16

Al principio Lash se limitó a mirar a Mauchly, mientras volvían a su memoria las palabras del presidente de la empresa: «Se le ha concedido un acceso sin precedentes al funcionamiento interno de Eden. Ha pedido, y obtenido, la oportunidad de hacer algo que nadie hasta la fecha, con sus conocimientos, había podido hacer».

—Cruzar la Pared —dijo—. La misma expresión que oí durante la asamblea.

—Es literal. De hecho este rascacielos está compuesto por tres edificios separados. No solo por seguridad, sino por prevención. En caso de emergencia, las tres estructuras pueden quedar totalmente aisladas entre sí por planchas de seguridad.

Lash asintió.

—La fachada del edificio Eden es lo que ven nuestros clientes: las salas de pruebas, las de revisión, las de reunión, etcétera. La parte trasera es donde se hace el trabajo de verdad. Físicamente es mayor; tiene seis controles de acceso. Nosotros estamos yendo hacia el cuarto.

—Ha dicho que había tres edificios.

—Sí. La parte más alta de la torre interior es el ático, la vivienda del doctor Silver.

El interés con que Lash observaba a Mauchly se reavivó. El esquivo fundador de Eden, el brillante informático que estaba detrás de toda su tecnología, era una figura con tan poca proyección pública que el simple hecho de enterarse de que vivía ahí —y de que había muchas posibilidades de que anduviera cerca— parecía una revelación. Se preguntó qué tipo de persona sería. ¿Un excéntrico, una especie de Howard Hughes, consumido por las adicciones? ¿Un déspota como Nerón? ¿Un hipermultimillonario frío y calculador? Era como si su curiosidad se potenciara por la falta de información.

Las puertas del ascensor se separaron, mostrando un pasillo ancho. Al fondo, Lash vio una especie de pared de cristal con un «IV» en números romanos brillando encima. Había gente haciendo cola, casi todos con batas blancas.

—La mayoría de los controles están en los niveles inferiores del edificio —explicó Mauchly, incorporándose a la fila—. Es una manera de facilitar el tránsito al inicio y al final de la jornada de trabajo.

El lento avance de la cola permitió que Lash viera mejor el otro lado del cristal: un corto pasillo hexagonal con otro cristal al fondo. De repente vio que el primero se abría deslizándose, y se cerraba al paso de la primera persona de la cola.

—No lleva ningún aparato, ¿verdad? —preguntó Mauchly—. ¿Grabadoras, agendas electrónicas o algo por el estilo?

—Lo he dejado todo en casa, como me había pedido.

—Perfecto. Sígame. Cuando el vigilante haya controlado su pulsera, cruce lentamente el punto de control.

Ya estaban al principio de la fila. A cada lado del cristal había un vigilante con mono beis. Todo parecía desproporcionado: los vigilantes, los puntos de control, las pulseras, el fanático dispositivo de seguridad… Sin embargo, Lash se recordó los ingresos de la compañía durante el último ejercicio, y las palabras de Mauchly: «La única manera de proteger nuestro servicio es el secreto. Imagínese lo que haría la competencia con tal de conseguir nuestros tests psicológicos, nuestros algoritmos de evaluación o cualquier otro dato».

Vio que Mauchly levantaba la mano derecha hacia un escáner empotrado en la pared. Su piel quedó bañada por una luz azul. La pulsera brilló. Con un susurro, el cristal se deslizó y Mauchly pudo acceder al espacio luminoso de detrás. A continuación, se cerró el cristal. Y se abrió el siguiente. Una vez que Mauchly hubo cruzado la cámara, y que estuvieron cerradas todas las compuertas, los vigilantes hicieron señas a Lash de que pasara.

