando algo al pie de la ventana. Cuando Lash se acostumbró a la luz, se dio cuenta de que delante de los enormes cristales había objetos de todas las medidas. Siguió a Tara por curiosidad y se detuvo frente a un aparato del tamaño de una cabina telefónica, o poco menos. Su base de madera servía de peana para una complicada arquitectura de rotores montada horizontalmente en barras de metal. Detrás de los rotores había una trama igual de complicada compuesta por ruedas, ejes y palancas.
Se desplazó al siguiente ventanal, donde había una tarima de madera con algo que parecía la maquinaria de una caja de música gigante. El siguiente aparato era un auténtico monstruo, cruce de prensa antigua y reloj de pared, con una manivela metálica de grandes dimensiones en un lado. La parte delantera estaba cubierta por discos lisos y pulidos de metal, grandes y pequeños. Entre las patas había grandes rollos de papel, sobre una bandeja de madera.
Mientras tanto, Mauchly había desaparecido, pero se estaba acercando otra persona: un hombre alto y de aspecto juvenil, con la frente cuadrada y una gran mata pelirroja en la cabeza. Sonreía. Sus ojos, de un azul deslavazado, miraban a través de unas gafas de montura plateada, con un brillo simpático. Llevaba unos vaqueros gastados, y una camisa de llamativos colores por fuera de los pantalones. Lash lo veía por primera vez, pero reconoció enseguida a Richard Silver, el genio que estaba detrás de Eden y del ordenador que había hecho posible la existencia de la empresa.
—Supongo que es el doctor Lash —dijo el recién llegado, tendiéndole la mano—. Yo soy Richard Silver.
—Llámeme Christopher —contestó Lash.
Silver miró a Tara, que se había girado al oírlo llegar.
—¿Es Tara Stapleton? Edwin me ha dado muy buenas referencias sobre usted.
—Es un honor conocerlo, doctor Silver —respondió ella.
Lash quedó sorprendido por la conversación. «Es la responsable técnica de seguridad y no lo conocía».
Silver volvió a mirarlo a él.
—Su nombre me suena de algo, Christopher, pero ahora mismo no…
Lash no contestó. Al cabo de un rato, Silver se encogió de hombros.
—Bueno, da igual, ya me acordaré. De momento tengo curiosidad por conocer su orientación teórica. Teniendo en cuenta su anterior trabajo, yo diría que es el behaviorismo cognitivo.
Era lo último que se esperaba Lash.
—Más o menos. Soy ecléctico. También me gusta aprovechar elementos de otras escuelas.
—Ya. ¿La behaviorista? ¿La humanista?
—La primera más que la segunda, doctor Silver.
—Richard, por favor. —Silver volvió a sonreír—. Tiene razón en lo de ir eligiendo. El behaviorismo cognitivo siempre me ha fascinado, porque se presta al procesamiento de información. En contrapartida, los behavioristas estrictos consideran que cualquier comportamiento es aprendido, ¿verdad?
Lash asintió, sorprendido. Silver no cuadraba con su imagen de un recluso brillante.
—¡Menuda colección tiene usted aquí! —exclamó Lash.
—Es mi pequeño museo. Estos aparatos son mi única debilidad. La que está mirando es una maravilla: el dispositivo para predecir mareas de Kelvin. Podía predecir tanto las mareas altas como las bajas en cualquier fecha. Fíjese en los rollos de papel de la base. Podría ser el primer ejemplo de impresora. Y ¿qué me dice de la máquina de al lado? Fue construida hace más de trescientos cincuenta años, pero sigue siendo capaz de hacer todas las operaciones de las calculadoras actuales: restas, multiplicaciones, divisiones… Su núcleo recibe el nombre de rueda de Leibniz, y fue el punto de partida de la industria de las máquinas de sumar.
Silver recorrió todo el ventanal, señalando diversos aparatos y explicando su importancia histórica. Luego pidió a Tara que lo acompañase, elogió su labor y le preguntó si estaba contenta con su cargo dentro de la compañía. Lash empezaba a encontrarlo simpático, aunque acabaran de conocerse. Parecía una persona amable, sin grandes ínfulas.
Silver se detuvo ante el enorme aparato que Lash había mirado anteriormente.
—Esto —dijo casi con veneración— es el motor analítico de Babbage, su obra más ambiciosa, que quedó inconclusa a su muerte. Es la precursora del Mark I, el Colossus, el ENIAC y todos los grandes ordenadores.
Acarició sus flancos de metal con algo parecido al cariño.
El conjunto de máquinas antiguas, colocadas al pie de un asombroso panorama del centro de Manhattan, desentonaba notablemente con la elegancia de la sala. De repente, Lash lo entendió todo.
—Son máquinas de pensar —dijo—. Tentativas de crear aparatos que ahorraran cálculos mentales a los seres humanos.
—Exacto. Hay algunas que me despiertan humildad. —Señaló el motor analítico—. Otras… —Volvió a mover la mano, esta vez hacia el fondo de la sala, donde había un Macintosh 128K mucho más moderno sobre una peana de mármol—. Esperanza. Y otras protegen mi honradez.
