El presidente de Eden se levantó de la silla y sonrió, imprimiendo a su cara unas arrugas bondadosas, casi de abuelo.
—Muchas gracias por venir, doctor Lash. Siéntese, por favor.
Señaló la mesa y Lash se sentó frente a él.
—¿Ha venido en coche desde Connecticut?
—Sí.
—¿Qué tal el tráfico?
—Aparte de media hora parado en la autopista del Bronx, bien.
El presidente hizo un gesto con la cabeza.
—¡Qué desastre de carretera! Yo los fines de semana los paso bastante cerca de su casa, en Rowayton, y últimamente voy en helicóptero. Ventajas que uno tiene… —Se rio y abrió una carpeta—. Bueno, antes de empezar, unas formalidades. —Sacó unas hojas grapadas y se las tendió a Lash junto con un bolígrafo de oro—. ¿Le importa firmarlo, por favor?
Lash miró la primera página. Era un compromiso de no divulgación. Hojeó deprisa el fajo y estampó su firma al encontrar el espacio destinado a tal efecto.
—Esto también.
Cogió el segundo documento, que resultó ser una especie de acuerdo de confidencialidad, se dirigió a la última página y la firmó.
—Y esto, si no le importa.
Esta vez se limitó a firmar sin leer los detalles farragosos.
—Gracias, y perdone. Espero que lo entienda —dijo Lelyveld mientras guardaba los papeles en la carpeta. A continuación apoyó los codos en el escritorio, entrelazó las manos y reposó la barbilla en ellas—. ¿Me equivoco, o ya conoce las características de nuestros servicios, doctor Lash?
Lash asintió con un gesto. ¿Quién no conocía la trayectoria de Eden? ¿Quién no sabía que en cuestión de pocos años el proyecto de investigación del prodigioso informático Richard Silver se había convertido en una de las principales empresas del país, si era una de las historias favoritas de la prensa económica?
—Entonces, supongo que no le sorprenderá saber que Eden ha mejorado sustancialmente las vidas de novecientas veinticuatro mil personas, según el último recuento.
—No.
—Casi medio millón de parejas, a las que se suman diariamente varios miles, y gracias a la inauguración de nuestras sucursales de Beverly Hills, Chicago y Miami hemos incrementado radicalmente nuestra gama de servicios y nuestra fuente de posibles candidatos.
Lash volvió a asentir.
—Cobramos mucho, veinticinco mil dólares por candidato, pero de momento nadie nos ha solicitado el reembolso.
—Sí, ya lo había oído.
—Me alegro, pero es importante que también entienda que nuestro servicio no termina el día en que unimos a la pareja. A los tres meses, debe asistir a una sesión obligatoria con uno de nuestros asesores, y a los seis se reúne con otras parejas que ha formado Eden. Hacemos un seguimiento muy grande de nuestra base de clientes, no solo en beneficio de ellos, sino para mejorar nuestro servicio.
Lelyveld hizo una ligera inclinación, como si quisiera revelar un secreto desde un extremo de la mesa al otro.
—Lo que le voy a decir es confidencial, un secreto comercial de Eden. Según nuestro material promocional, proporcionamos un emparejamiento perfecto, la unión ideal de dos personas. Nuestros sistemas informáticos comparan aproximadamente un millón de variables de cada cliente con las de todos los demás, buscando coincidencias. ¿Me va siguiendo?
—Sí.
—Se lo explico simplificando mucho. Los algoritmos de inteligencia artificial tienen su origen en las investigaciones de Richard Silver, que a día de hoy sigue trabajando, y en infinitas horas de estudio sobre los factores psicológicos y de comportamiento. Resumiendo, nuestros científicos han establecido un umbral concreto de variables coincidentes que les permite afirmar que dos candidatos forman buena pareja. —Cambió de postura—. Dígame, doctor Lash: si comparara esos millones de factores en un matrimonio feliz medio, ¿en cuánto cifraría las coincidencias?
—¿Ochenta por ciento? ¿Ochenta y cinco? —respondió Lash tras una breve reflexión.
—No está mal, pero me temo que se desvía mucho. Nuestros estudios han demostrado que en este país el matrimonio feliz medio solo está basado aproximadamente en un treinta y cinco por ciento de coincidencias.
Lash hizo un gesto de sorpresa.
—Lo que ocurre es que la gente se deja llevar por impresiones superficiales o atracciones físicas que en pocos años pierden casi todo su sentido. De hecho, los actuales servicios de relaciones personales, y los sitios de Internet que se anuncian como de parejas, incentivan el problema con sus toscas mediciones y el simplismo de sus cuestionarios, mientras que nosotros usamos un ordenador híbrido para encontrar cónyuges perfectos, en que la sintonía se extiende a un millón de rasgos personales. —Hizo una pausa—. No quiero meterme demasiado en detalles exclusivos de la empresa, pero existen grados variables de perfección. Nuestro equipo ha determinado un porcentaje específico que garantiza la pareja perfecta. Me limitaré a decir que es superior al noventa y cinco por ciento.
—Ya.
—La cuestión, doctor Lash (y me perdonará si le recuerdo que todo esto es información confidencial), es que durante los tres años que lleva Eden ofreciendo este servicio hemos tenido un pequeño número de parejas de una perfección excepcional, parejas en que el cien por cien de las variables entre las dos personas ha estado en sintonía.
—¿El cien por cien?
—Sí, una coincidencia excepcional. Como comprenderá, nunca informamos a nuestros clientes del porcentaje exacto, pero en el tiempo que lleva funcionando nuestra empresa ha habido seis parejas estadísticamente perfectas, lo que llamamos «superparejas».