Levantó la pulsera hacia el escáner y sintió que la luz le calentaba la muñeca. El cristal se abrió, dejándole penetrar en la cámara. Dentro, la luz era tan fuerte, y se reflejaba tanto en las superficies blancas, que le costó darse cuenta de que había algo más que paredes desnudas. Mientras avanzaba, captó vagamente una serie de protuberancias, del mismo color blanco que el resto del hexágono, y difíciles de distinguir. También oyó un zumbido lejano, como el de un generador. No era un simple pasillo, sino un conducto que unía dos rascacielos separados.

El cristal del fondo se abrió y Lash se reencontró con Mauchly. En ese lado del punto de control solo había un vigilante, que saludó a Lash con la cabeza. Él le devolvió el saludo y miró a su alrededor con gran curiosidad. El otro lado de la pared no parecía distinguirse especialmente de lo que ya había visto de la empresa. Había varios letreros: «Telefonía A-E», «Vigilancia on line», «Síntesis avanzada de datos»… En los pasillos había gente hablando en voz baja.

—¿Qué es todo eso? —preguntó Lash, señalando con la cabeza la cámara que acababa de cruzar.

—Un pasadizo-escáner. Una simple medida para asegurarnos de que no traiga ni se lleve nada. Los instrumentos, el software y la información tienen que quedarse dentro del edificio. Bueno, todo en general.

—¿Todo?

—Todo menos algunas secuencias de datos muy controladas.

—Pero el procesamiento de verdad se hace aquí dentro, ¿no? El volumen de cálculos debe de ser verdaderamente ingente.

—Ni se lo imagina. —Mauchly señaló un panel de gran tamaño empotrado en la pared—. Todas las zonas de este lado de la Pared están conectadas por canales de datos como éste. Vienen a ser tubos de cables que conectan cada sistema interno con el resto.

Mauchly se apartó y señaló una figura a la que Lash no había prestado atención.

—Le presento a Tara Stapleton, responsable técnica de seguridad. Será la persona que le informará mientras usted esté aquí dentro.

La aludida dio un paso hacia delante.

—Encantada —dijo serenamente y con voz grave, tendiendo la mano.

Lash se la estrechó. Era una mujer morena y alta, de mirada seria y de menos de treinta años, al menos según sus cálculos.

—Por aquí —dijo Mauchly, internándose por uno de los anchos pasillos—. Tara acaba de ser informada sobre la razón de su presencia. Es la única que lo sabe. La excusa oficial de que usted esté aquí es que evalúa la eficiencia del sistema para el plan quinquenal del consejo. Creo que le sorprenderá la dedicación y la motivación de nuestro equipo.

Lash miró a Tara Stapleton.

—¿Es verdad?

Tara asintió.

—Tenemos los mejores empleados, y una tecnología patentada superior a cualquier otra. ¿En qué otro trabajo se puede influir decisivamente en las vidas ajenas?

Eran palabras entusiastas, pero parecía que las pronunciara de carrerilla, sin matices, como si pensara en otra cosa.

—¿Se acuerda de las reuniones de clase que oyó? —preguntó Mauchly—. Pues todos los empleados tienen que presenciarlas dos veces al año. Así tenemos más presente el objetivo de nuestro trabajo.

Llegaron finalmente a una doble puerta donde ponía: OBTENCIÓN DE DATOS-INTERNET-GALERÍA. Mauchly acercó su pulsera al escáner y, cuando se abrieron las puertas, hizo pasar a los demás.

Lash vio que se encontraban en una galería sobre una sala cuyo bullicio no tenía nada que envidiar al de la bolsa de Nueva York. La diferencia era que la bolsa siempre le había parecido al borde del caos, mientras que el enorme espacio que se abría a sus pies se caracterizaba por la precisión y la serenidad de una colmena. Algunos de sus ocupantes estaban sentados, mirando pantallas de ordenador; otros estaban reunidos alrededor de centros de datos, señalando monitores, o hablando por teléfono. Las pantallas gigantes de las paredes proyectaban titulares de Reuters, CNN y otras agencias de noticias, o de servicios meteorológicos nacionales e internacionales.

