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Kevin Connelly cruzó la gran zona de estacionamiento del centro de negocios de Stoneham. Su coche era un Mercedes clase S, bajo y plateado, aparcado lejos de los demás vehículos por simple precaución. Valía la pena caminar un poco más por el asfalto para evitar golpes y arañazos.

Quitó el seguro, abrió la puerta y se deslizó en el cuero negro. Le encantaban los coches de gama alta, y en el Mercedes todo daba gusto: el firme impacto de la puerta al cerrarse, la forma anatómica del asiento, el ronroneo del motor… El equipo AMG valía hasta el último céntimo de los veinte mil dólares suplementarios. Hasta hacía poco, conducir solo a casa había sido lo mejor de la tarde. Sin embargo, ya no.

Cruzó el aparcamiento y salió a la vía de acceso de la carretera 128, planeando mentalmente el camino a su casa. Primero pasaría por la enoteca Burlington para comprar una botella de Perrier-Jouet; luego por la floristería de al lado, para elegir un ramo. Decidió que las flores de la semana serían fucsias. Seguro que Lynn no se lo esperaba. Las flores y el champán se habían convertido en algo inseparable de las noches de sábado con su mujer, y a ella le gustaba decir en broma que el único misterio era el color de las rosas que le llevaría Kevin.

Pocos años antes, si le hubieran dicho que Lynn cambiaría su vida hasta ese extremo, se habría reído. Tenía un trabajo interesante y absorbente —de director de información en una empresa de software—, muchos amigos e intereses de sobra para ocupar su tiempo libre. Ganaba mucho, y nunca tenía problemas para conocer mujeres; pero en esa época, en algún nivel del subconsciente, ya debía de saber que le faltaba algo, porque si no, no habría acudido a Eden. Incluso después de soportar los rigores de la evaluación, y de pagar los veinticinco mil dólares, no había imaginado que Lynn pudiera llegar a completar su vida hasta ese punto. Era como ser ciego de nacimiento, y no haber entendido lo que se perdía hasta recuperar de golpe la visión.

Entró en la autovía y se integró en el tráfico del fin de semana, disfrutando de la suavidad con la que aceleraba el motor. Se acordó de la extraña sensación que había tenido al conocer a Lynn. Durante el primer cuarto de hora, o más, había pensado que cometía un grandísimo error, y que Eden había metido la pata (quizá por confundir su nombre con el de otra persona). Daba lo mismo que en la última entrevista le hubieran avisado de que al principio era normal reaccionar así. Se había pasado la primera mitad de la cita mirando a la mujer del otro lado de la mesa del restaurante, una mujer que no cumplía en nada sus expectativas, y preguntándose cuánto tardaría en recuperar los veinticinco billetes que le había costado la broma.

Pero de repente había pasado algo, algo que seguía siendo inexplicable, por muchos chistes que hubieran hecho él y Lynn en los primeros meses. Era una sensación que lo había invadido lentamente. A lo largo de la cena, de la manera más inesperada, había descubierto que compartían intereses, gustos, amores y odios; pero lo más intrigante eran sus diferencias. Era como si compensaran mutuamente sus lagunas. Él siempre había sido un desastre en idiomas. Lynn, que dominaba el francés y el español, le explicó que la inmersión en una lengua era más natural que memorizar un libro de gramática. Durante la segunda mitad de la cena solo había hablado en francés, y cuando les sirvieron la crème brûlée él ya estaba sorprendido de lo mucho que entendía. En la segunda cita se enteró de que Lynn tenía miedo a volar, y, como él era piloto privado, le explicó la manera de superar el trauma, y le ofreció vuelos de desensibilización en el Cessna que compartía con otra persona.

Cambió sonriendo de carril. Ya sabía que eran ejemplos toscos. Sus personalidades se complementaban con una sutileza y una riqueza de matices que no se podían explicar del todo. Solo podía compararlo con las otras mujeres que había conocido. La verdadera diferencia, la fundamental, era que se conocían desde hacía casi dos años y seguía tan electrizado por la idea de volver a verla como en los primeros ardores del enamoramiento.

Kevin no era perfecto, ni muchísimo menos. El análisis psicológico de Eden había puesto de relieve sus defectos. Era propenso a la impaciencia, a la arrogancia, etcétera, etcétera, pero por alguna razón todo eso lo borraba Lynn. Había aprendido de ella a confiar en sí mismo y a tener paciencia. Lynn también había aprendido de él. Antes de conocerlo era una chica callada y un poco reservada, pero él la había desinhibido mucho. A veces seguía siendo silenciosa (los últimos dos días, sin ir más lejos), pero era una característica que se había vuelto tan sutil que Kevin era el único en darse cuenta.

Nunca se lo habría dicho a nadie, pero su principal preocupación al acudir a Eden había sido el sexo. A sus años, y con su largo historial de relaciones, ya no daba tanta importancia a los maratones de dormitorio. No era un candidato al Viagra, por descontado, pero había descubierto que para poder responder a fondo tenía que sentir algo muy profundo hacia su pareja. De hecho, había sido uno de los problemas de su anterior relación: que ella, quince años menor, tuviera una voracidad sexual algo intimidadora, aunque en sus días de joven semental él la hubiera encontrado deseable.

Con Lynn había quedado demostrado que el problema no existía. Era una mujer tan paciente y amorosa, con un cuerpo de una sensibilidad tan prodigiosa a sus caricias, que disfrutaba con ella más que nunca. De hecho, sus relaciones parecían mejorar con el tiempo, como todos los aspectos de su matrimonio. Al pensar en su aniversario de bodas, para el que ya faltaba poco, sintió un hormigueo de deseo. Lo pasarían en Niagara-on-the-Lake, en Canadá, como la luna de miel. «Solo faltan unos días», pensó, frenando un poco para tomar la salida. Si Lynn tenía alguna preocupación, se le borraría enseguida cuando estuviera a bordo del Maid of the Mist, salpicada por el agua de la catarata.