Esta vez, cuando Edwin Mauchly hizo pasar a Lash a la sala de reuniones de Eden, la mesa estaba llena. Lash reconoció algunas caras: las de Harold Perrin, antiguo presidente del consejo de la Reserva Federal, y Caroline Long, de la fundación Long. Las otras no le sonaron, pero era evidente que tenía ante sus ojos al consejo directivo en pleno de Eden Incorporated. El único ausente era el fundador de la empresa, el esquivo Richard Silver. En los últimos años le habían hecho muy pocas fotos, pero estaba claro que su cara no era ninguna de las de la sala. Algunos miraban a Lash con curiosidad; otros con una gran preocupación, y otros con algo que debía de ser esperanza.
John Lelyveld ocupaba la misma silla que en la primera reunión.
—Doctor Lash…
Señaló el único asiento vacío. Mauchly cerró discretamente la puerta de la sala y se quedó delante con las manos a la espalda.
El presidente se giró hacia una mujer sentada a su derecha.
—Por favor, señora French, interrumpa la transcripción. —Volvió a mirar a Lash—. ¿Le apetece algo? ¿Café? ¿Té?
—Café, gracias.
Mientras Lelyveld daba instrucciones rápidas, Lash estudió su cara. La actitud benévola, como de abuelo, de la reunión anterior había desaparecido. El presidente de Eden se mostraba formal, preocupado y un poco distante. «Esto ya no es ninguna coincidencia —pensó Lash—, y él lo sabe». Directa o indirectamente, Eden estaba implicada.
Le sirvieron el café. Lash se alegró, porque no había tenido tiempo de dormir en toda la noche.
—Doctor Lash —dijo Lelyveld—, creo que estaríamos todos más cómodos si fuéramos directamente al grano. Comprendo que no habrá tenido mucho tiempo, pero quizá pueda ponernos al corriente de sus últimas averiguaciones… —Hizo una pausa para mirar a los demás—. Y decirnos si existe alguna explicación.
Lash bebió un poco de café.
—He hablado con el juez de instrucción y con la policía, y a simple vista todo sigue apuntando a la primera hipótesis: doble suicidio.
Lelyveld frunció el entrecejo. A varias sillas de distancia, Gregory Minor, vicepresidente ejecutivo, cambió nerviosamente de postura. Era más joven que Lelyveld, con el pelo negro y una mirada inteligente y penetrante.
—¿Y los Wilner? —preguntó—. ¿Tiene alguna pista de lo que ha pasado?
—No. Es como el caso de los Thorpe. Los Wilner lo tenían todo a su favor. He hablado con un residente de urgencias que conocía a la pareja, y los dos tenían situaciones laborales envidiables. John trabajaba en un banco de inversiones, y Karen de bibliotecaria en una universidad. Al parecer no tenían problemas económicos, ni habían sufrido ningún tipo de tragedia familiar. Por otro lado, ninguno de los dos tenía historial de depresión, ni de ningún tipo de trastorno. Los análisis de sangre de la autopsia han dado negativo en todo. Ah, y Karen estaba embarazada de su primer hijo. En definitiva, hará falta investigarlo a fondo para estar seguros, pero no se ven indicios de tendencias suicidas.
—Excepto por los cadáveres —arguyó Minor.
—El evaluador de su reunión de clase hizo un informe similar. Parecían tan felices como el resto de las parejas. —Lelyveld miró a Lash—. Ha usado la expresión «a simple vista». ¿Podría explicarse un poco más?
Lash bebió café.
—Es evidente que los suicidios de Flagstaff y de Larchmont están relacionados. No se trata de ninguna coincidencia. Por lo tanto, debemos enfocarlos como lo que se llama en Quantico «muerte equívoca».
—¿Muerte equívoca? —Caroline Long estaba sentada a su derecha. Bajo la luz artificial, su pelo rubio casi parecía incoloro—. Explíquese, por favor.
—Es un tipo de análisis que empezó a realizarse en el FBI hace veinte años. Conocemos a las víctimas, sabemos cómo murieron, pero aún desconocemos las circunstancias exactas. En este caso, podemos encontrarnos ante un doble suicidio, un suicidio-homicidio… o un homicidio.
—¿Homicidio? —exclamó Minor—. Un momento. Acaba de decir que la policía lo enfoca como un doble suicidio.
—Sí, ya lo sé.
—Y que todas las observaciones que ha hecho usted coinciden con esa conclusión.
—Correcto. Lo de la muerte equívoca lo comento porque tenemos un enigma entre manos. Todos los indicios físicos apuntan al suicidio, pero todos los indicios psicológicos lo desmienten. Por lo tanto, no podemos cerrarnos a ninguna posibilidad.
Miró a los demás, y, como nadie decía nada, siguió hablando.
—¿A qué posibilidades me refiero? Si fuera un homicidio, el asesino tendría que conocer a las dos parejas. ¿Un pretendiente rechazado? ¿Alguien resentido contra Eden porque su sistema de filtros lo descartó como cliente?
—Imposible —objetó Minor—. Nuestros archivos están protegidísimos. Ningún candidato rechazado sabe la identidad o dirección de nuestros clientes.
—Podrían haberse conocido en el vestíbulo el día de la solicitud. También es posible que una de las parejas hubiera presumido de su experiencia con Eden delante de la persona equivocada.
Lelyveld negó lentamente con la cabeza.