Hasta entonces el tono de Lelyveld había sido tranquilo y firme, pero empezaba a flaquear ligeramente. Su sonrisa paternal comenzaba a tener un matiz de tristeza, e incluso de dolor.
—Como le he dicho, hacemos un seguimiento de nuestras parejas. Lo que tengo que decirle no es muy agradable, doctor Lash: la semana pasada, una de las seis parejas excepcionalmente perfectas… —Titubeó antes de añadir—: Cometió un doble suicidio.
—¿Suicidio? —repitió Lash.
El presidente bajó la mirada y consultó unas notas.
—Sí, Lewis y Lindsay Thorpe, de Flagstaff, Arizona. Los detalles son… mmm… bastante inhabituales. Dejaron una nota. —Volvió a levantar la cabeza—. ¿Comprende ahora que hayamos solicitado sus servicios?
Lash aún no lo había entendido del todo.
—¿Le importaría explicármelo?
—Usted, como psicólogo, se ha especializado en relaciones familiares, sobre todo en relaciones conyugales. El libro que publicó el año pasado, Congruencia, era un estudio muy destacable sobre el tema.
—Ojalá se lo hubiera parecido a un mayor número de compradores.
—Las críticas especializadas fueron bastante entusiastas… En fin, el caso es que aparte de ser absolutamente perfectos el uno para el otro, los Thorpe eran dos personas inteligentes, capaces, sin problemas de adaptación y felices. Es evidente que debieron de sufrir alguna tragedia después del matrimonio: algún problema médico, o la muerte de un ser querido. También podría tratarse de una cuestión económica. —Lelyveld hizo una pausa—. En todo caso, necesitamos saber qué cambió en la dinámica de sus vidas, y por qué los condujo a una acción tan drástica. Si existe alguna posibilidad de que esté relacionado con una tendencia psicológica, debemos saberlo para poder tenerlo en cuenta en el futuro.
—Pero imagino que la empresa dispondrá de un equipo de profesionales en salud mental —dijo Lash—. ¿Por qué no recurre a sus miembros?
—Por dos razones: primero, porque queremos que lo investigue alguien imparcial y, segundo, porque no contamos con nadie con unas credenciales como las de usted.
—¿A qué credenciales se refiere?
Lelyveld sonrió paternalmente.
—Al oficio que desempeñó antes de dedicarse al sector privado: psicólogo forense en el FBI, e integrante del equipo de ciencias del comportamiento radicado en Quantico.
—¿Cómo lo ha sabido?
—Doctor Lash, por favor… Como antiguo agente especial, cabe suponer que seguirá teniendo acceso reservado a ciertos lugares, ciertas personas y cierta información. Además, podrá investigar lo que le pido con mayor discreción que nosotros. Si la investigación corriera por nuestra cuenta, o si pidiéramos ayuda oficial, podrían surgir preguntas, y no tiene sentido que preocupemos innecesariamente a nuestros clientes, pasados, presentes o futuros.
Lash cambió de postura en la silla.
—Si dejé Quantico por el sector privado, fue por una razón.
—Sí, su dossier incluye un recorte de periódico sobre la tragedia. Lo siento mucho, y no me sorprende que tenga pocas ganas de salir de la comodidad del ejercicio privado, aunque sea de manera provisional. —El presidente abrió la carpeta de piel y sacó un sobre—. De ahí la cantidad que encontrará aquí dentro.
Lash lo cogió y lo abrió. Dentro había un cheque por cien mil dólares.
—Debería cubrir las horas de trabajo, los desplazamientos y los gastos. Si necesita más, infórmenos. Este caso requiere un trabajo exhaustivo y sutil, así que dedíquele el tiempo que haga falta, doctor Lash. Cuanta más información tengamos, más eficaz podrá ser nuestro servicio en el futuro.
El presidente hizo una pausa y añadió:
—Existe otra posibilidad, pero es muy remota: que uno de los Thorpe fuera inestable, tuviera un historial de problemas mentales y se las arreglara para que aquello pasase inadvertido en nuestra evaluación. Es altamente improbable. De todos modos, si no logra encontrar una respuesta en su vida conyugal, es posible que tenga que investigar el pasado de ambos.
Cerró la carpeta con un gesto concluyente.
—Su principal contacto en la investigación será Ed Mauchly, que ya le tiene preparadas unas cuantas cosas. Como comprenderá, no podemos facilitarle los expedientes sobre la pareja, pero tampoco le interesarían demasiado. La respuesta de este enigma está en las vidas privadas de Lewis y Lindsay Thorpe.
Volvió a quedarse callado. Al principio Lash se preguntó si era el final de la entrevista, pero luego volvió a oír la voz de Lelyveld, más tenue y confidencial. Ya no sonreía.
—Esta empresa siente un aprecio muy particular por todos sus clientes, doctor Lash, pero si he de serle sincero las parejas perfectas son algo especial. Cada vez que aparece una nueva, se corre la voz por la empresa, aunque nos esforcemos por guardar el secreto. Teniendo en cuenta que los Thorpe fueron la primera, comprenderá el dolor que me ha causado esta noticia, y el duro golpe que ha supuesto para mí. Afortunadamente, se ha logrado que su muerte no trascendiera a los periódicos, ahorrando la mala noticia a nuestros empleados. Le agradeceré personalmente cualquier descubrimiento sobre la naturaleza exacta de lo que se malogró en sus vidas.
Cuando Lelyveld se levantó y le tendió la mano a Lash su sonrisa reapareció, pero era una sonrisa melancólica.