Veinticuatro horas después, Lash estaba en el salón de su casa, bebiendo café y mirando por el ventanal. La playa que veía era Compo Beach, una franja larga y estrecha de arena, casi sin pájaros ni paseantes. Era una mañana laborable y ya hacía unas semanas que se habían ido los turistas y los veraneantes, pero, después de un mes de no fijarse en el paisaje, a Lash le sorprendió la relativa soledad de la playa. A lo lejos, gracias a que el cielo estaba despejado, pudo reconocer la línea verde y baja de Long Island. Un barco cisterna pasó como un fantasma silencioso rumbo a mar abierto.
Volvió a repasar mentalmente los preparativos. Había cancelado sus sesiones privadas de terapia y asesoramiento durante una semana. El doctor Kline se encargaría de los grupos. Parecía mentira que hubiera encontrado tan pocas dificultades.
Bostezó, y al beber otro sorbo de café se sorprendió en un espejo. Decidir qué ponerse había sido un poco más difícil. Nunca le había gustado el trabajo de campo, y la cita a la que estaba a punto de acudir le traía resabios molestos del pasado. Tuvo que recordar su aspecto positivo: que aceleraría enormemente las cosas. Los comportamientos aberrantes no caían del cielo, y menos algo tan exótico como el suicidio en pareja. En los dos años de vida conyugal de los Thorpe tenía que haber pasado algo, que por otro lado no podía ser sutil (como un pequeño altibajo, o la gestación de una depresión), sino muy grave, evidente para todas las personas que los rodeaban (al menos, cuando lo consideraran en retrospectiva). Lash no descartaba que por la noche ya hubiera descubierto el problema de los Thorpe. Con un poco de suerte, al día siguiente tendría listo el informe sobre el caso. Serían los cien mil dólares más fáciles de su vida.
Se apartó de la ventana y se entretuvo en contemplar la sala: un piano de media cola, una librería, un sofá… La escasez de muebles la hacía parecer mayor de lo que era. La sobriedad y el orden que reinaban en la casa eran voluntarios, fruto de los años que llevaba en ella. La sencillez se había convertido en parte de su armadura personal. Para complicadas, las vidas de sus pacientes.
Una nueva mirada a su reflejo lo convenció de que tenía un buen aspecto. Salió de la casa, miró alrededor y murmuró una palabrota llena de resignación al ver que el repartidor se había olvidado de dejar el Times en el camino de entrada. Después fue hacia su coche.
Una hora de lucha con el tráfico de la I-95 lo llevó a New London y al arco bajo y plateado del Gold Star Memorial Bridge. Al salir de la autovía tomó la dirección del río y encontró un hueco en una calle secundaria. Después de aparcar, hojeó el fajo de papeles que tenía en el asiento de al lado. Contenía fotos en blanco y negro de la pareja y unas cuantas hojas con información biográfica. Mauchly le había facilitado lo mínimo sobre los Thorpe (dirección, fechas de nacimiento y nombre y dirección de los herederos), pero un par de llamadas telefónicas habían rellenado las lagunas.
Lash estaba a punto de llevar a cabo un pequeño engaño y ya sentía remordimientos, aunque se consoló pensando que aquello podía proporcionarle datos decisivos para la investigación.
Su cartera de piel estaba en el asiento trasero, llena de hojas en blanco. La cogió, salió del coche y, tras una última inspección de su reflejo en la ventanilla, caminó hacia el río Thames.
State Street dormitaba bajo un dulce sol de otoño. Al fondo, más allá de la estación de tren de la Old Union —que parecía una fortaleza—, se veía el puerto, con el agua rielando. Bajó por la cuesta hasta la confluencia entre State y Water, donde había un hotel, un edificio del Segundo Imperio con grandes mansardas que había sido convertido recientemente, en restaurante. Vio escrito «The Roastery» en el primer ventanal. Un local público cerca del agua le había parecido lo mejor para estar cómodos y no sentirse amenazados. Dadas las circunstancias, era poco aconsejable quedar para comer. Además, los últimos estudios con pacientes de la Universidad Johns Hopkins demostraban que las personas que habían perdido a un ser querido respondían mejor a los estímulos externos en las horas matinales. Un café a media mañana parecía lo ideal, una situación tranquila y propicia a la conversación. Miró su reloj: las diez y veinte. Puntualidad absoluta.
El interior de The Roastery cumplía todas sus expectativas: techos altos de cinc, paredes de color beis y un murmullo de conversaciones. El delicioso aroma del café recién molido flotaba en todo el local. Lash, que había llegado pronto para asegurarse una mesa adecuada, eligió una grande y redonda en un rincón, cerca de la ventana, y se sentó de cara a la pared. Era importante que el entrevistado se sintiera al mando de la situación.
