Christopher Lash bajó del taxi y se mezcló con el gentío de la avenida Madison. Hacía medio año que no pisaba Nueva York, y tuvo la impresión de que esos meses lo habían ablandado. No había echado de menos las apestosas humaredas de diésel que despedían los autobuses al circular uno tras otro. Había borrado de su memoria el desagradable olor a quemado de los chiringuitos de pretzels. Y a la gente, gente en todas partes, gritando por el móvil. Bocinazos, coches y camiones cortándose el paso… Le recordó la actividad frenética y absurda de una colonia de hormigas descubierta al levantar una piedra.
Sorteó hábilmente la muchedumbre de la acera, sujetando con fuerza una cartera de piel. También hacía mucho tiempo que no la llevaba, y su mano la sentía como algo ajeno e incómodo.
Cruzó la calle Cincuenta y siete, dejándose llevar por la riada humana. Una manzana más al sur, empezó a encontrar menos gente. Cruzó la Cincuenta y seis y se tomó un respiro en un portal vacío, a salvo de empujones. Dejó con cuidado la cartera entre sus pies y miró hacia arriba.
Al otro lado de la calle había un rascacielos inmenso, sin número ni nombre de empresa que diera algún indicio sobre su contenido. No hacía falta. Bastaba con el logotipo, que, a base de artículos y noticias, se había convertido en un icono norteamericano casi tan familiar como los dos arcos dorados de McDonald’s: un signo de infinito, alargado y elegante, justo encima de la entrada del edificio. La torre tenía un retranqueo a media altura; una franja de celosías rodeaba su mitad superior, dando realce a los últimos pisos, pero la sencillez del conjunto era engañosa: lo suntuoso del edificio, la intensidad de su color, no tenían nada que envidiar a la pintura de un coche de gama alta. Los últimos libros de arquitectura definían su color como «obsidiana», sin acertar del todo. Era un brillo cálido, un resplandor translúcido que casi parecía absorber el de su entorno, haciendo que los bloques circundantes parecieran fríos y grises.
Lash bajó la cabeza, metió una mano en el bolsillo de la americana y sacó una carta comercial. Arriba, junto al logotipo del signo de infinito, ponía «Eden Incorporated» en un tipo de letra de lo más exquisito. Abajo, «a entregar en mano». Releyó el breve mensaje:
Estimado señor Lash:
Ha sido un placer hablar con usted esta mañana. Me alegro de que pueda venir sin haberle avisado con más antelación. Lo esperamos el lunes a las 10.30 de la mañana. Le ruego que entregue la tarjeta adjunta al personal de seguridad de la entrada.
Atentamente,
EDWIN MAUCHLY
Director de Gestión Organizativa
Se la guardó otra vez en el bolsillo, sin haber sacado nada nuevo en claro.
Cuando vio el semáforo de peatones en verde, cogió la cartera y cruzó la calle. Entre el rascacielos y la acera había un espacio amplísimo, un oasis muy acogedor con una fuente de sátiros y ninfas de mármol retozando alrededor de una figura curvada y antigua. La miró con curiosidad a través de la cortina de agua. «Extraña pieza central para una fuente», pensó. No acababa de ver si el personaje era masculino o femenino.
Al otro lado de la fuente, el movimiento de las puertas giratorias era incesante. Lash observó que entraba mucha más gente de la que salía, y, como eran casi las diez y media, dedujo que no se trataba de empleados, sino de clientes, o aspirantes a serlo. Se unió a ellos y, tras entrar, se quedó a pocos pasos de la puerta.
El vestíbulo era amplio, con el techo alto. Las superficies eran de mármol rosado, pero la luz indirecta creaba un efecto más cálido de lo normal. En el centro había un mostrador de información del mismo color obsidiana que el exterior del edificio. En la pared de la derecha, detrás del control de seguridad, había toda una sucesión de ascensores. Seguía entrando gente, un flujo humano de edades, razas, estaturas y físicos variopintos. Era difícil saber si estaban esperanzados, nerviosos o con un poco de miedo. Se palpaba la electricidad en el ambiente. Algunas personas iban hacia el fondo del vestíbulo, donde dos escaleras mecánicas llevaban a un ancho pasillo abovedado sobre el que unas letras doradas y discretas anunciaban «TRAMITACIÓN DE CANDIDATOS». Otros pasaban por debajo de las escaleras mecánicas y llegaban a unas puertas con el rótulo «SOLICITUDES». También había quien se dirigía a la parte izquierda del vestíbulo, cuyo aparente bullicio hizo que Lash se acercara para fisgonear.
