Flagstaff, Arizona. Dos días después.
Como la zona de estacionamiento ya estaba ocupada por dos Audi 8, Lash dejó su Taurus de alquiler en la acera y subió a pie por el camino de adoquines, haciendo crujir la pinaza marrón. El número 407 de Cooper Drive era una casa bonita, de tejado ancho y bajo, con el patio trasero vallado. Al otro lado de la cerca, el terreno bajaba suavemente, ofreciendo una vista del centro de Flagstaff, ligeramente borrosa por la niebla matinal. Más lejos, al norte, se erguía la masa violeta y marrón de los San Francisco Peaks.
Al llegar a la puerta principal, sujetó con el brazo los grandes sobres que llevaba y buscó en el bolsillo hasta encontrar una llave con una etiqueta blanca de pruebas. El jefe de la delegación de Phoenix había sido compañero suyo en los grises dormitorios de Quantico. Habían corrido juntos la dura carrera de obstáculos que recibía el nombre de «Yellow Brick Road», y le debía varios favores. Por eso Lash había acudido a él en busca de la llave de la casa de los Thorpe.
Miró hacia arriba y vio la cámara de seguridad debajo del alero. La había instalado el anterior propietario de la casa, pero estaba desactivada para la investigación policial. Como la casa sería puesta en venta en cuanto se diera el carpetazo oficial a la investigación, el sistema estaba apagado.
Introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta con un giro de muñeca.
Una vez dentro de la casa, creyó percibir esa extraña expectación que había encontrado en otros escenarios de muertes por causas no naturales.
La puerta principal daba directamente al salón, donde habían sido encontrados los cadáveres. Avanzó despacio, mirándolo todo y fijándose en la situación y la calidad del mobiliario. Vio un sofá marrón de cuero con sillones a juego, un armario antiguo y un televisor de pantalla plana, que tenía pinta de ser caro. Se notaba que los Thorpe no habían tenido problemas de dinero. Sobre el suelo enmoquetado había dos alfombras de seda muy bonitas, una de ellas con rastros de polvo del equipo del forense. Fue una visión inesperada, que le despertó recuerdos del último crimen que había visto. Pasó rápidamente de largo.
Al final del salón había un pasillo que atravesaba toda la casa. A mano derecha, el comedor y la cocina; a mano izquierda, lo que parecían dos dormitorios. Dejó los sobres en el sofá y entró en la cocina, tan bien amueblada como el salón. Una puerta trasera permitía ver el estrecho patio lateral de la casa de al lado.
Volvió por el pasillo hacia los dormitorios. Una de las habitaciones, en tafetán azul y encaje, era para la niña. Otra era el dormitorio principal, con la típica mezcla de novelas de bolsillo, frascos de medicamentos y mandos a distancia en las mesillas de noche. Y una tercera habitación parecía servir de dormitorio de invitados y estudio. Lash entró y la examinó con gran curiosidad. Las paredes estaban decoradas con xilografías japonesas de un finísimo papel de arroz. Vio una mesa con varias fotos enmarcadas: Lewis y Lindsay Thorpe cogidos del brazo delante de una pagoda, los Thorpe en lo que podían ser los Campos Elíseos… Sonreían en todas, de una forma que Lash casi nunca había visto. Era una sonrisa de felicidad pura y simple, auténtica.
Se acercó a la pared del fondo, totalmente revestida de estanterías. Los Thorpe habían sido lectores voraces, de gusto ecléctico. Dos de los estantes superiores estaban íntegramente dedicados a manuales, más o menos gastados; otro, a revistas comerciales. Debajo había algunos anaqueles de ficción.
Le llamó especialmente la atención una hilera de libros entre dos estatuas de jade, que parecían indicar un trato preferente. Leyó rápidamente los títulos: Zen en el arte del tiro con arco, Japonés avanzado, Doscientos poemas de la primera época T’ang. En la estantería de encima solo había una foto sin enmarcar de Lindsay Thorpe en un tiovivo, rodeada de niños, con los brazos tendidos a la cámara y riendo. Lash la cogió. Al dorso estaba escrito, con letra masculina:
¡Quién estuviera cerca de ti
como la falda mojada
al cuerpo de una salinera!
Pienso siempre en ti.
Dejó la foto cuidadosamente en su lugar y volvió al salón.
Fuera, la niebla matinal se estaba levantando a gran velocidad, y en las alfombras de seda ya había franjas oblicuas de sol. Se acercó al sofá de piel y se sentó, apartando los sobres. Registrar una casa intentando captar la psicología de sus habitantes era algo que había hecho muchas veces como agente de la Unidad de Apoyo a la Investigación, pero las circunstancias no se parecían en nada a las de entonces. Lo que había hecho para el FBI eran perfiles de personalidad criminal, estudiando los infiernos personales de asesinos o violadores en serie, sociópatas, gente —y casas— sin nada, absolutamente nada en común con los Thorpe.