—Es uno de nuestros centros de obtención de datos —explicó Mauchly—. El edificio contiene varias subsecciones de investigación y control parecidas.

—Ya se ve que es una empresa muy grande —murmuró Lash al contemplar el despliegue de actividad.

—A nuestros clientes les decimos que el día de las pruebas es la fase más importante del proceso de emparejamiento, pero la verdad es que solo constituye una pequeña parte. Después de la evaluación, supervisamos todos los aspectos de los patrones de comportamiento de los candidatos. Puede tardar entre unos días y un mes, dependiendo de la amplitud de los datos que recibamos. El seguimiento lo abarca todo: estilo de vida, gustos en ropa y ocio, hábitos de compra… Este centro, por ejemplo, hace un seguimiento del uso de Internet de los clientes. Controlamos las páginas que visitan, la manera de moverse por ellas con el ratón, y combinamos los datos del registro de navegación con el resto de la información recopilada.

—¿Cómo pueden hacerlo? —preguntó Lash, incrédulo.

—Tenemos acuerdos con los principales bancos, proveedores de telefonía e Internet, cadenas de televisión por cable y por satélite, etcétera. Ellos nos dejan controlar su ancho de banda, y nosotros, a cambio, les suministramos una serie de parámetros (generalizados, claro) que les sirven para detectar tendencias. También tenemos nuestros propios especialistas en vigilancia como comprenderá. La omnipresencia de los ordenadores en la vida cotidiana forma parte de los requisitos que hacen que sea posible este negocio, doctor Lash.

—Casi se me quitan las ganas de tocar mi ordenador.

—Nuestros clientes no tienen la menor idea de que estemos controlando su navegación por la red, los cargos a sus tarjetas de crédito y sus facturas telefónicas. Así tenemos una imagen mucho más completa que la que se podría conseguir de cualquier otra manera. Es uno de los aspectos que nos diferencian de los otros servicios de relaciones personales que han aparecido después de nosotros, y que son mucho más primitivos. No es necesario que le diga que ninguno de los datos que obtenemos sale de estas paredes. Es otra de las razones de que le hayamos parecido tan herméticos, doctor Lash: nuestra prioridad es garantizar la intimidad de nuestros clientes.

Manchly señaló la actividad del piso de abajo.

—Al final de las evaluaciones personales de los Thorpe, sus expedientes fueron distribuidos por centros como este para el control de datos. Con los Wilner, tres cuartos de lo mismo. Con usted, si hubiera sido seleccionado como candidato, igual. —Hizo una pausa—. A propósito, lamento el incidente. Leí los informes finales de Vogel y de Alicto.

—El doctor Alicto parecía que me tuviera rabia personalmente.

—Es la impresión que daba, sí. El examinador principal goza de cierta libertad en la realización de la entrevista. Alicto es uno de nuestros mejores examinadores, pero también de los menos ortodoxos. En todo caso, no fue una evaluación real, en el sentido de que usted no era un candidato. Espero que lo consuele un poco.

—Sigamos.

A Lash le incomodaba que su desempeño —no precisamente estelar— fuera analizado delante de Tara Stapleton.

Mauchly lo invitó a salir de la galería y seguir caminando por el largo pasillo pintado de colores claros, hasta una puerta metálica maciza con un símbolo de peligro biológico y el letrero: RADIOLOGÍA Y GENÉTICA III. Abrió la puerta con la pulsera de seguridad y entraron en una sala llena de armarios pintados de gris y carritos con equipos de protección para operaciones biomédicas y manipulación de sustancias peligrosas. La pared del fondo era de plexiglás claro, con una puerta cerrada en la que se leían varias advertencias: «Entra usted en un espacio esterilizado», y «ES OBLIGATORIO el uso de prendas e instrumentos estériles. Gracias por su colaboración».