—Lo dudo. Nuestras medidas de seguridad y confidencialidad empiezan desde el momento en que alguien pone el pie en el edificio. Habrían impedido una comunicación casual como la que describe. En cuanto a presumir delante de otra gente, se lo desaconsejamos explícitamente a todas nuestras parejas. Es uno de los factores que controlamos en las reuniones de clase, y tanto los Thorpe como los Wilner guardaron la mayor discreción sobre las circunstancias de su emparejamiento.
Lash se acabó el café.
—Bueno, pues volvamos al suicidio. Podría ser que en la formación de una superpareja hubiera algo intrínsecamente malo, un trastorno en la relación, pero tan profundo y sutil que no se manifiesta en los controles habituales de sus… ¿Cómo las llaman? Reuniones de clase.
—Absurdo —dijo Minor.
—¿Absurdo? —Lash arqueó las cejas—. La naturaleza, señor Minor, aborrece la perfección. Enséñeme una rosa que no tenga como mínimo alguna pequeña imperfección. El oro puro es tan blando que no se puede trabajar, y no sirve de nada. Lo único perfecto son los fractales, y hasta ellos son básicamente asimétricos.
—Creo que lo que quiere decir Greg es que, aunque fuera posible, ya nos habríamos enterado —explicó Lelyveld—. Nuestros instrumentos psicológicos son de una profundidad excepcional. Un fenómeno de esas características ya habría sido detectado en nuestras evaluaciones.
—Era una simple teoría. En todo caso, trátese de un homicidio o de un suicidio, la clave es Eden. Es lo único que tienen en común las dos parejas. Lo único. Por lo tanto, necesito conocer mejor el proceso. Quiero ver lo que vieron los Thorpe y los Wilner como clientes suyos. Quiero saber cómo fueron seleccionados como parejas perfectas, y necesitaré acceder sin restricciones a sus expedientes.
Esta vez, Gregory Minor se levantó.
—¡Ni hablar! —Se giró hacia Lelyveld—. Ya sabes que he tenido reservas desde el principio, John. Traer a alguien de fuera es peligroso y desestabilizador. Cuando lo que investigábamos era un incidente aislado, algo que solo nos afectaba tangencialmente, era otra cosa, pero después de lo de anoche… Ahora el riesgo para la seguridad es demasiado alto.
—Demasiado tarde —respondió Caroline Long—. Ahora el riesgo va más allá de los secretos de la empresa. Deberías entenderlo mejor que nadie, Gregory.
—Pues aparquemos un momento las cuestiones de seguridad. No tiene sentido dejar que cruce la Pared una persona como Lash. Lee su expediente, y lo que le pasó justo antes de salir del FBI. Tenemos cien psicólogos en plantilla, todos con un expediente inmejorable. Piensa en el tiempo y el esfuerzo que habría que invertir para ponerlo al día. Y ¿para qué, si nadie sabe por qué han muerto las parejas? ¿Alguien puede asegurar que haya razones para temer que se repita?
—¿Está dispuesto a correr el riesgo? —replicó Lash, enfadado—. Porque una cosa sí que puedo asegurarle: que han tenido una suerte inmensa. Los dos suicidios en pareja han sido en costas diferentes, y en el caso de los Wilner ha ocurrido tan cerca de ustedes que han conseguido que no saliera en la prensa. Así nadie se ha fijado en la coincidencia, pero el día en que otra pareja, la tercera, decida actuar del mismo modo, despídanse de que su queridísima empresa no salga en las noticias.
Se apoyó en el respaldo, respirando con fuerza, y cogió la taza, pero la dejó al acordarse de que estaba vacía.
—Me temo que el doctor Lash tiene razón —dijo Lelyveld con suavidad—. Tenemos que entender qué pasa, y frenarlo como sea, no solo por los Thorpe y los Wilner, sino por el bien de Eden. —Miró a Minor—. Greg, creo que en este caso la objetividad del doctor Lash no es un inconveniente, sino una ventaja. Aún no conoce el proceso, es cierto, pero, si lo hiciera, podría aportarnos una nueva mirada. Además, es el mejor cualificado de la docena de candidatos que habíamos evaluado, y su compromiso de confidencialidad ya está en nuestro archivo. Propongo someterlo a votación.
Lelyveld bebió un poco de agua del vaso que tenía al lado, y levantó la mano sin decir nada más.
Otra mano se levantó despacio, seguida de otra, y de otra, hasta que todas estuvieron levantadas a excepción de las de Gregory Minor y otro hombre con traje negro sentado a su lado.
—Propuesta aprobada —anunció Lelyveld—. El proceso lo pondrá en marcha Edwin, doctor Lash.
Lash se levantó, pero Lelyveld no había terminado.
—Se le ha concedido un acceso sin precedentes al funcionamiento interno de Eden. Ha pedido, y obtenido, la oportunidad de hacer algo que nadie hasta la fecha, con sus conocimientos, había podido hacer: someterse al proceso como cualquier candidato. Hará bien en recordar el viejo dicho de que hay que tener cuidado con lo que se desea.
Lash asintió con un gesto y se giró.
—Ah, doctor Lash —dijo el presidente.
Lash se volvió para mirarlo.
—Trabaje deprisa. Deprisa.
Cuando Mauchly abrió la puerta, Lash oyó que Lelyveld decía:
—Ya puede seguir transcribiendo el acta de la reunión, señora French.