Había ido a aquella casa en busca de algún indicio del problema. Llevaba tres días practicando lo que la jerga clínica llamaba autopsia psicológica, en forma de entrevistas discretas con familiares, amigos, médicos y hasta un sacerdote, pero el resultado desmentía la aparente sencillez del caso. No se observaba ninguno de los factores de riesgo habitualmente asociados al suicidio. Nada que hubiera podido desencadenar, no ya un suicidio, sino dos. Al contrarío: los Thorpe lo tenían todo para querer vivir. Y sin embargo, justo en esa habitación, habían escrito una nota, se habían atado bolsas en la cabeza y se habían asfixiado abrazados en la alfombra, en presencia de su hija.
Cogió uno de los sobres, lo abrió y vació su contenido en el sofá: pruebas documentales recogidas por la policía de Flagstaff. Había un pequeño fajo de fotografías sujetas con un clip. Les echó un rápido vistazo. Eran fotos de veinte por veinticinco de la pareja en el lugar del crimen, unidos en la muerte, rígidos sobre la alfombra. Las dejó y cogió una fotocopia de la nota de suicidio, que era muy simple: «Por favor, cuidad a nuestra hija». Por último, hojeó lentamente el informe oficial de incidencias de la policía. Ninguno de los Thorpe había salido de su casa desde la noche anterior al descubrimiento de los cadáveres. Gracias a las grabaciones de las cámaras de seguridad, se sabía que tampoco había entrado nadie. La alarma silenciosa solo se había disparado a la mañana siguiente, con la llegada de una vecina. Al final del informe había una transcripción de una entrevista con ella.
TRANSCRIPCIÓN OFICIAL
Propiedad del Departamento de Policía de Flagstaff
Expediente: AR-27
N.º de caso: 04B-2190
Agente de guardia: Michael Gutiérrez
Oficial: Sargento Theodore White
Interrogado/a: Bowman, Maureen A.
Día / Hora: 17-9-2004; 14.22
Contenido de la transcripción
OFICIAL. Póngase cómoda, por favor. Soy el sargento White, el que le hará la entrevista. Por favor, diga su nombre para que quede grabado.
INTERROGADO. Maureen Bowman.
OF. ¿Dónde vive, señora Bowman?
INT. En Cooper Drive, número 409.
OF. ¿Cuánto tiempo hace que conocía a Lewis y Lindsay Thorpe?
INT. No hace mucho, desde que vinieron a vivir al barrio. Un año y medio, más o menos.
OF. ¿Los veía con frecuencia?
INT. La verdad es que no. Estaban muy ocupados. Entre la niña y todo lo demás…
OF. ¿Recibían visitas habituales?
INT. Que yo sepa, ninguna. Lewis se llevaba bien con algunos del laboratorio, y creo que vinieron a cenar un par de veces; luego, al nacer la niña, los abuelos hicieron unas cuantas visitas, pero nada especial.
OF. ¿Qué impresión daban los Thorpe?
INT. ¿Qué quiere decir?
OF. Como vecinos, como pareja… ¿Qué impresión daban?
INT. Siempre eran muy amables.
OF. ¿Observó algún problema? ¿Peleas, discusiones o algo así?
INT. No, nunca.
OF. ¿Sabe si habían tenido alguna dificultad? ¿De dinero, por ejemplo?
INT. Que yo sepa no, pero ya le digo que no habíamos pasado mucho tiempo juntos. Siempre eran muy amables y estaban muy contentos. Creo que nunca he visto una pareja tan feliz.
OF. ¿Cuál es la razón exacta de que haya ido esta mañana a casa de los Thorpe?
INT. El bebé.
OF. ¿Cómo?
INT. El bebé, que no paraba de llorar. Hasta entonces nunca había llorado, y he pensado que podía pasar algo.
OF. Por favor, describa lo que ha visto para que conste en la grabación.
INT. Pues… he ido a la puerta de la cocina y he visto al bebé.
OF. ¿En la cocina?
INT. No, en el pasillo, el que lleva al comedor.
OF. Por favor, señora Bowman, describa con el máximo detalle todo lo que ha visto y todo lo que ha oído.
INT. De acuerdo. He visto al bebé al fondo de la cocina. Berreaba y tenía la cara roja. No había ninguna lámpara encendida pero, como era por la mañana y hacía sol, lo he visto todo claramente. Había una ópera puesta.
OF. ¿Puesta? ¿Dónde?
INT. En la cadena de música, pero el bebé chillaba tanto que casi no me dejaba pensar. Me he acercado para tranquilizarla. Entonces he visto el salón, y… ay, Dios mío…
[PAUSA EN LA TRANSCRIPCIÓN]
OF. Tómese todo el tiempo que quiera, señora Bowman. Si quiere un pañuelo, los tiene a la derecha, encima de la mesa.
Lash dejó a un lado la transcripción. No necesitaba seguir leyendo. Sabía con exactitud qué había encontrado Maureen Bowman.
«Creo que nunca he visto una pareja tan feliz». Eran prácticamente las mismas palabras que había dicho el padre de Lindsay Thorpe en el restaurante de New London, con la mirada desquiciada. Lo mismo que habían comentado todos los demás.