Lash se acercó al cristal y miró al otro lado con curiosidad. Vio varias personas con guantes y uniformes trabajando con diversos aparatos de aspecto muy complejo.

—Lo de ahí parece un secuenciador de ADN —dijo, señalando una consola especialmente grande, situada en un rincón.

Mauchly se acercó por detrás.

—Lo es.

—¿Qué hace aquí?

—Interviene en el análisis genético.

—No veo qué tiene que ver la genética con un servicio como el de Eden.

—Pues la verdad es que mucho. Es uno de los ámbitos de investigación más importantes de la empresa.

Lash permaneció a la expectativa, dejando alargarse el silencio. Al final, Mauchly suspiró.

—Ya sabe que nuestro proceso de solicitud no se limita a las evaluaciones psicológicas. Durante el chequeo médico, cualquier candidato que presente problemas físicos relevantes, o en quien se aprecie un alto riesgo de tenerlos, es descalificado.

—Parece un poco duro.

—En absoluto. ¿A usted le gustaría conocer a su pareja perfecta y que al cabo de un año se muriera? Bueno, la cuestión es que, aquí y en otros laboratorios de este lado de la Pared, después del chequeo se sigue analizando la sangre del candidato para detectar toda una gama de trastornos genéticos. Cualquier persona con predisposición genética al Alzheimer, la fibrosis quística, la corea de Huntington y otras enfermedades similares también queda descalificada.

—¡Madre mía! Y ¿les dicen por qué?

—No, directamente no. Podría llamar la atención sobre nuestros secretos profesionales. Además, el rechazo de la solicitud ya puede ser muy traumático. ¿Qué sentido tendría agravarlo con la angustia por algo que puede tardar muchos años en aparecer, si es que aparece, y que siempre es incurable?

«Eso digo yo», pensó Lash.

—Pero esto solo es el principio. El papel más importante de la genética está relacionado con el propio proceso de emparejamiento.

Lash miró a Mauchly, a los trabajadores de detrás de la pared de plexiglás y nuevamente a Mauchly, que dijo:

—Supongo que de psicología evolutiva sabe más usted que yo, concretamente sobre el concepto de propagación genética.

—Sí, el deseo de transmitir nuestros genes a las generaciones futuras en las mejores condiciones posibles. Es un impulso fundamental.

—Exacto, y «las mejores condiciones posibles» suelen implicar un alto grado de variabilidad genética, lo que un técnico podría llamar un incremento de «heterocigosidad». Así se contribuye a que la progenie sea fuerte y sana. Si uno de los miembros de la pareja tiene la sangre de tipo A, con propensión relativamente alta al cólera, y el otro la tiene de tipo B, con mayor propensión al tifus, lo más probable es que su hijo, con sangre de tipo AB, sea bastante resistente a ambas enfermedades.

—Pero ¿qué tiene que ver con el trabajo de Eden?

—Seguimos muy de cerca las últimas investigaciones en biología molecular, y actualmente estamos controlando varias docenas de genes que influyen en la elección de la pareja ideal.

Lash hizo un gesto de asombro.

—No soy ningún experto, doctor Lash, pero puedo darle un ejemplo: el HLA.

—No lo conozco.

—El antígeno leucocitario humano. En los animales se conoce como MHC. Es un gen de gran tamaño situado en el brazo largo del cromosoma 6, que afecta a las preferencias en olor corporal. Los estudios han demostrado que la gente se siente más atraída por aquellos individuos cuyos haplotipos de HLA son menos parecidos a los suyos.

—Veo que debería leer Nature más a menudo. ¿Cómo lo habrán demostrado?

—Pues, mire, en una prueba hicieron que un grupo de control oliera camisetas que habían sido llevadas por personas del otro sexo, y que las ordenaran en función de su atractivo. Los olores preferidos siempre correspondían a personas cuyos genotipos eran los más diferentes a los de la persona que olía las camisetas.

—Me toma el pelo.