Casi no tuvo tiempo de dejar la cartera encima de la mesa y arreglarse. Enseguida oyó unos pasos.
—¿El señor Berger? —le preguntaron.
Se giró.
—Sí. ¿Usted es el señor Torvald?
Tenía el pelo fuerte y gris y la piel muy morena y curtida, de aficionado al mar. Sus ojos, de un azul deslavazado, conservaban las ojeras de un profundo disgusto; aun así, su parecido con la foto que Lash acababa de repasar en el coche era notable. Parecía una versión más vieja, masculina y con el pelo corto de Lindsay Thorpe.
Los largos años de práctica permitieron que Lash no revelase la menor emoción.
—Siéntese, por favor.
Torvald ocupó la silla del rincón. Tras un apático vistazo al restaurante, su mirada se concentró en Lash.
—Lo acompaño en el sentimiento. Muchas gracias por haber venido.
Torvald gruñó.
—Comprendo que pasa por un mal momento. Intentaré ser breve.
—No, no, tranquilo…
Torvald tenía una voz grave, y hablaba con frases cortas, incisas.
Una camarera les trajo las cartas.
—No creo que las necesitemos —dijo Torvald—. Para mí un café solo sin azúcar.
—Para mí lo mismo, por favor.
La camarera asintió con un gesto y se fue. Era atractiva, pero Lash observó que Torvald ni siquiera la había mirado de reojo.
—O sea, que extiende pólizas —dijo Torvald.
—Soy analista en una consultoría que trabaja para American Life.
Uno de los primeros datos que Lash había buscado sobre los Thorpe eran sus pólizas de seguro. Tres millones por cabeza, apagar a su única hija. Tal como pretendía, había sido una manera rápida y relativamente fácil de acceder al núcleo familiar sin llamar la atención. Hasta se había tomado la molestia de encargar tarjetas falsas de visita, pero Torvald no se la pidió. Éste, a pesar de su dolor, que era evidente, conservaba la actitud de alguien avezado a dar órdenes escuetas, como si estuviera acostumbrado a que las obedeciesen enseguida. Quizá fuera capitán de barco, o ejecutivo de una gran empresa. Lash no había escarbado en el historial de la familia. De todos modos, lo más probable parecía lo segundo. Teniendo en cuenta el precio de los servicios de Eden, seguro que Lindsay Thorpe había recibido una ayudita de su papá.
Lash carraspeó y adoptó una actitud lo más simpática que pudo.
—Si no le importa responder a unas preguntas, nos haría un gran favor. Si hay alguna que le resulte incómoda, o si necesita una pausa, lo entenderé perfectamente.
La camarera les sirvió los cafés. Lash bebió un poco, abrió la cartera y sacó una libreta de papel sellado.
—Cuando su hija era pequeña, ¿cómo fue su relación? ¿Muy estrecha? —empezó preguntando.
—Estrechísima.
—¿Y cuando ya no vivía en su casa?
—Hablábamos a diario.
—En general, ¿cómo calificaría su salud física?
—De excelente.
—¿Tomaba alguna medicación con regularidad?
—Suplementos vitamínicos, un antihistamínico suave… y pare de contar.
—¿Para qué era el antihistamínico?
—Tenía dermatografismo.
Lash hizo un gesto de asentimiento. Era una enfermedad cutánea que provocaba picores. La tenía su vecina de rellano y era totalmente benigna.
—¿Alguna dolencia inhabitual o grave? ¿Enfermedades infantiles?
—No, ninguna; de todos modos, si hubiera padecido alguna seguro que constaría en el formulario que rellenó para American Life.
—Sí, señor Torvald, lo comprendo. Solo intento formarme un marco de referencia independiente. ¿Tenía hermanos vivos?
—Lindsay era hija única.
—¿Fue buena alumna?
—Sí, salió de Brown con cum laude, y se licenció en económicas en Stanford.
—¿Cómo la calificaría? ¿De tímida o de extravertida?
—A quien no trataba con ella, podía parecerle callada, pero siempre le sobraron los amigos. Era una de esas chicas que conocen a mucha gente, pero muy cuidadosa con sus amistades.
Lash bebió un poco de café.
—¿Cuánto tiempo llevaba casada, señor Torvald?
—Poco más de dos años.
—Y ¿cómo describiría su matrimonio?
—Nunca he visto una pareja tan feliz. Nunca.
—¿Qué puede contarme sobre Lewis Thorpe?
—Era inteligente, simpático, sincero, ingenioso… y tenía muchos intereses.
—¿Su hija le había comentado que tuvieran algún problema?
—¿Que si se habían peleado, quiere decir?
—Sí, o algo por el estilo: diferencias de opinión, deseos contrapuestos, incompatibilidades…
—Nunca.
