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Durante el vuelo de regreso a Nueva York, a diez mil quinientos metros de altitud, Lash metió su tarjeta de crédito en la ranura del respaldo, descolgó el auricular del teléfono aire-tierra y se quedó mirándolo. «¿Qué hace un experto cuando algo no tiene sentido? —pensó—. Muy fácil: consultar a otro experto».

El primer número que marcó fue el de información. El segundo, uno del condado neoyorquino de Putnam.

—Centro Weisenbaum —respondieron.

—Con el doctor Goodkind, por favor.

—¿De parte de quién?

—De Christopher Lash.

—Un momento.

El centro de investigación biomédica Norman J. Weisenbaum gozaba de predilección tanto entre los hospitales como entre las compañías farmacéuticas. Sin embargo, entre los psicólogos privados suscitaba una mezcla de veneración y envidia, a causa de la calidad de sus estudios neuroquímicos. Durante la espera, amenizada con música etérea new age, Lash intentó formarse una imagen mental de la institución. Sabía que estaba a orillas del Hudson, a unos tres cuartos de hora al norte de Manhattan. Debía de ser un edificio bonito, de impecable arquitectura, ya que disponía de un presupuesto de lo más generoso.

—¡Chris! —exclamó Goodkind—. ¡Qué sorpresa! ¿Cuánto tiempo hace que no sabía nada de ti? ¿Seis años?

—Es posible.

—¿Qué? ¿Cómo te va en el sector privado?

—Pagan mejor la hora.

—Me lo imagino. Siempre me había preguntado cuándo dejarías la caballería y te instalarías en alguna ciudad bonita y lucrativa. Tienes la consulta en Fairfield, ¿no?

—En Stamford.

—¡Ah, sí, es verdad! Cerca de Greenwich, Southport y New Canaan. Seguro que está todo lleno de parejas ricas y disfuncionales.

La incorporación de Lash al FBI había provocado división de opiniones entre sus antiguos compañeros de la Universidad de Pensilvania, como Goodkind. Algunos parecían envidiarlo, mientras que otros no entendían que estuviera dispuesto a aceptar un trabajo tan estresante, físicamente arduo y potencialmente peligroso cuando su doctorado le abría las puertas de algo mucho más cómodo. Al abandonar el FBI, Lash se había asegurado de que creyeran que el motivo era la avaricia, no la tragedia que había cortado de manera tan brusca su carrera en las fuerzas del orden, y también su matrimonio.

—¿Y de Shirley? ¿Vas teniendo noticias? —preguntó Goodkind.

—No.

—¡Qué lástima que os separaseis! Supongo que no tuvo nada que ver con lo de Edmund Wyre… Lo leí en el periódico.

Lash se esforzó por que su tono de voz no delatara el dolor que seguía evocando un simple nombre, a pesar de los tres años transcurridos.

—No; no tuvo nada que ver.

—¡Qué horror! Debió de ser muy duro.

—Hombre, fácil no fue.

Lash empezó a arrepentirse de la llamada. ¿Cómo podía haber olvidado la curiosidad de Goodkind y su afición a entrometerse en los asuntos ajenos?

—Me compré tu libro —dijo Goodkind—, Congruencia. Muy bueno, aunque estaba escrito para legos, claro.

—Quería vender más de una docena de ejemplares.

—¿Y?

—Pues que vendí como mínimo dos docenas.

Goodkind se rio.

—Yo también he leído tu último artículo —comentó Lash—, el que salió hace poco en el American Journal of Neurobiology: «Reevaluación cognitiva y suicidio por alienación». Muy bien argumentado.

—Una de las ventajas de mi cargo, aquí en el centro, es que puedo especializarme en el campo que quiera.

—También me interesaron algunos otros artículos de los que has estado publicando, por ejemplo «Inhibidores de recaptación y suicidio en ancianos».

—¿Ah, sí? —Goodkind parecía sorprendido—. ¡No sabía que me tuvieras tan controlado!

—Deduzco de los artículos que aparte de investigar en el laboratorio has entrevistado a bastantes suicidas frustrados.

—Hombre, no he tenido muchas oportunidades de hablar con ninguno que lo hubiera conseguido.

Goodkind se rio de su chiste.

—¿Incluyendo supervivientes de suicidios en pareja?

—Sí, claro.

—Pues entonces puede que te interese lo que tengo entre manos. De hecho, necesito tu consejo. Hace poco se suicidó un matrimonio amigo de un paciente mío, y el caso presenta algunos aspectos inhabituales.

—¿Como cuáles?

Lash fingió titubear.

—Oye, ¿y si lo hacemos al revés? ¿Y si formulas una hipótesis sobre las causas? Basándote en tus investigaciones, claro. Hazle una autopsia psicológica a la pareja, y yo relleno las lagunas.

Hubo un momento de silencio.

—Bueno, por qué no… ¿Qué edad tenían?

—Treinta y pocos.

—¿Historial laboral?

—Estable.

—¿Historial psiquiátrico? ¿Trastornos de ánimo?

—Que se sepa no.

—¿Ideación suicida?

—No.

—¿Alguna tentativa previa en su historial?

—Ninguna.

—¿Consumo de drogas?

—Los análisis de sangre de la autopsia han salido limpios.

Otra pausa.

—¿Es una broma?

—No. Sigue, por favor.

—¿Qué tal la relación de pareja?

—Por lo que dice todo el mundo, se querían mucho.

—¿Alguna desgracia importante?

—No.

—¿Historial familiar?

—Negativo en depresión, esquizofrenia y enfermedades mentales en general.

—¿Algún otro factor de estrés? ¿Algún cambio significativo?

—No.

—¿Algún problema de salud?

—Los dos se habían hecho un chequeo en los últimos seis meses y les había salido perfecto.

—¿Algo que pueda interesarme? No sé, lo que sea…

Lash hizo una pausa.

—Acababan de tener una hija.

—¿Y?

—Normal y saludable en todos los aspectos.

Tras un largo silencio, Lash oyó una risa en el auricular.

—Es broma, ¿no? Lo que describes no es un doble suicidio, son el capitán América y la Mujer Maravilla.

—¿Es tu opinión profesional?

La risa de Goodkind se apagó lentamente.

—Sí.

—Roger, tú tienes un punto de vista privilegiado sobre el suicidio. No solo porque hayas hablado con gente que ha intentado suicidarse, sino porque, como bioquímico, estudias sus motivaciones a nivel molecular. ¿Existe algo en común que pueda predisponerlos al suicidio, por muy felices que parezcan?

—¿Te refieres a un gen del suicidio, como si dijéramos? ¡Ojalá fuera tan fácil! Según algunas investigaciones, existen determinados genes que podrían (podrían, ¿eh?) generar tendencias depresivas, como hay genes que determinan comer mucho, las preferencias sexuales y el color de los ojos o del pelo, pero ¿predecir el suicidio? Si eres jugador, te aconsejo que no apuestes por eso. Imagínate a dos personas con depresión profunda. ¿Por qué una de las dos se suicida y la otra no? Es imposible predecirlo. ¿Por qué el mes pasado la policía de Miami Beach informó sobre una oleada de suicidios, mientras que en Mineápolis la bajada fue histórica? ¿Por qué en Polonia tuvieron un índice brutal de suicidios durante el año 2000? Lo siento, tío, pero en el fondo es una simple cuestión de azar.

Lash lo digirió.

—Cuestión de azar.

—Te lo dice un experto, Chris. Hazme caso.