—En absoluto. Los animales muestran la misma preferencia por emparejarse con ejemplares cuyos genes MHC sean opuestos a los suyos. Los ratones, por ejemplo, eligen husmeando la orina de las posibles parejas.

La respuesta de Lash fue un breve silencio.

—Personalmente, prefiero la camiseta —opinó Tara.

Fue lo primero que dijo en varios minutos. Lash se giró para mirarla, pero ella no sonreía, y no estuvo seguro de que hubiera sido una broma.

Mauchly se encogió de hombros.

—Bueno, el caso es que las preferencias genéticas de los Wilner y los Thorpe tuvieron que ser cotejadas con el resto de la información que habíamos acumulado sobre ellos: la de la vigilancia, los resultados de los tests, etcétera.

Lash observó a los trabajadores del otro lado del cristal.

—Es increíble. Llegado el momento, querré ver los resultados de los tests en cuestión, pero mi principal pregunta es cómo se formaron exactamente las dos parejas.

—Es nuestra siguiente parada.

Mauchly los condujo hacia el vestíbulo.

Otro recorrido por un laberinto de pasillos, otro viaje corto en ascensor y Lash se encontró delante de una doble puerta con el rótulo: SALA DE PRUEBAS.

—¿Qué es? —preguntó.

—El Tanque —contestó Mauchly—. Usted primero, por favor.

Lash entró en una sala de grandes dimensiones, pero donde reinaba una extraña intimidad, debida al techo bajo y la luz indirecta. Las paredes de la izquierda y la derecha estaban recubiertas de instrumentos y pantallas, pero lo que le llamó la atención fue la del fondo, totalmente dominada por una especie de acuario. Se quedó parado.

—Adelante, mire —dijo Mauchly.

Al acercarse, Lash vio que era un cubo muy grande y translúcido empotrado en la pared. Delante había un grupito de técnicos, algunos de los cuales tomaban notas en sus ordenadores de mano, mientras que los otros se dedicaban a la simple observación. Dentro del cubo se agitaba sin cesar una infinidad de luces de colores cambiantes, que brillaban fugazmente al chocar entre sí y volvían a apagarse. La tenue iluminación de la sala, y lo pálido y translúcido de las apariciones, hacían que el cubo pareciera ilusoriamente profundo.

—Ahora entenderá que lo llamemos el Tanque —dijo Mauchly.

Lash asintió distraídamente. En cierto modo sí que era un acuario, pero electromecánico. De todos modos, «Tanque» parecía un nombre demasiado prosaico para algo de una belleza tan sobrenatural.

—¿Qué es? —preguntó en voz baja.

—Una representación gráfica y en tiempo real del proceso de emparejamiento. Nos proporciona indicios visuales que serían mucho más difíciles de analizar leyendo montañas de listas impresas, por decir algo. Cada objeto de los que ve moverse dentro del Tanque es un avatar.

—¿Avatar?

—Los modelos de personalidad de los candidatos, derivados de sus evaluaciones y de los datos que vamos recogiendo. Pero eso se lo podrá explicar mucho mejor Tara.

Tara, que hasta entonces se había mantenido a cierta distancia, se acercó.

—Hemos cogido el concepto de obtención y análisis de datos y le hemos dado la vuelta. Al final de la etapa de control, nuestros ordenadores toman los datos brutos del solicitante, medio terabyte de información, y crean el modelo que llamamos avatar. Después, ese modelo se coloca en un entorno artificial y se deja que interactúe con los demás avatares.

Lash seguía hipnotizado por el Tanque.

—Interactuar —repitió.

—Lo más fácil es verlos como conjuntos de datos extremadamente densos a los que se ha conferido vida artificial, y que evolucionan libremente en un espacio virtual.