Lash bebió otro sorbo, y observó que Torvald aún no había tocado su taza.
—¿Nunca?
Tiñó su pregunta de una ligerísima incredulidad. Torvald mordió el anzuelo.
—Nunca. Mire, señor…
—Berger.
—Mire, señor Berger, mi hija era… —Por primera vez, pareció titubear—. Mi hija era clienta de la empresa Eden. ¿La conoce?
—Por supuesto.
—Pues entonces ya me habrá entendido. Yo al principio era escéptico. Me parecía una exageración pagar tanto por unos cuantos ciclos informáticos, un simple juego de azar estadístico, pero Lindsay no se dejó convencer. —Se inclinó un poco—. No era una chica como las demás. Sabía lo que quería, y solo se conformaba con lo mejor. Había salido con varios chicos, algunos estupendos, pero nunca parecía del todo satisfecha, y las relaciones no le duraban.
De repente, la postura de Torvald se hizo más rígida. Era la frase más larga que había pronunciado. Lash anotó algo para incitarlo a seguir, mientras tomaba la precaución de no mirarlo a los ojos.
—¿Y?
—Que con Lewis fue diferente. Lo supe en cuanto la oí decir su nombre por primera vez. Congeniaron desde la primera cita. El recuerdo despertó una sonrisa en el rostro de Torvald, justo cuando Lash despegaba su mirada del cuaderno. Por unos instantes, los ojos hundidos del padre de Lindsay se avivaron, y su mandíbula se relajó.
—Quedaron un domingo para almorzar, y acabaron patinando en línea. —Hizo un gesto de incredulidad—. No sé a quién se le ocurrió, pero era una locura, porque ninguno de los dos sabía. Es posible que lo propusiera Eden. El caso es que se prometieron en un mes, y que se los veía cada vez mejor. Ya le digo que nunca he visto una pareja tan feliz. Siempre descubrían algo nuevo: del mundo, de sí mismos…
La sonrisa de Torvald se borró tal como había aparecido: de repente. Apartó la taza de café.
—¿Y la hija de Lindsay? ¿Cómo influyó en sus vidas?
Torvald lo observó fijamente.
—Completándola, señor Berger.
Lash volvió a anotar algo, pero esta vez no fue para disimular. La entrevista no estaba saliendo como esperaba. El gesto de Torvald de apartar la taza le hizo sospechar que podían ser las últimas preguntas.
—¿Conoce algún contratiempo reciente en la vida de su hija o de su yerno?
—No.
—¿Ninguna dificultad inesperada? ¿Ningún problema?
Torvald se puso nervioso.
—Como no le parezcan problemas que a Lewis le concedieran una beca y que tuvieran un bebé precioso…
—¿Cuándo fue la última vez que vio a su hija, señor Torvald?
—Hace dos semanas.
Lash bebió café para ocultar su sorpresa.
—¿Puedo preguntarle dónde?
—En su casa de Flagstaff. Pasé a visitarlos volviendo de una regata en el golfo de México.
—Y ¿cómo describiría su hogar?
—Pues lo «describiría» como perfecto.
Lash hizo otra anotación.
—¿No observó nada diferente respecto a otras visitas? ¿Ninguna pérdida o aumento de apetito, por ejemplo? ¿Cambios en las pautas de sueño? ¿Falta de energía? ¿Pérdida de interés por sus aficiones?
—No había ningún trastorno afectivo, si es lo que insinúa.
Lash dejó de escribir.
—¿Trabaja usted en el sector sanitario, señor Torvald?
—No, pero mi mujer, que en paz descanse, era terapeuta ocupacional, y conozco los síntomas de la depresión.
Lash dejó a un lado la libreta.
—Solo intentamos formarnos una idea de la situación, señor Torvald.
De repente Torvald se inclinó hacia Lash hasta poner sus caras a un palmo.
—¿Una idea? Mire, no sé qué esperan averiguar usted o su empresa, pero creo que ya he contestado bastantes preguntas. Además, no hay ninguna idea que formarse, ni ninguna respuesta. Lindsay no era una suicida, y Lewis tampoco. Lo tenían todo para seguir viviendo. Todo.
Lash guardó silencio. Lo que veía no era simple dolor, sino necesidad: la de entender lo incomprensible.
—Voy a contarle otra cosa —continuó Torvald, deprisa y en voz baja, sin apartar la cara—: yo quería a mi mujer. Creo que nuestra relación era todo lo buena que cabe esperar de un matrimonio, pero me habría cortado el brazo derecho sin pensármelo dos veces con tal de haber sido tan feliz con ella como mi hija con Lewis.
Dicho lo cual, retrocedió, se levantó de la mesa y salió del restaurante.