¿Qué podía haberle pasado a la pareja? ¿Qué problema podían haber tenido?
La experiencia de Lash con la patología se dividía en dos períodos bien diferenciados: primero como psicólogo forense en el FBI, estudiando la violencia a posteriori, y luego como especialista en el sector privado, trabajando con pacientes para que la violencia nunca fuera necesaria. Se había esforzado mucho en mantener separados ambos mundos, pero empezaba a sentir que se acercaban, precisamente ahí, en la casa de los Thorpe.
Su mirada se posó en el otro paquete, donde ponía «Propiedad de la compañía Eden. Registrado y confidencial». Deshizo el cordel y levantó la solapa. Dentro había dos cintas de vídeo sin etiquetar. Las sacó y se quedó un momento con una en cada mano, antes de levantarse para ir a la consola de televisión. La encendió e introdujo una de las cintas.
En la pantalla negra parpadeó una fecha, seguida por una larga sucesión de números. De pronto apareció una cara de tamaño mayor que el natural: atractivo, con el pelo castaño, ojos penetrantes de color marrón claro… Era Lewis Thorpe. Sonreía. El primer paso para presentarse como candidato en Eden era sentarse ante una cámara y contestar a dos preguntas. Las grabaciones iniciales eran el único material que le había suministrado Mauchly, aparte de la escasa información biográfica.
Lash prestó atención. Ya había visto los vídeos varias veces, pero había tenido la idea de pasarlos por última vez en casa de los Thorpe por si el entorno le hacía comprender la conexión, la escurridiza conexión. No parecía una esperanza muy sólida, pero se le estaban acabando las opciones, y estaba dedicando mucho tiempo más de lo previsto al caso.
«¿Por qué ha venido?», preguntaba una voz fuera de campo.
La sonrisa de Lewis Thorpe era sincera y desarmante.
«Porque en mi vida falta algo», se limitaba a responder.
«Explique algo de lo que ha hecho esta mañana, y por qué le parece que deberíamos saberlo».
Lewis se lo pensaba, pero no mucho.
«He acabado de traducir un haiku especialmente difícil. —Como la otra persona no decía nada, añadía—: He estado traduciendo las obras de Bashō, el poeta japonés. La gente cree que traducir haikus es fácil, pero la verdad es que cuesta muchísimo. Son tan densos, y a la vez tan simples… ¿Cómo se capta toda esa riqueza de significados? —Se encogía de hombros—. Empecé a hacerlo en unos cursos de posgrado. Había estudiado japonés durante mucho tiempo, y me quedé fascinado con el libro de Bashō Senda hacia tierras hondas. Explica su viaje por el interior del norte de Japón, hace cuatrocientos años, pero, claro, también es un texto sobre el propio Bashō… Bueno, pues resulta que es una obra corta, con muchos haikus, y uno muy famoso se me resistía una y otra vez, así que siempre lo dejaba para el final. Esta mañana lo he acabado en el taxi. Qué curioso, ¿verdad? Teniendo en cuenta que solo son nueve palabras…».
Se quedaba callado.
No era fácil conciliar aquella cara de hombre bien parecido con las fotos de la policía, donde se le veía con la boca muy abierta, los ojos vidriosos y la lengua negruzca y salida.
Un fundido repentino en negro. Lash sacó la cinta e introdujo la otra.
Tras una nueva lista de números, apareció Lindsay Thorpe, delgada, rubia y muy bronceada. Parecía ligeramente más nerviosa que Lewis. Se humedecía los labios y se apartaba un mechón de cabello de los ojos con el dedo.
«¿Por qué ha venido?», le preguntaban.
Lindsay apartaba la vista, y al cabo de un rato respondía: «Porque sé que puedo encontrar algo mejor».
«Explique algo de lo que ha hecho esta mañana, y por qué le parece que deberíamos saberlo».
Lindsay volvía a mirar a la cámara, y también sonreía, enseñando unos dientes perfectos y brillantes.
«Ah, eso ya es más fácil. Me he decidido y he comprado un billete de ida y vuelta a Lucerna. Ofrecen un viaje especial de una semana caminando en grupo por los Alpes. Sale un poco caro, y la verdad es que podría parecer un despilfarro, sobre todo si le sumas el precio de… —Su sonrisa se volvía un poco tímida—. Bueno, el caso es que al final he decidido que valía la pena. Hace poco corté una relación que no había salido bien, y tenía ganas de irme, no sé, verlo todo desde otra perspectiva… —Se reía—. Total, que esta mañana he cargado el billete en mi Visa y me voy a principios del mes que viene».
Final de la cinta. Lash la sacó y apagó el reproductor.
Cinco meses después de aquellas entrevistas, los Thorpe se habían casado. Poco después se habían instalado en esa casa, y nadie había conocido a una pareja tan perfecta…
Guardó las cintas en el sobre y se acercó a la puerta. Al abrirla hizo una pausa y se giró, buscando nuevamente una respuesta, pero la casa seguía en silencio. Salió y cerró la puerta con cuidado.