Tenía algo de perturbador, pensar que cada uno de esos espectros, telarañas que se agitaban en el vacío, representaba una personalidad completa y única, con sus necesidades y esperanzas, sus deseos y sueños, sus estados de ánimo y sus proclividades manifestados en forma de datos que se movían por una matriz de silicona. Lash miró a Tara. La luz refleja hacía brillar sus azules ojos, y en su cara se movían sombras extrañas. También ella parecía fascinada por el espectáculo.

—Es bonito —dijo Lash—, pero raro.

La mirada de Tara cambió de golpe.

—¿Raro? ¡Brillante! Los avatares contienen demasiados datos para compararlos mediante algoritmos informáticos convencionales. Nuestra solución fue insuflarles vida artificial y dejar que las comparaciones las hicieran ellos mismos. Primero se insertan en el espacio virtual, y luego se excitan, como con los átomos. Así conseguimos que se muevan e interactúen. A las interacciones las llamamos «contactos». Si los dos avatares ya se han intersecado en el Tanque, es un contacto caduco; en cambio, si se trata del primer encuentro, es un «contacto nuevo». Cada contacto nuevo libera una enorme cantidad de datos, que básicamente detalla los puntos en común entre los dos.

—O sea, que lo que vemos ahora mismo son todos los candidatos actuales de Eden.

—Exactamente.

—¿Cuántos hay?

—Depende, pero pueden llegar a diez mil. Constantemente se producen nuevas incorporaciones. Aquí dentro podría estar cualquiera: presidentes, estrellas de rock, poetas… Los únicos que… —Vaciló—. Los únicos que lo tienen prohibido son los empleados de Eden.

—¿Porqué?

Tara se fue por la tangente.

—Un avatar tarda aproximadamente dieciocho horas en entrar en contacto con todos los demás. Es lo que llamamos un ciclo. Miles y miles de avatares intersecándose entre sí y provocando un gran flujo de información… Imagínese la potencia informática que hace falta para analizar los datos.

Lash hizo un gesto de asentimiento. En ese momento oyó un pitido a sus espaldas, y al girarse vio a Mauchly con un teléfono móvil pegado a la oreja.

—Bueno —siguió explicando Tara—, pues cuando se ha establecido un emparejamiento los dos avatares son extraídos del Tanque. Durante el primer ciclo, la pareja se forma nueve veces de diez. Cuando un avatar no encuentra pareja, se queda en el Tanque durante varios ciclos, y si no ha encontrado su pareja en cinco ciclos, lo sacamos del Tanque y anulamos la solicitud del candidato. Pero esto solo ha pasado media docena de veces.

«Media docena de veces», se dijo Lash. Miró a Mauchly de reojo, pero seguía hablando por teléfono.

—Una pregunta: en circunstancias normales se podría coger un avatar, volver a meterlo en el Tanque un año después y encontrarle otra pareja diferente, ¿no?

—Es un tema delicado. A nuestros clientes les decimos que hemos encontrado a la pareja perfecta, y es verdad, pero eso no significa que mañana, o el mes que viene, no fuera posible encontrar otra igual de compatible. La única excepción son las superparejas, claro, porque en su caso sí que son perfectas. De todos modos, a nuestros clientes nunca les hablamos del grado de compatibilidad, porque podría incitarlos a seguir buscando. Cuando encontramos una pareja, es el punto final. Los avatares son extraídos del Tanque.

—¿Y luego?

—Se notifica a los dos candidatos y se organiza un encuentro.

La expresión de Tara volvía a ser distante.

Lash se giró hacia el Tanque y contempló los miles de avatares que evolucionaban en su interior, ingrávidos y extraños.

—Ha mencionado la potencia informática necesaria —murmuró—. Supongo que es una manera suave de decirlo, porque yo no sabía que hubiera ordenadores con tanta capacidad.

—¡Qué coincidencia que lo diga justo ahora! —Era la voz de Mauchly, que estaba guardándose el teléfono móvil en el bolsillo de la americana—. En este edificio hay una persona que sabe del tema más que nadie, y acaba de pedir que se lo presente.