Una sección de la pared estaba ocupada desde el suelo hasta el techo por un enorme damero de pantallas de plasma, todas ellas con el primer plano de una persona hablando. Las caras (de hombres, mujeres, jóvenes y viejos) eran tan diferentes entre sí que a Lash le costó un poco darse cuenta de lo que tenían en común, hasta que vio que todas sonreían con una especie de serenidad.
Cuando se incorporó al público que observaba atentamente y en silencio la pared de caras, sus oídos captaron muchas voces a la vez. Supuso que había altavoces detrás de las pantallas. Sin embargo, gracias a algún truco de proyección del sonido, resultaba facilísimo aislar una voz del conjunto y relacionarla con alguna de las caras. «Ha cambiado totalmente mi vida», decía una chica guapa en una de las pantallas, como si hablara con él. «Sin Eden, no sé qué habría hecho —le dijo un hombre de sonrisa casi confidencial, como si fuera un secreto—. Ha sido algo decisivo». En otra pantalla, un hombre rubio, de ojos muy azules y sonrisa efusiva declaraba: «Es lo mejor que he hecho en mi vida. Así de claro».
Al cabo de un rato, Lash se dio cuenta de que había otra voz en el umbral de la audición, un susurro muy grave que no procedía de ninguna pantalla concreta, sino de todas a la vez, y se esforzó en escucharla.
«La tecnología: actualmente, gracias a ella, nuestras vidas son más fáciles, largas y cómodas, pero ¿y si pudiera tener efectos más profundos? ¿Y si pudiera traernos la plenitud absoluta?
»Imagínese una tecnología informática tan avanzada que, virtualmente, pudiera reconstruir su personalidad, la esencia de lo que lo convierte en alguien único: sus esperanzas, sus deseos, sus sueños… Esos deseos tan profundos que quizá no los conozca ni usted mismo. Ahora, imagine una infraestructura digital tan potente que fuera capaz de comparar esa imagen de su personalidad con muchas otras, y que en una hora, un día o una semana encontrara a su media naranja, su alma gemela, esa persona única en el mundo que a causa de su carácter, su formación y sus intereses, y de un sinfín de características que sería imposible enumerar, está hecha para usted, y aportara plenitud a su vida. Mucho más que dos personas con intereses comunes: una pareja en la que el uno complementa tan profunda y sutilmente al otro como ninguno de los dos habría podido imaginar, o prever».
Lash siguió observando la multitud de rostros, mientras prestaba atención a la voz resonante e incorpórea:
«Adiós a las citas a ciegas, y a las fiestas para solteros en que la elección se limita a unos pocos encuentros aleatorios. Nada de veladas en que se pierde el tiempo por incompatibilidad, sino un sistema exclusivo de profunda sofisticación, que ya existe: es el de la compañía Eden.
»Nuestro servicio no es barato, pero si tiene alguna queja, por pequeña que sea, Eden se compromete a devolverle todo su dinero, con una garantía de por vida; aunque hay que decir que hasta ahora ninguna de las miles de parejas formadas por Eden lo ha solicitado. Todas esas personas, como las que está viendo en estas pantallas, han aprendido que no se puede poner precio a la felicidad».
Lash dio un respingo y miró su reloj. Llegaba cinco minutos tarde a la cita.
Se dirigió rápidamente al otro lado del vestíbulo, sacó la tarjeta que le habían mandado junto con la carta y se la dio a uno de los vigilantes uniformados. Le dieron un pase y lo enviaron muy amablemente a los ascensores.
Treinta y dos pisos más arriba, salió a una recepción pequeña pero elegante, de tonos neutros y con un ligerísimo zumbido industrial. No había letreros, directorios ni ninguna orientación formal, solo una mesa de madera clara y bien pulida y, detrás, una mujer atractiva con traje de chaqueta.
—¿El doctor Lash? —preguntó con una sonrisa encantadora.
—Sí.