Señaló una caja de madera de grandes dimensiones, con un tablero de ajedrez en la parte frontal.
—¿Qué es? —preguntó Tara.
—Un ordenador para jugar al ajedrez, hecho en Francia a finales del Renacimiento. Resulta que el presunto «ordenador» era un simple enano, maestro en ajedrez, que se metía en la máquina y dirigía sus movimientos. Pero bueno, sentémonos.
Los llevó a una mesa baja rodeada de sillones de cuero y cubierta de publicaciones: el Times, el Wall Street Journal, varios números de Computerworld y el Journal of Advanced Psycho-computing.
La sonrisa de Silver pareció flaquear en el momento de tomar asiento.
—Me alegro mucho de conocerlo, Christopher, pero lamento que las circunstancias no sean más agradables. —Agachó la cabeza y juntó las manos—. Todo esto ha sido un shock, para el consejo y para mí personalmente.
Al alzar la mirada, su expresión era de angustia. «Claro, debe de ser duro —pensó Lash—. La empresa que levantó, y su buen funcionamiento, en peligro de muerte».
—Cuando pienso en las parejas, los Thorpe y los Wilner… se me derrumba todo. Lo que ha sucedido es incomprensible.
Inmediatamente Lash se dio cuenta de su error. Silver no pensaba en la empresa, sino en los cuatro muertos, y en la cruel ironía que había acabado bruscamente con sus vidas.
—Tiene que entenderlo, Christopher —continuó Silver, que volvía a mirar la mesa—. Lo que hacemos es más que un simple servicio; es una responsabilidad, como la que siente un cirujano cuando se acerca a un paciente en la mesa de operaciones. La diferencia es que en nuestro caso la responsabilidad se extiende a su vida entera. Esa gente ha puesto su felicidad futura en nuestras manos. Lo cierto es que cuando tuve la idea germinal de Eden no fui plenamente consciente de ello, pero la cuestión es que ahora tenemos el deber de averiguar qué ha pasado, tanto si… tanto si tenemos algo que ver con la tragedia como si no.
Lash volvió a llevarse una sorpresa. Era la primera vez que oía sincerarse tanto a un miembro de Eden, con la posible excepción del presidente, Lelyveld.
—Ya sé que solo han pasado dos días desde la muerte de los Wilner, pero ¿ha descubierto algo útil?
Silver miró a Lash con una expresión casi de súplica.
—Bueno, es lo que le he dicho a Mauchly: en los meses anteriores a sus muertes no hay ningún indicativo de suicidio.
Silver sostuvo brevemente su mirada. Por un momento, Lash tuvo la ridícula impresión de que el magnate estaba a punto de llorar.
—Espero consultar dentro de poco las evaluaciones psicológicas de las parejas —se apresuró a decir, para reconfortarlo—. Es posible que descubra algo más.
—Quiero que se le brinden todos los recursos de la empresa —contestó Silver—. Dígaselo a Edwin; y si Liza o yo podemos ayudarlo en algo, no deje de comunicármelo.
«¿Liza? —se preguntó Lash con cierta vaguedad—. ¿Se refiere a Tara? ¿Tara Stapleton?».
—¿Tiene alguna teoría? —preguntó Silver en voz baja.
Lash titubeó. No quería darle otra mala noticia.
—De momento solo son eso, teorías; pero a menos que exista algún factor emocional o psicológico desconocido, los indicios apuntan cada vez más al homicidio.
—¿Homicidio? —repitió Silver bruscamente—. Pero ¿cómo?
—Recuerde que de momento solo barajo teorías. Existe la pequeña posibilidad de que esté implicado algún trabajador o ex trabajador de la empresa, pero lo más probable es que el sospechoso sea una persona rechazada en el proceso de selección.
Silver hizo un gesto de extrañeza, como de niño regañado por algo que no ha hecho. Era una mirada de inocencia herida.
—Me cuesta creerlo —murmuró—. Con lo estrictos que son los protocolos de seguridad… Pregúnteselo a la señorita Stapleton. Me han asegurado que…
No acabó la frase.
—Ya le digo que de momento es una simple teoría.
El silencio volvió a apoderarse de los allí reunidos, un silencio más largo que el primero. Silver se levantó.
—Lo siento —dijo—. Seguro que tiene cosas más importantes que hacer que hablar conmigo.
Cuando tendió la mano a sus invitados, su sonrisa recuperó una parte de su calidez.
Mauchly reapareció como caído del cielo, y llevó a Tara y Lash al ascensor.
—Christopher… —dijo Silver.
Lash se giró y lo vio al lado del motor analítico.
—Dígame.
—Gracias por subir. Me tranquiliza saber que nos ayuda. Estoy seguro de que no tardaremos en volver a vernos.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Silver se giró y se quedó pensativo, acariciando de nuevo los flancos metálicos del antiguo ordenador.