1

Era la primera vez que Maureen Bowman oía llorar al bebé.

No se dio cuenta enseguida de que se trataba de un llanto. De hecho, tardó cinco o diez minutos en prestar atención, con la espuma de los últimos platos del desayuno goteando de sus guantes amarillos. Sí, era el llanto de un bebé, y salía de casa de los Thorpe.

Aclaró el último plato, lo envolvió en un trapo húmedo y lo hizo girar entre las manos, pensativa. Normalmente, en el barrio nadie se habría fijado en un bebé llorando. Era uno de los típicos ruidos de urbanización a los que no se les daba importancia, como la campanita del camión de los helados o el ladrido de un perro.

Entonces, ¿por qué le había llamado la atención? Puso el plato a secar.

Pues porque la hija de los Thorpe nunca lloraba. Como máximo, en los días cálidos de verano, cuando estaban todas las ventanas abiertas, Maureen la había oído hacer gorgoritos, reírse o imitar las notas de alguna pieza de música clásica. Su voz le llegaba con la brisa, junto con el olor a pino.

Se secó las manos con el trapo, lo dobló esmeradamente y levantó la vista del fregadero. Ya era septiembre. El primer día en que se notaba el otoño. Las laderas rojizas de los San Francisco Peaks estaban cubiertas de nieve. Maureen las veía por una ventana herméticamente cerrada.

Se giró, encogiéndose de hombros. No había ningún bebé que no llorase, tarde o temprano. Además, no era de su incumbencia. Ya tenía bastante trabajo para entrometerse en la vida de los vecinos. Era viernes, el día más agotador de la semana: el ensayo del coro, el ballet de Courtney, el kárate de Jason… Y, para rematarlo, el cumpleaños de Jason, que había exigido fondue de carne y pastel de chocolate, así que no tendría más remedio que hacer un viajecito al nuevo supermercado de la carretera 66. Con un suspiro, sacó un bloc de debajo de un imán de la nevera, cogió un lápiz y empezó a apuntar lo que debía comprar.

Dejó de escribir. La hija de los Thorpe tenía que llorar con fuerza para que se oyera a través de las ventanas cerradas…

No le dio más importancia. Debía de haberse dado algún golpe, o tal vez tenía cólicos. Aún estaba en edad de tenerlos. En todo caso, los Thorpe ya eran bastante mayorcitos para solucionarlo solos. Es más, se suponía que eran capaces de resolver cualquier cosa…

Se reprochó la reflexión, injustamente amarga. Los Thorpe tenían intereses diferentes de los suyos, y se movían en otros ambientes. No había que darle más vueltas.

Llevaban poco más de un año en Flagstaff. En un barrio de matrimonios maduros y de jubilados, una pareja joven y atractiva destacaba mucho. Enseguida, Maureen los había invitado a cenar, y había descubierto a un matrimonio encantador: simpático, chistoso, de una exquisita educación… La conversación había sido fluida y cómoda, nada forzada. De momento, sin embargo, los Thorpe no habían devuelto la invitación. Maureen quería pensar que era porque el día de la cena Lindsay Thorpe estaba en el tercer trimestre de embarazo, y ahora, con un bebé y habiendo vuelto a trabajar… Se entendía perfectamente.

Cruzó despacio la cocina y se acercó a la puerta corredera de cristal, desde donde mejor se veía el domicilio de los Thorpe. Habían pasado la noche en su casa. Lo sabía porque había visto llegar el coche de Lewis a la hora de la cena. En esos momentos estaba todo muy tranquilo.

Menos el bebé. ¡Caramba con la criatura, qué pulmones!

Se acercó al cristal y estiró el cuello. Fue cuando vio aparcados los coches de los Thorpe, dos Audi 8 casi idénticos. El negro era el de Lewis, y el plateado el de Lindsay.

¿Los dos en casa, siendo viernes? Eso sí que era raro. Pegó la nariz al cristal, pero retrocedió rápidamente. «¡Oye, que estás siendo lo que habías jurado no ser nunca: una vecina entrometida!». Podía haber mil explicaciones: que la niña estuviera enferma y sus padres se hubieran quedado a cuidarla, que esperaran a los abuelos, que estuvieran a punto de salir de vacaciones, que…

Los berridos se habían vuelto roncos y desesperados. Maureen puso una mano en la puerta y la abrió sin pensárselo dos veces.

«Espera, espera. No puedes ir. Quedaría mal. Seguro que no pasa nada. Los incomodarás, y encima quedarás como una tonta».

Miró el mármol de la cocina. Antes de acostarse había preparado galletas para Jason como para parar un tren. Se le ocurrió llevar algunas a los Thorpe, algo perfectamente normal entre vecinos.