—Buenos días. ¿Me permite su carnet de conducir?
La petición era tan rara que a Lash no se le ocurrió preguntar por qué. Sacó la cartera, buscó el carnet y se lo entregó.
—Gracias.
La chica lo expuso unos segundos a una especie de escáner y se lo devolvió con otra sonrisa igual de amable. Luego se levantó de la silla y le hizo señas de que la siguiera hacia una puerta del fondo.
Cruzaron un pasillo muy largo, decorado más o menos como la recepción. Lash vio que había muchas puertas, todas cerradas y sin rótulo. Al llegar a una de ellas, su acompañante dijo:
—Pase, por favor.
Mientras la puerta se cerraba a sus espaldas, Lash echó un vistazo a la habitación. Los muebles y accesorios eran refinados: una mesa de madera oscura sobre una alfombra tupida, y varios cuadros con bellos marcos. Un hombre se levantó de detrás de la mesa, alisándose el traje. Lash le dio la mano y lo estudió, más que nada por costumbre. Calculó que no le faltaba mucho para cumplir los cuarenta. Era bastante bajo, con la piel, el pelo y los ojos oscuros, y musculoso, aunque no en exceso. Quizá practicara la natación, o el tenis. A juzgar por su actitud, era un hombre seguro de sí mismo, y respetado; una persona de decisiones lentas pero contundentes.
—Doctor Lash —dijo, mirándolo a los ojos—, soy Edwin Mauchly. Gracias por venir.
—Perdone el retraso.
—No se preocupe. Siéntese, por favor.
Lash ocupó el único asiento que había delante de la mesa —una silla de cuero—, mientras Mauchly se giraba a escribir algo en el ordenador.
—Si no le importa esperar un minuto… La última vez que entrevisté a un cliente nuevo fue hace cuatro años, y han modificado el programa.
—¿Es el mismo proceso?
—No, claro que no, pero los preliminares se parecen. —Siguió tecleando—. Ya está. ¿La dirección de su despacho de Stamford es Front Street, número 315, oficina 2?
—Sí.
—Perfecto. ¿Me hace el favor de rellenar estos datos?
Lash echó una ojeada a la tarjeta blanca que Mauchly había deslizado por la mesa: fecha de nacimiento, número de la seguridad social y media docena de datos rutinarios que empezó a rellenar con un bolígrafo de su bolsillo.
—¿Antes entrevistaba personalmente a los clientes? —preguntó, sin dejar de escribir.
—Hace tiempo, cuando trabajaba en PharmGen, participé en el diseño del proceso, antes de que Eden se independizara como empresa.
—Y ¿cómo es?
—¿El qué, doctor Lash?
—Trabajar aquí. —Lash le devolvió la tarjeta—. Parece mágico, al menos por los testimonios del vestíbulo.
Mauchly miró rápidamente la tarjeta.
—Comprendo su escepticismo. —Mostró una expresión al mismo tiempo franca y reticente—. ¿Qué tiene que ver la tecnología con los sentimientos entre dos personas? Pero pregúnteselo a los empleados de la casa, que lo ven funcionar constantemente sin un solo fallo. Supongo que sí, que se podría decir que es mágico.
Sonó un teléfono al otro lado de la mesa.
—¿Diga? —Mauchly aguantó el auricular con la barbilla—. Vale. Adiós.
Colgó y se levantó.
—Ahora mismo lo recibe, doctor Lash.
Lash cogió la cartera y salió con Mauchly al pasillo, preguntándose a quién se refería. Después de un recodo, salieron a otro pasillo más ancho y lujoso, que llevaba a unas puertas muy bruñidas. Mauchly se acercó a una, esperó un poco y llamó.
—Adelante —respondieron. Mauchly abrió la puerta.
—Seguiremos hablando enseguida, doctor Lash —dijo, haciéndole pasar.
Lash cruzó la puerta y se quedó a unos pasos, mientras la oía cerrarse con un clic. Delante había una mesa de madera oscura, larga y semicircular, con un hombre alto y muy bronceado al otro lado, que sonrió y lo saludó con la cabeza. Lash saludó con otro gesto, antes de darse cuenta, impresionado, de que tenía delante al mismísimo John Lelyveld, el presidente de Eden. Y lo esperaba a él.