Cogió rápidamente un plato de cartón, pero cambió de idea y lo sustituyó por uno de porcelana de la vajilla buena. Cuando tuvo una docena de galletas en el plato, tapadas con celofán, lo cogió y fue a la puerta.

Vaciló al acordarse de que Lindsay era una cocinera muy refinada. Varios sábados atrás habían coincidido en los buzones, y Lindsay le había dicho que lo sentía mucho, pero que no podía pararse a hablar porque tenía una ganache de almendra tostada en el horno. ¿Qué pensaría de un plato de galletas tan casero?

«Le estás dando demasiadas vueltas. ¡Venga, sal de una vez!».

¿Qué tenían los Thorpe, que la intimidaban tanto? ¿La impresión de que no necesitaban su amistad? Eran personas instruidas, pero Maureen también: licenciada cum laude en literatura. ¿Ser ricos? Pues como la mitad del vecindario. Quizá la buena pareja que hacían, lo ideales que eran el uno para el otro, hasta un extremo casi inverosímil… El día de la invitación, Maureen había observado que se cogían inconscientemente la mano, se acababan las frases mutuamente y cruzaban miradas fugaces pero llenas de elocuencia. «Asquerosamente felices», había dicho su marido, pero a ella no le había dado ningún asco. Al contrario, lo que le había dado era envidia.

Fue a la puerta con el plato bien cogido y apartó la mosquitera para salir.

Hacía una mañana preciosa, despejada, con mucho olor de cedro y aire puro. Los pájaros cantaban en las ramas. Abajo, en la ciudad, se oía el lamento del tren de la línea Southwest Chief entrando en la estación.

Fuera, los gritos se oían mucho más.

Algunas zancadas por el camino de piedras y llegó al cerco, hecho con traviesas de ferrocarril, que separaba los dos terrenos. Era la primera vez que pisaba el de los Thorpe. Se le hizo raro. El patio trasero estaba delimitado por una valla, pero reconoció entre los tablones el jardín japonés que había descrito Lewis y que parecía tranquilo, sereno. A Lewis le fascinaba la cultura japonesa. Había traducido a varios maestros del haiku, nombres que a Maureen no le sonaban de nada. La noche de la invitación, Lewis había contado la historia de un maestro zen que dejaba su jardín al cuidado de un aprendiz. Éste se pasaba todo el día quitando hasta la última hoja seca, barriendo y limpiando los caminos de piedra hasta sacarles brillo y haciendo líneas regulares de rastrillo por la arena. Cuando aparecía el maestro zen para ver el resultado, el aprendiz le enseñaba su meticuloso jardín y preguntaba: «¿Perfecto?». Entonces el maestro respondía que no con la cabeza, cogía un puñado de piedras, las tiraba por la arena inmaculada y respondía: «Ahora sí que está perfecto». Maureen se acordó del brillo divertido de los ojos de Lewis al contarlo.

Caminó deprisa, mientras la voz del bebé le penetraba los tímpanos.

Al llegar a la puerta de la cocina de los Thorpe, compuso una sonrisa de lo más efusiva y abrió la mosquitera. La puerta cedió al primer golpe.

Entró.

—¿Hola? —dijo—. ¿Lindsay? ¿Lewis?

Dentro de la casa, los berridos casi le producían dolor. Le sorprendió que un bebé pudiera llorar tanto. No sabía dónde estaban los padres, pero con ese ruido era imposible que la oyeran. ¿Cómo era posible que no hicieran caso a los llantos? ¿Se estarían duchando? ¿O practicando alguna perversión sexual? De repente se sintió cohibida; miró a su alrededor, pero no había nadie.

La cocina era muy elegante, con electrodomésticos de calidad y mármoles negros y brillantes. Daba directamente a un rinconcito para desayunar, dorado por el sol, que comunicaba con lo que Maureen imaginó que sería el salón. Allí, en el arco que unía los dos ambientes, estaba la niña, atada a una sillita y mirando al otro lado. De tanto llorar tenía manchitas en la cara, y las mejillas cubiertas de mocos y lágrimas.

Maureen corrió hacia ella.

—¡Pobrecita mía! —Buscó un pañuelo en los bolsillos de sus vaqueros, arriesgando el equilibrio del plato de galletas, y le limpió la cara—. No llores, no llores…

Pero el bebé siguió llorando y dando golpecitos con los puños mientras miraba fijamente hacia el salón.

Maureen tardó bastante en limpiarle la cara. Cuando acabó, le dolían los tímpanos de tantos gritos. Solo se le ocurrió seguir la mirada de la niña al guardarse el pañuelo. Entonces el llanto del bebé y el impacto del plato y las galletas en el suelo quedaron ahogados de inmediato por los gritos de la propia Maureen.